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En el acto de colación de doctorados honoris causa, en la Universidad de Navarra (31-I-1998)

Eminentísimo Señor Cardenal

Excelentísimos Señores

Dignísimas Autoridades

Ilustre Claustro de esta Universidad

Señoras y Señores

La Universidad de Navarra incorpora hoy solemnemente a su Claustro de Doctores a tres reconocidos maestros, a quienes doy mi más cordial bienvenida. Sus méritos acaban de ser expuestos en esta Aula.

El Profesor Douwe D. Breimer, ilustre especialista en Farmacología y Terapéutica, ha desarrollado importantes trabajos en el campo de los procesos de absorción y distribución de los medicamentos. Su dilatado servicio como científico y como promotor de centros de investigación en estas áreas, vitales para el desarrollo del bienestar humano, constituyen un ejemplo para esta Universidad. Nuestra Alma Mater se ha beneficiado de su magisterio y ha escogido el ámbito de las Ciencias de la Salud como una de sus principales líneas de estudio y docencia.

Nos llena también de satisfacción contar entre nosotros al Profesor Julian Lincoln Simon, estudioso de Economía de la Población, experto en la ciencia y el arte de la Dirección de Empresas, y celebrado publicista en materias económicas. Sus conclusiones sobre los movimientos demográficos constituyen una aportación de máximo relieve para un justo gobierno de las sociedades, de acuerdo con lo que reclama la dignidad de las personas. Y son un estímulo para nuestra Universidad, que ha procurado siempre transmitir a sus alumnos una perspectiva integralmente humana y cristiana de estas cuestiones, también a través del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa y, más recientemente, de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales.

Resulta asimismo un gran motivo de gozo para todos, y para mí en particular, la presencia entre los nuevos doctores del Eminentísimo Cardenal Joseph Ratzinger, exponente de primera línea de la sabiduría teológica de nuestro tiempo, como Profesor de Teología y pensador de fama internacional; también, con su magisterio episcopal; y, desde 1981, con su servicio directísimo a la Santa Sede, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En Roma ha contribuido, de manera muy relevante, a la ingente tarea de un Pontificado —el de Juan Pablo II— que se demuestra providencial para la Iglesia, por su empeño en la aplicación auténtica del Concilio Vaticano II y por la preparación gozosa de una nueva evangelización para el tercer milenio. Conscientes de la importancia que estas tareas tienen para la vida de la Iglesia y de la humanidad, nuestra Universidad, y especialmente las Facultades Eclesiásticas, quiere asumirlas como horizonte de su trabajo.

Estimados y admirados nuevos doctores: en vosotros reconocemos las cimas eminentes de tres saberes distintos que, en cierto modo, representan el conjunto de la amplia gama de los conocimientos humanos. Al contemplaros hoy reunidos en esta sala, vemos reflejada una aspiración que nos es muy querida en esta Universidad de Navarra: la armonía de las ciencias, que —cuando se cultivan con pasión y honradez, con amor a la verdad y competencia profesional— conducen necesariamente a Dios, Verdad suma y Fin último de la creación. «La vocación de toda universidad —recordaba hace pocos meses el Romano Pontífice— es el servicio a la verdad: descubrirla y transmitirla a otros». Esta concepción del quehacer universitario hace posible que, «mediante el esfuerzo de investigación de muchas disciplinas científicas, [la universidad] se acerque gradualmente a la Verdad suprema. El hombre supera los confines de las diversas disciplinas del saber, hasta el punto de orientarlas hacia aquella Verdad y hacia la definitiva realización de la propia humanidad. Aquí se puede hablar de la solidaridad de varias disciplinas científicas al servicio del hombre, llamado a descubrir la verdad, cada vez más completa, sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodea»[1].

La Farmacología y la Terapéutica, que con tanto fruto y espíritu de servicio cultiva el Profesor Breimer, se inscriben en el ámbito de las Ciencias Experimentales que, al interrogar con sus métodos de indagación a la naturaleza, descubren sus leyes y principios, y nos permiten desarrollar una vida menos dependiente de los condicionamientos materiales y más digna de la persona humana.

