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Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (8-XII-1997)

1. La justicia camina con la paz y está en relación constante y dinámica con ella. La justicia y la paz tienden al bien de cada uno y de todos, por eso exigen orden y verdad. Cuando una se ve amenazada, ambas vacilan; cuando se ofende la justicia también se pone en peligro la paz.

Hay una estrecha relación entre la justicia de cada uno y la paz para todos, por este motivo deseo dirigirme, con el presente Mensaje para la Jornada de la Paz, ante todo a los Jefes de Estado, teniendo bien presente que el mundo de hoy, aunque lacerado en muchas regiones por tensiones, violencias y conflictos, está en busca de nuevas formas y de equilibrios más estables, en vista de una paz auténtica y duradera para toda la humanidad.

Justicia y paz no son conceptos abstractos o ideales lejanos; son valores que constituyen un patrimonio común y que están radicados en el corazón de cada persona. Todos están llamados a vivir en la justicia y a trabajar por la paz: individuos, familias, comunidades y naciones. Nadie puede eximirse de esta responsabilidad.

Pienso tanto en quienes, a su pesar, se encuentran implicados en dolorosos conflictos, como en los marginados, los pobres y las víctimas de todo tipo de explotación: son personas que experimentan en su carne la ausencia de la paz y los efectos desgarradores de la injusticia. ¿Quién puede quedar indiferente ante su anhelo de una vida asentada en la justicia y en la auténtica paz? Es responsabilidad de todos hacer lo posible para que lo alcancen, pues la plena justicia sólo se obtiene cuando todos pueden participar de ella por igual.

La justicia es, al mismo tiempo, virtud moral y concepto legal. En ocasiones, se la representa con los ojos vendados; en realidad, lo propio de la justicia es estar atenta y vigilante para asegurar el equilibrio entre derechos y deberes, así como el promover la distribución equitativa de los costes y beneficios. La justicia restaura, no destruye; reconcilia en vez de instigar a la venganza. Bien mirado, su raíz última se encuentra en el amor, cuya expresión más significativa es la misericordia. Por lo tanto, separada del amor misericordioso, la justicia se hace fría e hiriente.

La justicia es una virtud dinámica y viva: defiende y promueve la inestimable dignidad de las personas y se ocupa del bien común, tutelando las relaciones entre las personas y los pueblos. El hombre no vive solo, sino que desde el primer momento de su existencia está en relación con los demás, de tal manera que su bien como individuo y el bien de la sociedad van a la par. Entre los dos aspectos hay un delicado equilibrio.

La justicia se fundamenta en el respeto de los derechos humanos

2. La persona está dotada por naturaleza de derechos universales, inviolables e inalienables. Éstos, sin embargo, no subsisten por sí solos. A este respecto, mi venerado Predecesor, el Papa Juan XXIII, enseñaba que la persona «tiene por sí misma derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza»[1]. El auténtico baluarte de la paz se apoya sobre el correcto fundamento antropológico de tales derechos y deberes, y sobre su intrínseca correlación.

En los últimos siglos, estos derechos humanos han sido formulados en diversas declaraciones normativas, así como en instrumentos jurídicos vinculantes. En la historia de los pueblos y naciones a la búsqueda de justicia y de libertad, su proclamación se recuerda con legítimo orgullo porque, además, se ha sentido frecuentemente como un cambio de época, después de flagrantes violaciones de la dignidad de individuos y de poblaciones enteras.

Hace cincuenta años, tras una guerra caracterizada por la negación incluso del derecho a existir de ciertos pueblos, la Asamblea general de las Naciones Unidas promulgó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Fue un acto solemne al cual se llegó, tras la triste experiencia de la guerra, por la voluntad de reconocer de manera formal los mismos derechos a todas las personas y a todos los pueblos. En este documento se lee la siguiente afirmación, que ha resistido el paso del tiempo: «La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana»[2]. No menor atención merecen las palabras con que concluye el documento: «Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en la presente Declaración»[3]. Resulta dramático que, aún en nuestros días, esta disposición se vea claramente violada por la opresión, los conflictos, la corrupción o, de manera más subrepticia, mediante el intento de reinterpretar, a veces distorsionando deliberadamente su sentido, las mismas definiciones contenidas en la Declaración Universal. Ésta ha de ser observada íntegramente, en el espíritu y en la letra. Sigue siendo —como dijo el Papa Pablo VI de venerada memoria— uno de los más grandes títulos de gloria de las Naciones Unidas, «especialmente cuando se piensa en la importancia que se le atribuye como camino cierto de paz»[4].

Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que se celebra este año, conviene recordar que «la promoción y protección de los derechos humanos es materia de primaria importancia para la comunidad internacional»[5]. Sobre este aniversario, sin embargo, se ciernen las sombras de algunas reservas manifestadas sobre dos características esenciales de la noción misma de los derechos del hombre: su universalidad y su indivisibilidad. Estos rasgos distintivos han de ser afirmados con vigor para rechazar las críticas de quien intenta explotar el argumento de la especificidad cultural para cubrir violaciones de los derechos humanos, así como de quien empobrece el concepto de dignidad humana negando consistencia jurídica a los derechos económicos, sociales y culturales. Universalidad e indivisibilidad son dos principios guía que exigen siempre la necesidad de arraigar los derechos humanos en las diversas culturas, así como de profundizar en su dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno respeto.

El respeto de los derechos humanos no comporta únicamente su protección en el campo jurídico, sino que debe tener en cuenta todos los aspectos que emergen de la noción de dignidad humana, que es la base de todo derecho. En tal perspectiva, la atención adecuada a la dimensión educativa adquiere un gran relieve. Además, es importante considerar también la promoción de los derechos humanos, que es fruto del amor por la persona como tal, ya que el amor va más allá de lo que la justicia puede aportar[6]. En el marco de esta promoción, se deberán realizar esfuerzos ulteriores para proteger particularmente los derechos de la familia, la cual es «elemento natural y fundamental de la sociedad»[7].

Globalización en la solidaridad

3. Los profundos cambios geopolíticos acaecidos después de 1989 han ido acompañados de auténticas revoluciones en el campo social y económico. La globalización de la economía y de las finanzas es ciertamente una realidad y cada vez se van percibiendo con más claridad los efectos del rápido progreso proveniente de las tecnologías informáticas. Estamos en los umbrales de una nueva era que conlleva a la vez grandes esperanzas e inquietantes puntos interrogativos. ¿Cuáles serán las consecuencias de los cambios que actualmente se están produciendo? ¿Se podrán beneficiar todos de un mercado global? ¿Tendrán todos finalmente la posibilidad de gozar de la paz? ¿Serán más equitativas las relaciones entre los Estados o, por el contrario, la competencia económica y la rivalidad entre los pueblos y naciones llevarán a la humanidad hacia una situación de inestabilidad aún mayor?

Las organizaciones internacionales tienen el cometido urgente de contribuir a promover el sentido de responsabilidad respecto al bien común para lograr una sociedad más equitativa y una paz más estable en un mundo que se encamina a la globalización. Pero, para esto, es preciso no perder jamás de vista la persona humana, que debe ser el centro de cualquier proyecto social. Sólo de este modo las Naciones Unidas pueden llegar a ser una verdadera «familia de Naciones», según su mandato original de «promover el progreso social y mejores condiciones de vida en una libertad más amplia»[8]. Este es el camino para construir una Comunidad mundial basada en la «confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el respeto sincero»[9]. En definitiva, el desafío consiste en asegurar una globalización en la solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen. He aquí un evidente deber de justicia, que comporta notables implicaciones morales en la organización de la vida económica, social, cultural y política de las Naciones.

El pesado lastre de la deuda externa

4. A causa de su frágil potencial financiero y económico, hay naciones y regiones enteras del mundo que corren el peligro de quedar excluidas de una economía que se globaliza. Otras tienen mayores recursos, pero lamentablemente no pueden beneficiarse de ellos por diversos motivos: desórdenes, conflictos internos, carencia de estructuras adecuadas, degrado ambiental, corrupción extendida, criminalidad y otros muchos más. La globalización debe ir unida a la solidaridad. Por tanto, hay que asignar ayudas especiales que permitan a los Países que sólo con sus propias fuerzas no pueden entrar con éxito en el mercado global, la posibilidad de superar su actual situación de desventaja. Es algo que se les debe por justicia. En una auténtica «familia de Naciones», nadie puede quedar excluido; por el contrario, se ha de apoyar al más débil y frágil para que pueda desarrollar plenamente sus propias potencialidades.

