Carta Pastoral (1-I-1998)
Con motivo del inicio del segundo año de preparación para el Gran Jubileo del año 2000, el Prelado del Opus Dei ha dirigido a los fieles de la Prelatura la siguiente carta pastoral.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine, et homo factus est[1]. Con estas palabras, que rezamos con toda la Iglesia en el Credo de la Misa, confesamos nuestra fe en la encarnación del Hijo de Dios, en el seno purísimo de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo. Durante estos días rememoramos su nacimiento en Belén, acontecimiento central de la historia humana porque —al traernos la salvación— ha señalado el ingreso de la eternidad de Dios en el tiempo. En efecto, «el hecho de que el Verbo de Dios se hiciera hombre produjo un cambio fundamental en la condición misma del tiempo. Podemos decir que, en Cristo, el tiempo humano se colmó de eternidad.
»Es una transformación que afecta al destino de toda la humanidad, ya que “el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). Vino a ofrecer a todos la participación en su vida divina. El don de esta vida conlleva una participación en su eternidad»[2].
Es bueno recordarlo ahora, al comienzo del segundo año —dedicado al Espíritu Santo— en preparación para el Jubileo del segundo milenio. No nos disponemos a conmemorar el simple paso de un siglo a otro, de un milenio a otro, sino el momento preciso en que el Hijo de Dios bajó con su Amor infinito «desde la vida celestial hasta el abismo de la existencia humana», movido «por el deseo de cumplir el plan del Padre, en una entrega total»[3].
La encarnación del Verbo en las entrañas perpetuæ virginitatis de María, como canta la Liturgia[4], manifestación de la inmensa Caridad de Dios por todos y por cada uno, se atribuye al Espíritu Santo: Amor subsistente del Padre y del Hijo, Don increado y principio de todos los dones, Huésped de nuestra alma. Sólo entregándole una vez y otra nuestra existencia, con todos sus momentos y circunstancias, segundo a segundo, podremos —aunque muy pobremente— corresponder a tanta dignación y a tanto amor.
Por obra del Espíritu Santo ha venido Cristo al mundo, y gracias a Él la Vida divina se difunde constantemente, con la gracia, en nuestros corazones[5]. Como señala el Santo Padre Juan Pablo II, no podemos prepararnos al gran Jubileo «de ningún otro modo, si no es por el Espíritu Santo. Lo que en la “plenitud de los tiempos” se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia»[6].
Se nos invita, por tanto, a redescubrir con más empeño y constancia la presencia y la acción del divino Paráclito en el mundo, en la Iglesia, en nuestra existencia personal y en la de los demás, y a colmarnos de esa Vida que se nos ofrece con tanta abundancia. Esta divina donación resulta gratísima a los hijos de Dios, y me atrevo a decir que de modo particular a quienes nos sabemos hijos suyos en el Opus Dei, porque la veneración a la tercera Persona de la Santísima Trinidad «estaba en la entraña de la Obra desde el principio»[7]. Nuestro Padre la cultivó siempre con esmero, especialmente desde que el Señor puso en su alma la semilla del Opus Dei. ¡Cuántas veces nos señaló que el Paráclito le había guiado con sus inspiraciones, pues no había tenido otro maestro en su camino espiritual! Por eso, añadía, «me daría mucha pena que perdierais esta devoción, que nunca puede desaparecer en el Opus Dei, a cada una de las tres Personas divinas: al Padre, al Hijo, y a este Gran Desconocido que es el Espíritu Santo»[8].
Este año, de manera especial, hemos de procurar que florezca con más abundancia la devoción al Paráclito en nuestra propia respuesta, y ayudando a la vez a que otras muchas personas le conozcan y le traten. De este modo, contribuiremos con gran eficacia a que la corriente de Vida divina que constantemente se derrama sobre el mundo, especialmente en el seno de la Iglesia, sea más poderosa y más fecunda. Porque «del mismo modo que los cuerpos nítidos y brillantes, cuando les toca un rayo de sol, se tornan ellos mismos brillantes y desprenden de sí otro fulgor, así las almas que llevan el Espíritu son iluminadas por el Espíritu Santo, y se hacen también ellas espirituales y envían la gracia a otras»[9].
El Paráclito reproduce en las criaturas la imagen de Cristo. El designio divino mira a que el Hijo sea el Primogénito entre muchos hermanos[10]. Gracias al Espíritu Santo, si no ponemos obstáculos, Dios Padre descubre en cada cristiano los rasgos de su Hijo muy amado, y nos reconoce como verdaderos hijos e hijas suyos. El Paráclito nos lleva a saborear siempre con más fuerza esa filiación divina, y nos empuja a clamar: Abbá, ¡Padre![11], como hemos visto en la vida de nuestro Fundador. Con su ayuda, seguiremos mejor los pasos de Cristo: esos pasos que Nuestro Señor cumplió mientras anduvo por los senderos de los hombres, y los pasos que quiere dar en nuestra existencia, ya que constantemente camina junto a nosotros.
