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Con ocasión de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, en la Basílica de San Eugenio, en Roma (8-XII-1999).

1. El arcángel Gabriel, enviado a la Virgen para anunciarle la misión a la que Dios le había destinado, en cuanto estuvo delante de Ella, exclamó como extasiado por su santidad: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo[1]. Hoy, la Iglesia ensalza con él a la Virgen y celebra la perfección, la absoluta ausencia de pecado, la plenitud de gracia con la que el Señor quiso adornar a su Madre desde la concepción. También nosotros exultamos, siguiendo la invitación del Beato Josemaría: «Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te Salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo...¡Más que tú, sólo Dios!»[2].

En estos años de preparación inmediata al Gran Jubileo, hemos buscado con afán creciente la comunión con cada una de las tres Personas divinas. Esta unión llegará a ser todavía más profunda si nos acercamos más a Nuestra Señora, Madre del Hijo de Dios, Hija predilecta del Padre y Templo del Espíritu Santo[3]. Juan Pablo II nos ha recordado que «esta relación privilegiada» de María con la Trinidad le «confiere una dignidad que supera en gran medida a la de todas las demás criaturas (...). Sin embargo, esta dignidad tan elevada no impide que María sea solidaria con cada uno de nosotros»[4].

San Juan afirma: Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (...). De su plenitud —de la plenitud de Cristo— todos hemos recibido, y gracia por gracia[5]. Cuando respondemos con generosidad a los deseos de Dios, la gracia santificante crece en nuestra alma y nos configura cada vez más con el Hijo. Todo esto se realizó perfectamente en María que, llena de gracia desde el primer instante de su existencia, se unió siempre con la totalidad de su ser a la Voluntad divina. La contemplación de su grandeza extraordinaria da vértigo; pero al mismo tiempo nos consuela saber que Aquella que está tan en alto, tan cerca de la Trinidad Beatísima, ¡es nuestra Madre! Como escribió San Máximo «la que es ligera, espléndida, dulce y sin mancha, como viniendo del Cielo, ha alcanzado que, sobre todos los miembros de la Iglesia, fluyera un alimento más dulce que la miel»[6].

2. La maternidad de María respecto a los hombres y mujeres de todos los tiempos procede precisamente de los vínculos que la unen a la Trinidad y que confluyen en su misión de Madre de Cristo. Desde que llevaba al Señor en su seno, María estuvo llena del conocimiento de la misión salvífica confiada a Jesús, en la que Ella estaba llamada a desempeñar un papel decisivo. Sostuvo sus primeros pasos sobre la tierra; siguió su formación en la infancia, en la adolescencia y en la juventud; intuyó e hizo propios los anhelos de salvación que palpitaban en el corazón del Hijo.

Jesús había venido a dar la vida, en obediencia al Padre, por la redención de los pecadores, y María, día tras día, se ofreció a sí misma con Él en holocausto al Padre. Los milagros que maravillaban a las muchedumbres eran el signo, impreso en los cuerpos de los que sufrían, de la efusión del Espíritu Santo, del don del amor divino que sana las almas. La compasión de Jesús por los ciegos, los leprosos, los enfermos, los paralíticos, y su solicitud por los pobres, se convirtieron en manantial y alimento del amor maternal que nos manifiesta la Santísima Virgen.

A todo el que tenga se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará[7]: Jesús pide que el hombre acepte libremente la salvación, exige nuestra correspondencia. Nuestra Señora nos exhorta: haced lo que Él os diga[8]. Para los servidores del banquete nupcial de Caná no fue difícil atender a aquella invitación, que iba acompañada de una expresión que transmitía seguridad completa. En aquellas palabras se traslucía la experiencia personal de una vida dedicada enteramente a cumplir la Voluntad de Dios. Y llenaron las tinajas hasta arriba[9]. En la novena preparatoria para la solemnidad de hoy, hemos renovado el propósito de dar una impronta mariana a nuestra existencia cristiana. La primera manifestación de esa disposición de ánimo debe ser la decisión de cumplir siempre, en la alegría y en el sacrificio, la santa voluntad de Dios. Dejaos convencer por María, acoged la esperanza que la Virgen enciende en vuestro corazón.

He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra[10]. «¿Veis la maravilla? —nos pregunta el Beato Josemaría— Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos «la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8,21)»[11]. Es la libertad de quien actúa impulsado por la fuerza del amor y, recibiendo gracia por gracia[12], siente crecer en su alma la incomparable realidad de la filiación divina que Cristo ha conquistado para nosotros en la Cruz.

3. Junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre[13], traspasada por un dolor inmenso y, al mismo tiempo serena, más aún, alegre, porque ya veía los frutos de la Pasión de su Hijo: las almas que Él, levantado sobre la tierra, atraería hacia sí[14]. En el Cenáculo, María mantenía unidos a los Apóstoles todavía llenos de temor[15]. Su presencia maternal informa los comienzos de la Iglesia naciente y debe, por tanto, inspirar también la conducta de quienes son y se sienten Iglesia. Fue ella quien mantuvo unidos a los Apóstoles. Siempre será ella la que unirá a los cristianos, en torno al Papa y a los Pastores en comunión con el Vicario de Cristo.

Pero, recordad: si un cristiano consiente que se insinúen en su corazón resentimientos, rencores, recuerdos que lo separan de parientes y amigos, quiere decir que ha alejado de su corazón cualquier rastro de la presencia de la Virgen. El Jubileo del 2000, ya inminente, debe constituir para nosotros y nuestras familias la ocasión de una reconciliación auténtica con el prójimo. Nos estamos acercando a la Navidad. La noche del 24 de diciembre, el Santo Padre abrirá solemnemente el Año Santo jubilar. Preparémonos, con propósitos efectivos de conversión, a buscar el perdón de Dios y a perdonar a quienes nos han ofendido. Preparémonos rechazando el pecado, que rompe el vínculo de caridad con Dios y con los demás. Sólo así saborearemos la alegría de ser cristianos, hijos de Dios e hijos de María. «La caridad —enseña el Papa— tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, crucificado y resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Quien ama de verdad con el amor de Dios, amará también al hermano como Él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo»[16].

Confiemos a la Santísima Virgen, a su intercesión delicada, discreta, segura, los pasos que aún hemos de dar para prepararnos al Gran Jubileo. El mejor modo para honrar a Nuestra Señora es esforzarse para imitarla. Hemos intentado esbozar algunos rasgos del modelo que nos propone el Señor en Ella. Pidámosle que nos ayude a seguir su ejemplo de correspondencia a la gracia, de amor a las almas, de servicio a la unidad. De este modo, Jesús nacerá de nuevo en nosotros y nos dará la paz que el mundo no puede dar[17]. Amén.

[1] Lc 1, 28.

[2] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 496.

[3] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 53

[4] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 10-I-1996.

[5] Jn 1, 14 y 16.

[6] SAN MÁXIMO DE TURÍN, Sermón, 29.

[7] Mt 25, 29.

[8] Jn 2, 5.

[9] Cfr. Jn 2, 7.

[10] Lc. 1, 38.

[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 173.

[12] Cfr. Jn 1, 16.

[13] Cfr. Jn 19, 25.

[14] Cfr. Jn 12, 32.

[15] Cfr. Jn 20, 19.

[16] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 20-X-1999.

[17] Cfr. Jn 14, 27

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 240-243.

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