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Amor conyugal y matrimonio en la homilía "El matrimonio, vocación cristiana" de san Josemaría Escrivá de Balaguer

Rafael Díaz Donrosoro

Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma

Las transformaciones antropológicas y culturales que están teniendo lugar en muchos países han favorecido la propagación de una reforma del derecho civil sobre el matrimonio y la familia que, entre otras cosas, legaliza las uniones entre personas del mismo sexo y convierte el divorcio en un trámite cada vez más sencillo. Estos cambios conllevan una redefinición del matrimonio[1], y se han llevado a cabo a través de una larga y profunda deconstrucción, que lo ha despojado de las categorías de conyugalidad, paternidad-maternidad y filiación-fraternidad[2].

En la Iglesia, desde los inicios del siglo XX, observamos una profunda renovación, desde la fidelidad al designio de Dios para el hombre, de la doctrina sobre el matrimonio y la familia. Si hasta ese momento la reflexión teológica había fijado su atención predominantemente sobre los aspectos objetivos y jurídicos, recibió entonces un importante influjo de la filosofía de corte personalista, que condujo a subrayar con razón la supremacía de la persona frente al instituto del matrimonio, el primado de la comunión en el amor frente a la comunidad establecida por un vínculo jurídico, y el respeto de la libertad personal frente a toda coerción externa. Esta renovación se plasmó en documentos magisteriales como la encíclica Casti connubii de Pío XI en 1930, la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, la encíclica Humanae vitae del beato Pablo VI en 1968 y la exhortación apostólica Familiaris consortio de san Juan Pablo II en 1981.

Sin embargo, en este ambiente renovador la Iglesia no se ha visto exenta de algunas tentativas de redefinir el matrimonio. Entre los autores pioneros para una aproximación más personalista, al subrayar que el matrimonio es un camino para la realización personal por medio de la entrega mutua en el amor conyugal, algunos sostuvieron una postura parcial y problemática: concluían que no debería considerarse como fin esencial del matrimonio la procreación y educación de la prole[3]. El magisterio reciente, por su parte, a la vez que acentúa los elementos personales de la unión conyugal, sobre todo el primado del amor conyugal, subraya su conexión intrínseca con los aspectos institucionales del matrimonio que presentaba la doctrina tradicional. Por ejemplo, la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II enseña que el amor conyugal «es indisolublemente fiel» y «queda excluido de él todo adulterio y divorcio», y que está ordenado «por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole»[4].

Coincidiendo con el 50 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, el Papa Francisco convocó en 2015 la XIV Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, para continuar la reflexión de la Iglesia a la luz del Evangelio sobre la realidad de la familia ante los cambios antropológicos y culturales contemporáneos. En este contexto, la comprensión cristiana del matrimonio que san Josemaría presenta en su homilía El matrimonio, vocación cristiana[5], resulta de gran actualidad. Su origen fue una petición en 1970 del director del suplemento del periódico español ABC, Luís María Ansón, que deseaba dar una orientación sobre el papel del matrimonio y la familia ante algunos cambios profundos que estas realidades estaban sufriendo. Tras recibir el texto de san Josemaría, el periodista señalaba que el matrimonio era un tema «que había que abordar como lo ha hecho el P. Escrivá: con claridad de doctrina, con sentido común, con fidelidad a los principios de la Iglesia y con sentido moderno de la realidad»[6].

El título de la homilía señala la perspectiva personalista con que se enfocan las enseñanzas acerca del matrimonio. El tema central es el amor conyugal, y a partir de la comprensión del auténtico amor entre los esposos se señalan algunos elementos propios de la institución del matrimonio, como son su origen divino, la indisolubilidad y el fin de la procreación y educación de la prole. Apoyándonos también en otros textos de san Josemaría, en estas líneas queremos presentar sus enseñanzas acerca de estos elementos que dan forma a la institución del matrimonio[7].

1. El origen divino del matrimonio

San Josemaría inicia la homilía recordando un punto fundamental de su mensaje: la llamada universal a la santidad[8]. El fundamento bíblico se articula en dos momentos inseparables. Por un lado, el misterio del nacimiento de Jesús significa «el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo»[9]; y, por otro lado, el amor de Dios se hace presente «en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa»[10]. Desde estas premisas, sostiene que también los laicos, y no sólo los religiosos o los sacerdotes, pueden y deben aspirar a la perfección cristiana: «Desde entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos»[11].

Para el fundador del Opus Dei, todas las realidades terrenas en las que se encuentra sumergido el cristiano especifican el contenido de su vocación bautismal: ¡no son algo exterior o yuxtapuesto a su vida cristiana! Como enseña en su homilía Amar al mundo apasionadamente, «cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios».

»Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[12].

El matrimonio se descubre así revestido de una gran dignidad, puesto que «señala el marco existencial y concreto —la vida conyugal y familiar— en el que y por medio del que los esposos han de vivir la propia vocación cristiana, es decir, la llamada a la santidad a la que han sido convocados con toda radicalidad en el Bautismo»[13]. Pero refiriéndose específicamente al matrimonio, san Josemaría subraya que es «una auténtica vocación sobrenatural»[14]. Podemos preguntarnos entonces, ¿cuál es la especificidad del estado matrimonial respecto de otras situaciones ordinarias por las que merece tal calificativo? Me parece que la respuesta se encuentra condensada en la siguiente afirmación: el matrimonio es «sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice san Pablo (cfr. Ef 5,32), y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no— el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica»[15].

San Josemaría subraya la simultaneidad e inseparabilidad entre contrato y sacramento. Emplea así una terminología clásica que, en la fecha en que redactó la homilía, estaba todavía en uso en el Código de Derecho Canónico. Con el término contrato se quiere subrayar que el vínculo conyugal nace de la libre voluntad de los esposos[16].

El significado de la inseparabilidad se percibe cuando en esta misma homilía, acudiendo una vez más a una terminología teológica clásica, sostiene que «el matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos»[17]. En armonía con el sentido de la expresión bíblica «basâr» (carne)[18], el significado del término «cuerpo» o «carne» denota toda la persona —alma y cuerpo—[19]. Por eso, en otra ocasión, san Josemaría sostiene que «los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía»[20]. Conforme a la terminología clásica empleada, el signo sacramental se compone de materia y forma. En estos textos no se hace referencia explícita a la forma, pero al sostener que los cónyuges son los ministros del sacramento del matrimonio se debe concluir que la forma está determinada por el acto humano realizado por los esposos[21]. De este modo, el signo sacramental que santifica, el sacramento, no aparece como algo accidental o yuxtapuesto a la unión conyugal. Por tanto, para san Josemaría, la inseparabilidad entre contrato y sacramento significa que el sacramento del matrimonio, por institución de Jesucristo, es la misma alianza conyugal entre los esposos cristianos.

Esta inseparabilidad muestra inmediatamente que el matrimonio cristiano posee una dignidad peculiar entre todas las realidades terrestres porque es un sacramento instituido por Jesucristo, y porque su celebración es una acción de Jesucristo, como sucede con todo sacramento. A continuación nos detenemos en este segundo aspecto, que aporta importantes luces sobre el origen divino del matrimonio.

Los esposos cristianos se entregan mutuamente dando origen al vínculo conyugal por el que son marido y mujer. Pero a la vez es Cristo quien ha instituido el sacramento del matrimonio, de modo que su celebración entre bautizados es también «acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra»[22].

La llamada de Jesús a los esposos no puede ser entendida de un modo vago. La inseparabilidad entre contrato y sacramento significa que la acción de Jesús en la celebración del matrimonio no es algo externo o accidental al consentimiento matrimonial que da origen al vínculo, sino que es él quien une a los esposos cristianos. Esta enseñanza no carece de fundamento bíblico. El libro del Génesis narra que Dios formó al hombre y a la mujer, y que fue él mismo quien hizo entrega de Eva a Adán como esposa[23]; y Jesús se refiere a este pasaje bíblico para enseñar que no es lícito al hombre repudiar a la propia esposa porque ambos fueron unidos por Dios[24].

La referencia de Jesucristo al matrimonio de los orígenes muestra que Él no elevó a sacramento una institución establecida por la sociedad humana, sino una realidad instituida por Dios. Como enseña el Concilio Vaticano II, «fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios»[25].

Pero se debe añadir que, según el designio primordial divino evocado por Cristo, quien une a los esposos es Dios, que «ha creado los dos sexos, hechos el uno para el otro. Si Dios mismo une en la unidad conyugal dos personas, sería impío y vano usurpador de los derechos divinos quien quisiera disolver el nudo que Dios ha trenzado y garantiza, quien pretendiese con una vivisección separar dos seres que Dios ha unido»[26]. Por tanto, «cuando un hombre y una mujer se casan, aunque su unión se produzca por su libre voluntad, es decir, por el recíproco don de sí, a pesar de todo es Dios quien los une en sentido estricto; ellos se insertan en el plan divino originario sobre el matrimonio»[27].

