Misa en la fiesta del beato Álvaro, Basílica de San Eugenio, Roma (11-V-2024)
Este es el administrador fiel y prudente que el Señor ha puesto al frente de su servidumbre (cfr. Lc 12,42). Podemos aplicar estas palabras de la antífona de entrada al beato Álvaro, que gastó su vida para ser apoyo firme, primero, y después sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei. Fue un hijo leal de la Iglesia. Como escribió el Papa Francisco con ocasión de su beatificación, «especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera» (Carta al prelado del Opus Dei con motivo de la beatificación de Álvaro del Portillo, 16-VI-2014). También nosotros podemos preguntarnos ahora: ¿Tengo habitualmente esa misma actitud en mi vida de todos los días, ante las dificultades y problemas?
Un hombre fiel y prudente: ¡eso fue el beato Álvaro! Recurramos a su intercesión para que el Señor nos haga fieles y prudentes. Le pedimos la prudencia para ser, en todo momento, fieles al Evangelio ante las cambiantes circunstancias de tiempo y de lugar, a menudo complicadas. Y la fidelidad, no para secundar una idea, sino para seguir a una Persona: a Jesucristo Nuestro Señor, que abre horizontes siempre nuevos en la vida de cada una y cada uno de nosotros.
La liturgia de la Palabra de la celebración de hoy nos presenta la figura del Buen Pastor. En el Evangelio de san Juan, la figura del pastor es algo muy concreto: «Yo soy el Buen Pastor […], y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,11.15). Y en efecto él, Jesús, da verdaderamente la vida por sus ovejas, va en busca de la que se ha descarriado y la conduce a aguas tranquilas, come repite el salmo responsorial (cfr. Sal 22). Amar a las personas que le han sido confiadas, del mismo modo que las ama Cristo, es una de las características fundamentales de un buen pastor. Y así ha vivido a lo largo de su existencia el beato Álvaro: con su actitud acogedora, comprensiva y llena de paz; de una paz y una alegría que no perdía ni siquiera ante las dificultades y los problemas.
Como decía san Josemaría, la alegría cristiana tiene «sus raíces en forma de cruz» (Es Cristo que pasa, n, 43); es alegría «en el Señor» (cfr. Flp 4,4): la alegría que Jesús nos ha obtenido en la Cruz, capaz no solo de mantenerse, sino incluso de crecer ante las dificultades y sufrimientos con la fuerza de la fe, de la esperanza y del amor. En la primera lectura hemos escuchado estas palabras de san Pablo: «Me alegro de los sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Lo hemos constatado en la vida de don Álvaro, buen pastor de sus hijas y de sus hijos, que ha sabido transmitir su alegría a los demás. También nosotros, con la gracia de Dios, podemos unir con alegría a la Cruz de Cristo todo aquello que en estos momentos más puede hacernos sufrir.
Sí, esta alegría en el Señor no solo permanece, sino que crece con las dificultades y sufrimientos, si obra en el alma la fuerza de la fe, de la esperanza y del amor. La vida de don Álvaro no estuvo exenta de contrariedades. «Nos equivocaríamos —hacía notar recientemente el papa Francisco— si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad: una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites de nuestra especie» (Audiencia, 13-III-2024). Don Álvaro supo apoyarse en primer lugar en la gracia de Dios, de modo que Dios era el centro de su vida. Su ejemplo, como el de todos los santos, nos enseña que quien es fiel a la vocación que el Señor le ha dado se realiza plenamente y experimenta así, ya en esta tierra, una felicidad que es la antesala de la felicidad del cielo.
En este mes de mayo, recurramos especialmente a Nuestra Madre Santa María, para que nos ayude a crecer en la prudente fidelidad de saber y querer dar la vida por los demás, día a día, con tantísima alegría.
Así sea.
Romana, n. 78, enero-junio 2024, p. 57-58.