Las disciplinas económicas a las que —con amplitud de miras y riqueza de resultados— se dedica el Profesor Simon, se incluyen entre las Ciencias Sociales y, más en general, entre las Ciencias Humanas. Estos saberes recogen las múltiples experiencias de la vida social, y las interpretan como expresiones particulares del obrar humano, sujeto a estímulos e influencias de todo tipo, pero depositario también del don precioso —don divino— de la libertad. Estas materias proporcionan conocimientos indispensables para el progreso y la recta orientación de las diversas sociedades humanas.

En la ciencia teológica, a la que tanto ha contribuido el trabajo del Cardenal Ratzinger, el cristiano ve reflejado el esfuerzo humano por penetrar cada vez más en el conocimiento de la revelación de un Dios que es, al mismo tiempo, Creador y Redentor del hombre. Es un saber de salvación que Dios ha querido ofrecernos, capaz de llenar de sentido nuestra vida, porque da cuenta de su origen y destino, y del modo de conducirla de acuerdo con la dignidad de los hijos de Dios.

Nuestra Universidad, para ser fiel a lo que este nombre significa, cultiva la espléndida variedad de los saberes, con el deseo de acrecentarlos y de prestar a la sociedad un servicio real y efectivo, que es en definitiva el servicio de la verdad que libera, que salva: veritas liberabit vos[2]. Queremos empeñarnos, siguiendo también vuestro ejemplo, en la tarea diaria de construir una ciencia madura y orgánica, rigurosamente establecida; equilibrada y contrastada en el esfuerzo de síntesis; limpia de actitudes reduccionistas, apartada de las deformaciones ideológicas, y libre de los prejuicios impuestos por las modas intelectuales.

Cada disciplina contribuye, de manera propia, a la perfección de las personas y de la sociedad. Esa aspiración común lleva a que todos los conocimientos puedan y deban relacionarse e intercambiar aportaciones, sin perder por eso su peculiar fisonomía y sin desvirtuar sus presupuestos y sus métodos propios. La Universidad de Navarra desea que sus alumnos, además de lograr una capacitación profesional que les permita prestar un competente servicio a la sociedad, se beneficien del diálogo interdisciplinar, para que —dentro de las limitaciones humanas— puedan alcanzar su propia síntesis vital. Y aspiramos a que, empapados de espíritu universitario y cristiano, capten un ideal auténtico de excelencia humana y puedan seguir ejemplos adecuados para desarrollar su vida con rectitud y espíritu de servicio.

Estamos convencidos de que la difusión del saber es un camino directo y eficaz para la transformación y mejora de las personas y de las sociedades, si va acompañado de un fuerte empeño ético. Al otorgar, el pasado día 3 de diciembre, la Medalla de Oro de Navarra a esta Alma Mater, el Gobierno Foral ha querido reconocer públicamente el beneficio social que la Universidad de Navarra ha aportado y aporta a esta noble tierra. Quiero hoy agradecer este gesto al Excmo. Sr. Presidente de Navarra, aquí presente.

En estos momentos de la historia, la humanidad es particularmente consciente de sus límites, y aspira con afán a cambios profundos y radicales. La más reciente experiencia de nuestro siglo nos hace ver que los acontecimientos que no se apoyan en una sincera búsqueda de la verdad, son no sólo baldíos sino, en última instancia, trágicos. Frente a todo esto, la generación actual no se resigna al desencanto y a la mera aceptación de la herencia cultural que ha recibido, sino que desea encontrar un fundamento y un camino para la esperanza auténtica. Ese camino y ese fundamento no pueden ser otros que la búsqueda sincera de la verdad, porque —en palabras del Beato Josemaría, Fundador del Opus Dei— «la verdad es siempre, en cierto modo, algo sagrado: don de Dios, luz divina que nos encamina hacia Aquél que es la Luz por esencia»[3].

La institución universitaria, cumpliendo su propia misión, contribuye eficazmente a transformar y mejorar desde dentro la sociedad. Afirmar que la Universidad está para servir a la verdad, supone optar por una revolución que puede parecer lenta, pero que es, en definitiva, la única eficaz y profunda. No hay realismo mayor que el empeño diario basado en la esperanza e informado por el amor. El mensaje del Evangelio, que lleva a su plenitud la gran tradición que abre el Génesis —Yaveh miró el mundo y vio que era bueno[4]—, impulsa a un amor manifestado en obras. Un amor hacia la bondad originaria de todos los seres creados y que reconoce en todo hombre, en el hombre concreto que está a nuestro lado, su estupenda dignidad de imagen de Dios.

