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Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo (14-III-1999)

“¡Abbá, Padre!”

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Mi cita del Jueves Santo con vosotros, en este año que precede y prepara inmediatamente al Gran Jubileo del 2000, está marcada por esta invocación en la que resuena, según los exegetas, la ipsissima vox Iesu. Es una invocación en la que se encierra el inescrutable misterio del Verbo encarnado, enviado por el Padre al mundo para la salvación de la humanidad.

La misión del Hijo de Dios llega a su plenitud cuando Él, ofreciéndose a sí mismo, realiza nuestra adopción filial y, con el don del Espíritu Santo, hace posible a cada ser humano la participación en la misma comunión trinitaria. En el misterio pascual, Dios Padre, por medio del Hijo en el Espíritu Paráclito, se ha inclinado sobre cada hombre ofreciéndole la posibilidad de la redención del pecado y la liberación de la muerte.

1. En la celebración eucarística concluimos la oración colecta con las palabras: “Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos”. Vive y reina contigo, ¡Padre! Puede decirse que este final tiene un carácter ascendente: por medio de Cristo, en el Espíritu Santo, al Padre. Éste es también el esquema teológico presente en la disposición del trienio 1997-1999: primero el año del Hijo, después el año del Espíritu Santo y ahora el año del Padre.

Este movimiento ascendente se apoya, por así decir, en el descendente, descrito por el apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas. Es un fragmento que hemos meditado intensamente en el liturgia del período de Navidad: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Ga 4, 4-5).

Vemos expresado aquí el movimiento descendente: Dios Padre envía a su Hijo para hacernos, en Él, hijos suyos adoptivos. En el misterio pascual Jesús realiza el designio del Padre dando la vida por nosotros. El Padre envía entonces al Espíritu del Hijo para iluminarnos sobre este privilegio extraordinario: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ‘¡Abbá, Padre!’. Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 6-7).

¿Cómo no destacar la originalidad de lo que escribe el Apóstol? Él afirma que es precisamente el Espíritu el que clama: ¡Abbá, Padre! En realidad, el testigo histórico de la paternidad de Dios ha sido el Hijo en el misterio de la encarnación y de la redención. Él nos ha enseñado a dirigirnos a Dios llamándolo “Padre”. Él mismo lo invocaba “Padre mío”, y nos enseñó a invocarle con el dulcísimo nombre de “Padre nuestro”. Sin embargo, san Pablo nos dice que la enseñanza del Hijo debe, en cierto modo, hacerse viva en el alma de quien lo escucha por la guía interior del Espíritu Santo. En efecto, sólo por su obra somos capaces de adorar a Dios en verdad invocándolo “Abbá, Padre”.

2. Os escribo estas reflexiones, queridos hermanos en el sacerdocio, de cara al Jueves Santo, mientras os imagino congregados en torno a vuestros Obispos para la Misa crismal. Tengo mucho interés en que, en la comunión de vuestros presbiterios, os sintáis unidos a toda la Iglesia, que está viviendo el año del Padre, un año que preanuncia el final del siglo veinte y, a la vez, del segundo milenio cristiano.

¿Cómo no dar gracias a Dios, en esta perspectiva, al recordar a los numerosos sacerdotes que, en este amplio período de tiempo, han dedicado su existencia al servicio de Evangelio, llegando a veces hasta el supremo sacrificio de la vida? A la vez que, en el espíritu del próximo Jubileo, confesamos los límites y las faltas de las anteriores generaciones cristianas y también las de sus sacerdotes, reconozcamos con alegría que, en el inestimable servicio hecho por la Iglesia al camino de la humanidad, una parte muy importante es debida al trabajo humilde y fiel de tantos ministros de Cristo que, a lo largo del milenio, han actuado como generosos constructores de la civilización del amor.

¡Las grandes dimensiones del tiempo! Aunque el tiempo sea siempre un alejarse del principio, pensándolo bien es simultáneamente una vuelta al principio. Y esto tiene una importancia fundamental. En efecto, si el tiempo fuera sólo un alejarse del principio y no estuviera clara su orientación final —el retorno precisamente del principio— toda nuestra existencia en el tiempo estaría sin una dirección definitiva. Carecería de sentido.

