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Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes (2-VI-2016)

Primera meditación: De la distancia a la fiesta

Basílica de San Juan de Letrán

Buenos días, queridos sacerdotes.

Comenzamos esta jornada de retiro espiritual. Creo que nos hará bien rezar unos por otros, en comunión. Un retiro, pero en comunión, todos. He elegido el tema de la misericordia. Primero una pequeña introducción para todo el retiro.

La misericordia, en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos. La misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un «acto» gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.

Cuando meditamos sobre la misericordia sucede algo especial. La dinámica de los ejercicios espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica —purgativa, iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Estas tres fases se entrecruzan y vuelven a aparecer. Nada une más con Dios que un acto de misericordia —y esto no es una exageración: nada une más con Dios que un acto de misericordia—, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía. A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos»

(Mt 7, 2). Permítanme, pero pienso aquí a esos confesores que «apalean» a los penitentes, que los riñen. Pero, ¡así los tratará Dios a ellos! Aunque no sea más que por eso, no hagan estas cosas. La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva. Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del hijo pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. Repito esto, que es la clave de la primera meditación: utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten.

Tres sugerencias

Tres sugerencias para esta jornada de retiro. La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia —familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este día.

La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio —me excuso por la publicidad «de familia»— y que dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente» (Ejercicios Espirituales, n. 2). San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga» (ibid., n. 76). Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás. Si comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente necesitaremos ser misericordiados

también nosotros.

La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: hay que hacer misericordia (misericordiar en español, «misericordiare», tenemos que forzar la lengua) para recibir misericordia, para ser «misericordiati» (ser misericordiados). «Pero Padre, esto no es italiano». «Sí, pero es la forma que yo encuentro para ir adentro: “Misericordiare” para ser “misercordiato”». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar. Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en qué pecado tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más vergüenza y más deseo reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de ternura. A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de acción que es omniinclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser —entrañas y espíritu— y a todos los seres.

La última sugerencia para la jornada de hoy va por el lado del fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que es, directamente, la de convertirnos en sacerdotes más misericordiados

y más misericordiosos. Una de las cosas más bellas, que me conmueven, es la confesión de un sacerdote: es algo grande, hermoso, porque este hombre que se acerca para confesar sus pecados es el mismo que después ofrece el oído al corazón de otra persona que viene a confesar los suyos. Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo. Por los escalones de la misericordia (cfr. Laudato si’, n. 77) podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana —fragilidad y pecado incluidos— y ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos) como su Padre es misericordioso». Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente. De esto se habla frecuentemente en algunos documentos de la Iglesia y en algunos discursos de los Papas, es decir, de la conversión institucional, la conversión pastoral.

Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo —misericordiar y ser misericordiados—. Esto es lo que nos lanza a la acción en medio del mundo. Y, además, como misericordia «siempre más grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más grande —Deus semper maior— y cuya misericordia infinita «crece», si se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.

Primera meditación: de la distancia a la fiesta

Y ahora pasemos a la primera meditación. He puesto como título «De la distancia a la fiesta». Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy, y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…

La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre misericordioso (cfr. Lc 15, 11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que quiso y, en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia. Nostalgia: palabra clave. Nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la patria de donde salimos— y nos despierta la esperanza de volver. El nostos algos. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró en sí y se sintió miserable. Y cada uno de nosotros puede buscar o dejarse llevar a ese punto donde se siente más miserable. Cada uno de nosotros tiene su secreto de miseria dentro... Hace falta pedir la gracia de encontrarlo.

Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Porque el padre no le dice: «Vete, dúchate y después vuelve». No, sucio y vestido de fiesta. Se pone en el dedo el anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia. Es un estado de avergonzada dignidad.

Avergonzada dignidad

Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre. Era un corazón que palpitaba de ansia cuando todos los días subía a la terraza para mirar. ¿Qué miraba? Si acaso el hijo vuelve... Pero en este punto, en este puesto donde hay dignidad y vergüenza, podemos percibir cómo late el corazón de nuestro Padre. Podemos imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a buscarnos —pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a todas las periferias a misericordiar a todos. Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto por el pecado.

En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza —las dos juntas—, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente. No basta.

San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de él primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (Ejercicios Espirituales, n. 74). Imaginemos esta escena. No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante! Esto me hace pensar en la última parte del capítulo 16 de Ezequiel, la última parte.

Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados. El Señor no solamente nos limpia, sino que nos corona, nos da dignidad.

Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es Piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la confesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz. Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, pero también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas. Siempre estos dos polos.

Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. ¿Qué sentimos cuando la gente nos besa la mano y miramos nuestra miseria más íntima, mientras el Pueblo de Dios nos honra? He aquí otra situación para entender esto. Siempre el contraste. Debemos situarnos aquí, en el espacio en el que conviven nuestra miseria avergonzada y nuestra dignidad más alta. El mismo espacio. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos —la vanidad es el pecado de los curas—, egoístas y, a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón. O cuando nos sentimos justos como los fariseos, o cuando nos alejamos como aquellos que no se sienten dignos. Yo no me siento digno, pero no debo alejarme: debo estar ahí, en la vergüenza con la dignidad, las dos juntas.

Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión entre miseria y dignidad, entre distancia y fiesta? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda —directa como un rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Si la misericordia está por debajo de eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!

Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso (cfr. Dt 5, 10), como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.

Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente. Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.

La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida y, por tanto, no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal. O todo o nada. O se va hasta el fondo o no se entiende nada.

El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu. Recuerdo cuando Pío XII escribió la Encíclica sobre el Sagrado Corazón; recuerdo que alguno decía: «¿Por qué una encíclica sobre esto? Son cosas de monjas...». Es el centro, el Corazón de Cristo, es el centro de la misericordia. Tal vez las monjas entienden más que nosotros, porque son madres en la Iglesia, son icono de la Iglesia, de la Virgen María. Pero el centro es el corazón de Cristo. Nos hará bien leer esta semana o mañana la Haurietis aquas... «Pero, ¡es preconciliar!». Sí, pero nos hará bien. Se puede leer, nos hará mucho bien.

Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida. Fijémonos en nuestro lenguaje. Cuántas veces decimos, sin darnos cuenta: «Tengo un caso...». ¡Alto! Di más bien: «Tengo una persona que...». Esto muy clerical: «Tengo un caso...», «he encontrado un caso...». También a mí me sale a menudo. Hay un poco de clericalismo: reducir lo concreto del amor de Dios, de todo lo que Dios nos da, de la persona, a un «caso». Y así me distancio y no me toca. Así no me mancho las manos; así hago una pastoral limpia, elegante, en la que no arriesgo nada. Pero también —no se escandalicen— donde no tengo la posibilidad de un pecado vergonzoso. La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar —y esto es decisivo, no se debe olvidar: la misericordia da dignidad—, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado. Como la pecadora del Evangelio (cfr. Lc 7, 36-50), a la cual se la perdonó mucho, porque amó mucho y había pecado mucho.

De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro —y este es el poder de la misericordia—, le quita poder sobre la vida que corre hacia delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y en lo que se perdió. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada. Es madre de esperanza.

Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.

Un cura hablaba —esto es histórico— de una persona en situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios. Y se confesó. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz. Este es el misterio de la misericordia.

Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos hemos «situado» en ese momento en que el hijo se siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.

Los excesos de la misericordia

Para terminar, una palabrita sobre los excesos de la misericordia. El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde estaba predicando el Señor —exageran—; el leproso, que deja a sus nueve compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener a Jesús con sus gritos y consigue superar incluso la «aduana de los sacerdotes» para ir hacia el Señor; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, la fuerza positiva de la misericordia. También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo expresa de ese modo exagerado. Pero la misericordia siempre exagera, es excesiva. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Y esto no se entiende si no es en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.

Podemos terminar rezando, con el Magnificat

de la misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado. Dios es más grande que el pecado. Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él, nosotros y el hijo pródigo. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo (también) reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».

Y rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti».

Segunda meditación: El receptáculo de la misericordia

Basílica de Santa María la Mayor

Después de haber meditado sobre la «dignidad avergonzada» y «vergüenza dignificada», que es el fruto de la misericordia, sigamos adelante en esta meditación sobre el «receptáculo de la misericordia». Es simple. Yo podría decir una frase y marcharme, porque es uno solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado. Así de sencillo. Pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2, 13). De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete». Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar, aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y pedregoso. Y simplemente porque Dios no es pelagiano, y por eso no se cansa de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve una y otra vez... setenta veces siete.

