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Carta Apostólica «Divini amoris scientia» de nombramiento de Santa Teresa de Lisieux como Doctora de la Iglesia (19-X-1997)

1. La ciencia del amor divino, que el Padre de las misericordias derrama por Jesucristo en el Espíritu Santo, es un don, concedido a los pequeños y a los humildes, para que conozcan y proclamen los secretos del Reino, ocultos a los sabios e inteligentes: por esto Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y bendijo al Padre, que así lo había establecido (cfr. Lc 10, 21-22; Mt 11, 25-26).

También se alegra la Madre Iglesia al constatar que, en el decurso de la historia, el Señor sigue revelándose a los pequeños y a los humildes, capacitando a sus elegidos, por medio del Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10), para hablar de las cosas «que Dios nos ha otorgado (...), no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales» (1 Co 2, 12. 13). De este modo el Espíritu Santo guía a la Iglesia hacia la verdad plena, la dota de diversos dones, la embellece con sus frutos, la rejuvenece con la fuerza del Evangelio y la hace capaz de escrutar los signos de los tiempos, para responder cada vez mejor a la voluntad de Dios (cfr. Lumen gentium, 4 y 12; Gaudium et spes, 4).

Entre los pequeños, a los que han sido revelados de manera muy especial los secretos del Reino, resplandece Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, monja profesa de la orden de los Carmelitas Descalzos, de la que este año se celebra el centenario de su ingreso en la patria celestial.

Durante su vida, Teresa descubrió «luces nuevas, significados ocultos y misteriosos» (Ms A 83 v) y recibió del Maestro divino la «ciencia del amor», que luego manifestó con particular originalidad en sus escritos (cfr. Ms B 1 r). Esa ciencia es la expresión luminosa de su conocimiento del misterio del Reino y de su experiencia personal de la gracia. Se puede considerar como un carisma particular de sabiduría evangélica que Teresa, como otros santos y maestros de la fe, recibió en la oración (cfr. Ms C 36 r).

2. La acogida del ejemplo de su vida y de su doctrina evangélica ha sido rápida, universal y constante en nuestro siglo. Casi a imitación de su precoz maduración espiritual, su santidad fue reconocida por la Iglesia en el espacio de pocos años. En efecto, el 10 de junio de 1914 Pío X firmó el decreto de incoación de la causa de beatificación; el 14 de agosto de 1921 Benedicto XV declaró la heroicidad de las virtudes de la sierva de Dios, pronunciando en esa ocasión un discurso sobre el camino de la infancia espiritual; y Pío XI la proclamó beata el 29 de abril de 1923. Un poco más tarde, el 17 de mayo de 1925, el mismo Papa, ante una inmensa multitud, la canonizó en la basílica de San Pedro, poniendo de relieve el esplendor de sus virtudes, así como la originalidad de su doctrina, y dos años después, el 14 de diciembre de 1927, acogiendo la petición de muchos obispos misioneros, la proclamó, junto con san Francisco Javier, patrona de las misiones.

A partir de esos reconocimientos, la irradiación espiritual de Teresa del Niño Jesús ha aumentado en la Iglesia y se ha difundido por todo el mundo. Muchos institutos de vida consagrada y movimientos eclesiales, especialmente en las Iglesias jóvenes, la han elegido como patrona y maestra, inspirándose en su doctrina espiritual. Su mensaje, a menudo sintetizado en el así llamado «caminito», que no es más que el camino evangélico de la santidad para todos, ha sido objeto de estudio por parte de teólogos y autores de espiritualidad. Se han construido y dedicado al Señor, bajo el patrocinio de la santa de Lisieux, catedrales, basílicas, santuarios e iglesias en todo el mundo. La Iglesia católica en sus diversos ritos, tanto de Oriente como de Occidente, celebra su culto.

Numerosos fieles han podido experimentar el poder de su intercesión. Muchos, llamados al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, especialmente en las misiones y en la vida contemplativa, atribuyen la gracia divina de la vocación a su intercesión y a su ejemplo.

3. Los pastores de la Iglesia, comenzando por mis predecesores los Sumos Pontífices de este siglo, que propusieron su santidad como ejemplo para todos, también han puesto de relieve que Teresa es maestra de vida espiritual con una doctrina sencilla y, a la vez, profunda que ella tomó de los manantiales del Evangelio bajo la guía del Maestro divino y luego comunicó a sus hermanos y hermanas en la Iglesia con amplísima eficacia (cfr. Ms B 2 v - 3 r).

