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«Opus Dei: los primeros setenta años» entrevista concedida a la revista “Studi Cattolici”, Milán (Octubre, 1998)

La cita está fijada a las 17.15 de un miércoles de septiembre, sede central del Opus Dei, calle Bruno Buozzi, Roma. Es una casa que “parece hecha de piedra, pero que en realidad está hecha de amor”, como decía el Beato Josemaría Escrivá, que impulsó su construcción, día tras día, a lo largo de muchos años. En esta casa sigue latente, viva, su presencia. Los restos mortales del Fundador se encuentran bajo el altar de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. Son como el cimiento, la viga maestra de todo el edificio,

El Prelado del Opus Dei me recibe en la sala de estar de la casa, que ya conocía. Aquí tiene lugar, de modo habitual, la tertulia tras el almuerzo y la cena. Es una reunión típicamente familiar, en la que cada uno disfruta diciendo sus opiniones o contando las anécdotas del día.

Me parece ver, hace un cuarto de siglo, durante una de esas tertulias familiares, sentado en una de estas butacas, al Beato Josemaría. Mi entrevista con Mons. Javier Echevarría, tiene también ambiente de tertulia.

—Lo primero que quiero preguntarle —comienzo— se refiere al setenta aniversario de la fundación. El Opus Dei se fundó el 2 de octubre de 1928, y catorce años después, cuando el Beato Josemaría le pidió a Álvaro del Portillo —que era entonces, un joven ingeniero de 28 años— que viniese a Roma para obtener el reconocimiento jurídico adecuado para el Opus Dei, éste le contó un comentario que había oído en un Dicasterio de la Curia: “el Opus Dei ha llegado con un siglo de anticipación”.

Don Álvaro se ordenó luego sacerdote y fue, desde 1975 hasta 1994, el primer sucesor del Beato Josemaría Escrivá y el primer obispo-prelado del Opus Dei... Y ahora, cuando el Opus Dei cumple setenta años, cuando ya está configurado jurídicamente como Prelatura personal... ¿puede decirse que se ha comprendido verdaderamente su mensaje y su tarea en la Iglesia?

Verdaderamente —me dice Mons. Echevarría— la anécdota del “siglo de anticipación” sigue teniendo sentido... porque el Opus Dei —en cierto modo— estará siempre anticipándose... Recuerdo que en 1970, en México, una persona le preguntó al Fundador: “¿Qué vacío ha venido a colmar el Opus Dei en la vida de la Iglesia?”. Y nuestro Padre le respondió con buen humor: “¡Hijo mío, no me reduzcas al vacío, no me metas en un agujero!”.

Todos somos Iglesia. Todos somos hijos de Dios Y, a pesar de nuestras debilidades personales, el Opus Dei no ha venido “a colmar ningún vacío”. Caminará siempre con anticipación porque es una iniciativa de Dios; porque fue querido por Dios el 2 de octubre de 1928 para ayudar a santificar la vida de los hombres, en las circunstancias cotidianas, en el trabajo, en la vida de familia y de relación con los demás.

Por esas razones, el Opus Dei será siempre actual, mientras sea actual que el hombre y la mujer tengan que trabajar durante su paso por la tierra. El Opus Dei es una porción de la Iglesia; y la Iglesia informa y engloba toda la vida del cristiano.

¿Comprenden todos el mensaje del Opus Dei? Ese mensaje se entiende en la medida en que se comprende que todos los cristianos están llamados a la santidad... y que la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias. Lamentablemente suele confundirse la santidad con lo extraordinario, con todo lo que se sale de la vida normal, cuando la santidad consiste precisamente... en vivir con heroísmo cristiano la vida normal. Esto nos atañe a todos y nos ofrece perspectivas nuevas para nuestra existencia cotidiana.

Por otra parte, siempre habrá incomprensiones. Abrir caminos —en la Iglesia y en el mundo— es costoso siempre, y... siempre hay alguien dispuesto a obstaculizar la realidad.

—El espíritu del Opus Dei gira en torno a la santificación del trabajo y en su reciente Carta apostólica “Dies Domini”, el Papa ha relacionado el trabajo con eso que suele llamarse “tiempo libre”. ¿Qué podría comentarnos sobre esto?

El Beato Josemaría nos enseñó siempre que el tiempo libre, el tiempo de descanso, no puede consistir en no hacer nada, sino en dedicarse a actividades más agradables, menos fatigosas... Es estupendo que el Papa, con la clarividencia que le otorga ser el Vicario de Cristo, nos recuerde que el sentido de la fiesta tiene que iluminar toda la vida del cristiano, y que el domingo, el Dies Domini, no es sólo un tiempo de descanso, un paréntesis en el trabajo cotidiano, sea intelectual o manual. No; el Dies Domini nos debe llevar, sobre todo, a vivir más intensamente nuestros deberes para con Dios. En ese mismo sentido, la santificación de la vida cotidiana consiste, según el espíritu del Opus Dei, en convertir en festivos los días laborables.