Corazones recreados

Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado. El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un vestido con remiendos ni un odre viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón misericordiado

no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»

(Sal 50, 12). Este corazón nuevo, recreado, es un buen recipiente. La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente creaste el universo, y más maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda creación es más maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso». Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida. En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo. Mírate a ti mismo; recuérdate de tu historia; cuenta tu historia, y en ella encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se confiesa. Podemos hacernos una pregunta: ¿Cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.

Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cfr. Lc 5, 37), el «hueco sanado».

Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta. Las llagas del Señor. San Bernardo tiene dos bellísimos sermones sobre las llagas del Señor. Allí, en las llagas del Señor, encontramos la misericordia. Y es valiente cuando dice: «¿Estás perdido? ¿Te sientes mal? Entra allí, en las entrañas del Señor y en ellas encontrarás misericordia». En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices. Las llagas del Señor, que aún permanecen, las ha llevado consigo: el cuerpo bellísimo, no hay moratones, pero las llagas se las ha llevado. Y nuestras cicatrices. A todos nos sucede, cuando vamos a una visita médica y tenemos alguna cicatriz, que el médico pregunte: «Pero esta operación, ¿para qué era?». Miremos las cicatrices del alma: esta intervención que has hecho Tú, con tu misericordia, que has curado Tú... En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia: allí, en el corazón llagado. Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se forma el receptáculo de la misericordia.

Nuestros santos recibieron la misericordia

Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.

Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos. Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cfr. 2 Co 12, 7).

Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. El más «apaleado». Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti qué te importa, tú sígueme a mí» (Jn 21, 22). La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor. Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.

Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del trueno» (Mc 3, 17).

Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita: esto le hacía sufrir mucho, y fue sanado en esta nostalgia. «Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.

Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio misericordioso a la Orden que había fundado. Aquí veo yo la gran heroicidad de Francisco: el deber custodiar en misericordioso silencio la Orden que había fundado. Este es su gran receptáculo de la misericordia. Francisco ve cómo sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros defendiendo las cosas más santas pero «con mal espíritu».

Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.

En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia [...] trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida [...]. Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». Es decir, un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos pequeños. Los pequeños gestos de los curas.

El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Este es el recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los más pobres.

El «Cura Brochero» —es compatriota mío—, el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria cumplida en esta vida». Esto nos hará pensar: «no hay gloria cumplida en esta vida». «Yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra le había vuelto ciego. Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias». Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos. Era el cardenal Van Thuán el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado (cfr. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva, 2000). Y así podríamos continuar con los santos, buscando cómo era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasemos a la Virgen María: ¡estamos en su casa!

María como recipiente y fuente de misericordia

Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magnificat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magnificat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.

En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Lo he dicho, muchas veces. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar

por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.

María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 de febrero de 2016). Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada —por el trabajo, por el cansancio... les pasa a todos—, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, deténganse, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y les curará de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de la Virgen cura.

Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, y ha tejido el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibid.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cfr. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada. Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo —esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos)—, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace eso mismo con nosotros, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias y pecados —justamente con esos—, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo —es una tentación nuestra: «Pediré al obispo que me cambie...»—, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 de febrero de 2016).

El tercer modo de mirar de la Virgen es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. Y también las mamás, cuando la criatura es muy pequeña, imitan la voz del hijo para que le salgan las palabras: se hacen pequeñas. «Como enseña la bella tradición guadalupana —sigo refiriéndome a México—, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios —no todos los miran del mismo modo—. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas (ibid.). Un sacerdote, un cura que se hace impermeable a las miradas está cerrado en sí mismo. «Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios» (ibid.). Si no eres capaz de custodiar el rostro de las personas que llaman a tu puerta, no serás capaz hablarles de Dios.

«Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibid.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibid.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos. «Ustedes estén atentos —les decía a los obispos— y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cfr. Lc

22, 61-62), y también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cfr. Jn 13, 30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibid.).

Por último, ¿cómo mira María? María mira de modo «íntegro», uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos. Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos (cfr. Lc 1, 46-55). La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.

Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el espíritu del Magnificat. Ella es la Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes sacerdotes tengan momentos oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglarse en lo hondo de su corazón, no digo sólo «miren a la Madre», eso lo deben hacer, sino: «Vayan allí déjense mirar por ella, en silencio, incluso adormentándose. Eso hará que en esos momentos feos, quizás con tantos errores como han cometido y que los han llevado a ese punto, toda esta suciedad se convierta en receptáculo de misericordia. Déjense mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra prometida —el reino de la misericordia instaurado por el Señor— que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano, y aferrándonos a su manto. Yo tengo en mi estudio una hermosa imagen que me ha regalado el Padre Rupnik, la ha hecho él, de la «Synkatabasis»: representa a María que hace descender a Jesús, y sus manos son como escalones. Pero lo que más me gusta es que Jesús tiene en una mano la plenitud de la Ley, y con la otra se aferra al manto de la Virgen: también él agarrado al manto de la Virgen. Y la tradición rusa, los monjes, los viejos monjes rusos, nos dicen que en las turbulencias espirituales hay que refugiarse bajo el manto de la Virgen. La primera antífona mariana de Occidente es esta: «Sub tuum praesidium». El manto de la Virgen. No avergonzarse, no hacer grandes discursos: estar allí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar. Cuando encontramos un sacerdote que es capaz de esto, de ir con la Madre y llorar, con tantos pecados, yo puedo decir: «es un buen cura, porque es un buen hijo. Será un buen padre. Tomados de su mano y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor. Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado. Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso, buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo. Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia.

Tercera meditación: El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia

Basílica de San Pablo Extramuros

Esperemos que el Señor nos conceda lo que hemos pedido en la oración: imitar el ejemplo de la paciencia de Jesús, y con la paciencia superar las dificultades.

Esta tercera meditación se titula: «El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia».

En este tercer encuentro les propongo meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cfr. Jn

2, 1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.

Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.

El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10).

Esto me recuerda un hecho que he contado algunas veces: apenas elegido Papa, mientras continuaba el escrutinio, un hermano cardenal se acercó, me abrazó y me dijo: «No te olvides de los pobres». Es el primer mensaje que el Señor me hizo llegar en aquel momento. El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448). Y esto sin ideologías, solamente con la fuerza del Evangelio.

En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia... Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. El pueblo no lo perdona. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún, en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados secundarios —porque no sé si teológicamente se puede decir esto—, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8, 9). Y esto es así porque la misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro en una obra de misericordia.

Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia de mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar

por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar. Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía..., la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote. El Cura Brochero decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».

Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor» (n. 386).

La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual...

Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8, 3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia.

Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no aplicó la ley. Se hizo el sordo —también en esto el Señor es un maestro para todos nosotros— y, en ese momento, les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón. El Señor tiende la mano a la hija de Jairo: «Dale de comer». Al muchacho muerto, en Naín: «Levántate», y lo entrega a su madre. Y a esta pecadora: «Levántate». El Señor nos vuelve a poner precisamente en la postura que Dios quiere que esté: de pie, alzado, nunca por tierra. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.

En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen...). Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. No había otro modo de cercanía con esta mujer. Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más» (Jn 5, 14). Pero a este, que se justificaba con las cosas tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima —la mujer no—, lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal.

Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor (cfr. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cfr. Ef 5, 2).

El espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres

Pasemos ahora al espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres. El Catecismo de la Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el que la verdad nos hace libres para un encuentro. Dice así: «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).

Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos. Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros sólo para los especialistas, y estos no sirven. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su eficacia —¿sirve o no sirve?—, en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa, adecuada. Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el Dios misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que queden frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un hijo pródigo en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la terraza a ver si viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a buscarla; hay un herido tirado al borde del camino y un samaritano que tiene buen corazón. ¿Cuál es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e instrumento de que estos se encuentren. Tengamos claro que nosotros no somos ni el padre, ni el pastor, ni el samaritano. Más bien estamos del lado de los otros tres, en cuanto pecadores. Nuestro ministerio tiene que ser signo e instrumento de ese encuentro. Por eso, nos situamos en el ámbito del misterio del Espíritu Santo, que es el que crea la Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra vez el encuentro.

La otra cosa propia de un signo y de un instrumento es su no autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo una vez que comprendió la cosa; nadie se queda mirando el destornillador ni el martillo, sino que mira el cuadro que quedó bien fijado. Siervos inútiles somos. Esto es, instrumento y signo que fueron muy útiles para otros dos que se fundieron en un abrazo, como el padre con su hijo.

