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Rasgos diferenciadores de la espiritualidad conyugal

Carla Rossi Espagnet
Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)

Versión escrita de la conferencia pronunciada el 26 de mayo de 2022, en Roma, en la 2ª jornada sobre la santidad laical: “Santidad, matrimonio y familia” (cfr.Romana, n. 74, enero-junio 2022, pp. 97-99). En italiano, con el títuloLineamenti di Spiritualità coniugale, el texto ha sido publicado en el volumen que recoge las actas de esa jornada: cfr. Francesco Russo – Giovanni Tridente (a cura di),Santità, matrimonio, famiglia, Edusc, Roma 2022, pp. 33-58. La autora ha expuesto estos temas con mayor amplitud en Carla Rossi Espagnnet, Missione famiglia, Edusc, Roma 2022.

¿Existe en la Iglesia un camino espiritual adecuado para iluminar la vida de los esposos cristianos? ¿Existen aspectos propios de la santidad conyugal? Y en caso afirmativo, ¿cuáles? ¿Cómo identificar los aspectos comunes a todas las vocaciones cristianas con respecto a los específicos de los esposos? A estas preguntas intentaremos responder en este breve artículo.

La base común de la vida cristiana la ofrecen el bautismo y la confirmación: mediante estos sacramentos, el Espíritu otorga los dones que configuran al hombre y a la mujer con Cristo y los insertan en su cuerpo, que es la Iglesia, haciéndolos partícipes de la misión sacerdotal, real y profética de Cristo. Así, todos los bautizados forman el pueblo de Dios y participan activamente en la misión evangelizadora común. Todos son sacerdotes, es decir, pueden santificarse y ayudar a la santificación de los demás, asistiendo a los sacramentos, con la oración y ofreciendo sus obras a Dios; todos son reyes, es decir, pueden conducir al mundo hacia Cristo, ejerciendo la justicia y preparando la venida de su Reino, que no es de este mundo (cf. Jn 18,36); todos son profetas, es decir, pueden enseñar la verdad que es Jesús (cf. Jn 14,6), con su ejemplo y sus palabras. Dentro de este camino común, existen diversas especificaciones de orden sacramental o carismático. De orden sacramental, en concreto, hay dos especificaciones, las que se derivan de los sacramentos del orden y del matrimonio, que configuran a los bautizados con Cristo y les dan una misión estable que el Catecismo presenta en los siguientes términos: «Los que reciben el sacramento del orden son consagrados para “en el nombre de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios” (LG 11). Por su parte, “los cónyuges cristianos, son fortificados y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado por este sacramento especial” (GS 48,2)»[1].

a) El origen sacramental

El primer elemento que caracteriza la espiritualidad de los esposos es, por tanto, su origen sacramental: gracias al sacramento del matrimonio, los esposos reciben un don específico que los hace portadores de una misión que el Concilio Vaticano II, en la Lumen gentium, así delinea: «Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y la educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida (cfr. 1 Cor 7,7). De este consorcio procede la familia (...). En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada»[2]. Decir «origen sacramental» es tanto como decir «origen divino», pero a decir verdad esto último también se puede decir del matrimonio entre personas no bautizadas, es decir, del matrimonio no sacramental: de hecho, es Dios quien dio a la primera pareja esta condición de existencia (cf. Gn 2,24) para que la encarnara, convirtiéndose en signo visible de su amor en el mundo. A través de su unión estable y fecunda, el amor de Dios se hace presente y se manifiesta en el mundo, sea cual sea la religión que profesen los esposos[3].

Saber que fue Dios quien tuvo la idea del matrimonio, que no se trata de una invención humana más o menos feliz, o más o menos vinculada a una determinada época histórica o cultura, es una fuente de esperanza: podemos confiar en que Dios ciertamente cuidará de quienes emprendan este camino, si cuentan con él como elemento importante de su relación. En la iglesia latina son considerados ministros del sacramento los propios novios, porque es su consentimiento el que sanciona el pacto matrimonial; en las iglesias orientales, en cambio, se considera ministro al sacerdote que bendice la unión, por ser el signo más evidente de la presencia de Cristo en el matrimonio. En cualquier caso, el celebrante principal del sacramento, el que verdaderamente lo administra, es Jesús, que actúa a través de sus ministros (como sucede en todos los sacramentos). En ambas iglesias, por lo demás, tanto la presencia de los contrayentes como la del sacerdote son indispensables para que el sacramento se celebre válidamente. Pero es Cristo quien entrega la mujer al hombre y el hombre a la mujer, para que se amen hasta formar una sola carne y se cuiden mutuamente.

¿La acción de Cristo se limita a sancionar la unión de los esposos, a consagrarla y bendecirla, o acompaña también el camino común que comienza con el matrimonio?

A esta pregunta responde el Concilio Vaticano II, que afirma en la constitución pastoral Gaudium et spes: «Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella»[4].

El Concilio sugiere, a este respecto, la presencia de una abundante efusión de bendiciones, y evoca las bodas de Caná, cuando el Señor llevó a una boda una cantidad increíble de vino excelente, ¡unos 600 litros (cf. Jn 2,1-12)! Era el signo de la alianza definitiva, realizada gracias a la intervención de la Madre, no protagonista de la escena pero tampoco mera espectadora. La presencia de Cristo en la boda, y el milagro festivo que allí realizó, revelan que los esposos cristianos, cuando celebran su matrimonio, reciben muchas gracias del Cielo. Sin embargo, la acción de Jesús no se limita al momento de la celebración: permanece junto a los novios para que su amor no muera en el camino, sino que crezca, se purifique y se haga generativo.