De acuerdo con el plan divino de salvación, por el que todas las cosas fueron creadas por Cristo y para Cristo[28], el matrimonio no permanece como realidad exclusiva del orden de la creación, sino que se inserta en el plan de la redención. Conforme a este plan, el matrimonio entre bautizados, por institución de Jesucristo, es elevado a la dignidad de sacramento de la Nueva Ley. Por eso la celebración sacramental del matrimonio es una acción de Jesús: «Es Cristo, el Hijo de Dios encarnado, en cuanto cabeza del cuerpo al que pertenecen, quien les une. Cada uno de los esposos pertenece a Cristo por el bautismo y, cuando se dan el uno al otro, se convierten al mismo tiempo en regalo de Cristo que dona el hombre a la mujer y la mujer al hombre. Continúa verificándose que el sacramento es acto de Cristo, sin quitar nada al pleno sentido humano de la mutua donación de sí»[29].

La presencia de Cristo comporta, para san Josemaría, una llamada específica divina a «transformar toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra»[30]. Para el cumplimiento de su misión, los esposos cristianos «tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta»[31]. La sacramentalidad del matrimonio, por tanto, no se limita al momento de la celebración. Jesucristo no sólo «sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio», sino que «además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella»[32].

2. Entrega y Libertad: la indisolubilidad del matrimonio

San Josemaría indica la indisolubilidad como ley del matrimonio que no depende de los esposos, por ser de institución divina. Como en la época de Jesús, esta ley puede parecer un yugo insoportable, que sofoca la libertad de los esposos. El posible dilema entre libertad y entrega se resuelve, sin embargo, en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, al que se refiere san Josemaría al inicio de su homilía[33].

Para el fundador del Opus Dei, el nacimiento de Jesús es «el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo»[34]. Por amor a su Padre y a los hombres, el Verbo se somete al cumplimiento de la voluntad de su Padre, y entrega su vida en la cruz con total libertad: «Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla»[35]. Ante la entrega de Cristo, san Josemaría exclama que «nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa —infinita— como su amor»[36].

El amor es libre o no es amor, y la manifestación más alta de amor consiste en dar la vida por los amigos[37]. Por eso no hay «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad»[38]. «Insisto, querría grabarlo a fuego en cada uno: la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[39].

La manifestación del amor de Dios en la encarnación tiene una doble eficacia con respecto a nosotros[40]: a) nos revela que el sentido más profundo y radical de nuestra existencia es la entrega sincera de sí mismo a los demás[41]; y b) implica que Cristo nos dona su gracia para vencer las heridas del pecado y poder entregarnos con la plena libertad del amor[42].

Con estas luces retomemos el discurso sobre el matrimonio. La alianza conyugal es un «sacramento grande en Cristo y en la Iglesia»[43], en el que «el Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido»[44]. La unión de los esposos cristianos es signo real de la unión entre Cristo y la Iglesia, pues los cónyuges participan en este misterio en cuanto esposos, y de él reciben las gracias necesarias para manifestarlo con sus vidas, de modo que están llamados a expresar el amor de Cristo hacia su Iglesia siempre fiel hasta la muerte. Con palabras del Papa Francisco, «los esposos cristianos participan como esposos en la misión de la Iglesia. [...] La ruta está de este modo marcada para siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para siempre. Cristo no cesa de cuidar a la Iglesia: la ama siempre, la cuida siempre, como a sí mismo. Cristo no cesa de quitar del rostro humano las manchas y las arrugas de todo tipo. Es conmovedora y muy bella esta irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a pareja, de familia a familia. Tiene razón san Pablo: esto es precisamente un “gran misterio”. Hombres y mujeres, lo suficientemente valientes para llevar este tesoro en “vasijas de barro” de nuestra humanidad, son —estos hombres y estas mujeres tan valientes— un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo»[45].

La indisolubilidad del matrimonio no es, pues, «un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos. Y siempre [...] la aceptación rendida de la voluntad de Dios lleva consigo una honda satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un consuelo: es la esencia de la vida cristiana»[46]. De nuevo con el Papa Francisco, «el sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: testimonia la valentía de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir ese amor que impulsa a ir cada vez más allá, más allá de sí mismo y también más allá de la familia misma. La vocación cristiana a amar sin reservas y sin medida es lo que, con la gracia de Cristo, está en la base también del libre consentimiento que constituye el matrimonio»[47].

El amor conyugal tiene, sin embargo, su mayor enemigo en la soberbia[48]: «Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás —también en el matrimonio—, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo»[49].

Renovados por el don del Espíritu Santo, los esposos deben «amarse “como novios”, sabiendo volver al apasionado amor del noviazgo y de las primera horas del matrimonio»[50]. Esta invitación no se hace desde la ingenuidad, sino desde la esperanza cristiana: «Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales.

»Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte (Ct 8, 6)»[51].

San Josemaría era consciente de la difícil situación de algunas personas que se encuentran separadas, algunas veces sin culpa propia, y que tienen que sacar adelante obligaciones derivadas de su unión. Su respuesta es siempre que la entrega libérrima al cumplimiento de la voluntad de Dios, a imitación de Cristo, es el camino seguro de felicidad. Así respondía, por ejemplo, a quien le presentaba la situación de las mujeres abandonadas con hijos[52]: «Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria, para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad, algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos. Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.

»Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones —que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar—, es necesario no dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¿es realmente más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva consigo?

»Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona —y aun a una sociedad entera— es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará»[53].

El significativo crecimiento de las rupturas matrimoniales en las últimas décadas ha puesto a la Iglesia ante la necesidad de afrontar pastoralmente la situación de muchos cristianos divorciados, que incluso se han vuelto a unir civilmente. Recientemente, el Papa recordó que «no faltan, gracias a Dios, los que, apoyados en la fe y en el amor por los hijos, dan testimonio de su fidelidad a un vínculo en el que han creído, aunque parezca imposible hacerlo revivir»[54]; y que ante la situación de aquellos que han iniciado una nueva unión tras el fracaso del matrimonio, «la Iglesia sabe bien que esa situación contradice el Sacramento cristiano»[55]. Precisamente, el Papa invita a los esposos que han roto la armonía conyugal a salir de sus egoísmos para preocuparse sobre todo del bienestar de los hijos, que son las primeras víctimas. «Cuando los adultos pierden la cabeza, cuando cada uno piensa sólo en sí mismo, cuando papá y mamá se hacen mal, el alma de los niños sufre mucho, experimenta un sentido de desesperación. Y son heridas que dejan marca para toda la vida»[56]. Proteger a la parte más débil de la familia es un objetivo que relativiza muchos otros problemas: «Pensad lo que sería una sociedad que decidiese, una vez por todas, establecer este principio: “Es verdad que no somos perfectos y que cometemos muchos errores. Pero cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres”»[57].

3. El matrimonio, vocación a participar en el amor creador de Dios

El tercer aspecto de la institución matrimonial en el que se detiene san Josemaría es su ordenación a la procreación y educación de la prole.

Tras asentar que «los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión», y que «cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar»[58], san Josemaría especifica el contenido de la vocación matrimonial en la tarea de crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia[59]. Inmediatamente advierte que esto supone ejercitar las virtudes teologales y humanas, pero de entre todas ellas «es necesario comenzar con una referencia clara al amor de los cónyuges»[60].

La especificidad del amor conyugal respecto a otros amores humanos nobles y limpios se debe a su intrínseca ordenación a la procreación, de modo tal que «el amor de los esposos no puede ser calificado como conyugal si se le desprovee de su apertura a la vida de forma artificial»[61]. Con palabras de san Josemaría, «nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite —con la libre voluntad, otro don de Dios— conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad»[62].

En este texto aparecen dos elementos para entender el sentido de la ordenación del amor conyugal, y por tanto del matrimonio, a la procreación y educación de la prole: a) la generación como participación en el amor creador de Dios, y b) la procreación como tarea de los esposos. El primero es el más importante porque determina el sentido preciso del segundo.

Como acabamos de ver, san Josemaría afirma que «la facultad de engendrar» es una «participación en el poder de Dios»[63]: los padres son, verdaderamente, pro-creadores[64]. Como enseña san Juan Pablo II, «en el origen de cada persona humana hay un acto creativo de Dios: ningún hombre nace por casualidad; él es siempre el término del amor creativo de Dios»[65]. Según este amor, Dios ama a cada persona por sí misma[66]. Pero recordemos que san Josemaría insiste en que la medida de este amor se manifiesta de modo eminente en el misterio de la encarnación. En la cruz Dios revela que cada persona vale toda la sangre de su Hijo amadísimo[67]. Ante esta dignidad de cada persona humana se intuye que, queriendo hacer partícipe al hombre de su poder creador, Dios haya creado también la gramática humana que corresponde al lenguaje del amor divino creador. Esta gramática, en la infinita sabiduría divina, es el amor conyugal entre un hombre y una mujer. Dios ha instituido el matrimonio para que cada persona humana sea generada como término de un acto de amor personal siempre fiel y exclusivo, a imagen y semejanza del amor divino.

En consecuencia, san Josemaría invita a no reducir la visión cristiana del matrimonio: no se trata de considerarlo como «una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas»[68]. Por eso «es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas»[69].