Esta doctrina espiritual nos ha sido transmitida sobre todo en su autobiografía que, tomada de los tres manuscritos redactados por ella en los últimos años de su vida y publicada un año después de su muerte con el título: Historia de un alma (Lisieux 1898), ha despertado extraordinario interés hasta nuestros días. Esta autobiografía, traducida, al igual que sus demás escritos, a cerca de cincuenta lenguas, ha dado a conocer a Teresa en todas las regiones del mundo, incluso fuera de la Iglesia católica. A un siglo de distancia de su muerte, Teresa del Niño Jesús sigue siendo considerada una de las grandes maestras de vida espiritual de nuestro tiempo.

4. No es sorprendente, por tanto, que hayan llegado a la Sede apostólica muchas peticiones para que se le conceda el título de Doctora de la Iglesia universal.

Desde hace algunos años, y especialmente al acercarse la alegre celebración del primer centenario de su muerte, esas peticiones han llegado cada vez en mayor número, incluso de parte de Conferencias episcopales. Además, se han realizado congresos de estudio y abundan las publicaciones que ponen de relieve el hecho de que Teresa del Niño Jesús posee una sabiduría extraordinaria y, con su doctrina, ayuda a muchos hombres y mujeres de cualquier condición a conocer y amar a Jesucristo y su Evangelio.

A la luz de estos datos, decidí encargar un atento estudio para saber si la santa de Lisieux cumplía los requisitos para poder ser declarada Doctora de la Iglesia universal.

5. En este marco, me complace recordar brevemente algunos momentos de la vida de Teresa del Niño Jesús. Nace en Alençon (Francia) el 2 de enero de 1873. Es bautizada dos días más tarde en la iglesia de Notre Dame, recibiendo los nombres de María Francisca Teresa. Sus padres son Louis Martín y Zélie Guérin, cuyas virtudes heroicas he reconocido recientemente. Después de la muerte de su madre, que acontece el 28 de agosto de 1877, Teresa se traslada con toda la familia a la ciudad de Lisieux donde, rodeada del afecto de su padre y sus hermanas, recibe una formación exigente y, a la vez, llena de ternura.

Hacia fines de 1879 recibe por primera vez el sacramento de la penitencia. En el día de Pentecostés de 1883 recibe la gracia singular de curar de una grave enfermedad, por intercesión de Nuestra Señora de las Victorias. Educada por las benedictinas de Lisieux, recibe la primera comunión el 8 de mayo de 1884, después de una intensa preparación, coronada por una singular experiencia de la gracia de la unión íntima con Jesús. Pocas semanas más tarde, el 14 de junio del mismo año, recibe el sacramento de la confirmación, con viva conciencia de lo que implica el don del Espíritu Santo en la participación personal en la gracia de Pentecostés. En la Navidad de 1886 vive una experiencia espiritual muy profunda, que describe como una «conversión total». Gracias a ella, supera la fragilidad emotiva derivada de la pérdida de su madre e inicia «una carrera acelerada» por el camino de la perfección (cfr. Ms A 44 v -45 v).

Teresa desea abrazar la vida contemplativa, como sus hermanas Paulina y María, en el Carmelo de Lisieux, pero se lo impide su corta edad. Con ocasión de una peregrinación a Italia, después de visitar la santa Casa de Loreto y los lugares de la ciudad eterna, en la audiencia que el Papa concede a los fieles de la diócesis de Lisieux, el 20 de noviembre de 1887, con filial audacia pide a León XIII el permiso para entrar en el Carmelo a la edad de 15 años.

El 9 de abril de 1888 entra en el Carmelo de Lisieux, donde recibe el hábito de la orden de la Virgen el 10 de enero del año siguiente, y emite su profesión religiosa el 8 de septiembre de 1890, fiesta de la Natividad de la Virgen María. En el Carmelo emprende el camino de la perfección trazado por la madre fundadora, Teresa de Jesús, con auténtico fervor y fidelidad, cumpliendo los diversos oficios comunitarios que se le confían. Iluminada por la palabra de Dios y probada de modo particular por la enfermedad de su amadísimo padre, Louis Martín, que muere el 29 de julio de 1894, Teresa se encamina hacia la santidad, insistiendo en la centralidad del amor. Descubre y comunica a las novicias encomendadas a su cuidado el caminito de la infancia espiritual, progresando en el cual ella penetra cada vez más en el misterio de la Iglesia y, atraída por el amor de Cristo, siente crecer en sí misma la vocación apostólica y misionera, que la impulsa a llevar a todos hacia el encuentro con el Esposo divino.