Además, el origen sacramental del matrimonio confiere al estado conyugal una dignidad especial en el plano eclesial y lo sitúa por encima de los carismas de origen no sacramental. No se trata de hacer clasificaciones o rankings entre los diversos caminos eclesiales, ya que todos son suscitados por el mismo Espíritu y tienen como finalidad la construcción del Reino de Cristo en la caridad, pero se debe reconocer que los carismas de origen sacramental no solo sostienen un camino espiritual, sino que además tienen un valor estructurante para la propia Iglesia. Esta, en efecto, es edificada por el bautismo y la confirmación, recibe los servicios esenciales para su vida por el orden y el matrimonio, y es sostenida y alimentada por la penitencia, la unción de los enfermos y, sobre todo, la eucaristía, prenda de vida eterna para todos los bautizados. Los sacramentos no son solo medios de gracia personal, sino que estructuran los vínculos por los que los bautizados forman un solo cuerpo del que Cristo es la Cabeza.

b) La consagración de la relación conyugal

Pasemos al segundo elemento característico del camino matrimonial: es la relación de los esposos lo que se convierte en signo del «misterio de unidad y de amor fecundo entre Cristo y la Iglesia»[5], y no los dos esposos tomados singularmente.

Ya en el Antiguo Testamento se revelaba, aunque veladamente, que la pareja humana, y no solo la persona individual, es imagen de Dios, cuando el autor sagrado afirma que «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1, 26)[6]. A la luz del Nuevo Testamento, el Papa Francisco explica que «el matrimonio es un signo precioso, porque “cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se ‘refleja’ en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia” (Catequesis del 2 de abril de 2014)»[7].

¿Qué significa que «Dios hace de los esposos uno solo»? ¿Qué imagen de Dios ofrece a la Iglesia la pareja unida por el sacramento del matrimonio? A pesar de sus debilidades, y quizá precisamente a causa de ellas[8], el «nosotros» de los esposos adquiere el valor de una revelación del amor fiel y misericordioso de Dios. Más aún, podríamos decir que, a través del matrimonio, toda la Iglesia se enriquece con la revelación de una forma específica de amor del Creador, que ama no solo con el amor de un Padre que engendra a sus hijos, los educa y les prepara una herencia, sino también con el amor de un Esposo que da la vida por su Esposa y la hace fecunda.

Por tanto, el matrimonio es un signo precisamente en cuanto es una relación; de hecho, es el único sacramento que se celebra necesariamente de dos en dos: es imposible casarse solo, mientras que uno puede bautizarse, o recibir la primera comunión, etc., solo, y pensándolo bien, así sucede también cuando muchos reciben estos sacramentos en la misma ceremonia. En cambio, uno se casa en dos, varón y mujer, para santificar una relación específica: la relación de dos personas sexualmente distintas, potencialmente fecundas, mediante la cual los dos modos fundamentales de ser humano, con sus características propias, se unen para formar una comunión estable.

En Familiaris consortio, san Juan Pablo II había identificado cuatro tareas principales de la familia en la Iglesia y en el mundo, y en primer lugar había señalado: «Formación de una comunidad de personas»[9]; después venían el servicio a la vida, a la sociedad y a la Iglesia. Al decidir casarse, el hombre y la mujer lanzan un desafío: no en vano el Papa Francisco se ha dirigido a menudo a las parejas de novios o a los matrimonios jóvenes, admirando su valentía[10] y exhortándoles a creer que es posible vivir juntos, que es posible amarse, que hay una fuerza superior a los intereses personales que aíslan y separan[11]: que el amor es más fuerte que el orgullo, que los intentos de control, que la impaciencia ante los límites propios y ajenos. Exhorta a los esposos a ser con su vida signo del amor que vence el odio y la indiferencia, que supera el egoísmo autorreferencial, que purifica y supera el afán de posesión y es la verdadera respuesta al drama de la soledad. En una época en la que el individualismo y la autoafirmación egoísta parecen ser el mandamiento supremo ante el que todo debe ceder, incluso los vínculos más hermosos cuando se vuelven difíciles o demasiado exigentes, las parejas casadas son un signo de que el amor es más grande que el pecado que desune, de que es posible vivir juntos, encontrar puntos de encuentro, ceder sin perder la propia identidad, renunciar a algunos de los propios deseos e incluso a algunas de las propias pasiones, para adquirir nuevas pasiones, desarrollar nuevos deseos y alimentar aspectos de la propia personalidad que no habrían surgido sin esa relación; en definitiva, que es posible afirmarse de una forma distinta a las que uno había previsto.

