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En el acto académico de homenaje a Mons. Javier Echevarría, Universidad de Navarra, Pamplona (19-I-2018)

Autoridades, claustro académico, alumnos y todos los que trabajáis en esta universidad, señoras y señores:

En este acto académico en memoria y homenaje de quien fue el Gran Canciller de esta universidad durante veintidós años, me uno a los sentimientos de los relatores, que han mostrado el interés con que Mons. Javier Echevarría siguió y promovió su desarrollo, y en particular el de la Clínica Universidad de Navarra y el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa.

Don Javier alentó con energía un rasgo constitutivo de esta universidad; un sello que san Josemaría le imprimió desde el principio: la apertura al mundo entero, con la ilusión de servir, de compartir lo mejor que se tiene. Se esforzó para que el espíritu cristiano y el amor apasionado al mundo que se respira en la Universidad de Navarra llegara a iniciativas semejantes de otros países. Durante sus años como prelado del Opus Dei y Gran Canciller de esta universidad, ha seguido de cerca el nacimiento y el desarrollo de instituciones universitarias que contribuyen a realizar, en casi todos los continentes, esa gran aspiración de san Josemaría: poner la Cruz de Cristo en la entraña del mundo y en la cumbre de todas las actividades humanas.

Ese espíritu católico, universal, se manifestaba también en su hondo sentido de la comunión con todos en la Iglesia. Quienes le habéis conocido palpabais su amor filial al Romano Pontífice; en particular, la insistencia con que invitaba a todos a rezar por el Papa. Y quienes trabajábamos más directamente con él veíamos su disposición para atender, a poco que fuera posible, las peticiones de otros obispos: tanto para emprender el trabajo apostólico del Opus Dei en sus diócesis, como para colaborar, con el trabajo de sacerdotes de la Prelatura, en encargos diocesanos.

Pero si la mirada de don Javier atendía a grandes horizontes, no perdía detalle de lo que, por decirlo así, le esperaba a la vuelta de la esquina. Querría destacar, en ese sentido, su interés por las personas concretas. Durante los veintidós años en los que he presenciado su afán de almas, su sentido de misión, no dejó de sorprenderme la manera en que se ocupaba de cada hombre y de cada mujer, joven o menos joven, que pasaba a su lado. A veces, era un simple saludo o un comentario cariñoso a quien le detenía en un pasillo, al entrar o salir de casa, al llegar a cualquier sitio; otras, la atención a quien le pedía un consejo, una orientación, una oración.

Lógicamente, se interesaba sobre todo por quienes el Señor había confiado a su cuidado pastoral. Aprendió a ser un buen Padre siendo buen hijo de san Josemaría, a quien trató durante tantos años. Para todo se inspiraba en él y acudía a su intercesión, siguiendo los pasos del «queridísimo don Álvaro», como solía referirse a su predecesor, de quien aprendió a ser Padre —sucesor del Fundador— sabiéndose a la vez hijo.

Este seguimiento tan cercano de san Josemaría no fue nunca una imitación mecánica o superficial. Con su propio carácter, con su personal modo de ser, don Javier nos transmitió con fidelidad el espíritu del Opus Dei; fidelidad dinámica, he escrito alguna vez, pues era bien consciente de que, sin cambiar el núcleo, la esencia, del espíritu del fundador, era preciso vivirlo en las cambiantes circunstancias históricas de espacio y de tiempo.

Aunque ya lo he mencionado, deseo detenerme a recordar sus encuentros con la gente. Don Javier no se limitaba a oír: escuchaba, se implicaba en lo que le contaban; seguía con atención lo que le decían, sin prisas; se interesaba por los detalles. Dios dilató su corazón de pastor; lo hizo capaz de sintonizar enseguida con las alegrías, las tristezas, las preocupaciones y los proyectos de los demás. Y así vivió hasta el último momento. Fue conmovedor ver cómo, mientras estuvo hospitalizado, y sabiendo ya muy próxima su muerte, se preocupaba por el personal sanitario que le atendía: por sus familias, su trabajo, su descanso, etc.

Me venía a la memoria, en este sentido, el recuerdo de una persona, que no forma parte de la Obra. Había perdido a su mujer tiempo atrás, y don Javier se ofreció a celebrar, él mismo, en sufragio por la esposa, una Misa en la cripta de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. Ese hombre no ha olvidado su interés y su cariño, como se desprende de un artículo que publicó a los pocos días del fallecimiento de don Javier: «Era una de esas personas hábiles para colarse en la vida de los demás y quedarse en los pliegues de su corazón. Me demostró su amistad con creces. Con detalles que solo los verdaderos amigos tienen y que no se olvidan nunca». En la homilía de aquella Misa, dice, don Javier le dedicó palabras «de hondura y de consuelo», que le siguen ayudando ahora.

Así era don Javier. En su corazón sacerdotal cabían todos. A cada uno le hacía sentirse como si solo él existiera en el mundo: tanto en una conversación personal más pausada como en un encuentro fortuito. ¿Qué le movía, cuál era el resorte más profundo que le impulsaba a preocuparse de los demás? La respuesta no puede ser otra: su relación íntima, personal, viva, con Jesucristo, en el Pan y en la Palabra. Una relación madurada a lo largo de los años, en la oración y en la Eucaristía. En su Misa, cada día, acogía las necesidades de la Iglesia y del mundo. Allí, bien unido al sacrificio de la Cruz, se llegaba con Cristo al dolor de todos: los enfermos, los refugiados, los que se hallaban en el paro o en cualquier dificultad; y también las realizaciones positivas del mundo y de la Iglesia, por las que daba gracias a Dios.

Querría acabar con una historia sencilla, de una persona que vivió varios años en su misma casa en Roma, y que estuvo enfermo durante una temporada. Don Javier iba a verle con frecuencia, y en una de estas ocasiones el enfermo le dijo: Padre, me pesa el tiempo que está conmigo, con todo el trabajo que tiene. Y don Javier: si no estuviera pensando en mis hijos ¿en qué estaría pensando?

Y nosotros, si no pensáramos en quienes nos rodean ¿en qué estaríamos pensando? Pido a Santa María, Madre del Amor Hermoso, que ponga en nuestro corazón este amor ardiente y generoso que puso en don Javier, para darnos a todos sin tasa; para dar a todos lo mejor que tenemos.

Muchas gracias.

Romana, n. 66, enero-junio 2018, p. 95-97.

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