El 9 de junio de 1895, en la fiesta de la Santísima Trinidad, se ofrece como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios. El 3 de abril del año siguiente, en la noche entre el Jueves y el Viernes santo, tiene una primera manifestación de la enfermedad que la llevará a la muerte. Teresa la acoge como la misteriosa visita del Esposo divino. Al mismo tiempo, entra en la prueba de la fe, que durará hasta su muerte. Al empeorar su salud, a partir del 8 de julio de 1897, es trasladada a la enfermería. Sus hermanas y otras religiosas recogen sus palabras, mientras los dolores y las pruebas, sufridos con paciencia, se intensifican hasta culminar con la muerte, en la tarde del 30 de septiembre de 1897. «Yo no muero; entro en la vida», había escrito a uno de sus hermanos espirituales, don Bellière (Carta 244). Sus últimas palabras: «Dios mío, te amo», son el sello de su existencia.

6. Teresa del Niño Jesús nos ha legado escritos que, con razón, le han merecido el título de maestra de vida espiritual. Su obra principal es el relato de su vida en los tres Manuscritos autobiográficos (A, B y C), publicados inicialmente con el título, que pronto se hizo célebre, de Historia de un alma.

En el Manuscrito A, redactado a petición de la hermana Inés de Jesús, entonces priora del monasterio, y entregado a ella el 21 de enero de 1896, Teresa describe las etapas de su experiencia religiosa: su infancia, especialmente el acontecimiento de su primera comunión y de la confirmación, y su adolescencia, hasta el ingreso en el Carmelo y su primera profesión.

El Manuscrito B, redactado durante el retiro espiritual de ese mismo año, a petición de su hermana María del Sagrado Corazón, contiene algunas de las páginas más hermosas, conocidas y citadas de la santa de Lisieux. En ellas se manifiesta la plena madurez de la santa, que habla de su vocación en la Iglesia, Esposa de Cristo y Madre de las almas.

El Manuscrito C, redactado en el mes de junio y en los primeros días de julio de 1897, pocos meses antes de su muerte, y dedicado a la priora María de Gonzaga, que se lo había pedido, completa los recuerdos del Manuscrito A sobre su vida en el Carmelo. Estas páginas revelan la sabiduría sobrenatural de la autora. Teresa narra algunas experiencias elevadísimas de este período final de su vida. Dedica páginas conmovedoras a la prueba de la fe: una gracia de purificación que la sumerge en una larga y dolorosa noche oscura, iluminada por su confianza en el amor misericordioso y paternal de Dios. Una vez más, y sin repetirse, Teresa hace brillar la resplandeciente luz del Evangelio. Aquí encontramos las páginas más hermosas, dedicadas al abandono confiado en las manos de Dios, a la unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo, y a su vocación misionera en la Iglesia.

Teresa, en estos tres manuscritos diversos, que coinciden en una unidad temática y en una progresiva descripción de su vida y de su camino espiritual, nos ha entregado una original autobiografía, que es la historia de su alma. En ella se pone claramente de manifiesto que en su existencia Dios ofrece al mundo un mensaje preciso, al señalar un camino evangélico, el «caminito», que todos pueden recorrer, porque todos están llamados a la santidad.

En sus 266 Cartas que conservamos, dirigidas a familiares, a religiosas y a los «hermanos» misioneros, Teresa comunica su sabiduría, desarrollando una doctrina que constituye de hecho un profundo ejercicio de dirección espiritual de almas.

Forman parte de sus escritos también 54 Poesías, algunas de las cuales entrañan gran profundidad teológica y espiritual, inspiradas en la sagrada Escritura. Entre ellas merecen especial mención «Vivir de amor» (Poesías, 17) y «Por qué te amo, María» (Poesías, 54), síntesis original del camino de la Virgen María según el Evangelio. A esta producción hay que añadir 8 Recreaciones piadosas: composiciones poéticas y teatrales, ideadas y representadas por la Santa para su comunidad con ocasión de algunas fiestas, según la tradición del Carmelo. Entre los demás escritos, conviene recordar una serie de 21 Oraciones y la colección de sus palabras pronunciadas durante los últimos meses de vida. Esas palabras, de las que se conservan varias redacciones, son conocidas como Novissima verba o Últimas conversaciones.

7. El análisis esmerado de los escritos de santa Teresa del Niño Jesús, y la resonancia que han tenido en la Iglesia, permiten descubrir los aspectos principales de la «doctrina eminente», que constituye el elemento fundamental en el que se basa la atribución del título de Doctora de la Iglesia.

