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Carta pastoral (1-VI-1999)

En el marco del tercer año de preparación al gran Jubileo del Año 2000, el Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, ha dirigido a los fieles de la Prelatura la siguiente carta pastoral.

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Al invitarnos a tratar especialmente en estos meses a Dios Padre, el Romano Pontífice señala que un signo de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es el de la caridad, que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la marginación[1]. Hoy querría glosar algunos aspectos de esa enseñanza, que forman parte del compromiso por la edificación del Reino de Dios que todos los cristianos hemos asumido.

El punto de partida es aquella declaración solemne de Nuestro Señor en la sinagoga de Nazaret, cuando afirmó que había venido al mundo para evangelizar a los pobres (...), para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor[2]. Más adelante, cuando le preguntan los discípulos del Bautista si era el Mesías esperado, responde con una enumeración de signos de claro sabor mesiánico, y concretamente, al final, éste: se anuncia el Evangelio a los pobres[3]. Todo el relato evangélico muestra de modo concreto y tangible cómo se apiadaba el Señor de cuantos padecían alguna necesidad: desde la falta de alimento o de salud, hasta la privación —incomparablemente más grave— de la vida del alma.

Lo mismo predicaron los Apóstoles, poniendo de relieve que la caridad con los hombres —especialmente con los más indigentes— es signo demostrativo del amor a Dios. El Apóstol Santiago lo precisa de modo muy claro: si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento cotidiano, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos y saciaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta[4]. La fe cristiana es necesariamente operativa; y, entre esas obras, las que manifiestan misericordia con los necesitados se cuentan entre las más importantes, como escribe San Juan: si alguno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano padece necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer el amor de Dios en él? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad[5].

Empujados por el ejemplo del Maestro, los cristianos nos sentimos solidarios con los demás hombres y mujeres, especialmente con los menos favorecidos. Y esta solidaridad del corazón ha de traducirse en hechos, según las posibilidades de cada uno. Hoy más que nunca —escribe el Papa—, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna[6]. Como todos somos Iglesia, ofrecer ese testimonio constituye un deber de todos los cristianos. No es de extrañar, por eso, que el Santo Padre afirme que el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del Jubileo[7].

Existen muchas formas de pobreza y de discriminación, que quienes nos sabemos hijos de Dios, hermanos de todos, hemos de procurar aliviar en colaboración con otras personas de buena voluntad. La opción preferencial por los pobres (...) nunca es exclusiva ni discriminatoria de otros grupos. Se trata, en efecto, de una opción que vale no solamente para la pobreza material, pues es sabido que, especialmente en la sociedad moderna, se hallan muchas formas de pobreza no sólo económica, sino también cultural y religiosa[8].

No es misión del Magisterio ofrecer soluciones concretas a los problemas sociales. Como en tantos otros campos, señala unos principios generales que —iluminados por la luz del Evangelio— se convierten en criterios de acción, en impulso positivo de las conciencias para la práctica del bien. Pero esa lógica exposición de puntos básicos, tan respetuosa de la libertad, no constituye una excusa para la inactividad o la indiferencia práctica. Como señala el Beato Josemaría, un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo[9].

Al hilo de estas palabras de nuestro queridísimo Padre, podemos hacer un poco de examen personal. ¿Nos duelen a diario las injusticias que padecen tantas personas? ¿Tenemos presentes sus necesidades en nuestra oración? ¿Colaboramos en lo que esté a nuestro alcance a la resolución de esos problemas? ¿Procuramos sensibilizar a otros?... No penséis que todo esto se queda en una utopía, o que se limita a simples buenos deseos, ante el hecho indudable de que no poseemos ni riqueza, ni poder, ni autoridad, ni influencias humanas, o de que cada uno representa una gota en el océano de la humanidad. No olvidéis que la oración es siempre eficaz; no perdáis de vista que el buen ejemplo arrastra siempre. Por eso, en estos campos, todos podemos —debemos— hacer cada día más.