La primera tarea de los que se casan es generar el «nosotros» que antes, cuando eran dos individualidades cercanas pero aún no con-sortes (participantes en una misma suerte), no existía. De hecho, los dos novios ya se conocen, ya se aman, pero al casarse afirman que quieren permanecer y crecer juntos, convertirse en «una sola carne». El «nosotros» es el primer fruto del matrimonio, es el vínculo que une ontológicamente y no solo formalmente, y da al hombre y a la mujer una nueva identidad: la de ser «el esposo de...» y «la esposa de...». Sin embargo, no basta con constituir el vínculo mediante la celebración del sacramento, sino que es necesario vivirlo y realizarlo en opciones concretas de mayor o menor importancia para construir «el corazón común»[12], de modo que cada uno, en su trabajo y en el cultivo de sus intereses, actúe en el contexto del proyecto compartido, que reorganiza las prioridades y los recursos en función de la unión entre ambos. En una audiencia, el Papa Francisco habló de este proceso: «Para casarse ¡no basta con celebrar la boda! Es necesario hacer un camino del yo al nosotros, de pensar solo a pensar en dos, de vivir solo a vivir en dos: es un buen camino, es un camino hermoso. Cuando llegamos a descentralizarnos, entonces todo acto es conyugal: trabajamos, hablamos, decidimos, encontramos a otros con una actitud acogedora y oblativa»[13].

Esto no significa que para quienes reciben el sacramento todo vaya a ir bien: por desgracia, son muchos los casos en los que los cónyuges se enfrentan, y a veces se llega incluso a una situación de separación definitiva. Ante esta realidad, los tribunales eclesiásticos tienen que determinar qué matrimonios son nulos, es decir, no celebrados verdaderamente a pesar de las apariencias. Generar el «nosotros» de los cónyuges significa trabajar para que el amor crezca tanto cuando la relación es fácil como cuando es difícil, sabiendo que los momentos de dificultad suelen ser más útiles para el crecimiento que los de satisfacción, porque son una oportunidad para cambiar de perspectiva, para buscar soluciones, para escuchar con más atención las peticiones del otro, para soportar sus momentos de cerrazón...: en definitiva, para desarrollar cualidades de apertura, paciencia, creatividad, humildad y, sobre todo, para crecer en las virtudes de la esperanza y la caridad. Todo el mundo admira a las parejas mayores, porque con su comprensión muestran la fuerza de un amor que ha ganado muchas batallas y ha crecido a través de las dificultades. La fidelidad conyugal no puede confundirse con una relación congelada: es el fruto maduro de un amor humilde, indulgente y creativo. Incluso cuando la separación es el único camino factible, la Iglesia alaba al cónyuge que permanece fiel al matrimonio celebrado y sigue honrando el compromiso adquirido[14]. En estos casos, el cónyuge fiel es especialmente signo de Cristo esposo que entrega su vida a su esposa en un camino de pasión que mantiene la esperanza de la resurrección.

Este elemento específico de la espiritualidad del matrimonio, es decir, la generación del «nosotros» conyugal, fue reconocido por la Iglesia cuando comenzó a promover los procesos de canonización de algunos matrimonios no con el esposo y la esposa por separado, sino juntos, para significar que los esposos cristianos pueden llegar a ser santos precisamente a través del matrimonio. Su camino de santificación sigue una senda específica: la del amor en los compromisos propios de la vida conyugal, la de las virtudes cristianas vividas en la perspectiva de la fidelidad a la misión recibida y la de la comunión en el servicio y la asistencia. De esto tratarán las comunicaciones que se van a exponer en esta jornada, cada una de las cuales presentará a un matrimonio cuyo proceso de beatificación ha concluido o está aún en curso: los beatos Maria Corsini y Luigi Beltrame Quattrocchi, y los siervos de Dios Jozef y Wiktoria Ulma, Giovanni Gheddo y Rosa Franzi, Laura Busca y Eduardo Ortiz de Landázuri, M. Rosaria De Angelis y Franco Bono, Daphrose Mukasanga y Cyprien Rugamba.

c) Formar la una caro

Un tercer rasgo de la espiritualidad conyugal es el hecho de que el «nosotros» conyugal se sustancia en la unión no solo espiritual, sino también corporal de los esposos; la tradición cristiana indica esta unión con expresión eficaz, cuando dice que están llamados a formar «una sola carne», una caro. Aunque hablemos de caro, «carne», a lo que con esa expresión se hace referencia es a toda la vida, que en el hombre y la mujer es necesariamente tanto corporal como espiritual. Una parte esencial del diálogo entre los esposos es la unión de los cuerpos, que san Juan Pablo II nos ayudó a considerar como un lenguaje, una forma de autoexpresión no verbal susceptible de mayor o menor sinceridad, intensidad, intimidad[15]; una dimensión personal y no simplemente física. El Papa Francisco recuerda que «en sus catequesis sobre la teología del cuerpo humano, [san Juan Pablo II] enseñó que la corporeidad sexuada “es no solo fuente de fecundidad y procreación”, sino que posee “la capacidad de expresar el amor: ese amor en el que el hombre-persona se convierte en don”»[16]. Así, la dimensión sexual debe ser considerada y vivida en su dignidad propiamente humana, querida por el Creador, positiva no solo en vistas de la procreación, sino también porque es la expresión típica del amor entre los esposos[17].