Ante todo, se constata la existencia de un particular carisma de sabiduría. En efecto, esta joven carmelita, sin una especial preparación teológica, pero iluminada por la luz del Evangelio, se siente instruida por el Maestro divino que, como ella dice, es «el Doctor de los doctores» (Ms A 83 v), el cual le comunica las «enseñanzas divinas» (Ms B 1 r). Siente que en ella se han cumplido las palabras de la Escritura: «El que sea sencillo, venga a mí...; al pequeño se le concede la misericordia» (Ms B 1 v; cfr. Pr 9, 4; Sb 6, 6) y sabe que ha sido instruida en la ciencia del amor, oculta a los sabios y a los inteligentes, que el Maestro divino se ha dignado revelarle a ella, como a los pequeños (cfr. Ms A 49 r; Lc 10, 21-22).

Pío XI, que consideró a Teresa de Lisieux como «estrella de su pontificado», no dudó en afirmar en la homilía del día de su canonización, el 17 de mayo del año 1925: «El Espíritu de la verdad le abrió y manifestó las verdades que suele ocultar a los sabios e inteligentes y revelar a los pequeños, pues ella, como atestigua nuestro inmediato predecesor, destacó tanto en la ciencia de las cosas sobrenaturales, que señaló a los demás el camino cierto de la salvación» (AAS 17 [1925] p. 213).

Su enseñanza no sólo es acorde con la Escritura y la fe católica, sino que también resalta por la profundidad y la síntesis sapiencial lograda. Su doctrina es, a la vez, una profesión de la fe de la Iglesia, una experiencia del misterio cristiano y un camino hacia la santidad. Teresa ofrece una síntesis madura de la espiritualidad cristiana: une la teología y la vida espiritual, se expresa con vigor y autoridad, con gran capacidad de persuasión y de comunicación, como lo demuestra la aceptación y la difusión de su mensaje en el pueblo de Dios.

La enseñanza de Teresa manifiesta con coherencia y une en un conjunto armonioso los dogmas de la fe cristiana como doctrina de verdad y experiencia de vida. A este respecto, no conviene olvidar que, como enseña el concilio Vaticano II, la inteligencia del depósito de la fe transmitido por los Apóstoles progresa en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo: «Crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cfr. Lc 2, 19 y 51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (Dei Verbum, 8).

Tal vez en los escritos de Teresa de Lisieux no encontramos, como en otros Doctores, una presentación científicamente elaborada de las cosas de Dios, pero en ellos podemos descubrir un testimonio iluminado de la fe que, mientras acoge con amor confiado la condescendencia misericordiosa de Dios y la salvación en Cristo, revela el misterio y la santidad de la Iglesia.

Así pues, con razón se puede reconocer en la santa de Lisieux el carisma de Doctora de la Iglesia, tanto por el don del Espíritu Santo, que recibió para vivir y expresar su experiencia de fe, como por su particular inteligencia del misterio de Cristo. En ella confluyen los dones de la ley nueva, es decir, la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe viva que actúa por medio de la caridad (cfr. santo Tomás de Aquino, Summa Theol. I-II, q. 106, art. 1; q. 108, art. 1).

Podemos aplicar a Teresa de Lisieux lo que dijo mi predecesor Pablo VI de otra joven santa, Doctora de la Iglesia, Catalina de Siena: «Lo que más impresiona en esta santa es la sabiduría infusa, es decir, la lúcida, profunda y arrebatadora asimilación de las verdades divinas y de los misterios de la fe (...): una asimilación favorecida, ciertamente, por dotes naturales singularísimas, pero evidentemente prodigiosa, debida a un carisma de sabiduría del Espíritu Santo» (AAS 62 [1970] p. 675).

8. Con su peculiar doctrina y su estilo inconfundible, Teresa se presenta como una auténtica maestra de la fe y de la vida cristiana. Por sus escritos, al igual que por las afirmaciones de los Santos Padres, pasa la vivificante linfa de la tradición católica, cuyas riquezas, como atestigua también el concilio Vaticano II, «van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (Dei Verbum, 8).

La doctrina de Teresa de Lisieux, si se analiza en su género literario, correspondiente a su educación y a su cultura, y si se estudia a la luz de las particulares circunstancias de su época, coincide de modo providencial con la más genuina tradición de la Iglesia, tanto por la profesión de la fe católica como por la promoción de la más auténtica vida espiritual, propuesta a todos los fieles con un lenguaje vivo y accesible.

Ella ha hecho resplandecer en nuestro tiempo el atractivo del Evangelio; ha cumplido la misión de hacer conocer y amar a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo; ha ayudado a curar las almas de los rigores y de los temores de la doctrina jansenista, más propensa a subrayar la justicia de Dios que su divina misericordia. Ha contemplado y adorado en la misericordia de Dios todas las perfecciones divinas, porque «incluso la justicia de Dios, y tal vez más que cualquier otra perfección, me parece revestida de amor» (Ms A 83 v). Así se ha convertido en una imagen viva de aquel Dios que, como reza la oración de la Iglesia, «manifiesta especialmente su poder con el perdón y la misericordia» (cfr. Misal romano, oración colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario).