Pienso en una de las mayores dificultades que hoy deben afrontar las Naciones más pobres. Me refiero al pesado lastre de la deuda externa, que compromete las economías de Pueblos enteros, frenando su progreso social y político. A este respecto, las instituciones financieras internacionales han puesto en marcha con recientes iniciativas un importante intento para la reducción coordinada de dicha deuda. Deseo de corazón que se continúe avanzando en este camino, aplicando con flexibilidad las condiciones previstas, de manera que todas las Naciones con derecho a ello puedan beneficiarse de las mismas antes del año 2000. Los Países más ricos pueden hacer mucho en este sentido, ofreciendo su apoyo a las mencionadas iniciativas.

La cuestión de la deuda forma parte de un problema más amplio, que es la persistencia de la pobreza, a veces extrema, y el surgir de nuevas desigualdades que acompañan el proceso de globalización. Si el objetivo es una globalización sin dejar a nadie al margen, ya no se puede tolerar un mundo en el que viven al lado el acaudalado y el miserable, menesterosos carentes incluso de lo esencial y gente que despilfarra sin recato aquello que otros necesitan desesperadamente. Semejantes contrastes son una afrenta a la dignidad de la persona humana. No faltan ciertamente medios adecuados para eliminar la miseria, como la promoción de importantes inversiones sociales y productivas por parte de todas las instancias económicas mundiales. Lo cual requiere, sin embargo, que la Comunidad internacional se proponga actuar con la determinación política necesaria. Ya se han dado pasos encomiables en este sentido, si bien una solución duradera exige el esfuerzo concertado de todos, incluido el de los mismos Estados interesados.

Urge una cultura de la legalidad

5. ¿Qué decir de las graves desigualdades que existen dentro de las Naciones? Las situaciones de extrema pobreza, en cualquier lugar en que se manifiesten, son la primera injusticia. Su eliminación debe representar para todos una prioridad tanto en el ámbito nacional como en el internacional.

No se puede pasar por alto, además, el vicio de la corrupción, que socava el desarrollo social y político de tantos pueblos. Es un fenómeno creciente que va penetrando insidiosamente en muchos sectores de la sociedad, burlándose de la ley e ignorando las normas de justicia y de verdad. La corrupción es difícil de contrarrestar, porque adopta múltiples formas; sofocada en un área, rebrota a veces en otra. El hecho mismo de denunciarla requiere valor. Para erradicarla se necesita además, junto con la voluntad tenaz de las Autoridades, la colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral.

Una gran responsabilidad en esta batalla recae sobre las personas que tienen cargos públicos. Es cometido suyo empeñarse en una ecuánime aplicación de la ley y en la transparencia de todos los actos de la administración pública. El Estado, al servicio de los ciudadanos, es el gestor de los bienes del pueblo, que debe administrar en vista del bien común. El buen gobierno requiere el control puntual y la corrección plena de todas las transacciones económicas y financieras. De ninguna manera se puede permitir que los recursos destinados al bien público sirvan a otros intereses de carácter privado o incluso criminal.

El uso fraudulento del dinero público penaliza sobre todo a los pobres, que son los primeros en sufrir la privación de los servicios básicos indispensables para el desarrollo de la persona. Cuando la corrupción se introduce en la administración de la justicia, son también los pobres los que han de soportar con mayor rigor las consecuencias: retrasos, ineficiencia, carencias estructurales, ausencia de una defensa adecuada. Con frecuencia no les queda otra solución que padecer la tropelía.

Formas de injusticia particularmente graves

6. Hay otras formas de injusticia que ponen en peligro la paz. Deseo recordar aquí dos de ellas. En primer lugar la falta de medios para acceder equitativamente al crédito. Los pobres se ven forzados con frecuencia a quedar fuera de los normales circuitos económicos o a recurrir a traficantes de dinero sin escrúpulos que exigen intereses desorbitados, con el resultado final del empeoramiento de una situación ya de por sí precaria. Por ello es un deber de todos esforzarse para que les sea posible el acceso al crédito en términos ecuánimes y con intereses favorables. A decir verdad, ya existen en diversas partes del mundo instituciones financieras que practican el micro-crédito en condiciones de favor para quien lo necesita. Son iniciativas que han de ser alentadas, porque de este modo se puede llegar a cortar de raíz la vergonzosa plaga de la usura, haciendo posible que los medios económicos necesarios para el digno desarrollo de las familias y de las comunidades sean accesibles a todos.