Cristo, «el Alfa y la Omega [...] Aquél que es, que era y que va a venir» (Ap 1, 8), ha orientado y dado sentido al paso del hombre en el tiempo. Él dijo de sí mismo: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28). De este modo, nuestro pasar está iluminado por el hecho de Cristo. Con él pasamos, caminando en la misma dirección tomada por Él: hacia el Padre.

Esto resulta aún más evidente en el Triduum Sacrum, los días santos por excelencia durante los cuales participamos, en el misterio, del retorno de Cristo al Padre a través de su pasión, muerte y resurrección. En efecto, la fe nos asegura que este paso de Cristo al Padre, es decir, su Pascua, no es un acontecimiento que le afecta sólo a Él. Nosotros estamos llamados también a tomar parte en ello. Su Pascua es nuestra Pascua.

Así pues, junto con Cristo, caminamos hacia el Padre. Lo hacemos a través del misterio pascual, reviviendo aquellas horas cruciales durante las cuales, muriendo en la cruz, exclamó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34), y añadió: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30), “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23, 46). Estas expresiones evangélicas son familiares a todo cristiano y, particularmente, a cada sacerdote. Son un testimonio para nuestro vivir y nuestro morir. Al final de cada día, repetimos en la Liturgia de la Horas: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum», para prepararnos al gran misterio del tránsito, de la pascua existencial, cuando Cristo, gracias a su muerte y resurrección, nos tomará consigo para ponernos en manos del Padre celestial.

3. «Yo te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a gente sencilla. Sí Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 25-27). Sí, sólo el Hijo conoce al Padre. Él, que «está en el seno del Padre» —como escribe san Juan en su Evangelio (1, 18)—, nos ha acercado este Padre, nos ha hablado de Él, nos ha revelado su rostro, su corazón. Durante la Última Cena, a la pregunta del apóstol Felipe: «Muéstranos al Padre» (Jn 14, 8), responde Cristo: «Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? [...] ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?» (Jn 14, 9-10). Con estas palabras Jesús da testimonio del misterio trinitario de su generación eterna como Hijo del Padre, misterio que encierra el secreto más profundo de su personalidad divina.

El Evangelio es una continua revelación del Padre. Cuando, a la edad de doce años, Jesús es encontrado por José y María entre los doctores en el Templo, a las palabras de su Madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?» (Lc 2, 48), responde refiriéndose al Padre: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Apenas con doce años, tiene ya la conciencia clara del significado de su propia vida, del sentido de su misión, dedicada enteramente desde el primer hasta el último momento “a la casa del Padre”. Esta misión alcanza su culmen en el Calvario con el sacrificio de la Cruz, aceptado por Cristo en espíritu de obediencia y de entrega filial: «Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres [...] Hágase tu voluntad» (Mt 26, 39.42). Y el Padre, a su vez, acoge el sacrificio del Hijo, ya que tanto ha amado al mundo que le ha dado a su Unigénito, para que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna (cf. Jn 3, 16). En efecto, sólo el Hijo no muere (cf. Jn 3, 16). Ciertamente, sólo el Hijo conoce al Padre y por tanto sólo Él nos lo puede revelar.

4. «Per ipsum, et cum ipso, et in ipso...». «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».

Unidos espiritualmente y congregados visiblemente en las iglesias catedrales en este día singular, damos gracias a Dios por el don del sacerdocio. Damos gracias por el don de la Eucaristía, que celebramos como presbíteros. La doxología final del Canon tiene una importancia fundamental en la celebración eucarística. Expresa en cierto modo el culmen del Mysterium fidei, del núcleo central del sacrificio eucarístico, que se realiza en el momento en que, con la fuerza del Espíritu Santo, llevamos a cabo la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, como hizo Él mismo por primera vez en el Cenáculo. Cuando la gran plegaria eucarística llega a su culmen, la Iglesia, precisamente entonces, en la persona del ministro ordenado, dirige al Padre estas palabras: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria». Sacrificium laudis!