Aunque Teresa no tiene propiamente un cuerpo doctrinal, sus escritos irradian particulares fulgores de doctrina que, como por un carisma del Espíritu Santo, captan el centro mismo del mensaje de la Revelación en una visión original e inédita, presentando una enseñanza cualitativamente eminente.

En efecto, el núcleo de su mensaje es el misterio mismo de Dios Amor, de Dios Trinidad, infinitamente perfecto en sí mismo. Si la genuina experiencia espiritual cristiana debe coincidir con las verdades reveladas, en las que Dios se revela a sí mismo y manifiesta el misterio de su voluntad (cfr. Dei Verbum, 2), es preciso afirmar que Teresa experimentó la revelación divina, llegando a contemplar las realidades fundamentales de nuestra fe encerradas en el misterio de la vida trinitaria. En la cima, como manantial y término, el amor misericordioso de las tres divinas Personas, como ella lo expresa, especialmente en su Acto de consagración al Amor misericordioso. Por parte del sujeto, en la base se halla la experiencia de ser hijos adoptivos del Padre en Jesús; ése es el sentido más auténtico de la infancia espiritual, es decir, la experiencia de la filiación divina bajo el impulso del Espíritu Santo. También en la base, y ante nosotros, está el prójimo, los demás, en cuya salvación debemos colaborar con Jesús y en Él, con su mismo amor misericordioso.

Con la infancia espiritual experimentamos que todo viene de Dios, a Él vuelve y en Él permanece, para la salvación de todos, en un misterio de amor misericordioso. Ese es el mensaje doctrinal que enseñó y vivió esta santa.

Como para los santos de la Iglesia de todos los tiempos, también para ella, en su experiencia espiritual, el centro y la plenitud de la revelación es Cristo. Teresa conoció a Jesús, lo amó y lo hizo amar con la pasión de una esposa. Penetró en los misterios de su infancia, en las palabras de su Evangelio, en la pasión del Siervo que sufre, esculpida en su santa Faz, en el esplendor de su existencia gloriosa y en su presencia eucarística. Cantó todas las expresiones de la caridad divina de Cristo, como las presenta el Evangelio (cfr. Poesías, 24 «Acuérdate, mi Amor»).

Teresa recibió una iluminación particular sobre la realidad del Cuerpo místico de Cristo, sobre la variedad de sus carismas, dones del Espíritu Santo, sobre la fuerza eminente de la caridad, que es el corazón mismo de la Iglesia, en la que ella encontró su vocación de contemplativa y misionera (cfr. Ms B 2 r - 3 v).

Por último, entre los capítulos más originales de su ciencia espiritual conviene recordar la sabia investigación que Teresa realizó sobre el misterio y el camino de la Virgen María, llegando a resultados muy cercanos a la doctrina del concilio Vaticano II en el capítulo VIII de la constitución Lumen gentium y a lo que yo mismo expuse en mi carta encíclica Redemptoris Mater, del 25 de marzo de 1987.

9. La fuente principal de su experiencia espiritual y de su enseñanza es la palabra de Dios, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Ella misma lo confiesa, especialmente poniendo de relieve su amor apasionado al Evangelio (cfr. Ms A 83 v). En sus escritos se cuentan más de mil citas bíblicas: más de cuatrocientas del Antiguo Testamento y más de seiscientas del Nuevo.

A pesar de que no tenía preparación y de que carecía de medios adecuados para el estudio y la interpretación de los libros sagrados, Teresa se entregó a la meditación de la palabra de Dios con una fe y un empeño singulares. Bajo el influjo del Espíritu logró, para sí y para los demás, un profundo conocimiento de la Revelación. Concentrándose amorosamente en la Escritura —manifestó que le hubiera gustado conocer el hebreo y el griego para comprender mejor el espíritu y la letra de los libros sagrados— puso de manifiesto la importancia que las fuentes bíblicas tienen en la vida espiritual, destacó la originalidad y la lozanía del Evangelio, cultivó con sobriedad la exégesis espiritual de la palabra de Dios, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo. De esta forma, descubrió tesoros ocultos, asumiendo palabras y episodios, a veces con gran audacia sobrenatural, como cuando, leyendo los textos de san Pablo (cfr. 1 Cor 12-13), intuyó su vocación al amor (cfr. Ms B 3 r - 3 v). Iluminada por la palabra revelada, Teresa escribió páginas admirables sobre la unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo (cfr. Ms C 11 v - 19 r) y se sumergió con la oración de Jesús en la última Cena, como expresión de su intercesión por la salvación de todos (cfr. Ms C 34 r - 35 r).

