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Meditaciones

En el 90 aniversario del inicio de la labor apostólica con mujeres, el 14 de febrero de 1930; iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, Roma (14-II-2020)

El 14 de febrero de 1930 comenzó la labor apostólica del Opus Dei con mujeres. También, en la misma fecha de 1944, nació la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Con motivo de los aniversarios, el prelado ofreció una meditación.

Mons. Ocáriz comenzó rememorando el 14 de febrero de 1930 diciendo «que, en aquel momento, san Josemaría recibió en su alma esa luz, ese impulso para completar la Obra que ya el Señor tenía previsto desde la eternidad, con la sección de mujeres. Y sabemos bien cómo nuestro Padre [san Josemaría] al principio pensaba –porque así lo había entendido– que la Obra era una cosa para los hombres, aunque desde el principio el Señor la pensó para todos y todas. Y cómo nuestro Padre, inmediatamente, se puso a trabajar queriendo esa voluntad del Señor, poniendo ya –con gran esfuerzo, con dificultades– las bases de lo que hoy vemos realizado en todo el mundo».

El hilo conductor de la meditación, a través de las lecturas de la Santa Misa, fue el agradecimiento a Dios y la fe y la esperanza, apoyadas también en la intercesión a la Virgen María, para que el mensaje de la Obra continúe fecundando la vida cotidiana de tantas personas.

«Damos gracias a Dios, damos gracias a la Virgen Santísima Madre nuestra por la que nos vienen todas las gracias, damos gracias a nuestro Padre, aquí junto a sus restos [los restos mortales de san Josemaría se encuentran en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz]. Gracias a nuestro Padre por su fidelidad, por su entrega. Una acción de gracias también por cada una y cada uno de nuestros hermanos, por toda la Obra. Y, cada uno de nosotros, damos gracias por nuestra propia vocación; y, especialmente hoy, vosotras –también los sacerdotes, pero de un modo especial hoy vosotras por la relevancia de este aniversario–. Gracias. Tenéis que dar gracias –damos gracias todos y todas–, porque en ese 14 de febrero de 1930 estabais cada una de vosotras en la mente de Dios, en los planes de Dios, ya desde antes, desde siempre».

En los últimos compases de la meditación, al recordar que san Josemaría comentaba con frecuencia que no estamos solos jamás, el prelado señaló que «también nos tiene que dar la alegría y la responsabilidad de que tenemos la Obra en nuestras manos realmente. Y estar muy pendientes de los demás. Ver a las demás, cuidar de los demás, que es cuidar de la Obra. Querer a las demás es querer al Señor. Que veamos también este acto de amor –que es el agradecimiento, como dice nuestro Padre–, en toda la dimensión grande, el campo grande de la entrega a los demás».

Con ocasión de la solemnidad de san Josemaría, iglesia de Santa María de la Paz, Roma (26-VI-2020)

Hoy, en la fiesta litúrgica de san Josemaría, aquí junto a sus restos mortales, en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, acudimos a su intercesión por todos los que están sufriendo las consecuencias del coronavirus, sobre todo por los difuntos y sus familias. Ahora, nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia los países en que sigue más presente la pandemia. La comunión de los santos nos lleva a hacer propio lo que afecta a los demás, porque «si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26-27). «En esta barca estamos todos», dijo el Papa Francisco. Estamos «llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente» (Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia, 27-III-2020).

Las lecturas de la Misa de hoy nos recuerdan tres realidades, que san Josemaría llevaba muy en el corazón: la Eucaristía, el «omnia in bonum!» (¡todo es para bien!) y el sentido de misión.

«El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28). Estas palabras, que leeremos en la antífona de comunión, resumen el caminar terreno de Jesús, que estuvo marcado por la entrega a los demás. «Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia» (1 P 2,24). Y este sacrificio se vuelve a hacer presente en la santa Misa, donde Cristo se nos entrega totalmente. Él mismo se ofrece como alimento que nos sostiene, nos llena de su misericordia y de su amor, como lo hizo en el Calvario.