La tercera característica propia del signo y del instrumento es su disponibilidad. Que el instrumento esté a la mano, que el signo sea visible. La esencia del signo y del instrumento es ser mediadores, disponibles. Quizás aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un término negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen mediador es el que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y, cuando no había gente, hacía dos cosas: una era arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol, la otra era leer un gran diccionario chino. Había estado mucho tiempo en China y quería conservar la lengua. Él decía que, cuando la gente lo veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a largo plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a charlar un poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que hacer». Estaba disponible para lo esencial. Él tenía un horario para el confesionario, pero estaba allí. Quitaba el impedimento de andar siempre con cara de muy ocupado. Y aquí está el problema. La gente no se acerca cuando ve a su pastor muy, pero que muy ocupado, siempre ajetreado.

Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay que aprender de nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se les acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo que le pasa, como Jesús con Nicodemo. Es importante comprender el lenguaje de los gestos; no preguntar cosas que son evidentes por los gestos. Si uno se acerca al confesionario es porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene deseo de cambiar. O al menos deseo de deseo, si la situación le parece imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está obligado a hacer lo imposible). El lenguaje de los gestos. He leído en la vida de un santo reciente, de estos tiempos, que, pobrecito, sufría en la guerra. Había un soldado que estaba para ser fusilado y él fue a confesarlo. Y se ve que aquel sujeto era un poco libertino, hacía muchas fiestas con mujeres... «Pero tú ¿te arrepientes de eso?». «No, era tan bonito, padre». Y este santo no sabía cómo salir de aquello. Allí estaba el pelotón de ejecución, y entonces le dijo: «Di al menos si te pesa no estar arrepentido». «Esto sí». «¡Ah! está bien». El confesor busca siempre el camino, y el lenguaje de los gestos es el lenguaje de las posibilidades para llegar al punto.

Hay que aprender de los buenos confesores, los que tienen delicadeza con los pecadores y les basta media palabra para comprender todo, como Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del perdón.

Yo he quedado muy edificado de un cardenal de la Curia, que a priori yo creía que era muy rígido. Y él, cuando había un penitente que tenía un pecado que se avergonzaba decir y comenzaba con una o dos palabras, comprendía inmediatamente de qué se trataba, y decía: «Siga, siga, que lo he entendido». Y lo interrumpía porque había entendido. Esta es delicadeza. Pero esos confesores —me perdonen— que preguntan y preguntan...: «Dímelo, por favor...». Tú, ¿tienes necesidad de tantos detalles para perdonar, o es que te estás haciendo un film? Aquel cardenal me ha edificado mucho. La integridad de la confesión no es cuestión de matemáticas —¿cuántas veces? ¿Cómo? ¿Dónde?...—. A veces la vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado mismo. Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al ver a la gente, lo sentía en las entrañas, en las tripas y por eso curaba y curaba, aunque el otro «no lo pidiera bien», como aquel leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era como el tero: chillaba en un lado pero tenía el nido en otro. Jesús era paciente.

Hay que aprender de los confesores que saben hacer que el penitente sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que daba una penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias, al que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se hacía rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si después no le hacían caso, como el paralítico de Siloé, o si contaban cosas que les había mandado que no contaran y luego parecía que el leproso era él, porque no podía entrar en los poblados o sus enemigos encontraban motivos para condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, descanso, dejaba respirar a la gente un hálito del Espíritu consolador.

Lo que diré ahora lo he dicho muchas veces, quizás alguno de ustedes ya lo ha oído. Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —aún vive—, algo más joven que yo, que es un gran confesor. Siempre tiene delante del confesionario una fila, mucha gente —de todo: gente humilde, gente acomodada, curas, religiosas, una fila— más y más gente, todo el día confesando. Y es un gran perdonador. Siempre encuentra la vía para perdonar y dar un paso adelante. Es un don el Espíritu. Pero, a veces, le agarran escrúpulos de haber perdonado mucho. Y entonces, una vez, charlando, me dijo: «A veces, tengo esos escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés esos escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo: “Señor, perdóname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?, que la culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La misericordia la mejoraba con más misericordia.

Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita de encima. La misericordia nos libra de ser un cura juez-funcionario, digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad para las personas y para los rostros. Yo recuerdo cuando estaba en II de Teología; fui con mis compañeros a escuchar el examen de «audiendas», que se hacía en III de Teología, antes de la ordenación. Fuimos para aprender un poco, siempre se aprendía. Y recuerdo que una vez a un compañero le hicieron una pregunta, era sobre la justicia, de iure, pero tan enredada, tan artificial… Y aquel compañero dijo con mucha humildad: «Pero Padre, esto no se encuentra en la vida». «Pero se encuentra en los libros». Aquella moral «de los libros», sin experiencia. La regla de Jesús es «juzgar como queremos ser juzgados». En esa medida íntima que uno tiene para juzgar si lo trataron con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a ponerse en pie... —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es tan subjetivamente personal—. Esta es la clave para juzgar a los demás. No tanto porque esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede construir una buena relación. El otro consejo: No sean curiosos en el confesionario. Lo he dicho antes.

Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus novicias, se cuidaba muy bien de preguntar cómo había seguido la cosa. No curioseaba el alma de la gente (cfr. Historia de un alma, manuscrito C. A la madre Gonzaga, c. XI 32 r). Es propio de la misericordia «cubrir con su manto», cubrir el pecado para no herir la dignidad. Es hermoso aquel pasaje de los dos hijos de Noé que cubrieron con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado (cfr. Gn 9, 23).

Dimensión social de las obras de misericordia

Ahora diremos unas palabras sobre la dimensión social de las obras de misericordia.

Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2, 10), las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cfr. 1 Co 12, 7). A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a nosotros.

Les propongo, en esta dimensión social, meditar con alguno de los párrafos finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada cada día.

La conclusión del Evangelio de Mateo, nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» (28, 20). Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se multiplica como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales, y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las persecuciones, y así sucesivamente.

Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan» (cfr. 16, 20). Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a los malos espíritus (cfr. 16, 17-18).

Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» —praxeis— de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen, guiados por el Espíritu.

Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» (21, 25) o «señales» (20, 30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se muestra su amor y su misericordia.

Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.

Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las manos de la misericordia las tocan ya las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Estas dos características importantes: la misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón... Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada, corregida, alentada, consolada. Esta es una palabra muy importante en la Biblia: pensemos en el libro de la consolación de Israel, del profeta Isaías. Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a merced de los buitres.

Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia, debemos distinguir. Puestos a obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza, que lleva adelante estas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de la misericordia divina. Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse «siervos inútiles», para aquellos a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.

A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de misericordia. Basta venir a una de las audiencias generales de los miércoles y vemos cuántos hay: grupos de personas que se juntan para hacer obras de misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas— como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas. La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte. Y para mí ha sido una sorpresa ver cómo estas organizaciones son tan fuertes aquí en Italia y reagrupan tanto al pueblo.

Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber dejarnos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus Christi», del cual habla san Pablo, con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.

Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»... No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando nos mandes ir a ti.

[Oración del Anima Christi]

Alguna vez me han llegado comentarios de sacerdotes que dicen: «Pero este Papa nos golpea mucho, nos riñe». Y algún bastonazo, alguna reprimenda se ha dado. Pero he de decir que he quedado edificado por muchos sacerdotes, muchos sacerdotes buenos. De esos —los he conocido— que, cuando no había contestador automático, dormían con el teléfono sobre la cómoda, y nadie moría sin los sacramentos; llamaban a cualquier hora y ellos se levantaban e iban. Buenos sacerdotes. Y agradezco al Señor esta gracia. Todos somos pecadores, pero podemos decir que hay muchos buenos, santos sacerdotes, que trabajan en silencio y desapercibidos. A veces ocurre un escándalo, pero sabemos que hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece.

Ayer recibí una carta. La he dejado allí entre aquellas personales. La he abierto antes de venir y creo que ha sido el Señor quien me lo ha sugerido. Es de un párroco de Italia, párroco de tres pueblos. Creo que nos vendrá muy bien oír este testimonio de un hermano nuestro.

Está escrita el 29 de mayo, de hace pocos días.