Quiero detenerme en la importancia del testimonio personal de una mujer o de un hombre honrados, especialmente cuando hay costumbres inmorales tan generalizadas —fenómenos de corrupción en la vida económica, decadencia de la moralidad pública, leyes permisivas del aborto, del divorcio, etc.—, que llegan a constituir una verdadera situación de pecado, en el sentido de que facilitan enormemente la difusión del mal.

Ante panoramas semejantes, no debemos admitir un pesimismo que acabaría por convertirse en rendición incondicionada. Pensad que los comportamientos inmorales —por muy difundidos que estén— son siempre resultado de libres elecciones personales: no es algo así decir— inevitable, como si la sociedad estuviera abocada a recorrer esos malos caminos. La Iglesia enseña que todos los casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales[10]. A cada cristiano incumbe la obligación de dar una contribución positiva para eliminar esas situaciones, y de forma concreta, por el esfuerzo real —con la gracia de Dios— de convertirnos cada uno personalmente. Porque esas situaciones sociales escandalosas, no son producto sólo de quien engendra, favorece o explota la iniquidad, sino también de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta incapacidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior[11].

La santidad no es comunitaria, decía nuestro Fundador. La santidad es fruto del esfuerzo personal de cada uno, con la gracia de Dios: ya puede ser muy santa una comunidad, que como tú y yo no luchemos por ser santos, nos iremos al infierno de cabeza[12]. Y lo mismo hay que afirmar de las injusticias sociales o del permisivismo moral. En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o —como por desgracia sucede muy a menudo— por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y, en definitiva, vano e ineficaz (...), si no se convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación[13].

Para superar esas circunstancias es necesario promover positivamente un comportamiento honrado, comenzando cada uno por sí mismo y difundiendo ese modo de actuar entre las personas que nos rodean —parientes, amigos, colegas de trabajo—, en un silencioso pero fructífero apostolado de amistad y confidencia; silencioso porque no se traduce en lamentos extemporáneos, sino en la exigencia cotidiana del cumplimiento de nuestras obligaciones cristianas y también cívicas. En definitiva, se trata de poner en práctica aquello que nuestro Fundador recomendaba hace tantos años: eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.

¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?[14].

¡Qué trascendencia tiene, hijas e hijos míos, la rectitud en el ejercicio de los deberes profesionales y sociales! Estad seguros de que, al comportaros como cristianos cabales, si procuráis además ayudar a que muchos otros actúen de igual manera, colaboráis eficacísimamente a la resolución de las injusticias, porque estaréis revitalizando el tejido social con la linfa del Evangelio y ayudando a sanar esas estructuras de pecado, fruto de los pecados personales, que tienden a consolidarse en una sociedad espiritualmente enferma. No penséis que veo la situación con pesimismo; al contrario, el cristiano está convocado a poner en este mundo nuestro el sano gaudium cum pace, que no transige con el mal, con la enfermedad del espíritu.

Como consecuencia de vuestra rectitud humana y cristiana, nacerán además —en los ambientes en los que os desenvolvéis— muchas iniciativas directamente encaminadas a resolver concretos problemas sociales, en noble y fraterna colaboración con otros hombres y mujeres de buena voluntad. Alzo en estos momentos mi corazón en acción de gracias a Nuestro Señor, porque alrededor de la Prelatura, con la ayuda de tantos Cooperadores, católicos y no católicos, florecen abundantes realidades de solidaridad que contribuyen a implantar la justicia y la paz sobre la tierra, llevando a decenas de millares de personas —como decía nuestro Padre— el bálsamo fuerte y pacífico del amor[15].

Junto a la rectitud en el cumplimiento de los propios deberes, también una vida templada ayuda a difundir la justicia y la caridad. En una de sus encíclicas sociales, Juan Pablo II se dirige a todos los cristianos, sin excepción, con estas palabras: Pongamos por obra —con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los bienes (...)— las medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor de preferencia por los pobres. Así lo requiere el momento, así lo exige sobre todo la dignidad de la persona humana, imagen indestructible de Dios Creador, idéntica en cada uno de nosotros[16]. Porque un modo indispensable de colaborar en la implantación del reino de justicia, de amor y de paz[17], que Cristo ha venido a instaurar, consiste en vivir personalmente la radicalidad del mensaje cristiano en todo lo referente al uso de los bienes materiales.