En segundo lugar, ¿qué decir del aumento de la violencia contra las mujeres, las niñas y los niños? Es hoy en día una de las violaciones más difundidas de los derechos humanos, convertida trágicamente en instrumento de terror: mujeres tomadas como rehenes y menores asesinados bárbaramente. A esto se añade la violencia de la prostitución forzada y de la pornografía infantil, así como de la explotación laboral de los menores en condiciones de verdadera esclavitud. Para contribuir a frenar la propagación de estas formas de violencia se requieren iniciativas concretas y, especialmente, medidas legales apropiadas, tanto de ámbito nacional como internacional. Se impone un arduo trabajo educativo y de promoción cultural para que, como a menudo he recordado en Mensajes precedentes, se reconozca y se respete la dignidad de cada persona. En efecto, hay algo que no puede absolutamente faltar en el patrimonio ético-cultural de la humanidad entera y de cada persona: la conciencia de que los seres humanos son todos iguales en dignidad, merecen el mismo respeto y son sujetos de los mismos derechos y deberes.

Construir la paz en la justicia es tarea de todos y de cada uno

7. La paz para todos nace de la justicia de cada uno. Nadie puede desentenderse de una tarea de importancia tan decisiva para la humanidad. Es algo que implica a cada hombre y mujer, según sus propias competencias y responsabilidades.

Dirijo mi llamada, sobre todo, a vosotros, Jefes de Estado y Responsables de las Naciones, a quienes está confiada la tutela suprema del estado de derecho en los respectivos Países. Ciertamente, cumplir esta alta misión no es fácil, pero constituye una de vuestras tareas prioritarias. Ojalá que los ordenamientos de los Estados a los que servís puedan ser para los ciudadanos garantía de justicia y estímulo para un crecimiento constante de la conciencia civil.

Construir la paz en la justicia exige, además, la aportación de todas las categorías sociales, cada una en su propio ámbito y en sinergía con los demás componentes de la comunidad. En particular, os animo a vosotros, profesores, comprometidos en todos los niveles de la instrucción y educación de las nuevas generaciones: formadlas en los valores morales y civiles, infundiendo en ellas un destacado sentido de los derechos y deberes, a partir del ámbito mismo de la comunidad escolar. Educar en la justicia para educar en la paz: ésta es una de vuestras tareas primarias.

En el itinerario educativo es insustituible la familia, que sigue siendo el ambiente privilegiado para la formación humana de las nuevas generaciones. De vuestro ejemplo, queridos padres, depende en gran medida la fisonomía moral de vuestros hijos: ellos la asimilan del tipo de relaciones que establecéis dentro y fuera del núcleo familiar. La familia es la primera escuela de vida y la huella recibida en ella es decisiva para el futuro desarrollo de la persona.

Finalmente os digo a vosotros, jóvenes del mundo entero, que aspiráis espontáneamente a la justicia y a la paz: mantened siempre viva la tensión hacia estos ideales y tened la paciencia y la tenacidad de perseguirlos en las condiciones concretas en que vivís.

Rechazad con prontitud la tentación de usar vías fáciles ilegales hacia falsos espejismos de éxito o riqueza; por el contrario, amad lo que es justo y verdadero, aunque mantenerse en esta línea requiera sacrificio y obligue a ir contracorriente. De este modo, «de la justicia de cada uno nace la paz para todos».

El compartir, camino hacia la paz

8. Se acerca a grandes pasos el Jubileo del Año 2000, un tiempo para los creyentes dedicado de manera especial a Dios, Señor de la historia, y una llamada de atención a todos sobre la radical dependencia de la criatura del Creador. Pero en la tradición bíblica era también el tiempo de la liberación de los esclavos, de la restitución de la tierra al legítimo dueño, del perdón de las deudas y de la consecuente restauración de formas de igualdad entre todos los miembros del pueblo. Es, por tanto, un tiempo privilegiado para continuar buscando la justicia que conduce a la paz.