Su doctrina coincide, como ya he dicho, con la enseñanza de la Iglesia. Ya desde niña, sus familiares le enseñaron a participar en la oración y en el culto litúrgico. Al prepararse para su primera confesión, para su primera Comunión y para el sacramento de la confirmación, mostró un amor extraordinario a las verdades de la fe, y se aprendió casi al pie de la letra el Catecismo (cfr. Ms A 37 r - 37 v). Al final de su vida, escribió con su propia sangre el Símbolo de los Apóstoles, como expresión de su adhesión sin reservas a la profesión de fe.

Teresa no sólo se alimentó con las palabras de la Escritura y la doctrina de la Iglesia, sino también, desde su niñez, con la enseñanza de la Imitación de Cristo, que, como confiesa ella misma, se sabía casi de memoria (cfr. Ms A 47 r). En la realización de su vocación carmelita fueron decisivos los textos espirituales de la madre fundadora, santa Teresa de Jesús, especialmente los que explican el sentido contemplativo y eclesial del carisma del Carmelo teresiano (cfr. Ms C 33 v). Pero de modo muy especial Teresa se alimentó de la doctrina mística de san Juan de la Cruz, que fue su verdadero maestro espiritual (cfr. Ms A 83 r). Así pues, no es sorprendente que, siguiendo la escuela de estos dos santos, declarados posteriormente Doctores de la Iglesia, también ella, óptima discípula, se haya convertido en maestra de vida espiritual.

10. La doctrina espiritual de Teresa de Lisieux ha contribuido a la extensión del reino de Dios. Con su ejemplo de santidad, de perfecta fidelidad a la Madre Iglesia, de plena comunión con la Sede de Pedro, así como con las particulares gracias que ha obtenido para muchos hermanos y hermanas misioneros, ha prestado un servicio particular a la renovada proclamación y experiencia del Evangelio de Cristo y a la difusión de la fe católica en todas las naciones de la tierra.

No es necesario insistir mucho en la universalidad de la doctrina teresiana y la amplia aceptación de su mensaje durante el siglo que ha transcurrido desde su muerte, pues están muy bien documentadas en los estudios realizados con vistas a la concesión del título de Doctora de la Iglesia a esta santa.

Reviste particular importancia, a este respecto, el hecho de que el Magisterio de la Iglesia no sólo ha reconocido la santidad de Teresa, sino que también ha puesto de relieve su sabiduría y su doctrina. Ya Pío X dijo de ella que era «la santa más grande de los tiempos modernos». Acogiendo con alegría la primera edición italiana de la Historia de un alma, quiso destacar los frutos que se obtenían de la espiritualidad teresiana. Benedicto XV, con ocasión de la proclamación de la heroicidad de las virtudes de la sierva de Dios, ilustró el camino de la infancia espiritual y alabó la ciencia de las realidades divinas, concedida por Dios a Teresa, para enseñar a los demás los caminos de la salvación (cfr. AAS 13 [1921] pp. 449-452).

Pío XI, tanto con motivo de su beatificación como de su canonización, quiso exponer y recomendar la doctrina de la santa, subrayando la particular iluminación divina (Discorsi di Pio XI, vol. I, Torino 1959, p. 91) y definiéndola maestra de vida (cfr. AAS 17 [1925] pp. 211-214). Pío XII, con ocasión de la consagración de la basílica de Lisieux en el año 1954, afirmó, entre otras cosas, que Teresa había penetrado con su doctrina en el corazón mismo del Evangelio (cfr. AAS 46 [1954] pp. 404-408). El cardenal Angelo Roncalli, futuro Papa Juan XXIII, visitó varias veces Lisieux, especialmente cuando era nuncio en París. Durante su pontificado manifestó en diversas circunstancias su devoción por la santa e ilustró las relaciones entre la doctrina de la santa de Ávila y la de su hija, Teresa de Lisieux (Discorsi, Messaggi, Colloqui, vol. II [1959-1960] pp. 771-772).

Durante la celebración del concilio Vaticano II, varias veces los padres evocaron su ejemplo y su doctrina. Pablo VI, con motivo del centenario de su nacimiento, el 2 de enero de 1973, dirigió una carta al obispo de Bayeux y Lisieux, en la que destacaba el ejemplo de Teresa en la búsqueda de Dios, la proponía como maestra de oración y de esperanza teologal, y modelo de comunión con la Iglesia, recomendando el estudio de su doctrina a los maestros, a los educadores, a los pastores e incluso a los teólogos (cfr. AAS 65 [1973] pp. 12-15).