Durante los meses de confinamiento, estamos aprendiendo a valorar más la participación en el sacrificio eucarístico. Muchas familias, en medio de esta difícil situación, la primera cosa que hacían cada día era seguir por televisión la santa Misa. De ese momento sacaban las fuerzas necesarias para afrontar la jornada y, a la vez, aumentaban su deseo de recibir al Señor sacramentalmente.

En estas circunstancias difíciles del mundo, de este mundo del que somos y al que amamos como creación de Dios, nos llenan de consuelo estas palabras que hemos leído en la segunda lectura y que san Josemaría meditó tantas veces: «Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: Abba, Padre!» (Rm 8,15). Sabernos hijas e hijos de un Dios que todo lo sabe y todo lo puede nos ha de dar una profunda alegría que es fruto del Espíritu Santo.

Esto no significa que no encontremos dificultades y sufrimiento. San Pablo termina así el texto que acabamos de leer: somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él» (Rm 8,17). Estas palabras nos ayudan a entender el sentido del dolor. Cuando algo nos hace sufrir, podemos unirnos al sacrificio de Jesús en la Cruz, con la esperanza puesta en la resurrección. Porque «lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Benedicto XVI, Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo, 11-II-2013).

La fe nos da la seguridad de que todo es para bien: «Omnia in bonum!», le gustaba repetir a san Josemaría con palabras de san Pablo (cfr. Rom 8,28). Sí, todo es para bien, aunque a veces cueste entender el bien que puede traer una situación como la que estamos atravesando. Pero lo cierto es que, en este tiempo, hemos presenciado innumerables muestras de generosidad, de creatividad, de iniciativa y el trabajo abnegado de tantas personas, llegando incluso a arriesgar su propia vida: personal sanitario, fuerzas de seguridad, sacerdotes, voluntarios… También hemos conocido historias de padres y madres desviviéndose por sacar adelante cada hogar durante el confinamiento. Estos ejemplos de entrega nos han llevado a estar más unidos, a ser más conscientes de que necesitamos de los demás y que los demás nos necesitan.

En el Evangelio de hoy, leemos esta invitación de Jesús a Simón Pedro, que le impulsa a la misión: «Rema mar adentro, y echad las redes para pescar» (Lc 5,4). Estas mismas palabras nos las dirige también hoy a cada uno de nosotros: dejar a un lado la propia comodidad para salir al encuentro de los demás y transmitir la alegría del Evangelio, la alegría de una vida junto a Jesús, que ha dado su vida por amor a cada uno de nosotros.

Para lanzarse mar adentro, hace falta audacia, deseos de cambiar el mundo. Pero, por encima de todo, es necesario tener un corazón enamorado, dejar que Cristo sea el centro de nuestra vida, de modo que Él sea «el único motor de todas nuestras actividades» (san Josemaría, Apuntes íntimos, n. 1289, 5-10-1935).

Después de la invitación de Jesús a remar mar adentro, leemos: «Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red» (Lc 5,6). Tampoco la eficacia sobrenatural de nuestro trabajo depende de nuestras cualidades, sino de dejar obrar al Señor. «Cuando nos ponemos con generosidad a su servicio» –explica el Papa Francisco–, «Él obra grandes cosas en nosotros. Así actúa con cada uno de nosotros: nos pide que lo acojamos en la barca de nuestra vida, para recomenzar con él a surcar un nuevo mar, que se revela cuajado de sorpresas» (Francisco, Ángelus, 10-II-2019).

Este fue el ideal que inspiró la vida de san Josemaría. Sentía que «la Obra ha nacido para extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado» (san Josemaría, Carta 16-VII-1933, n. 3). Ojalá nosotros sepamos también lanzarnos con esa misma confianza a todo lo que el Señor nos pida.

Los que participamos en esta Santa Misa –de modo presencial o a través de la red– nos unimos con cariño y oración a todo el sufrimiento del mundo, y nos encomendamos a los difuntos para que desde el Cielo –con san Josemaría, en el día de su fiesta– intercedan por todos nosotros.

Acudamos muy especialmente a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella, “Consuelo de los afligidos”, nos ayudará a ver, con los ojos de la fe, el amor de su Hijo en las dificultades que estamos atravesando. Ella, “Estrella de la mañana”, nos guiará por ese camino de amor y confianza en Dios.

Romana, n. 70, Enero-Diciembre 2020, p. 53-56.

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