En virtud de la fe en Dios-amor y de la participación en la redención universal de Cristo, los cristianos están llamados a comportarse según justicia y a vivir en paz con todos, porque «Jesús no da simplemente la paz. Nos da su paz acompañada de su justicia. Él es paz y justicia. Se hace nuestra paz y nuestra justicia»[10]. Pronuncié estas palabra hace casi veinte años, sin embargo, en el horizonte de las actuales transformaciones radicales, adquieren en nuestros días un sentido aún más vivo y concreto.

Un signo distintivo del cristiano debe ser, hoy más que nunca, el amor por los pobres, los débiles y los que sufren. Vivir este exigente compromiso requiere un vuelco total de aquellos supuestos valores que inducen a buscar el bien solamente para sí mismo: el poder, el placer y el enriquecimiento sin escrúpulos. Sí, los discípulos de Cristo están llamados precisamente a esta conversión radical. Los que se comprometan a seguir este camino experimentarán verdaderamente «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 14, 17), y saborearán «un fruto de paz y de justicia» (Hb 12, 11).

Deseo recordar a los cristianos de cada continente la exhortación del Concilio Vaticano II: «Es necesario [...] satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia»[11]. Una sociedad auténticamente solidaria se construye gracias al hecho de que quienes tienen bienes, para ayudar a los pobres, no se limitan a dar sólo de lo superfluo. Además, no basta ofrecer bienes materiales, se requiere el espíritu del compartir, de modo que se considere como un título de honor la posibilidad de dedicar los propios cuidados y atenciones a las necesidades de los hermanos en dificultad. Hoy se advierte, tanto en los cristianos, como en los seguidores de otras religiones y en muchos hombres y mujeres de buena voluntad, la atracción por un estilo de vida sencillo como condición para que pueda hacerse realidad la participación equitativa en los frutos de la creación de Dios. Quien vive en la miseria no puede esperar más; tiene necesidad ahora y, por tanto, tiene derecho a recibir inmediatamente lo necesario.

El Espíritu Santo actúa en el mundo

9. Con el primer domingo de Adviento ha comenzado el segundo año de preparación inmediata al Gran Jubileo del 2000, dedicado al Espíritu Santo. El Espíritu de la esperanza está actuando en el mundo. Está presente en el servicio desinteresado de quien trabaja al lado de los marginados y los que sufren, de quien acoge a los emigrantes y refugiados, de quien con valentía se niega a rechazar a una persona o a un grupo por motivos étnicos, culturales o religiosos; está presente, de manera particular, en la acción generosa de todos aquellos que con paciencia y constancia continúan promoviendo la paz y la reconciliación entre quienes eran antes adversarios y enemigos. Son signos de esperanza que alientan la búsqueda de la justicia que conduce a la paz.

El corazón del mensaje evangélico es Cristo, paz y reconciliación para todos. Que su rostro ilumine el camino de la humanidad que se dispone a cruzar el umbral del tercer milenio.

¡Que los dones de su justicia y de su paz sean para todos, sin distinción alguna!

«Se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua» (Is 32, 15-17).

Vaticano, 8 de diciembre de 1997.

[1] Litt. enc. Pacem in terris, 11-IV-1963, I: AAS 55 (1963), p. 259.

[2] Declaración Universal de los Derechos del Hombre, Preámbulo.

[3] Ibid., art. 30.

[4] Mensaje al Presidente de la 28ª Asamblea general de las Naciones Unidas, con ocasión del XXV aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, 10-XII-1973: AAS 65 (1973), p. 674.

[5] Declaración de Viena, Conferencia mundial sobre los Derechos del Hombre, junio de 1993, Preámbulo I.

[6] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 7-XII-1965, n. 78.

[7] Declaración Universal de los Derechos del Hombre, art. 16 § 3. Cfr. Carta de los Derechos de la Familia, 22 octubre 1983, presentada por la Santa Sede: Ench. Vat. 9, 538-552.

[8] Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo.

[9] JUANPABLO II, Discurso a la 50ª Asamblea general de las Naciones Unidas, 5 octubre 1995, n. 14: “L’Osservatore Romano”, edición semanal en lengua española, 13-X-1995, p. 9.

[10] JUAN PABLO II, Homilía en el Yankee Stadium de Nueva York, 2-X-1979, 1: AAS 71 (1979), p. 1169.

[11] Decr. Apostolicam actuositatem, 18-XI-1965, n. 8.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 220-228.

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