Clase sobre la disponibilidad y el celibato en el Opus Dei, Colegio Romano de la Santa Cruz, Roma (20-I-2024)
Esta clase consta de dos partes, una sobre la disponibilidad de los numerarios y otra, relacionada con esta, sobre el celibato. Las ideas que vayan saliendo servirán tanto para vuestra reflexión personal como para la labor de formación que tengáis con vuestros hermanos. Que cada uno vea cómo las vive, cómo las aplica, cómo le sirven para ayudar a los demás.
Respecto a la disponibilidad, lo primero que podemos hacer es recordar unas palabras de nuestro Padre: «Todos con vocación divina, los numerarios han de darse directamente e inmediatamente al Señor en holocausto, entregando todo lo suyo, su corazón entero, sus actividades sin limitación, su hacienda, su honra» (Instrucción para la obra de san Gabriel, n. 113).
Fijémonos en lo primero que dice: «corazón entero». La disponibilidad del corazón no consiste en tener el corazón abierto para que entre cualquier cosa, sino para que quepan en él todas las personas que están a nuestro alrededor, encomendadas a nuestro cuidado. Entregar un corazón entero implica evitar disquisiciones y separaciones, para querer a todos por igual; para querer la labor de la Obra como expresión de nuestro amor a Dios; para entregar al Señor todo lo que somos y todo lo que tenemos.
La disponibilidad del corazón se manifiesta en la disponibilidad eficaz, real, concreta, de nuestro tiempo. Una disponibilidad para las tareas que se tengan encomendadas. No es esta una simple disponibilidad material, sino sobre todo del corazón, que consiste en poner la voluntad y el afecto en esa actividad; también cuando cueste, estando dispuesto a todos los cambios que sean necesarios.
Habitualmente en la Obra cada uno desempeña su trabajo profesional en su ambiente, santificando las realidades temporales. Pero, como recordaba don Javier en una carta, a veces «no hay más remedio que algunas hijas y algunos hijos míos recorten su actividad profesional —o incluso la dejen de lado completamente, al menos por algún tiempo—, para dedicarse a ayudar a sus hermanos en la vida espiritual y dirigir la labor apostólica» (Javier Echevarría, Carta pastoral, 28-XI-1995, n. 16). A esto debe añadirse, como el mismo don Javier explicaba tantas veces, que el trabajo de dirección de las labores, y la misma labor de dirección espiritual —que es lo fundamental que tienen encomendadas las personas que forman los consejos locales—, son también tareas que se pueden llamar profesionales en cuanto a su seriedad y a la necesidad de preparación.
Por otra parte, la disponibilidad no es solo una actitud pasiva, un «estar dispuesto a lo que me digan»: a cambiar de centro, de encargo apostólico, de ciudad, de país, de continente, porque por ahora no se puede cambiar de planeta… Ciertamente, también es eso, pero no basta. Hace falta iniciativa e interés, poner el corazón y nuestros talentos al servicio de la Obra; es decir, disponer lo que tenemos y somos para vivir nuestra vocación. En efecto, parte de la disponibilidad consiste en pensar cómo mejorar, qué sugerir…: detalles que manifiestan que se siente el Opus Dei como algo de cada uno.
Sin más ataduras que el amor
El corazón, en sentido bíblico, no se refiere solo a lo sensible, sino a la persona entera, y muy especialmente a su voluntad, es decir, a su libertad. Un aspecto fundamental de nuestra disponibilidad es que esta debe ser vivida como libertad, no como falta de libertad. Uno puede decir: «Yo estoy aquí, a lo que me digan», y, luego, al recibir un nuevo encargo, experimentarlo como una limitación a la propia libertad. Cuando, en realidad, la libertad más grande consiste en no tener más ataduras que el amor.
Esto es aplicable a todos los que estamos en la Obra, pero especialmente, de un modo material más completo, a los numerarios: no tener ninguna atadura, ni de trabajo, ni de centro, ni de país. No sentirse atados a nada. Y ese no sentirnos atados a nada es libertad, libertad espiritual, libertad de alma.