Años atrás, nuestro Padre nos decía: «el Señor está pasando muy cerca de vosotros; lo sé, aunque vosotros no os dais cuenta. Pasa quasi in occulto (Jn 7, 10)»[12]. Ahora, desde el Cielo, lo repite al oído de cada una y de cada uno de nosotros. ¡Escuchémosle! Cuando en aquellos momentos nos hablaba así, se refería a un pasar especial del Señor por su vida, dejándole notar el peso duro y amable de la Cruz, que es la garantía del encuentro con Cristo. Pero también se refería a ese otro acompañamiento cotidiano de Cristo con sus hermanos, que hemos de saber descubrir. Por eso añadía que el Señor, «sin ocultarse, está en el corazón vuestro, en esas pequeñas batallas que a lo mejor no son tan pequeñas y que otras veces agrandáis con vuestras bobadas, como las agrando yo»[13].
Al comenzar el nuevo año, y echar una ojeada al que ha transcurrido, habrán venido a nuestra memoria —con dolor de amor— los momentos en que no hemos sabido descubrir plenamente el rostro de nuestro Redentor, que salía a nuestro encuentro cargado con la Cruz de la enfermedad, de la incomprensión, de la falta de medios..., insistiéndonos en que nos asociásemos a Él en la expiación, esperando una purificación interior más exigente o un empeño más decidido en la lucha ascética. Habremos pedido perdón por las veces que no hemos estado atentos o no hemos descubierto que era Él, Jesús, quien preguntaba por nosotros[14], al tiempo que le habremos dado gracias por aquellas otras ocasiones en que, dóciles a las inspiraciones del Paráclito, le hemos seguido. En cualquier caso, es bueno comenzar esta nueva etapa con deseos renovados de descubrir el paso de Dios junto a nosotros. Vultum tuum, Domine, requiram[15]!, podemos invocarle, con el afán de descubrirle y amarle más, día tras día, en las incidencias de la jornada y, sobre todo, en las personas que tenemos más cerca.
Para esto, hijas e hijos míos, supliquemos con insistencia al Espíritu Santo sus dones, que nos vuelven sensibles a esa cercanía de Jesucristo y nos facilitan una respuesta generosa al Amor divino. ¿Qué invocaciones le dirigimos? ¿Qué protección del Paráclito buscamos en el momento de cumplir las Normas? ¿Cómo nos esforzamos por descubrir en la Santa Misa su actividad silenciosa pero eficacísima, que nos capacita para asociar nuestros pequeños sacrificios a la oblación eterna de Jesucristo? ¿Qué actualidad cobra en nuestros labios la invocación de alabanza —Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo— que con tanta frecuencia repetimos cada jornada? ¿Acudimos en el rezo del Angelus al Espíritu Santo, para revivir con fuerza esa escena sublime de nuestra salvación?
Oigamos de nuevo al Santo Padre: «Entre los objetivos prioritarios de la preparación al Jubileo se incluye, por tanto, el redescubrimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a través de los diversos carismas, tareas y ministerios que Él ha suscitado para su bien»[16]. Es lógico, pues, que en el apostolado personal y en cualquier labor apostólica contemos ante todo con la consoladora realidad de que el Paráclito obra sin cesar en orden a la santificación de las almas, aunque ordinariamente lleve a cabo su acción en el silencio. Él es, «también para nuestra época, el agente principal de la nueva evangelización (...), Aquél que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro del vivir humano las semillas de la salvación definitiva, que se dará al final de los tiempos»[17]. No lo dudemos: si recurrimos con fe a la tercera Persona, pondrá en nuestras bocas la palabra acertada, la sugerencia oportuna, la intransigencia santa ante conductas equivocadas, ¡y esas personas reaccionarán!
¡Buen año es éste, hijas e hijos míos, para que nos decidamos a buscar con tozudez santa el trato con el Espíritu Santo, presente en nosotros por la gracia! Porque, como también nos enseñaba el Beato Josemaría, «no sólo pasa Dios, sino que permanece en nosotros. Por decirlo de alguna manera, está en el centro de nuestra alma en gracia, dando sentido sobrenatural a nuestras acciones, mientras no nos opongamos y lo echemos de allí por el pecado. Dios está escondido en vosotros y en mí, en cada uno»[18]. Hagamos nuestra la oración del Santo Padre: «Espíritu Santo, huésped dulcísimo de los corazones: muéstranos el sentido profundo del gran Jubileo y prepara nuestro espíritu para celebrarlo con fe, en la esperanza que no defrauda, en la caridad que no espera contrapartida. Espíritu de verdad, que conoces las profundidades de Dios, memoria y profecía de la Iglesia: dirige a la humanidad para que reconozca en Jesús de Nazaret el Señor de la gloria, el Salvador del mundo, la culminación de la historia»[19].