Yo mismo, en varias circunstancias, me he referido a la figura y a la doctrina de la santa, de modo especial con ocasión de mi inolvidable visita a Lisieux, el 2 de junio de 1980, cuando quise recordar a todos: «De Teresa de Lisieux se puede decir con seguridad que el Espíritu de Dios permitió a su corazón revelar directamente a los hombres de nuestro tiempo el misterio fundamental, la realidad del Evangelio (...). El «caminito» es el itinerario de la «infancia espiritual». Hay en él algo único, un carácter propio de santa Teresa de Lisieux. En él se encuentra, al mismo tiempo, la confirmación y la renovación de la verdad más fundamental y más universal. ¿Qué verdad hay en el mensaje evangélico más fundamental y más universal que ésta: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos?» (“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 15).

Estas breves referencias a una ininterrumpida serie de testimonios de los Papas de este siglo sobre la santidad y la doctrina de santa Teresa del Niño Jesús y a la difusión universal de su mensaje, expresan claramente hasta qué punto la Iglesia ha acogido, en sus pastores y en sus fieles, la doctrina espiritual de esta joven santa.

Signo de la aceptación eclesial de la enseñanza de la Santa es el hecho de que el Magisterio ordinario de la Iglesia en muchos documentos ha recurrido a esa doctrina, especialmente al tratar de la vocación contemplativa y misionera, de la confianza en Dios justo y misericordioso, de la alegría cristiana y de la vocación a la santidad. Lo atestigua la presencia de su doctrina en el reciente Catecismo de la Iglesia católica (nn. 127, 826, 956, 1.011, 2.011 y 2.558). Ella, que tanto se esforzó por aprender en el catecismo las verdades de la fe, ha merecido ser incluida entre los autores más destacados de la doctrina católica.

Teresa tiene una universalidad singular. Su persona y el mensaje evangélico del «caminito» de la confianza y de la infancia espiritual han encontrado y siguen encontrando una acogida sorprendente en todo el mundo.

El influjo de su mensaje abarca ante todo a los hombres y mujeres cuya santidad o virtudes heroicas la Iglesia ha reconocido, pastores de la Iglesia, teólogos y autores de espiritualidad, sacerdotes y seminaristas, religiosos y religiosas, movimientos eclesiales y comunidades nuevas, hombres y mujeres de cualquier condición y de todos los continentes. A todos Teresa les ofrece su personal confirmación de que el misterio cristiano, del que es testigo y apóstol mediante la oración al convertirse, como ella afirma con audacia, en «apóstol de los apóstoles» (Ms A 56 r), debe tomarse al pie de la letra, con el mayor realismo posible, porque tiene un valor universal en el tiempo y en el espacio. La fuerza de su mensaje radica en que explica de modo concreto cómo todas las promesas de Jesús se cumplen plenamente en el creyente que acoge con confianza en su vida la presencia salvadora del Redentor.

11. Todas estas razones constituyen un claro testimonio de la actualidad de la doctrina de la santa de Lisieux y del particular influjo de su mensaje en los hombres y mujeres de nuestro siglo. Además, concurren algunas circunstancias que hacen aún más significativa su designación como maestra para la Iglesia en nuestro tiempo.

Ante todo, Teresa es una mujer que, leyendo el Evangelio, supo captar sus riquezas escondidas con la forma concreta y la profunda resonancia vital y sapiencial propia del genio femenino. Entre las innumerables mujeres santas que resplandecen por la sabiduría del Evangelio ella destaca por su universalidad.

Teresa es, además, una contemplativa. En el ocultamiento de su Carmelo vivió de tal modo la gran aventura de la experiencia cristiana, que llegó a conocer la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo (cfr. Ef 3, 18-19). Dios quiso que no permanecieran ocultos sus secretos, por eso capacitó a Teresa para proclamar los secretos del Rey (cfr. Ms C 2 v). Con su vida, Teresa da un testimonio y una ilustración teológica de la belleza de la vida contemplativa, como total entrega a Cristo, Esposo de la Iglesia, y como afirmación viva del primado de Dios sobre todas las cosas. Su vida, a pesar de ser oculta, posee una fecundidad escondida para la difusión del Evangelio e inunda a la Iglesia y al mundo del buen olor de Cristo (cfr. Carta 169, 2 v).

Por último, Teresa de Lisieux es una joven. Alcanzó la madurez de la santidad en plena juventud (cfr. Ms C 4 r). Como tal se presenta como maestra de vida evangélica, particularmente eficaz a la hora de iluminar las sendas de los jóvenes, a los que corresponde ser protagonistas y testigos del Evangelio entre las nuevas generaciones.

