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«Para servir a la Iglesia», artículo publicado en la “Gazeta do Povo”, Curitiba (2-X-1998)

Estos días, entre muchos otros recuerdos del Beato Josemaría, me han venido a la memoria algunos comentarios que a veces hacía a quienes estaban más cerca de él. Son testimonio de su humildad, de la confusión que sentía ante las gracias de la misericordia de Dios: “Un fundador sin fundamento”, “un instrumento inepto y sordo”, “un niño que balbucea”. Eso es lo que pensaba de sí mismo.

Para una realidad que debe durar a lo largo de los siglos, setenta años son poco más que un primer vagido. Muy poco, quizá, para realizar un balance provisional. Es tiempo más que suficiente, en cambio, para hacer examen de conciencia ante Dios. “Gracias por la ayuda que me has dado, perdona mi debilidad, ayúdame más”: Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor del Beato Josemaría al frente del Opus Dei, rezaba con esas palabras en fechas como ésta. Hoy yo quiero hacer mía aquella oración.

El Opus Dei existe sólo para servir a la Iglesia. Ésta es su única aspiración. Y el ánimo constante del Santo Padre y de tantos Pastores, hermanos míos en el episcopado, es motivo de consuelo, de sincera gratitud y de gran responsabilidad. Sé que hoy mismo centenares de Obispos en todo el mundo celebrarán la Misa en unión con esta acción de gracias.

¿Qué perspectivas se abren en este momento a la Prelatura del Opus Dei? Las mismas que el Beato Josemaría vio el 2 de octubre de 1928. Siempre ha sido así en la Iglesia. Su historia es una presencia siempre nueva de la vida de Cristo, desde el nacimiento en Belén hasta los años de trabajo en Nazaret, desde la predicación itinerante por Palestina hasta el Gólgota, hasta la Resurrección, hasta Pentecostés. Futuro y pasado se entrelazan. Renovación y fidelidad van de la mano. El punto de partida, para el Opus Dei como para toda la Iglesia, será siempre la identificación con Cristo. Ésta es la razón de ser de la Prelatura y la condición de su fecundidad eclesial.

Al Beato Josemaría le gustaba decir que el Opus Dei era “viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo”. El decreto pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes señala que la actualidad de su mensaje “está destinada a perdurar, por encima de los cambios de los tiempos y de las situaciones históricas, como fuente inagotable de luz espiritual”. Por lo demás, ya el Santo Padre Pablo VI, en un texto manuscrito enviado al Beato Josemaría en 1964, había definido al Opus Dei como “expresión viva de la perenne juventud de la Iglesia”. El trabajo es tarea y dignidad perpetua del hombre sobre la tierra. Siempre será preciso, por tanto, mostrar que el trabajo es, a la vez, lugar donde los hombres pueden encontrar diariamente a Cristo y materia misma de su santidad.

Deseo transcribir un fragmento de una carta del Beato Josemaría fechada en 1932. En ella, el Opus Dei es descrito en su núcleo esencial y, precisamente a partir de esa simplicidad, proyectado en los siglos: “Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle”.

“El Opus Dei no viene a innovar nada, y menos todavía a reformar nada en la Iglesia”, repitió con frecuencia el Beato Josemaría. El Opus Dei pretende solamente recordar que todos los bautizados están llamados a la plenitud del amor. Es un acto de fe en Dios. El cristiano cree firmemente que nada puede obstaculizar el designio de la redención, que nada puede bloquear la gracia divina. Y es también un acto de confianza en el hombre. La fe en Dios es sólida sólo cuando no nace sobre el sustrato del pesimismo, de una radical desconfianza en el hombre, de la renuncia a confiar —a pesar de todo— en la sed de bien que palpita en el mundo.

Creer en la llamada a la santidad no significa ignorar el mal. El Evangelio nos enseña que no son los sanos quienes tienen necesidad del médico, sino los enfermos. En Cristo tenemos la promesa indefectible de la salvación. No nos santificamos a pesar del mundo, sino en el mundo. El Beato Josemaría escribió: “Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”.

La Cruz de Jesucristo no estaba suspendida en el aire. Estaba plantada sobre la cumbre del Calvario. “La Santa Cruz nos hará perdurables”, escribió el Beato Josemaría. El esfuerzo por identificarse con Cristo en el trabajo cotidiano no está confinado, para él, en la esfera de las intenciones, sino que implica también fatiga, fortaleza en las contrariedades, dedicación, espíritu de servicio, lealtad probada, libertad y responsabilidad personales.

Ningún cristiano puede olvidar que el camino de la santidad pasa por la Cruz de Cristo. Por eso pido al Señor que enseñe a todos los hombres a amar el sacrificio. Junto a la Cruz descubriremos que somos hijos queridísimos de Dios y experimentaremos la protección materna de María. Allí recibiremos el don del Espíritu Santo, “fruto de la Cruz”, como lo definía el Beato Josemaría. La Iglesia, el mundo entero, tienen necesidad de cristianos dispuestos a vivir en gozosa y total coherencia con la fe. Y solos nada podremos. Necesitamos la oración y la comprensión de todos.

Romana, n. 27, Julio-Diciembre 1998, p. 279-281.

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