El segundo elemento es la procreación y educación de los hijos como tarea o misión confiada a los esposos. Dios no solamente ha instituido el matrimonio, sino que se dirige a los primeros esposos con un preciso mandato: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla»[70]. San Josemaría también descubre este fin esencial del matrimonio como exigencia intrínseca del amor conyugal, cuando advierte que la anticoncepción es un comportamiento egoísta, y por tanto compromete seriamente la fidelidad a la vocación matrimonial. El fundador del Opus Dei anima a los esposos a expresarse el cariño «porque esa inclinación es la base de su vida familiar»[71], pero subraya a la vez que «cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta»[72].

Además, desde la llamada de Cristo a los esposos a seguirle en y a través del amor conyugal —que Él mismo ha sanado, perfeccionado y elevado con el sacramento del matrimonio[73]—, san Josemaría señala la razón más profunda de la disposición de apertura a la vida que deben tener los esposos cristianos: «un matrimonio cristiano no puede desear cegar las fuentes de la vida. Porque su amor se funda en el amor de Cristo, que es entrega y sacrificio»[74].

Por todo lo dicho, se comprende que animase a los esposos a edificar «su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo»[75]. Esta misma enseñanza fue recordada recientemente por el Papa Francisco en su catequesis sobre la familia, cuando señalaba que la procreación de los hijos debe ser responsable, «pero tener más hijos no puede considerarse automáticamente una elección irresponsable. No tener hijos es una elección egoísta. La vida se rejuvenece y adquiere energías multiplicándose: se enriquece, no se empobrece. Los hijos aprenden a ocuparse de su familia, maduran al compartir sus sacrificios, crecen en el aprecio de sus dones. La experiencia feliz de la fraternidad favorece el respeto y el cuidado de los padres, a quienes debemos agradecimiento»[76].

Más arriba hemos señalado que la procreación como tarea adquiere su sentido preciso en cuanto la generación es una participación en el poder creador de Dios. Así es, porque no basta traer hijos al mundo para que los esposos sean fieles a su vocación matrimonial: la procreación, al margen de una verdadera relación de amor conyugal, no se conforma a la dignidad y santidad de esta tarea. San Josemaría no duda en asimilar tal comportamiento a la conducta animal: «Hay quien trae hijos al mundo para su industria, para su servicio, para su egoísmo... Y no se acuerdan de que son un don maravilloso del Señor, del que tendrán que dar especialísima cuenta. Traer hijos, sólo para continuar la especie, también lo saben hacer —no te me enfades— los animales»[77]. De aquí una importante conclusión: que «no es el número [de hijos] por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la rectitud con que se viva la vida matrimonial»[78].

El amor creador de Dios no solamente dona la existencia, sino que conserva todas las cosas bajo su providencia. La Sagrada Escritura revela el especial primor con que Dios cuida de cada hombre, invitándolo a buscar el Reino de Dios, porque él ya sabe que necesitamos de la comida, de la bebida y del vestido, y así como alimenta a las aves del cielo, dará al hombre todas estas cosas por añadidura[79]. Por eso san Josemaría añade que «la paternidad y la maternidad no terminan con el nacimiento: esa participación en el poder de Dios, que es la facultad de engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres cristianas»[80].

Al ser la tarea educativa de los hijos participación del poder creador de Dios, corresponde a los padres ser «los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión»[81]. El marco adecuado que señala para cumplir esta tarea es el del amor y del respeto a la libertad: «No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable»[82]. Se comprende así que esta tarea no puede ser usurpada por el Estado ni delegada a otros organismos suprafamiliares. Estos no están en condiciones de asegurar directamente el crecimiento humano, cultural y afectivo de las personas, porque no saben cómo administrar el amor[83].

Por último conviene responder a una pregunta que puede alzarse tras estas consideraciones. ¿Qué sentido tiene la vocación matrimonial para los esposos que no tienen descendencia? En esta homilía encontramos una sola referencia muy breve: «Es señal entonces de que [Dios] les pide que se sigan queriendo con igual cariño, y que dediquen sus energías —si pueden— a servicios y tareas en beneficio de otras almas»[84]. En otro lugar desarrolla un poco más esta idea: «Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza [...]. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz»[85].

4. Epílogo

En la homilía El matrimonio, vocación cristiana, san Josemaría presenta la verdad del amor conyugal como camino de seguimiento de Cristo en la entrega mutua de los esposos. La institución del matrimonio, con sus propiedades y fines, no aparece entonces como una imposición externa o arbitraria, sino como exigencia interna del propio amor conyugal. Como dirá más tarde san Juan Pablo II, el matrimonio es el único «lugar» que hace posible el amor mutuo entre un hombre y una mujer, que se entregan en la totalidad de la persona en cuanto sexualmente complementarios[86].