Las esperanzas del Papa

—Este dos de octubre el Opus Dei ha cumplido setenta años y el día dieciséis Juan Pablo II celebró los veinte años de su Pontificado. La historia reciente del Opus Dei está muy vinculada a este gran Papa. ¿Cuáles son las esperanzas del Papa respecto a la Obra?

El Papa es el Padre común, y, por tanto, le interesa la respuesta cristiana de todos sus hijos; estén donde estén y sean los que sean sus modos de “ser Iglesia” y de servir a la Iglesia. Pienso que el Papa espera de los fieles del Opus Dei aquello que dijo el 17 de mayo de 1992, en la homilía que pronunció con motivo de la beatificación de nuestro fundador: “Con sobrenatural intuición, el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación”.

Me conmueve ver cómo el Papa gasta todas sus energías en su misión de proclamar que la santidad comporta exigencias perennes y actuales para todos. Pienso que lo que el Santo Padre espera de los fieles de la Prelatura del Opus Dei es precisamente esto: que se comprometan a poner a Jesucristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

—El 23 de marzo de 1994 Juan Pablo II vino a esta casa para rezar ante el cuerpo yacente de don Álvaro. Primero recitó la Salve y luego el responso por los difuntos. Fue una señal de gran afecto y estima. Y muchos se preguntan: ¿Se piensa abrir el proceso de beatificación de don Álvaro?

Estoy profundamente convencido de que un día le veremos en los altares, si Dios quiere, siguiendo los plazos previstos que establece la praxis de la Iglesia. Don Álvaro vivió completamente entregado al servicio del Señor. Tenía una capacidad intelectual extraordinaria. Había recibido en su infancia una profunda educación cristiana. Gozaba de unas cualidades humanas excepcionales... Y a todo eso se unió la constante formación que recibió a lo largo de su vida, desde 1935 hasta 1975, durante cuarenta años, del Beato Josemaría.

Con su carácter, con su modo de ser específico y propio —tan diferente del del Beato Josemaría— don Álvaro gozaba también de aquel “don de gentes” de nuestro Fundador. Su curriculum universitario era brillantísimo: Doctor Ingeniero de Caminos, Doctor en Filosofía y Letras, Doctor en Derecho Canónico... Desarrolló un intenso trabajo durante el Concilio; y fue Consultor de varios organismos de la Santa Sede hasta su fallecimiento, al mismo tiempo que gobernaba el Opus Dei como Obispo Prelado. Puso sus grandes cualidades humanas y espirituales al servicio de Dios en el Opus Dei, sabiendo que su servicio a la Iglesia consistía, primordialmente, en ayudar al Fundador.

Era profundamente humilde: sa-bía perfectamente que la persona elegida por Dios para abrir el camino de santidad del Opus Dei en la Iglesia era el Beato Josemaría; y supo seguir sus pasos con fidelidad, acompañándole y ayudándole en todo momento, pero sin protagonismos, con la elegancia de los que saben hacer mucho y pasan inadvertidos, sin llamar la atención.

Pero, por eso precisamente, llamaba la atención: por su sencillez, por su vida de piedad, por su grandísima humildad. Cuando fue elegido para suceder al Fundador, acentuó hasta tal punto la fidelidad al espíritu fundacional, que llegó a decirse que el 26 de junio quien había fallecido había sido don Álvaro, no el Beato Josemaría, porque nuestro Fundador continuaba dirigiendo el Opus Dei mediante su sucesor. Don Álvaro gobernó esta porción de la Iglesia con una entrega plena, como el Beato Josemaría. En lo que podríamos denominar “carrera por relevos” al servicio del Señor, en la “entrega del testigo” del uno al otro, no se alteró el ritmo, la pasión más bien, por acercar a los demás y por acercarse cada vez más a Dios.

Una normalidad extraordinaria

—El Opus Dei tiene el carisma de la normalidad. Sin embargo, en la vida de los santos hay siempre, como le diría... “algo extraordinario”, como aquella lucha singular con el diablo del Santo Cura de Ars... En la vida del Beato Josemaría, ¿se dieron episodios de este tipo?