En efecto, el espíritu de desprendimiento y de pobreza evangélica, que lleva a desarrollar una generosa caridad con todos[18], constituye un buen indicador de la autenticidad de los afanes de justicia social y de caridad que mueven a los cristianos. También en este punto os animo a deteneros en un delicado examen de conciencia. ¿Amamos la pobreza de espíritu? ¿Está nuestro corazón libre, sin otras ataduras que las que le unen a Dios? ¿Damos a los medios materiales la importancia relativa que tienen? ¿Buscamos ante todo el reino de Dios y su justicia, confiando en la Providencia divina? ¿Nos creamos falsas necesidades? ¿Nos contentamos con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente[19]? ¿Trabajamos con la ilusión de conseguir más medios para desarrollar las labores apostólicas? ¿En qué notamos cada día que practicamos la virtud del desprendimiento?

El mes de junio es rico en fiestas que ayudan a dar nueva vida a estas consideraciones. El Corpus Christi, al celebrar solemnemente la presencia real de Jesucristo bajo algo tan material como las especies de pan y de vino, ha de servirnos —como sugiere nuestro Padre— para meditar en esas hambres que se advierten en el pueblo: de verdad, de justicia, de unidad y de paz[20]. Pero, añade nuestro Fundador, ¡qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros (Gal 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley (cfr. Col 3, 14 y Rm 13, 10)[21].

Una semana después, la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos recuerda que el Señor, como Hombre perfecto, es Modelo acabado para todos. Procuremos mirarnos en Él, profundizando en las escenas del Evangelio, para aprender a practicar esas virtudes humanas que resultan indispensables en la labor apostólica: la sencillez, la delicadeza en el trato, la lealtad, la reciedumbre, la templanza... Pidámosle en esa fiesta, recurriendo también al Corazón Inmaculado de nuestra Madre, que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación[22].

Finalmente el 26 de junio, fiesta litúrgica del Beato Josemaría, es buen momento para meditar que la existencia terrena de nuestro Fundador estuvo impregnada por un cariño sin límites a todas las criaturas, especialmente a las más necesitadas. ¡Cuántas veces recordaba, con íntima alegría y agradecimiento a Dios, que el Opus Dei nació entre los pobres de Madrid, en los hospitales y en los barrios más miserables![23] Y hemos de agradecer a Dios que efectivamente, como deseaba nuestro Padre, la tradición de atender a los indigentes no se ha interrumpido y no se interrumpirá nunca en la Obra[24].

El próximo día 6 administraré la ordenación sacerdotal a un grupo de hermanos vuestros. Encomedadles y pedid, bien unidos a mis intenciones, que no falten en la Iglesia sacerdotes y seglares muy sobrenaturales y muy humanos, capaces de realizar una abundante siembra de caridad, de amor y de paz en todos los estratos de la sociedad.

Al uniros diariamente a mis intenciones, no dejéis de seguir rezando por la paz del mundo, especialmente en los países actualmente afligidos por la guerra.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de junio de 1999.

[1] JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium, 29-XI-1998, n. 12.

[2] Lc 4, 18-19.

[3] Lc 7, 22.

[4] St 2, 15-17.

[5] 1 Jn 3, 17-18.

[6] JUAN PABLO II, Litt. enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 57.

[7] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 51.

[8] JUAN PABLO II, Litt. enc. Centesimus annus, n. 57.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 167.

[10] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et Pænitentia, 2-XII-1984, n. 16.

[11] Ibid.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Tertulia, 28-IV-1972.

[13] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et Pænitentia, n. 16.

[14] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 831.

[15] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 183.

[16] JUAN PABLO II, Litt. enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, n. 47.

[17] Prefacio de la Misa de Cristo Rey.

[18] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 30.

[19] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 631.

[20] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 157.

[21] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 157.

[22] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 167.

[23] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Instrucción, 8-XII-1941, n. 57.

[24] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Instrucción, 8-XII-1941, n. 57.

Romana, n. 28, Enero-Junio 1999, p. 76-81.

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