Por el sacramento que han celebrado, los esposos ejercen su sacerdocio común también en el acto sexual, ofreciendo su unión y su alegría a Dios, rechazando la tentación de servirse el uno del otro para fines egoístas, anteponiendo las legítimas necesidades del cónyuge y acogiendo la posible paternidad y maternidad. Entonces el acto conyugal es verdaderamente un acto sacerdotal, por el que se rinde culto a Dios, fuente de amor y de vida. Con esta convicción, san Josemaría Escrivá tuvo la audacia de decir: «Yo veo el lecho conyugal como un altar; está allí la materia del sacramento»[18]. Allí Dios actúa, haciendo de dos una sola carne, concediendo a veces el don de la vida, aumentando el amor entre los esposos, promoviendo la comunión en la familia y en la Iglesia.

Sin embargo, no podemos ser ingenuos y pasar de la sospecha generalizada del egoísmo inherente a la sexualidad, típica de muchos siglos de cristianismo, a su legitimación acrítica, siguiendo la tendencia de la cultura dominante. También en este ámbito, los cónyuges están llamados a crecer, afinando progresivamente su mutua donación corporal, viviéndola cada vez más plenamente. El Papa Francisco advierte que «no está de más recordar que, aun dentro del matrimonio, la sexualidad puede convertirse en fuente de sufrimiento y de manipulación»[19]; que también entre los esposos existe el riesgo de vivir «el sexo como evasión de sí mismo y como renuncia a la belleza de la unión»[20]; y que «es importante ser claros en el rechazo de cualquier forma de sometimiento sexual»[21]. A este respecto, no se puede ignorar la importancia de la regla enunciada en la encíclica Humanae vitae, donde san Pablo VI enseñó que no es bueno separar voluntariamente el sentido unitivo del acto sexual del procreativo[22], porque esta manipulación intencionada conlleva la degradación de todo el acto. Los más de 50 años transcurridos desde la publicación de la encíclica proporcionan la prueba más clara de la validez de la enseñanza papal; de hecho, la «liberación» del sexo de la fecundidad condujo pronto a un sexo vivido de modo irresponsable, lo que a su vez se tradujo en la despersonalización del acto, reducido a un mero uso mutuo de los cuerpos[23]. En el caso de los cónyuges, la contracepción no solo ha impedido la procreación, sino que también ha falseado el lenguaje de la unión, de modo que a menudo los esposos se han encontrado viviendo en una suerte de complicidad que es como la caricatura de la comunión.

La vía indicada por Pablo VI a los cónyuges para evitar los nacimientos que, responsablemente, consideraran que no podían acoger era la del conocimiento de los períodos cíclicos de la fertilidad femenina y la abstención del acto sexual, si se presumía que iba a ser fructífero. Para abstenerse del acto sexual cuando no se puede acoger una nueva vida hay que optar por practicar el autodominio entendido como «señorío sobre sí mismo»; y esto es difícil, principalmente por dos razones. Por un lado, por la objetiva debilidad interior que se experimenta siempre en la gestión de impulsos y sentimientos, agravada por la actual devaluación de tal elección a nivel cultural, en nombre de la espontaneidad autorreferencial como criterio absoluto de bondad[24]; por otro, sería necesario volver a percibir el cuerpo como realidad personal y no como objeto «distinto de uno mismo» que puede ser usado y manipulado de forma semejante a como se hace con el resto de la naturaleza. El autodominio nace del diálogo con Dios; y, en el caso de los esposos, se alimenta del diálogo entre ellos, que permanecen abiertos al Creador y entre sí, tanto cuando deciden unirse como cuando deciden abstenerse de la unión. Al evitar la unión cuando no pueden aceptar la procreación, llegan a un entendimiento que no es fácil, pero que quizá por eso mismo es más profundo.

La enseñanza de san Pablo VI fue recogida por san Juan Pablo II, quien, al final de su catequesis sobre la teología del cuerpo y del matrimonio, que duró cuatro años, reveló que el objetivo de toda su enseñanza era precisamente profundizar y desarrollar la doctrina contenida en la Humanae vitae[25]. ¿Qué aportó la lectura de san Juan Pablo II que pueda ser de interés para nosotros, que nos ocupamos ahora de la santidad conyugal? Amplió la perspectiva de comprensión de la norma de la Humanae vitae, aclarando que su valor no es simplemente moral, sino también antropológico y espiritual. Hablando de la vida conyugal animada por el Espíritu Santo, afirmó: «Si el elemento clave de la espiritualidad de los esposos y de los padres (...) es el amor, este amor, como se desprende del texto de la Encíclica (cfr. HV 20) está por su naturaleza unido a la castidad, que se manifiesta como dominio de sí, o sea, como continencia: en particular, como continencia periódica»[26]. En un discurso posterior reiteró que «en el centro de la espiritualidad conyugal está, pues, la castidad, no solo como virtud moral (formada por el amor), sino a la vez como virtud vinculada con los dones del Espíritu Santo —ante todo, con el don del respeto de lo que viene de Dios (“donum pietatis”)»[27]. Estas palabras tienen ya casi 40 años, y sin embargo hoy sigue siendo raro oír hablar de la castidad conyugal en términos de una opción inspirada en el don de la piedad, con el que honramos la paternidad de Dios, origen de toda paternidad y maternidad humanas.