Lógicamente, esto no significa vivir desarraigados, ser gente que vive flotando en el aire. El no estar atado a nada es compatible con estar muy enraizados en lo que hacemos, con los pies en el suelo y en nuestro trabajo, asumiendo como muy nuestro el encargo y ocupaciones que tengamos, y volcarnos en lo que hacemos con todas nuestras capacidades humanas, con ilusión profesional, como si fuera siempre lo definitivo. Porque la libertad no consiste en una ausencia de limitaciones externas, sino en no estar atados a nada más que al amor de Dios y, en consecuencia, al amor a los demás, a la Obra, a las almas.
Puede que alguna vez —porque todos experimentamos debilidades hasta que nos muramos— percibamos como una falta de libertad determinadas exigencias, cambios, cargos, etcétera. Entonces será una renovada ocasión para profundizar en nuestro amor, para que se afiance la libertad del alma.
Nuestro Padre hablaba de un grupo clavado en la cruz: «Nuestro Señor no quiere una personalidad efímera para su Obra: nos pide una personalidad inmortal, porque quiere que en ella —en la Obra— haya un grupo clavado en la Cruz: la Santa Cruz nos hará perdurables, siempre con el mismo espíritu del Evangelio, que traerá el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio» (Instrucción sobre el espíritu sobrenatural de la Obra, n. 28). Aquí no dice quién es este grupo clavado en la cruz, pero, por el contexto, se entiende que se trata de los numerarios. En realidad, todos tenemos que estar clavados en la cruz, de un modo u otro. Pero, en este caso, nuestro Padre habla de un modo específico, especial, de estar clavados en la cruz: el de los numerarios, que deben estar siempre disponibles a cambiar de trabajo, de situación…; ocasiones todas de unirse a la cruz. Y cuando unimos intencionalmente a la cruz del Señor las cosas que nos cuestan, dejan de pesar, aunque sigan pesando. Hay una aparente contradicción.
Hemos visto tantas veces en la vida de nuestro Padre cómo era capaz, por gracia de Dios, de estar sufriendo mucho y, al mismo tiempo, estar muy contento. Y también nosotros tenemos la posibilidad de vivir la entrega, también cuando cueste, como fuente de alegría.
Es importante que, cuando se hable a una persona sobre la posibilidad de pitar como numerario, se le explique este aspecto esencial del camino. También es bueno que en la formación que vaya recibiendo durante los primeros años se incida en esta idea, aunque quizá en el momento al interesado le pueda parecer algo muy lejano.
Lógicamente, los directores tendrán en cuenta las circunstancias de las personas y su capacidad real de acometer un cambio. Gracias a Dios, en la Obra no funcionamos a base de órdenes militares, porque, dentro de la radicalidad de la entrega, somos familia y milicia.
Respecto a esta disponibilidad radical, podemos recordar también unas palabras de nuestro Padre en la tercera de sus campanadas. Son palabras preciosas, incluso desde un punto de vista literario, y a la vez tan expresivas que no hay riesgo de quedarse solo en lo bonito:
«He de agradecer al Señor su gran bondad, porque mis hijas y mis hijos me han proporcionado, en este casi medio siglo, tantas y tantas alegrías, precisamente con su adhesión firme a la fe, su vida reciamente cristiana y su total disponibilidad —dentro de los deberes de su estado personal, en el mundo— para el servicio de Dios en la Obra. Jóvenes o menos jóvenes, han ido de acá para allá con la mayor naturalidad, o han perseverado fieles y sin cansancio en el mismo lugar; han cambiado de ambiente si se necesitaba, han suspendido un trabajo y han puesto su esfuerzo en una labor distinta que interesaba más por motivos apostólicos; han aprendido cosas nuevas, han aceptado gustosamente ocultarse y desaparecer, dejando paso a otros: subir y bajar».
«Es el juego divino de la entrega, al que mis hijos han respondido conscientes de su responsabilidad ante Dios de sacar adelante la Obra en bien de las almas. El Señor se ha lucido y, sobre vuestra generosidad, ha volcado su eficacia santificadora: conversiones, vocaciones, fidelidad a la Iglesia en todos los rincones del mundo. Así brota el fruto sobrenatural de un entregamiento sin condiciones. Y esto, en la Obra, se pide a todos: porque ha de ser siempre lo ordinario, lo natural» (De nuestro Padre, Carta 14-II-1974, n. 5).