Pienso que puedo contestar plenamente a su pregunta porque viví junto al Fundador en Roma, desde 1950 y, con especial proximidad, desde 1953 hasta 1975. Pues bien: el Beato Josemaría nos insistió de tal modo en la necesidad de santificar lo ordinario que, aunque nosotros supiéramos— y aunque él no lo negase— que se daba en su vida ese “algo extraordinario” del que usted me habla... no le hablábamos nunca de esto. Y él, por su parte, hacía todo lo posible para no provocar nuestra curiosidad.

Hemos respetado siempre su profundísima intimidad con Dios, y los favores extraordinarios que el Señor le concedía. En una ocasión un eclesiástico de la Santa Sede le indicó que contase algunos de estos hechos extraordinarios a los fieles del Opus Dei, para que conociesen las intervenciones divinas que se habían dado en el itinerario fundacional. Fue una de las escasas veces que le oí hablar de esas gracias extraordinarias... Pero lo hizo en contadísimas ocasiones, para impulsarnos hacia Dios, y sin descender a detalles. Nos decía que después de contarnos aquello se quedaba preocupado, porque podíamos concluir que era un santo cuando, insistía, era sólo un pobre hombre...

Pero habló de esto —insisto— en rarísimas ocasiones. Habitualmente nos alentaba a mantener un trato personal, habitual, con el Señor, en las circunstancias ordinarias... El dos de octubre de 1968, en el cuarenta aniversario de la Fundación del Opus Dei, tras el almuerzo, durante la tertulia, nos dijo: “Os agradezco que hoy no me hayáis preguntado nada sobre qué cosa sucedió aquel día. Siento tal agradecimiento hacia el Señor que, si me hubierais preguntado algo, quizá habría cedido a la debilidad de abriros el corazón”. Al oír aquello, estuvimos a punto de preguntarle algo... pero respetamos su deseo.

Me hablaba antes de aquellas “luchas con el diablo” del Santo Cura de Ars y de tantos santos... En una de esas contadas ocasiones nos dijo que el 15 de diciembre de 1931, cuando caminaba por la madrileña calle de Atocha, muy recogido interiormente, vio que se le acercaban tres hombres jóvenes y que uno de ellos, de rostro siniestro, comenzó a levantar el brazo para golpearle... Pero entonces, otro de los jóvenes le ordenó: “¡No le toquéis!”, y acercándose, le susurró al oído: “¡Burrito, burrito!”.

“Borrico”, “burrito”, era los términos con los que se designaba a sí mismo en su coloquio personal con Dios. Sólo su confesor sabía esto. El Beato Josemaría atribuyó ese ataque a una acción diabólica, y la defensa, al Ángel Custodio.

¿Una fe “privada”?

—Ya sé que formar parte del Opus Dei no es como apuntarse a un club para jugar al fútbol... Pero, ¿la formación espiritual que proporciona el Opus Dei... no es algo exclusivamente individual? El hecho de que los fieles de la Prelatura no actúen en equipo, ni con la misma camiseta... ¿No puede interpretarse como un especie de “personalismo” en el modo de vivir su fe?

Le contaré un recuerdo de juventud. Me impresionó que, desde que me acerqué al Opus Dei por primera vez, me aclarasen y repitiesen con tanta fuerza que yo era plenamente libre y responsable de mis actos ante Dios; y que en el Opus Dei debía actuar así, con entera libertad, conforme a mi conciencia rectamente formada, conforme al Evangelio, conforme a la fe.

Como ya es sabido, los fieles del Opus Dei no se apoyan en otros fieles para “hacer carrera” ni para “subir” profesionalmente. Gozan de la misma libertad que cualquier católico en cuestiones opinables, y se esfuerzan por ser coherentes con la propia fe, bajo la guía del Papa y de los obispos.

Pero eso no significa que su pertenencia al Opus Dei sea algo “reservado a la más estricta intimidad”: esa respuesta a una llamada divina para santificarse en medio del mundo, con un espíritu, con un carisma específico, debe traducirse en hechos, porque afecta a todas las dimensiones de la vida. Debe manifestarse patentemente en un esfuerzo por trabajar bien, en el trato con la familia, con los amigos, en la vida de piedad... ¡Sería absurdo que una existencia cristiana intensamente vivida pasara absolutamente inadvertida a los ojos de los demás!