En virtud de la elevación del matrimonio a sacramento, este seguimiento de Cristo es una verdadera vocación sobrenatural. Es un don, no sólo para los esposos, sino para la Iglesia y el mundo entero porque «en cada familia auténticamente cristiana se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia, escogida por Dios y enviada como guía del mundo»[87].

La familia cristiana juega un papel principal en la evangelización de la cultura y de la sociedad, como ha recordado recientemente el Papa: «La familia que responde a la llamada de Jesús vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios. Pensad en el desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) se entregue —¡por fin!— a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. Los temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, tocarían una música muy distinta»[88].

En ese sentido recordaba san Josemaría la importancia de que «el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres.

»Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles (cfr. Hch 10, 24-48); Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto y en Éfeso y que colaboraron en el apostolado de San Pablo (cfr. Hch 18, 1-26); Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Joppe (cfr. Hch 9, 36). Y tantos otros hogares de judíos y de gentiles, de griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor.

»Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[89].

La presente cultura de lo provisional, en la que parece que no hay nada definitivo, hace perder la confianza en el matrimonio. Ante este escenario, el Papa Francisco propone la misma solución de san Josemaría: «El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio cristiano es la vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay mejor modo para expresar la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado por Dios custodia el vínculo entre el hombre y la mujer que Dios bendijo desde la creación del mundo; y es fuente de paz y de bien para toda la vida conyugal y familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, esta gran dignidad del vínculo entre el hombre y la mujer acabó con un abuso considerado en ese entonces totalmente normal (…): el derecho de los maridos de repudiar a sus mujeres, incluso con los motivos más infundados y humillantes. El Evangelio de la familia, el Evangelio que anuncia precisamente este Sacramento acabó con esa cultura de repudio habitual.

»La semilla cristiana de la igualdad radical entre cónyuges hoy debe dar nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del matrimonio llegará a ser persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio que atrae, el camino de la reciprocidad entre ellos, de la complementariedad entre ellos»[90].

[1] Así lo demuestran Sherif Girgis, Ryan T. Anderson, Robert Peter George, en su libro What is marriage? Man and woman: a defense, Encounter Books, New York 2012.

[2] Cfr. Carlo Cafarra, Fede e cultura di fronte al matrimonio, en Héctor Franceschi (ed.), Matrimonio e famiglia. La questione antropologica, EDUSC, Roma 2015, p. 22.

[3] El primer autor que sostuvo esta tesis fue Herbert Doms en 1935, en su libro Vom Sinn und Zweck der Ehe. Para una mayor profundización del debate abierto por este autor y otros de la primera mitad del siglo XX puede consultarse: Rolando B. Arjonillo, Sobre el amor conyugal y los fines del matrimonio. El pensamiento de algunos autores católicos y la doctrina del Concilio Vaticano II (1930-1965), Instituto de ciencias para la familia, Pamplona 1999.

[4] Cfr. Const. past. Gaudium et spes, nn. 49-50.

[5] Recogida en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 200541, nn. 22-30.

[6] Antonio Aranda, Es Cristo que pasa. Edición crítica-histórica, Rialp, Madrid 2013, p. 247, nota 11.

[7] Un estudio teológico de esta homilía se encuentra en Augusto Sarmiento El matrimonio, vocación cristiana. A propósito de la homilía sobre el mismo título del beato Josemaría Escrivá, en José Luis Illanes, José Ramón Villar, Rodrigo Muñoz, Tomás Trigo, Eduardo Flandes (coord.), El Cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Servicio de publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 347-365. Sarmiento busca «subrayar las que cabría describir como líneas de fuerza de la teología sobre la vocación matrimonial». Nuestro objetivo, en cambio, es comprender la armonía entre la primacía del amor conyugal y la institución del matrimonio en las enseñanzas contenidas en esta homilía.

[8] En la misma homilía lo manifiesta explícitamente: «A todo cristiano, cualquiera que sea su condición —sacerdote o seglar, casado o célibe—, se le aplican plenamente las palabras del apóstol que se leen precisamente en la epístola de la festividad de la Sagrada Familia: Escogidos de Dios, santos y amados»: El matrimonio, vocación cristiana, n. 30.

[9] Ibid, n. 22.

[10] Ibid.

[11] Ibid.

[12] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 200221, n. 114.

[13] Augusto Sarmiento, El matrimonio, sacramento y vocación, en «Romana» (1997), Estudios 1985-1996, p. 74. También Francisco Gil Hellín, La vida familiar, camino de santidad, en «Romana» (1997), Estudios 1985-1996, pp. 347-363.