Santa Teresa del Niño Jesús no sólo es, por su edad, la Doctora más joven de la Iglesia, sino también la más cercana a nosotros en el tiempo; así se subraya la continuidad con la que el Espíritu del Señor envía a la Iglesia sus mensajeros, hombres y mujeres, como maestros y testigos de la fe. En efecto, a pesar de los cambios que se producen en el decurso de la historia y de las repercusiones que suelen tener en la vida y en el pensamiento de los hombres de las diversas épocas, no debemos perder de vista la continuidad que une entre sí a los Doctores de la Iglesia: en cualquier contexto histórico, siguen siendo testigos del Evangelio que no cambia y, con la luz y la fuerza que les viene del Espíritu, se hacen sus mensajeros, volviendo a anunciarlo en su integridad a sus contemporáneos. Teresa es maestra para nuestro tiempo, sediento de palabras vivas y esenciales, de testimonios heroicos y creíbles. Por eso, es amada y aceptada también por hermanos y hermanas de otras comunidades cristianas e incluso por muchos no cristianos.

12. En este año, en que se conmemora el centenario de la gloriosa muerte de Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, mientras nos preparamos para la celebración del gran jubileo del año 2000, habiendo recibido numerosas y autorizadas peticiones, especialmente de muchas Conferencias episcopales de todo el mundo, y habiendo acogido la petición oficial, o Supplex Libellus, que me dirigieron el 8 de marzo de 1997 el obispo de Bayeux y Lisieux, el prepósito general de la orden de los Carmelitas Descalzos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, y el postulador general de la misma orden, decidí encomendar a la Congregación para las causas de los santos, competente en esta materia, «después de haber obtenido el parecer de la Congregación para la doctrina de la fe, por lo que se refiere a la doctrina eminente» (constitución apostólica Pastor bonus, 73), el peculiar estudio de la causa para conceder el título de Doctora a esta santa.

Reunida la documentación necesaria, las dos citadas Congregaciones abordaron la cuestión en sus respectivas Consultas: la de la Congregación para la doctrina de la fe el 5 de mayo de 1997, por lo que atañe a la «doctrina eminente», y la de la Congregación para las causas de los santos el 29 de mayo del mismo año, para examinar la especial «Positio». El 17 de junio sucesivo, los cardenales y los obispos miembros de esas Congregaciones, siguiendo un procedimiento aprobado por mí para esa ocasión, se reunieron en una Asamblea interdicasterial plenaria y discutieron la Causa, expresando por unanimidad un parecer favorable a la concesión a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz del título de Doctora de la Iglesia universal. Dicho parecer me fue notificado personalmente por el señor cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, y por monseñor Alberto Bovone, arzobispo titular de Cesarea de Numidia, pro-prefecto de la Congregación para las causas de los santos.

Teniendo todo eso en cuenta, el pasado 24 de agosto, durante la plegaria del Ángelus, en presencia de centenares de obispos y ante una inmensa multitud de jóvenes de todo el mundo, reunida en París para la XII Jornada mundial de la juventud, quise anunciar personalmente mi intención de proclamar a Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz Doctora de la Iglesia universal con ocasión de la celebración de la Jornada mundial de las misiones (en Roma).

Hoy, 19 de octubre de 1997, en la plaza de San Pedro, llena de fieles procedentes de todo el mundo, y en presencia de numerosos cardenales, arzobispos y obispos, durante la solemne celebración eucarística, he proclamado Doctora de la Iglesia universal a Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, con estas palabras: «Acogiendo los deseos de gran número de hermanos en el episcopado y de muchísimos fieles de todo el mundo, tras haber escuchado el parecer de la Congregación para las causas de los santos y obtenido el voto de la Congregación para la doctrina de la fe en lo que se refiere a la doctrina eminente, con conocimiento cierto y madura deliberación, en virtud de la plena autoridad apostólica, declaramos a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, virgen, Doctora de la Iglesia universal. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Realizado ese acto del modo debido, establecemos que esta carta apostólica sea religiosamente conservada y produzca pleno efecto tanto ahora como en el futuro; y que, además, según sus disposiciones se juzgue y se defina justamente, y que sea vano y sin fundamento cuanto alguien pueda atentar contra las mismas, con cualquier tipo de autoridad, tanto conscientemente como por ignorancia.

Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 19 del mes de octubre del año del Señor 1997, vigésimo de mi pontificado.

Romana, n. 25, julio-diciembre 1997, p. 205-217.

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