Una paternidad sin límites
Después de esta primera parte, empezar a hablar de celibato conlleva un riesgo: podría dar la impresión de que la disponibilidad constituyera su dimensión más fundamental. Ciertamente, el célibe está mucho más disponible que aquel que está casado y tiene hijos, pero su camino no consiste solo en esto, y ni siquiera principalmente. El celibato es, sobre todo, un don de Dios de especial identificación con Jesucristo. Y así es como hay que verlo, porque de ahí deriva todo lo demás, también la disponibilidad. Los numerarios, y por todo lo que se refiere al celibato, también los agregados, tienen la función de ser testimonios vivos de la entrega a Dios en medio del mundo.
El celibato no es una limitación de lo humano. Basta mirar a Jesucristo para convencerse de ello: si alguien ha encarnado la humanidad perfecta, ese es él. Y siendo él la plenitud del hombre, no se puede decir que el matrimonio sea una condición indispensable para alcanzar dicha plenitud. Aunque, para quien tenga vocación matrimonial —generalmente la mayoría de las personas—, esta constituya un auténtico camino de santificación y de plenitud.
Por eso, en la labor apostólica no vale la pena quedarse en las comparaciones. En realidad, lo importante es lo que Dios quiere de cada persona. No podemos caer en el error de realizar valoraciones utilitaristas, sobre qué es más y qué es menos. La pregunta fundamental, en cambio, es la siguiente: ¿qué es lo que Dios quiere de mí? Porque lo que Dios quiere para cada uno será lo que le hará feliz, lo que le llevará a su plenitud. Y además —saliendo un poco del tema del celibato—, que nadie piense que el matrimonio es más fácil que el celibato. Aunque el celibato inicialmente suponga una renuncia mayor, obvia y evidente, el matrimonio supone un sacrificio, una entrega y unas dificultades que pueden ser mucho mayores que las de la vida del célibe. Pero por eso precisamente no conviene hacer comparaciones: lo mejor siempre será lo que Dios quiera para cada uno.
Para los numerarios y agregados, el celibato posee una dimensión de disponibilidad. Pero no una simple disponibilidad fáctica, de tiempo, sino marcada por la paternidad espiritual: el celibato implica una mayor capacidad para dedicarse a una familia más amplia. En la Obra tenemos una familia inmensa, y el célibe contribuye a crear ese aire de familia que es tan esencial. Vivir plenamente el sentido del celibato según el espíritu de la Obra no conlleva una disminución de la paternidad, sino un aumento. Y por eso todos los numerarios, estén o no en consejos locales, tienen la función de cuidar de la gente de Casa.
No hay que extrañarse de que a veces surjan tentaciones en el corazón —y no solo en la carne—. A toda persona le llegan en algún momento, y es algo normal. Así que no sería lógico plantearse dudas por el hecho de experimentar de vez en cuando esa atracción natural hacia una mujer. Al trabajar en ambientes profesionales con compañeras de trabajo, habrá que cuidar la prudencia y la guarda de los sentidos, porque la atracción hacia las mujeres no desaparece. Se trata de una lucha en sentido positivo: no es cuestión de vivir con el corazón cerrado. En cierto sentido sí, pero, a la vez, debe estar muy abierto al mundo entero, desde el amor a Jesucristo. No renunciamos a una vida enamorada y a todo lo que esto supone: afectos, deseos, pasión, creatividad, abnegación… Una persona célibe dirige todas esas energías, propias de un enamorado, hacia Dios y hacia las personas y tareas concretas que en la Obra tenemos confiadas.
Quizá nos viene a la cabeza aquel punto de Camino: «¿Cómo va ese corazón? —No te me inquietes: los santos —que eran seres bien conformados y normales, como tú y como yo— sentían también esas “naturales” inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción “sobrenatural” de guardar su corazón —alma y cuerpo— para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido.
«Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y “bien enamorada”» (Camino, n. 164).
La guarda del corazón comporta la guarda de los sentidos, prudencia, perseverancia y lucha, pero una lucha de amor, por ir creciendo en amistad con Dios, con su gracia; requiere sinceridad con nosotros mismos y en la dirección espiritual, para que nos ayuden; y fomentar la disponibilidad en el celibato. Y, sobre todo, que no falte la alegría, un bien muy necesario para lograr la fidelidad: en el amor desinteresado a los demás encontraremos muchas veces una felicidad profunda, que nos llevará a tener un corazón cada vez más semejante al de Jesucristo.
Romana, n. 78, enero-junio 2024, p. 77-81.