Y de nuevo: «Toda la práctica de la honesta regulación de la fertilidad, tan íntimamente unida a la paternidad y maternidad responsables, forma parte de la espiritualidad cristiana conyugal y familiar; y solo viviendo “según el Espíritu” se hace interiormente verdadera y auténtica»[28].

d) Ser para los hijos los primeros anunciadores de la fe

En el texto de la Lumen gentium que nos sirve de guía, leemos que «en esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada»[29]. Podríamos decir que la misión de los esposos cristianos culmina en pedir la fe para sus hijos, bien acompañándoles a recibir el bautismo y los demás sacramentos de la iniciación cristiana, bien enseñándoles a amar a Dios, a dar gracias y pedir perdón, a tener un diálogo filial con Él. No solo con explicaciones, sino ante todo con su ejemplo, los padres cristianos transmiten el estilo de vida cristiano, fundamental para que cualquier enseñanza posterior sea aceptada y madurada. En el período de «emergencia educativa» que vivimos desde hace años[30], el Papa Francisco ha exhortado a menudo a los padres a no «autoexiliarse» de su tarea, a no considerarse incapaces de llevarla a cabo, aunque existan obstáculos, tanto prácticos como culturales, que la hagan particularmente difícil[31]. Pensemos en la falta de tiempo para estar con los hijos, en la revolución digital que ha abierto nuevos escenarios de conexiones y de intercambio de contenidos, en la proliferación de «expertos» para todos los ámbitos de la vida, que hacen que los padres se sientan incapaces de ocuparse de sus hijos... A pesar de todo eso, la misión educativa, con la consiguiente responsabilidad, sigue perteneciendo al padre y a la madre. Solo ellos pueden transmitir al hijo las convicciones fundamentales para la existencia, a saber, que merece ser amado y respetado en todo momento, no para cultivar una autosatisfacción narcisista, sino para desarrollar los dones recibidos y utilizarlos en beneficio de los demás. Solo el ambiente de gratuidad que caracteriza a la familia puede hacer crecer a los niños en la dirección de la entrega; solo el clima de total acogida hará aceptables las correcciones indispensables en cualquier acción educativa.

Pero no es sobre las dificultades del contexto cultural actual sobre lo que quisiera detenerme, ni tampoco sobre el hecho de que la tarea educativa incumbe en primer lugar a los padres, cuya autoridad precede a la de los otros responsables —en diverso grado— de la educación, a saber, la Iglesia o el Estado. En lo que quisiera centrarme ahora es en que, educando, los esposos ejercen la tarea profética propia de los padres cristianos y viven del Espíritu Santo. San Juan Pablo II hablaba de ello en un pasaje de la Familiaris consortio que merece la pena citar aunque sea un poco largo: «Para los padres cristianos la misión educativa, basada como se ha dicho en su participación en la obra creadora de Dios, tiene una fuente nueva y específica en el sacramento del matrimonio, que los consagra a la educación propiamente cristiana de los hijos, es decir, los llama a participar de la misma autoridad y del mismo amor de Dios Padre y de Cristo Pastor, así como del amor materno de la Iglesia, y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a los hijos en su crecimiento humano y cristiano. El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la dignidad y la llamada a ser un verdadero “ministerio” de la Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros. Tal es la grandeza y el esplendor del ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás no duda en compararlo con el ministerio de los sacerdotes: “Algunos propagan y conservan la vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del sacramento del orden; otros hacen esto respecto de la vida a la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios” (Summa contra Gentiles IV,58)»[32].

De este texto quisiera considerar solo dos elementos: el primero es que la tarea educativa específicamente cristiana de los padres brota del sacramento del matrimonio, que les permite expresar, como vimos anteriormente, el amor de Cristo a la Iglesia, un amor que vive en la entrega total y en el sacrificio, y que culmina después en la alegría de la Resurrección. Por tanto, la tarea educativa específica de la familia consiste en transmitir a los hijos el ethos del don, es decir, la conciencia y la alegría de haber nacido del amor y de estar destinado al amor como horizonte irrenunciable de sentido para la propia vida[33]. Evidentemente, esto solo puede cumplirse en condición de libertad, sin la cual es imposible amar; pero no una libertad autorreferencial y orientada a la afirmación egoísta de uno mismo, sino una libertad abierta a los demás para encontrarlos de manera humana, significativa, verdadera. No habría verdadera acción educativa si los padres sustituyeran a los hijos, empujándoles a actuar según sus propios deseos; cualquier forma de manipulación es contraria a la verdadera educación, que como tal es siempre también un acto de confianza en las personas que Dios ha confiado a los educadores, en este caso en los hijos.