La Prelatura del Opus Dei proporciona una formación personal a sus fieles; pero no para que actúen con personalismos de ningún tipo, sino para que transmitan esta formación cristiana en su propio ambiente, adap-tándose a las circunstancias en las que vive, a la mentalidad, al lenguaje... Siguiendo con el símil futbo-lístico: se les ayuda a superar el propio egoísmo, se les alienta a “pasar el balón”, ayudando a éste y a aquel a realizar su jugada en este partido for-mi-dable de la santidad. Por eso ningún fiel puede considerarse mejor que nadie, ni tener mentalidad de “figura” o de “primero de la clase”: somos tipos corrientes, personas normales de las que se quiere servir el Señor, a pesar de nuestros defectos, para que proclamemos —mediante el esfuerzo por tratar a Dios, el afán en la lucha ascética, la palabra apostólica— que es posible luchar por la santidad en el trabajo, en la familia, en la vida social; cada uno a su manera, colaborando con los ciudadanos que comparten los mismos ideales de humanización de la sociedad.

Amar al Vicario de Cristo

—El Beato Josemaría conoció varios Papas. ¿Qué decía de ellos?

En bastantes ocasiones le acompañé en sus audiencias con el Santo Padre, y siempre me sorprendió —y aún sigue sorprendiéndome— que, siendo nuestro Fundador un hombre que afrontaba tranquilamente cualquier situación cuando dialogaba con ésos que suelen llamarse “poderosos” de esta tierra, se encontrara filialmente abrumado cuando iba a visitar al Papa. Sentía una veneración profundísima por el Vicario de Cristo, y se notaba su alegría por poder estar con él.

Aún recuerdo su emoción cuando Pablo VI inauguró el Centro Elis, el 21 de noviembre de 1965, una iniciativa para la formación profesional de los jóvenes en la periferia de Roma, con una parroquia aneja confiada por la Santa Sede al Opus Dei. El Beato Josemaría estaba tan conmovido que le temblaban las manos, y no acertaba a leer su discurso.

Por lo que se refiere a cada uno de los Papas, estaba muy unido a Pío XII por las contradicciones que aquel Pontífice tuvo que sufrir durante la Segunda Guerra mundial. Y le estaba muy agradecido, además, porque bajo su Pontificado se abrió algo que entonces parecía imposible: la primera “rendija” —por llamarla de algún modo— en la legislación canónica de la Iglesia. Gracias a eso, el Opus Dei fue reconocido como un camino de santificación en medio del mundo

En 1958, durante el periodo de sede vacante, nos impresionó mucho su insistencia en rezar y hacer rezar por el futuro Papa, fuera quien fuera. Admiraba aquella bondad de Juan XXIII y acogió con gran alegría la apertura ecuménica. Y fue correspondido: Juan XXIII comentaba con sus colaboradores que recibía muy a gusto a nuestro Fundador porque se le ensanchaba el corazón.

Por lo que se refiere a Pablo VI, nuestro Padre siempre dijo que el entonces monseñor Montini fue la primera mano amiga que encontró cuando llegó por primera vez a Roma en 1946. Siempre le estuvo muy agradecido por esta caridad fraterna. Y nunca olvidó que Pablo VI, sabiendo que buscaba la configuración jurídica adecuada al Opus Dei, le animó a estudiar y proponer la solución más acorde con el carisma fundacional.

El apostolado con los intelectuales

—En los Estatutos se lee que el Opus Dei hace apostolado con personas de todas las clases sociales, pero pone un especial énfasis en el trato apostólico con los intelectuales. Y cuando a usted le nombraron Prelado en 1994 indicó que la evangelización de los ambientes culturales sería una de sus prioridades, junto a la atención a la familia y el apostolado con la juventud...

El apostolado con los intelectuales tiene una importancia fundamental para el progreso de la sociedad. Nuestro Fundador les recordó siempre que no podían prescindir de la búsqueda de la verdad en su trabajo, ni volver la espalda egoístamente a las necesidades de los hombres. Precisamente porque son ellos los que están especialmente preparados para hacerse cargo de los problemas ajenos y para dar el justo rumbo a la sociedad, no pueden vivir buscando sólo su propio beneficio. El hecho de estar en “la cabeza” de la sociedad les debe llevar a promover activamente el bien común; y los católicos deben prepararse especialmente para desarrollar esta función en la sociedad.

Monseñor Álvaro del Portillo, continuando las enseñanzas del Beato Josemaría, impulsó la creación de varias universidades y de numerosas iniciativas científicas y humanísticas, recordando que ciencia, fe y cultura están al servicio de la sociedad.

—A propósito de esto, el Ateneo Romano de la Santa Cruz se ha convertido recientemente en la sexta Universidad Pontificia de Roma. Puesto que el Opus Dei no tiene una escuela teológica propia, ¿como es la enseñanza que se imparte en las universidades en las que el Opus Dei garantiza la ortodoxia doctrinal?

