Homilía en la apertura de la puerta santa, basílica de Santa María la Mayor (1-I-2016)
Salve, Mater misericordiae!
Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.
Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la misericordia. La puerta santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta basílica con la certeza —¡con la certeza!— de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que ofrece el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra —«perdón»—, tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad puede llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio cómo su Hijo se ofrecía totalmente a sí mismo, dando así testimonio de lo que significa amar como lo hace Dios. En aquel momento escuchó unas palabras pronunciadas por Jesús y que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.
Para nosotros, María es un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia ha de tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Por este motivo, el Espíritu Santo ha hecho que los apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que hemos obtenido por la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar (cfr. Jn 20,19-23).
El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es lo que nos enseña el Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. […] Devuélveme la alegría de tu salvación» (Sal 51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz. Qué malo es el rencor y la venganza.
Atravesemos, por tanto, la puerta santa de la misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de par en par a la alegría del perdón, conscientes de la esperanza cierta que se nos restituye, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.
Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico concilio: «Santa Madre de Dios». Y os invito a que, todos juntos, pronunciemos esta aclamación tres veces, fuerte, con todo el corazón y el amor. Todos juntos: «Santa Madre de Dios, santa Madre de Dios, santa Madre de Dios».
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Romana, n. 62, enero-junio 2016, p. 24-26.