El segundo elemento que deseo considerar es la referencia a la acción del Espíritu Santo, que enriquece a los padres con sus dones, entre los cuales el Papa recuerda el de la sabiduría, el del consejo y el de la fortaleza, considerándolos particularmente importantes para quienes deben educar. En efecto, el don de la sabiduría abre los ojos de la mente y del corazón a una comprensión más profunda de la realidad, en su referencia última a Dios y también al verdadero bien del hombre. Gracias a este don, los padres pueden ayudar a sus hijos a descubrir un mundo lleno de sentido y ayudarles a admirar el plan de Dios, su bondad y su sabiduría, así como guiarles en el deseo de contribuir a él en su medida, por medio de su libertad. Gracias al don de la sabiduría, toda la vida se orienta de modo natural hacia la bondad, la verdad y la belleza: las busca instintivamente, sin conformarse con los sucedáneos que este mundo ofrece en abundancia. El don del consejo es necesario en muchas situaciones concretas, cuando hay dudas sobre lo que hay que hacer, o cuando el juicio no está claro; a través de él, los padres pueden ayudar a sus hijos a comprender qué valores están realmente en juego en sus elecciones. Por supuesto, el consejo debe darse siempre de forma que el niño se sienta el verdadero protagonista de sus actos, y para ello habrá que tener en cuenta la edad y las diferentes pautas que necesariamente se dan en la relación con un niño, con un adolescente o con un hijo adulto. Por último, el don de la fortaleza, que también es muy importante en el campo de la educación: por desgracia, muchos confunden fortaleza con autoritarismo, y basándose en este malentendido renuncian a educar. Piensan que manifestar un juicio claro se opone a la legítima libertad del niño y se limitan a decir «haz lo que quieras, lo que sientas», sin aportar elementos de juicio, y renunciando de hecho a su tarea de mostrar dónde está lo bueno y dónde lo malo; pero saber lo que es bueno y lo que es malo en una determinada situación es fundamental para poder actuar libremente. Un acto importante de fortaleza es la corrección, de la que habló el Papa Francisco en relación con la necesidad de que los padres estén más presentes en la familia: «Decir (padre) presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos, no los dejan crecer. (...) Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar desde el fondo del corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, complaciente, sentimental. El padre que sabe corregir sin humillar es el mismo que sabe proteger sin guardar nada para sí»[34]. Y sabemos bien que a veces una mirada de pena o de decepción basta para corregir eficazmente.

e) Subvenir a las necesidades de la familia: el trabajo

Al convocar el VII Encuentro Mundial de las Familias sobre el tema “La familia: trabajo y fiesta”, Benedicto XVI escribía: «El trabajo y la fiesta están íntimamente relacionados con la vida de las familias: condicionan sus elecciones, influyen en las relaciones entre los cónyuges y entre padres e hijos, inciden en la relación de la familia con la sociedad y con la Iglesia. La Sagrada Escritura (cf. Gn 1-2) nos dice que familia, trabajo y día festivo son dones y bendiciones de Dios para ayudarnos a vivir una existencia plenamente humana»[35].

Al esbozar los elementos esenciales de una espiritualidad conyugal, no se puede ignorar el mandato de trabajar, dado por Dios desde el principio al hombre y a la mujer que formaron la primera familia humana (cf. Gn 1,28). El trabajo es indispensable para que los cónyuges realicen su proyecto familiar, en primer lugar porque, cuando falta, no es posible pensar en casarse y formar una familia, pero también porque sus dinámicas tienen un impacto importante en el equilibrio familiar[36].

El trabajo de un padre y una madre de familia forma parte de su ofrenda diaria a Dios, pero además tiene una dimensión familiar: ya no es el trabajo de un hombre o una mujer que solo responden ante sí mismos por sus opciones profesionales. Los cónyuges deben pensar en su trabajo no solo en términos de realización personal. También deben valorar adecuadamente otros parámetros: por ejemplo, el tiempo dedicado al trabajo debe permitirles cumplir con serenidad sus deberes familiares; es preciso reservar un tiempo al descanso y hacerlo compatible con el de los demás miembros de la familia, para permitir compartir momentos de culto, ocio, intereses culturales, deporte, etc.; el salario no es un bien personal, sino un bien común, y debe ser suficiente para garantizar la vida familiar[37]; los posibles traslados por motivos profesionales también deben evaluarse a la luz de las necesidades de los demás miembros de la familia; algunas profesiones entrañan riesgos para la salud o la vida cuyas repercusiones familiares no deben ignorarse... El matrimonio impone la transición de trabajar «para uno mismo» a trabajar «para la familia», y también en este caso los cónyuges están llamados a construir el «nosotros» como sujeto de las decisiones profesionales.

Clemente de Alejandría, un autor cristiano de los primeros siglos, compara la vida en celibato con la vida matrimonial y afirma la superioridad de quienes siguen esta última, al menos en relación con la maduración personal y cristiana de la persona. Del hombre que se casa dice que «se muestra varón no asumiendo una vida solitaria, pues quien vence entre los varones es quien con dificultad pero sin sentir pena se ejercita en el matrimonio, en la procreación y en la previsión de la casa y, una vez atendido el cuidado de la casa, deviene inseparable del amor de Dios y se alza vencedor de toda prueba que se le presente por culpa de los hijos, de la esposa, de los familiares y de las posesiones. A quien no tiene hogar, en cambio, esas cosas no le tientan, así que, por cuidar solo de sí mismo, es ciertamente inferior al que, a pesar de descuidar su propia salvación, le supera en la administración de su vida, que conserva sin artificio una pequeña imagen de la auténtica Providencia»[38]. Los esposos cooperan con la obra del Creador y, al proveer a su familia, se convierten también en un signo de Dios Padre que no abandona a sus criaturas, sino que provee para todas ellas[39].

Entre los bienes más importantes para cualquier familia está el hogar, en el que se moldean y fortalecen los lazos familiares: «Una familia y un hogar son dos cosas que se reclaman mutuamente»[40]. El hogar no es solo un espacio protegido y habitable, sino quizá la primera manifestación del «nosotros» que nace con el matrimonio. El hogar de una familia no es una suma de espacios que cada persona habita de forma sustancialmente autónoma respecto a sus compañeros de vivienda, como en una residencia de estudiantes; el hogar no es solo un lugar, sino una expresión de las personas que lo habitan y de sus relaciones. El hogar es un espacio que expresa el valor del tiempo en familia, porque conserva la memoria del pasado, refleja la comunión en el presente y está abierto a los planes de futuro[41].