A la Universidad, institución dedicada a la formación integral de hombres y mujeres responsables, le corresponde realizar una mediación eminente en el orden cultural y científico, entre los grandes ideales y su actualización efectiva. Esa plasmación depende del esfuerzo, de las diversas generaciones humanas, para encarnar la verdad acerca de Dios y del hombre en la propia coyuntura histórica. Y este fin no se alcanza con declaraciones grandilocuentes, sino en una multitud de tareas sencillas, silenciosas, aparentemente modestas, que exigen honradez humana e intelectual, solidaridad, iniciativa, espíritu de colaboración, esfuerzo; es decir, un alto grado de virtud, de desprendimiento de sí, de magnanimidad, de entrega a los demás.

Los que trabajáis habitualmente en la Universidad, aquí en Navarra y en otros muchos lugares, sabéis bien qué frutos tan hondos y qué huella tan nítida produce una ética de servicio. Una ética que enseñe a los hombres a cumplir acabadamente su trabajo y a buscar honrada y continuadamente el bien de las personas y de las colectividades.

En una homilía que el Beato Josemaría pronunció en este campus, hace treinta años, se refirió a las palabras de San Pablo: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios[5]. Y añadía: «Esta doctrina de la Sagrada Escritura (...) os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra»[6]. Y de ahí sacaba la clara conclusión de que hasta «lo más intrascendente de las acciones diarias» puede rebosar de «la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día»[7]. Y así terminaba el Fundador del Opus Dei: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria»[8].

Alentados por este espíritu, que proclama la grandeza de la vida cotidiana, los miembros del Claustro de la Universidad de Navarra tenéis que apostar, decididamente, por la fuerza transformadora del trabajo hecho con amor y con altitud de miras; por la capacidad de regeneración social que encierran los lazos familiares; por el aprecio a la libertad y a la responsabilidad personales; y por la eficacia social de un vivo sentido de la solidaridad humana, con especial atención a los más necesitados.

Como Gran Canciller, siento el deber de recordar estos ideales a todos los que participan en las tareas universitarias, cualesquiera que sean sus creen-cias, que respetamos, porque amamos y defendemos la libertad de las conciencias. Con el pensamiento en el Beato Josemaría, de cara al nuevo milenio, me complace subrayar que el mensaje cristiano sobre el valor santificable y santificador del trabajo humano y de la existencia cotidiana, es una de las respuestas adecuadas a los mejores anhelos de las personas y de las sociedades. Y en vosotros, apreciados nuevos Doctores, todo el Claustro de nuestra Universidad, al que ahora os incorporáis, encuentra ejemplos eminentes de laboriosidad, de rectitud y de servicio, que todos deseamos emular: por eso os invitamos a contaros entre nosotros.

Termino. El Santo Padre Juan Pablo II ha querido dedicar este año de 1998 al Espíritu Santo, dando así un paso más en el itinerario de preparación para el jubileo del año 2000. Y ha señalado, como actitud fundamental que debe inspirarlo, la virtud de la esperanza, que —son sus palabras— «de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad, para hacerla conforme al proyecto de Dios»[9].

En este año, pues, dedicado al Espíritu Santo, suplico —para todos los que trabajamos en esta Universidad— el don de sabiduría, que abre la inteligencia al sentido más profundo de la realidad, y otorga un alto juicio para discernir lo que conviene en cada situación, según los designios de Dios. Lo necesitamos para cumplir día tras día, con la máxima perfección posible, esta esforzada y gozosa tarea de servicio a la verdad que caracteriza al quehacer universitario. Pedimos este don al Divino Paráclito por intercesión de Santa María, Madre del Amor Hermoso, Sedes Sapientiæ, Asiento de la Sabiduría.

[1] JUAN PABLO II, Discurso en ocasión del VI centenario de la Universidad Jaguelónica de Cracovia, 8-VI-1997, n. 4.

[2] Jn 8, 32.

[3] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta, 24-X-1965, n. 24.

[4] Cfr. Gn 1, passim.

[5] 1 Cor 10, 31.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, 8-X-1967, en Conversaciones, n. 116.

[7] Ibid.

[8] Ibid.

[9] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 46.

Romana, n. 26, Enero-Junio 1998, p. 84-89.

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