¿Qué consecuencias ha de tener, para nosotros, la certeza de que el Espíritu del Señor actúa incesantemente en la historia de la humanidad y en la historia de cada criatura? Muchas, pero una la calificaría de evidente: el optimismo sobrenatural, fruto de la virtud teologal de la esperanza. Apoyados en Dios, confiando en su omnipotencia y en su misericordia, nos movemos con la certeza de que no hay dificultad —interna o externa, por grande que parezca— que no estemos en condiciones de superar. ¡Es Dios mismo quien está empeñado en hacernos santos y en llenar de frutos nuestro apostolado! «La actividad del Espíritu Santo —escribe un Padre de la Iglesia— se dirige totalmente al bien y a la salvación (...). Viene al alma con entrañas de auténtico tutor, porque llega a ella para salvar, para curar, para enseñar, para amonestar, para robustecer, para consolar, para iluminar la mente. Produce esos efectos, sobre todo, en el alma que lo recibe; después, por medio de ella, también en las de los demás»[20].
La esperanza cristiana nos mueve, de una parte, a no perder nunca de vista la meta última de nuestra peregrinación terrena, que es la posesión de Dios en el Cielo; y, de otra, a alcanzar paz en la lucha, firmeza en las dificultades, victoria en las tentaciones, aunque de cuando en cuando caigamos por tierra, a causa de la debilidad humana, y hayamos de levantarnos. Pero, como prenda de esa seguridad sobrenatural, en nuestras almas está la huella indeleble del Espíritu Santo recibida en el sacramento de la Confirmación: el carácter, esa «garra de Dios, que declara: éste es hijo mío predilecto, de los que lucharán por mí y por sí mismos, para obtener la gloria»[21].
La senda que hemos de recorrer se dibuja muy clara: la ha trazado Jesucristo durante su vida terrena, y la Iglesia la conserva intacta mediante sus sacramentos y sus enseñanzas, que nos hablan de cumplir amorosamente la Voluntad del Padre. Nosotros estamos llamados a caminar por el sendero abierto por el Hijo de Dios hecho hombre, para compartir así su marcha gozosa hacia el Padre, también en los momentos de auténtico dolor. «La eternidad que entra en nosotros es un sumo poder de amor, que quiere guiar toda nuestra vida hasta su última meta escondida en el misterio del Padre. Jesús mismo unió de forma indisoluble los dos movimientos, el descendente y el ascendente, que definen la Encarnación: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16, 28).
»La eternidad ha entrado en la vida humana. Ahora la vida humana está llamada a hacer con Cristo el viaje desde el tiempo a la eternidad»[22].
La Virgen Santa María es también motivo de nuestra esperanza sobrenatural. Es Hija predilecta de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Sagrario del Espíritu Santo... y Madre nuestra. Bajo su amparo estamos seguros, siempre a la sombra del Paráclito. Como nuestro Padre, pidamos a la que es Spes nostra, Esperanza nuestra, «que nos encienda en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre. Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas»[23]: con el soplo del Espíritu Santo, a quien sinceramente deseamos ser dóciles todos y cada uno de los días de este año 1998, y luego, durante nuestra vida entera.
Encomendad a los hermanos vuestros que recibirán la ordenación diaconal dentro de pocas semanas, el próximo día 24. Seguid rezando por el Papa, por la Iglesia, por la expansión de la Obra a nuevos países y lugares, por los que sufren en el cuerpo o en el espíritu: por todas mis intenciones. Pido al Paráclito que os haga ser más “tozudos”, más hombres y mujeres de fe.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
[1] Símbolo niceno-constantinopolitano.
[2] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 10-XII-1997.
[3] Ibid.
[4] Misa del 17 de diciembre, Colecta.
[5] Cfr. Rm 5, 5.
[6] JUAN PABLO II, Litt. enc. Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, n. 51; cfr. Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 44.
[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 9-IX-1971.
[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 31-I-1971.
[9] SAN BASILIO, Liber de Spiritu Sancto, IX, 23.
[10] Rm 8, 29.
[11] Cfr. Rm 8, 15; Gal 4, 6.
[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 4-I-1971.
[13] Ibid.
[14] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Vía Crucis, V estación.
[15] Sal 27 [26], 8.
[16] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 45.
[17] Ibid.
[18] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 8-XII-1971.
[19] JUAN PABLO II, Oración para el II año de preparación al Jubileo del año 2000.
[20] SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catecheses XVI, 16.
[21] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, 19-XI-1972.
[22] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 10-XII-1997.
[23] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 221.
Romana, n. 26, enero-junio 1998, p. 61-66.