«Perdone la molestia. Aprovecho la ocasión que me ofrece un amigo sacerdote, que en estos días está en Roma para el Jubileo sacerdotal, para hacerle llegar sin ninguna pretensión —la de un simple párroco de tres pequeñas parroquias de montaña, prefiero que me llamen «pastorcito»— algunas consideraciones sobre mi sencillo servicio pastoral, provocadas —se lo agradezco de corazón— por algunas de las cosas que usted ha dicho y que me llaman cada día a la conversión. Soy consciente de que no le escribo nada nuevo. Ciertamente, usted ya ha habrá escuchado estas cosas. Siento la necesidad de hacerme también yo portavoz. Me ha llamado la atención, me llama la atención la invitación que a menudo nos hace a nosotros pastores a que tengamos olor a ovejas. Estoy en la montaña y sé bien lo que quiere decir. Se es sacerdote para sentir ese olor, que es el verdadero perfume del rebaño. Sería realmente hermoso si el contacto diario y el trato asiduo de nuestro rebaño, verdadera razón de nuestra llamada, no fuera sustituido por las tareas administrativas y burocráticas de la parroquia, de la escuela infantil y otras cosas. Tengo la suerte de contar con laicos buenos y preparados que siguen estas cosas desde dentro. Pero existe siempre la responsabilidad jurídica del párroco, como único representante legal. Por lo cual, al final, siempre tiene que ir corriendo a todas partes, relegando a veces la visita a los enfermos, a las familias, como a lo último, y hecha tal vez con rapidez y de cualquier manera. Lo digo en primera persona, a veces es muy frustrante ver que en mi vida de cura se corre mucho por el aparato burocrático y administrativo, dejando a la gente, al pequeño rebaño que se me ha confiado, como abandonado a sí mismo. Créame, Santo Padre, es triste, y muchas veces me dan ganas de llorar por esta falta. Uno trata de organizarse, pero al final, se cae en la vorágine de las cosas cotidianas. Como también otro aspecto, recordado por usted: la falta de paternidad. Se dice que la sociedad actual carece de padres y madres. Me parece ver que a veces también nosotros renunciamos a esta paternidad espiritual, reduciéndonos brutalmente a burócratas de lo sagrado, con la triste consecuencia de sentirnos abandonados a nosotros mismos. Una paternidad difícil, que afecta también inevitablemente a nuestros superiores, ocupados comprensiblemente en tareas y problemas, cayendo en el riesgo de tener con nosotros una relación formal, ligada más a la gestión de la comunidad que a nuestra vida de hombres, de creyentes y de curas. Todo esto —y termino— no quita en cualquier caso la alegría y la pasión de ser sacerdote para la gente y con la gente. Aunque a veces como pastor no tengo olor a oveja, me conmueve siempre mi rebaño que no ha perdido el olor del pastor. Qué bonito, Santo Padre, cuando nos damos cuenta de que las ovejas no nos dejan solos, tienen el termómetro de nuestro estar allí por ellos, y si por casualidad el pastor se sale del camino y se pierde, ellos lo agarran y lo sostienen. Nunca dejaré de dar gracias al Señor porque siempre nos salva a través de su rebaño, el rebaño que se nos ha confiado, la gente sencilla, buena, humilde y tranquila: ese rebaño que es la verdadera gracia del pastor. De manera confidencial le he hecho llegar estas pequeñas y sencillas consideraciones, porque usted está cerca del rebaño, es capaz de entender y puede seguir ayudándonos y sosteniéndonos. Rezo por usted y le doy las gracias, también por esos «tirones de orejas» que necesito en mi camino. Bendígame, Papa Francisco, y rece por mí y por mis parroquias». Firma y al final ese gesto propio de los pastores: «Le dejo una pequeña ofrenda. Rece por mis comunidades, en particular por algunos enfermos graves y algunas familias con dificultades económicas y no sólo. Gracias».

Este es un hermano nuestro. Hay muchos de estos, hay muchos. También aquí ciertamente. Muchos. Nos muestra el camino. Y vayamos adelante. No pierdan la oración. Recen como puedan, y si se duermen delante del Sagrario, bendito sea. Pero recen. No pierdan esto. No pierdan el dejarse mirar por la Virgen y mirarla como Madre. No pierdan el celo, traten de hacer… No pierdan la cercanía y la disponibilidad para la gente y también, déjenme que les diga, no pierdan el sentido del humor. Y sigamos adelante.

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Romana, n. 62, enero-junio 2016, p. 39-67.

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