Para que el hogar no sea un dormitorio, un lugar donde las individualidades se cruzan y se rozan, es necesario reunirse, compartir tiempo y pensamientos, crear un filtro común hacia el mundo exterior para que el hogar sea un lugar de crecimiento. También el aspecto material —el orden de los objetos, la distribución del espacio, el cuidado de las comidas compartidas, la limpieza de la ropa, etc.— es un signo de respeto y comunión entre las personas y fomenta a su vez la gratitud y el servicio mutuos. Es justo, a este respecto, que todos los miembros de la familia ofrezcan su colaboración, cada uno según sus capacidades. Enseñar a los niños a cuidar el entorno en el que viven es un aspecto importante de su educación, porque desarrolla el sentido de la responsabilidad por las cosas propias y las de uso común, la conciencia del esfuerzo que requiere mantenerlas en buen estado y la gratitud por los servicios de que disfrutan[42].

En los primeros párrafos de este artículo nos planteábamos la cuestión de si la santidad conyugal tiene características propias. Pues bien, puede decirse que uno de los aspectos en los que más claramente difiere de las espiritualidades de carácter religioso es su relación con los bienes materiales que se obtienen trabajando. En efecto, se ha observado que la santidad conyugal «no es una santidad de renuncia, sino de posesión y de uso de las realidades humanas»[43]. La virtud de la pobreza, necesaria para todos los cristianos, no se expresa para los esposos en el modo de renunciar a los bienes materiales, sino en el de administrarlos según los valores de la caridad y de la justicia.

Los cónyuges tienen el deber de proporcionar los recursos necesarios para sí mismos y para mantener a sus hijos. El marido y la mujer, con su trabajo dentro y fuera de casa, sostienen económicamente a la familia y contribuyen al bien de la sociedad, mientras los hijos estudian con el objeto de prepararse para trabajar y formar algún día su propia familia. Tampoco hay que olvidar la inmensa tarea que realizan las familias como amortiguadores sociales, como único apoyo, en ocasiones, para parientes enfermos, discapacitados, desempleados. Lo ha señalado el Papa Francisco, destacando el valor también espiritual de dicha acción: «El inmenso trabajo de la familia naturalmente no está, sin duda, cotizado en los balances. En efecto, la economía y la política son avaras en materia de reconocimiento al respecto. Sin embargo, la formación interior de la persona y la circulación social de los afectos tienen precisamente allí su propio fundamento»[44].

A veces las familias se encuentran en situación pobreza, y en esos casos las precarias condiciones económicas pueden ser una seria prueba para los lazos familiares: «Hay muchas familias pobres que buscan vivir con dignidad su vida diaria, a menudo confiando abiertamente en la bendición de Dios […]. Es casi un milagro que, en medio de la pobreza, la familia siga formándose, e incluso siga conservando —como puede— la especial humanidad de sus relaciones»[45]. Sacar adelante la familia en condiciones de pobreza, con un trabajo precario o mal pagado, sin perder la dignidad y la calidad de las relaciones, constituye un auténtico camino de purificación en el que se fortalecen la fe en Dios, la esperanza de superar las dificultades y el amor mutuo de los esposos. En una situación de ese tipo tendrán que ofrecer a Dios muchas veces el dolor de no poder comprar a su cónyuge o a sus hijos los bienes que necesitan, la humillación de tener que pedir un préstamo o de tener que posponer la adquisición de un bien importante y la incertidumbre sobre su propio futuro y el de sus hijos. Conseguir la estabilidad económica es muy importante para la vida no solo material, sino también espiritual, de la familia.

Las familias más ricas, por su parte, no pueden desentenderse de las necesidades de los más necesitados. Deben, en primer lugar, adoptar un estilo de vida sobrio y generoso y educar a sus hijos en esos valores, por ejemplo evitando los regalos excesivamente caros e implicándoles en iniciativas de caridad y voluntariado: en obras benéficas, en comedores sociales, en redes de ayuda a distancia para apoyar los estudios de algún niño, etc. Es oportuno recordar que la propiedad privada no es un derecho absoluto, es decir, no es ajena al derecho de cada persona a poseer lo necesario para vivir y conlleva, de hecho, una responsabilidad en relación con las familias con menos recursos[46]. De ahí la importancia de la contribución a la sociedad de las familias emprendedoras y con disponibilidad económica que crean empresas de gestión familiar a través de las cuales, además de asegurar su propio bienestar, dan trabajo a otras familias, desencadenando así un círculo virtuoso.

f) La vocación al matrimonio

De todo lo visto brevemente hasta ahora, podemos concluir que el matrimonio y la familia constituyen una verdadera vocación cristiana y no una condición privada de una especificidad.