[14] El matrimonio, vocación cristiana, n. 23.

[15] Ibid.

[16] Sobre el empleo del término contrato en esta homilía puede consultarse el artículo de José María Vázquez García-Peñuela, Contrato y sacramento: las claves humanas y sobrenaturales del matrimonio en el pensamiento de san Josemaría Escrivá, en Alfonso Méndiz, Juan Ángel Brage (ed.), Un amor siempre joven. Enseñanzas de san Josemaría Escrivá sobre la familia, Palabra, Madrid 2003, pp. 128-133.

[17] El matrimonio, vocación cristiana, n. 24.

[18] Cfr. Gn 2, 24.

[19] Sobre el significado bíblico del término «basâr» puede consultarse: Paul O’Callaghan, Figli di Dio nel mondo, Edusc, Roma 2013, pp. 514-515.

[20] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 92.

[21] Para santo Tomás de Aquino la forma es el consentimiento interior dado por los cónyuges expresado externamente: cfr. Super Sent., IV, d. 26, q. 2, a.1, ad 1. Cfr. También: José Granados, Una sola carne en un solo espíritu, Palabra, Madrid 2104, pp. 214-219; Antonio Miralles, El matrimonio. Teología y vida, Palabra, Madrid 1997, pp. 347-352.

[22] El matrimonio, vocación cristiana, n. 23.

[23] Cfr. Gn 2, 22-24.

[24] Cfr. Mt 19, 3-9.

[25] Const. past. Gaudium et spes, n. 48.

[26] Mario Adinolfi, Gesù e il matrimonio. Riflessioni sui testi evangelici, en «Bibbia» 14 (1972), pp. 14-15. Cfr. también, Dionigi Tettamanzi, Esiste una “vocazione” al matrimonio?, en «La famiglia» 7 (1973), pp. 128-129.

[27] Antonio Miralles, El matrimonio. Teología y vida, o.c., p. 169.

[28] Cfr. Col 1, 16.

[29] Antonio Miralles, El matrimonio. Teología y vida, o.c., pp. 169-170.

[30] El matrimonio, vocación cristiana, n. 23.

[31] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 108.

[32] Const. past. Gaudium et spes, n. 48.

[33] Un estudio de la relación entre libertad y entrega en san Josemaría se encuentra en Lluís Clavell, La libertad ganada por Cristo en la cruz. Aproximación teológica a algunas enseñanzas de san Josemaría Escrivá sobre la libertad, en «Romana» (2009), Estudios 1997-2007, pp. 355-390.

[34] El matrimonio, vocación cristiana, n. 22.

[35] Jn 10, 17-18.

[36] La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, n. 26.

[37] Cfr. Jn 15, 13.

[38] La libertad, don de Dios, n. 30.

[39] Ibid., n. 31.

[40] Cfr. Lluís Clavell, La libertad ganada por Cristo en la cruz, o.c., pp. 372-373.

[41] «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»: Const. past. Gaudium et spes, n. 24.

[42] San Josemaría emplea esta expresión para referirse a la entrega de Cristo en la Cruz: «Al llegar el Señor al Calvario, le dan a beber un poco de vino mezclado con hiel, como un narcótico, que disminuya en algo el dolor de la crucifixión. Pero Jesús, habiéndolo gustado para agradecer ese piadoso servicio, no ha querido beberlo. Se entrega a la muerte con la plena libertad del amor»: Vía crucis, décima estación.

[43] El matrimonio, vocación cristiana, n. 23.

[44] Ibid., n. 24.

[45] Francisco, Audiencia general, 6-V-2015.

[46] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 97.

[47] Francisco, Audiencia general, 6-V-2015.

[48] Cfr. El matrimonio, vocación cristiana, n. 26.

[49] Ibid., n. 24.

[50] Cfr. Cormac Burke, El beato Josemaría Escrivá y el matrimonio, en «Romana» (1997), Estudios 1985-1996, p. 339.

[51] El matrimonio, vocación cristiana, n. 24. También cfr. Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 91.

[52] A la vuelta de los años, se han hecho más frecuentes los casos de hombres abandonados por sus esposas. Las palabras de san Josemaría que siguen resultan válidas también para estas personas.

[53] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 97.

[54] Francisco, Audiencia general, 24-VI-2015.

[55] Francisco, Audiencia general, 5-VIII-2015.

[56] Francisco, Audiencia general, 24-VI-2015.

[57] Francisco, Audiencia general, 8-IV-2015.

[58] El matrimonio, vocación cristiana, n. 23.

[59] «Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata»: ibid.