Una de las preocupaciones prioritarias del Beato Josemaría fue siempre ésa: dar doctrina; en este caso, formación teológica. Las enseñanzas teológicas, morales, espirituales, etc., que se imparten en la Universidad de la Santa Cruz o en cualquiera de las universidades promovidas por fieles del Opus Dei junto con otras personas, están siempre en plena conformidad con el Magisterio de la Iglesia. Cada profesor, naturalmente, enseña con su propio estilo, con su método personal, en el amplísimo campo de lo opinable, con la libertad y el pluralismo que contempla la Iglesia. Pero si uno se encuentra con que determinada teoría personal no concuerda con las enseñanzas perennes del Magisterio, hay que pensar que se ha equivocado de camino y... volver a estudiar de nuevo la cuestión.

—¿Y qué me dice de los jóvenes, que ocupan tanto el corazón del Papa?

¡Gracias a Dios, en lo espiritual, todos seguimos siendo jóvenes! El Beato Josemaría siempre vio en los jóvenes la esperanza de la Iglesia y de la sociedad; por eso procuró no ilusionarles vanamente, ni adularles. Era muy afectuoso con ellos, pero muy exigente; les daba una formación que los liberase de los equívocos que hoy se observa por tantas partes en el mundo de la cultura, del arte, de las diversiones... Y avisaba que los que confunden el placer con el amor, y el consumismo con el bienestar acaban corrompiendo a la juventud, que sabe responder tan positivamente cuando se le proponen ideales altos.

—Naturalmente para esta formación habrá que partir de la familia...

Ciertamente, porque la familia, célula fundamental de la sociedad, está soportando actualmente unos ataques terribles. Por eso, no se puede olvidar que si se reduce el matrimonio a una banalidad, si se pierde el sentido de la fidelidad para siempre, la familia se convierte en un desastre, tanto psicológico como social. Y no se puede pretender de ella la función educativa a la que está llamada en el continuo recambio generacional.

—Este Adviento comenzará el tercer año de preparación del Gran Jubileo del 2000, dedicado a Dios Padre...

Sí; y es para mí motivo de gran alegría, porque una de las grandes enseñanzas del Beato Josemaría es que el sentido de la filiación divina es algo esencial en la vida cristiana. Y de un modo singular, en el espíritu del Opus Dei. La certeza de saberse hijo de Dios no fue para él algo de carácter puramente teórico, sino el fruto de un descubrimiento personalísimo. Ese descubrimiento le llevó a una intensa contemplación y a una correspondencia ardiente con el Amor que Dios Padre tiene hacia nosotros, desde los años de su juventud y, de un modo especialmente vivo, en los comienzos de la fundación del Opus Dei. Pienso que todos en el Opus Dei nos sentimos especialmente “hijos” de nuestros padres, gracias a que nuestro Fundador nos ha enseñado a vivir como hijos queridísimos de nuestro Padre Dios. Un Dios que nos contempla, que nos quiere, que sabe que no somos impecables, sino hijos pequeños deseosos de ternura, necesitados de ayuda... Dios no es una especie de “inspector” que nos controla desde las alturas; es un Padre que busca, sobre todo, que seamos felices. Ver a Dios como lo que es, como un Padre amoroso, llena de sentido especial nuestra existencia.

—Acaba de regresar usted de un viaje por el Extremo Oriente. Habrá podido apreciar, supongo, el desarrollo del Opus Dei en unas tierras tan lejanas de Italia. ¿Qué impresión ha sacado?

En primer lugar, tengo que decir que he procurado ir allí con la actitud que deseaba nuestro Fundador: para aprender, más que para enseñar. Es impresionante tocar con las propias manos como el Evangelio —en este caso concreto, con el carisma específico del Opus Dei— va adaptándose y en-carnándose en todas las culturas. Me ha impresionado, por ejemplo, que en Nueva Zelanda una mujer maorí —justamente orgullosa de su procedencia étnica y de su cultura— me haya dicho que se sentía llamada por Dios para difundir el espíritu cristiano del Opus Dei entre su pueblo, los maoríes. Verdaderamente somos todos iguales, todos hijos de Dios. Como decía el Beato Josemaría sólo hay una raza: la raza de los hijos de Dios.

—Una última pregunta, de carácter más personal: ¿qué libros ha leído recientemente?

El del cardenal Ratzinger sobre liturgia, Cantate al Signore un canto nuovo; un estudio informativo, escrito en clave periodística, sobre China, A single tear, de Wu Ningkum; Liberdade religiosa, de un portugués, Hugo de Azevedo... Me gustan también las novelas... ¡Ah! y me ha parecido muy interesante el libro de Vittorio Messori y Michele Brambilla Qualche ragione per credere.

Romana, n. 27, Julio-Diciembre 1998, p. 271-279.

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