En efecto, Dios llama al hombre y a la mujer a unirse como esposos en una comunión de vida animada por el amor, y Cristo los acompaña en su camino para que ese amor madure a través de las inevitables dificultades. Los esposos ejercen su sacerdocio real colaborando con Dios creador por medio de la transmisión de la vida a unos nuevos hijos de Dios, y llevan a cabo su misión profética educándolos en la fe y en el amor para que florezca también en ellos la vocación cristiana. Con su trabajo no solo transforman el mundo en beneficio propio, sino que también lo humanizan, y además garantizan los bienes necesarios a sus hijos y, a menudo, también a sus parientes y a otras personas cercanas. Son un signo del amor de Cristo por la Iglesia y del amor providencial de Dios, y como tales, en pareja, pueden mostrarlo a la Iglesia y al mundo.

Se debería tener más en cuenta el gran valor de la vocación matrimonial en la Iglesia: por ejemplo, al rezar por las vocaciones, además de pedir a Dios que envíe personas para el sacerdocio o para consagrarse en el celibato, habría que pedirle también que suscite esposos cristianos, que le sigan por el camino del matrimonio.

Sigue siendo de gran actualidad la consideración que san Josemaría Escrivá dejó en Camino, cuando a comienzos de los años treinta escribía: «¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? —Pues la tienes: así, vocación»[47].

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1535.

[2] LG [Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 21-XI-1964], n. 11.

[3] Por eso san Juan Pablo II habla del matrimonio como del sacramento primordial: cfr. Audiencia, 20-II-1980, nn. 4-5.

[4] GS [Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 7-XII-1965], n. 48.

[5] LG, n. 11.

[6] Cfr. San Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 6.

[7] AL [Francisco, Exhort. apost. Amoris laetitia, 19-III-2016], n. 121.

[8] Cfr. AL, n. 122.

[9] FC [San Juan Pablo II, Exhort. apost.Familiaris consortio, 22-XI-1981], n. 17.

[10] Cfr. Francisco, Audiencia, 6-V-2015.

[11] Cfr. Idem, Audiencia, 27-V-2015.

[12] Cfr. Cosimo Luigi Russo, Il cuore comune, ESD, Bologna 2016.

[13] Francisco, Audiencia, 31-X-2018.

[14] Cfr. AL, nn. 241-242.

[15] Cfr., por ejemplo, las audiencias del 2 y el 16-I-1980, en las que san Juan Pablo II habla del «significado esponsal del cuerpo», es decir, considera el cuerpo sexuado como portador de un lenguaje y sujeto de comunicación. Más adelante, en las audiencias de enero y febrero de 1983 hablará explícitamente del «lenguaje del cuerpo» en el sacramento del Matrimonio.

[16] AL, n. 151. La cita interna es de la audiencia del 16-I-1980.

[17] Cfr. AL, n. 152.

[18] Citado en Marta Brancatisano, “Familia, Santificación de la”, en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer (coord. José Luis Illanes), Monte Carmelo – Istituto Storico San Josemaría Escrivá, Burgos 2013, p. 490.

[19] AL, n. 154.

[20] AL, n. 155.

[21] AL, n. 156.

[22] Cfr. HV [San Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 25-VII-1968], n. 11.

[23] Cfr. AL, n. 284. Una prueba de esto lo tenemos en el lenguaje habitual (al menos en italiano), en el que la expresión «hacer el amor» (fare l’amore) ha sido sustituida por «hacer sexo» (fare sesso), manifestación de la reducción del acto a la exclusiva dimensión corpórea.

[24] Cfr. HV, nn. 17-18. Conviene recordar que no basta ser consciente para obrar el bien, aunque el pensamiento hoy dominante tiende a reducir la bondad del acto a esta única condición. Es necesario, además, que el sujeto escoja hacer una cosa buena.

[25] Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia, 28-XI-1984, n. 2

[26] Idem, Audiencia, 10-X-1984, n. 5.

[27] Idem, Audiencia, 14-XI-1984, n. 2.

[28] Idem, Audiencia, 14-XI-1984, n. 6.

[29] LG, n. 11.

[30] Cfr. Benedicto XVI, Carta a la diócesis y a la ciudad de Roma, 21-I-2008.

[31] Cfr. Francisco, Audiencia, 20-V-2015.

[32] FC, n. 38.

[33] Cfr. FC, n. 11.

[34] Francisco, Audiencia, 4-II-2015.

[35] Benedicto XVI, Carta al presidente del Consejo Pontificio para la Familia, 23-II-2010.

[36] Cfr. San Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 10. Cfr. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 249.

[37] El Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 250, habla de «salario familiar».

[38] Clemente de Alejandría, Stromata VII,12,70,6-8.

[39] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 306-308.

[40] AL, n. 44.

[41] Cfr. Carlo Rocchetta,Teologia della famiglia: fondamenta e prospettive, EDB, Bologna 2011, pp. 557-566; Maria Ajroldi, Dimensione casa. Cultura e cura della vita domestica, Ares, Milano 2011.

[42] Cfr. Francisco, Audiencia, 11-XI-2015. Cfr. también AL, n. 50.

[43] Giovanni Moioli, La spiritualità familiare. Frammenti di riflessione, In Dialogo, Milano 2008, p. 34.

[44] Francisco, Audiencia, 3-VI-2015.

[45] Idem. Audiencia, 3-VI-2015.

[46] Cfr. Idem, Enc. Fratelli tutti, 3-X-2020, nn. 109-111 y 118-120. Cfr. también Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 176-181, 339 y 345.

[47] San Josemaría, Camino, n. 27.

Romana, n. 76, enero-junio 2023, p. 129-143.

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