5. Después que la asamblea con solemne aclamación ha respondido “Amén”, el celebrante entona el “Padre nuestro”, la oración del Señor. La sucesión de estos momentos es muy significativa. El Evangelio cuenta de los Apóstoles que, impresionados por el recogimiento del Maestro en su coloquio con el Padre, le pidieron: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Entonces, Él pronunció por primera vez las palabras que serían después la oración principal y más frecuente de la Iglesia y de todos los cristianos: el “Padrenuestro”. Cuando en la celebración eucarística hacemos nuestras, como asamblea litúrgica, estas palabras, cobran una elocuencia particular. Es como si en aquel instante confesásemos que Cristo nos ha enseñado definitiva y plenamente su oración al Padre cuando la ha ilustrado con el sacrificio de la Cruz.

Es en el contexto del sacrificio eucarístico donde el “Padrenuestro”, recitado por la Iglesia, expresa todo su significado. Cada una de sus invocaciones cobra una especial luz de verdad. En la cruz el nombre del Padre es “santificado” al máximo y su Reino es realizado irrevocablemente; en el “consummatum est” su voluntad llega a su cumplimiento definitivo. ¿No es verdad que la petición “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos...”, es confirmada plenamente en la palabras del Crucificado: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34)? Además, la petición del pan de cada día se hace aún más elocuente en la Comunión eucarística cuando, bajo la especie del “pan partido”, recibimos el Cuerpo de Cristo. Y la súplica “no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal”, ¿no alcanza su máxima eficacia en el momento en que la Iglesia ofrece al Padre el precio supremo de la redención y liberación del mal?

6. En la Eucaristía el sacerdote se acerca personalmente al misterio inagotable de Cristo y de su oración al Padre. El sacerdote puede sumergirse diariamente en este misterio de redención y de gracia celebrando la santa Misa, que conserva sentido y valor incluso cuando, por una justa causa, se celebra sin la participación del pueblo, pero siempre y en todo caso por el pueblo y por el mundo entero. Precisamente por su vínculo indisoluble con el sacerdocio de Cristo, el presbítero es el maestro de la oración y los fieles pueden dirigir legítimamente a él la misma petición hecha un día por los discípulos a Jesús: «Enséñanos a orar».

La liturgia eucarística es por excelencia escuela de oración cristiana para la comunidad. De la Misa se derivan múltiples formas de una sana pedagogía del espíritu. Entre ellas sobresale la adoración del Santísimo Sacramento, que es una prolongación natural de la celebración. Gracias a ella, los fieles pueden hacer una peculiar experiencia de “permanecer” en el amor de Cristo (cf. Jn 15, 9), entrando cada vez más profundamente en su relación filial con el Padre.

Es precisamente en esta perspectiva que exhorto a cada sacerdote a cumplir con confianza y valentía su cometido de guía de la comunidad en la oración cristiana auténtica. Es un cometido del cual no le es lícito abdicar, aunque las dificultades derivadas de la mentalidad secularizada a veces lo pueden hacer laborioso.

El fuerte impulso misionero que la Providencia, sobre todo mediante el Concilio Vaticano II, ha dado a la Iglesia en nuestro tiempo, interpela de manera particular a los ministros ordenados, llamándolos ante todo a la conversión: convertirse para convertir o, dicho de otro modo, vivir intensamente la experiencia de hijos de Dios para que cada bautizado descubra la dignidad y la alegría de pertenecer al Padre celestial.

7. En el día del Jueves Santo renovaremos, queridos hermanos, las promesas sacerdotales. Con ello deseamos, en cierto modo, que Cristo nos abrace nuevamente con su santo sacerdocio, con su sacrificio, con su agonía en Getsemaní y muerte en el Gólgota, y con su resurrección gloriosa. Siguiendo, por así decir, las huellas de Cristo en todos estos acontecimientos de salvación, descubrimos su total apertura al Padre. Y es por esto que en cada Eucaristía se renueva de alguna manera la petición del apóstol Felipe en el cenáculo: «Señor, muéstranos al Padre», y cada vez Cristo, en el Mysterium fidei, parece responder así: «Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? [...] ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?» (Jn 14, 9-10).

En este Jueves Santo, queridos sacerdotes del mundo entero, recordando la unción crismal recibida el día de la Ordenación, proclamaremos concordes con sentimiento de renovado reconocimiento:

Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum. Amen!

Vaticano, 14 de marzo, IV Domingo de Cuaresma, del año 1999, vigésimo primero de mi Pontificado.

Romana, n. 28, enero-junio 1999, p. 40-44.

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