[60] Ibid. Acerca del desarrollo de las virtudes en la vida conyugal y familiar en las enseñanzas de san Josemaría pueden consultarse los siguientes estudios: Antonio Vázquez, Como las manos de Dios, Matrimonio y familia en las enseñanzas de Josemaría Escrivá, Palabra, Madrid 2002, pp.141-165 y 241-283; Carlos Delpiazzo, Gabriel Delpiazzo Antón, La familia como base fundamental de la sociedad, en Aa. Vv., San Josemaría Escrivá, universitario, Universidad de Montevideo, Montevideo 2002, pp. 91-95.

[61] Augusto Sarmiento, Matrimonio, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo-Instituto histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos 2013, p. 820.

[62] El matrimonio, vocación cristiana, n. 24.

[63] «[...] esa participación en el poder de Dios, que es la facultad de engendrar»: ibid., n. 27.

[64] Entre las homilías recogidas en Amigos de Dios, dos veces insiste en la misma realidad: «la facultad de engendrar —que es una realidad noble, participación en el poder creador de Dios—»: n. 84; «el sexo es algo santo y noble —participación en el poder creador de Dios—, hecho para el matrimonio»: n. 185. Y en Forja, n. 691, afirma: «participáis del poder creador de Dios y, por eso, el amor humano es santo, noble y bueno».

[65] San Juan Pablo II, Discurso a los sacerdotes participantes en un seminario de estudio sobre “La procreazione risponsabile”, 17-IX-1983, n. 1.

[66] Cfr. Const. past. Gaudium et spes, n. 24.

[67] San Pablo enseña la universalidad de la obra redentora de Jesucristo afirmando que «murió por nosotros» (Rm 5, 8), o «murió por todos» (2 Cor 5, 14); a la vez subraya que su muerte no es por una humanidad abstracta sino por cada persona en singular: «vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20). En armonía con estas enseñanzas, san Josemaría sostiene que «cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo»: La lucha interior, en Es Cristo que pasa, n. 80.

[68] El matrimonio, vocación cristiana, n. 23.

[69] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 93.

[70] Gn 1, 28.

[71] El matrimonio, vocación cristiana, n. 25.

[72] Ibid. Cfr. también Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, nn. 93-96.

[73] Cfr. Const. past. Gaudium et spes, n. 49.

[74] Surco, n. 846.

[75] El matrimonio, vocación cristiana, n. 25. «[...] son criminales, anticristianas e infrahumanas, las teorías que hacen de la limitación de los nacimientos un ideal o un deber universal o simplemente general.». Sería adulterar y pervertir la doctrina cristiana, querer apoyarse en un pretendido espíritu postconciliar para ir contra la familia numerosa. El Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente [Const. past. Gaudium et spes, n. 50]. Y Pablo VI, en otra alocución pronunciada el 12 de febrero de 1966, comentaba: que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido, difunda en los esposos cristianos espíritu de generosidad para dilatar el nuevo Pueblo de Dios... Recuerden siempre que esa dilatación del reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la humanidad para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está confiada también a su generosidad»: Conversaciones con mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 94.

[76] Francisco, Audiencia general, 11-II-2015.

[77] Surco, n. 845.

[78] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 94.

[79] Cfr. Mt 6, 25-34. Cfr. también Is 49, 15; Mt 10, 29-31; Lc 12, 6-7.

[80] El matrimonio, vocación cristiana, n. 27. Algunos estudios sobre la educación en la familia en san Josemaría se encuentran en: Michele Dolz, Una pedagogía de la fe en familia: a propósito de algunas enseñanzas del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en «Romana» (2009), Estudios 1997-2007, pp. 339-354; Alfonso Méndiz, Juan Ángel Brage (ed.), Un amor siempre joven. Enseñanzas de san Josemaría Escrivá sobre la familia, o.c., pp. 213-279.

[81] El matrimonio, vocación cristiana, n. 27.

[82] Ibid.

[83] Cfr. Paul O’Callaghan, I tempi dell’amore, della santità e della misericordia. Una riflessione sulle strutture di sostegno del matrimonio e della famiglia, en Héctor Franceschi (a cura di), Matrimonio e famiglia, o.c., pp. 50-59.

[84] El matrimonio, vocación cristiana, n. 27.

[85] Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 96.

[86] Cfr. Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 11.

[87] El matrimonio, vocación cristiana, n. 30.

[88] Francisco, Audiencia general, 2-IX-2015.

[89] El matrimonio, vocación cristiana, n. 30.

[90] Francisco, Audiencia general, 29-IV-2015.

Romana, n. 61, Julio-Diciembre 2015, p. 386-405.

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