Carta del prelado con ocasión del jubileo de la misericordia (4-XI-2015)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
1. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación (2 Cor 1, 3), que, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo (...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús (Ef 2, 4-6).
Palabras de san Pablo que ayudan a centrar, desde el comienzo, lo que me propongo transmitiros con estas líneas. Me mueve a escribiros el deseo de que nos preparemos, del mejor modo posible, para vivir el Año de la misericordia, convocado por el Papa Francisco, con ocasión de los cincuenta años de la clausura del Concilio Vaticano II. Empezará, como conocéis, el próximo 8 de diciembre, y se concluirá en la solemnidad de Cristo Rey, el día 20 de noviembre de 2016.
Cuando el Santo Padre comunicó su propósito de convocar este Año Santo extraordinario, hemos sentido el gozo cristiano de que coincida con la parte final del año mariano por la familia, que estamos recorriendo en la Prelatura. Lo hemos percibido como otra señal de la protección de nuestra Señora, a la que invocamos como Regina familiæ y Mater misericordiæ.
Con la intercesión de nuestra Madre nos acogemos a la bondad del Señor, refugio seguro y siempre dispuesto a atender nuestras peticiones y a remediar nuestras necesidades personales. De la misericordia divina podemos alcanzar un aumento de la caridad, de la comprensión, de la fraternidad, del interés por las almas, pues —como miembros de la Iglesia— queremos contribuir a «dar un sentido más humano al hombre y a su historia»[1]. Caminemos día a día con una sólida esperanza: el Cielo no deja de ofrecernos medios para llenarnos de paz, seguros de que la Trinidad Santísima siempre está pendiente de la creación. omo recuerda el Papa Francisco, ascendamos desde las criaturas a contemplar la mano paternal y amorosa de Dios[2].
Agradezcamos al Santo Padre, con hechos y con oración, la convocatoria de este jubileo especial, verdadero tiempo de gracia para la Iglesia y para el mundo. A todos nos colma de júbilo acoger la llamada del padre común a tratar con más cercanía a nuestro Señor, en la piedad y en la celebración de los sacramentos —sobre todo la Penitencia y la Eucaristía—, y también en las manifestaciones concretas de caridad fraterna con el prójimo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, nos configuraremos más con Jesucristo y nos asemejaremos más al Padre celestial, cuyo rostro misericordioso se nos ha revelado en Jesucristo.
2. Deus, cui proprium est misereri semper et parcere: suscipe deprecationem nostram[3], oh Dios, de quien es propio perdonar siempre y usar misericordia: acoge nuestras súplicas, repetimos cada jornada. ¡La misericordia! Siempre resulta necesario profundizar —como nos invita la Iglesia— en este consolador atributo divino que los compendia todos. Lo hacemos con filial confianza. Al convocar este Jubileo extraordinario, el Romano Pontífice escribe que misericordia «es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad [...], es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro [...], es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona, cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre, no obstante el límite de nuestro pecado»[4].
Han transcurrido treinta y cinco años desde que san Juan Pablo II publicó la encíclica Dives in misericordia. Se detenía en la conveniencia de meditar con frecuencia en esta maravillosa expresión del amor divino. «Lo están sugiriendo —escribía— múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y su expectación»[5].
Las palabras de san Juan Pablo II no sólo conservan plena actualidad, sino que se vuelven más apremiantes cada día: siempre precisamos de la clemencia divina, pero en nuestros tiempos cabe afirmar que esta necesidad reviste mayor urgencia. Cuando el Papa Francisco abra la puerta santa en las diversas basílicas papales, y cada obispo en su respectiva circunscripción, «encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad entera, y el inmenso cosmos a la señoría de Cristo, esperando que derrame su misericordia como el rocío de la mañana para una fecunda historia»[6]. San Josemaría, como consecuencia de su experiencia personal, nos instó de modo expreso, desde los comienzos de la Obra, a acudir a este inmenso amor de Dios, que no abandona a sus hijos, las mujeres y los hombres. Eran innumerables los modos con que nuestro fundador nos sugería que llamásemos a las puertas del corazón de Jesús.
3. San Josemaría nos enseñó a impregnar los caminos de la tierra con la misericordia que Jesucristo ha traído a la tierra, y puntualizaba: «Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda»[7]. Avancemos de la mano de nuestro Padre para colaborar con el Señor a que sobreabunde, en cada uno de los cristianos y en todos los hombres de buena voluntad, esa corriente de amor misericordioso que, desde el corazón llagado de Jesús, se derrama continuamente sobre la humanidad.
Con estos sentimientos y anhelos os invito, hijas e hijos míos, a comenzar con seria devoción y gozo el Año de la misericordia. Nos inspiraremos en las enseñanzas de la Sagrada Escritura, cuyas páginas constituyen un canto maravilloso a la clemencia divina; y nos detendremos de modo especial en el ejemplo de Cristo, en su vida y en su doctrina, tratando de seguir, en esta intimidad de conducta con el Redentor, los pasos de san Josemaría, que volvía constantemente sus ojos a la figura del Buen Pastor que entrega todo su ser por sus ovejas (cfr. Jn 10, 1-18), y nos ha sugerido a nosotros y a tantos otros hombres y mujeres que miremos más y más al Señor del Cielo y de la tierra.
La misericordia de Dios con la humanidad
4. Ya el Antiguo Testamento proclama en muchas de sus páginas la insondable piedad de Dios con sus criaturas. El Señor es clemente y compasivo, lento a la ira y rico en misericordia. El Señor es bueno con todos, y su misericordia se extiende a todas sus obras (Sal 144 [145] 8-9). Y los profetas no se cansan de advertir: convertíos al Señor, vuestro Dios, porque es clemente y compasivo, lento a la ira y rico en misericordia, y se duele de hacer el mal (Jl 2, 13).
En la Última Cena, nuestro Señor rezó —según la tradición judía— el Gran Hallel o gran canto de alabanza: un salmo que enumera las maravillas realizadas por Dios en la creación y en la historia; y, al final de cada versículo, se repiten como un estribillo las siguientes palabras: porque es eterna su misericordia (Sal 135 [136]).
«En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico»[8]; e igualmente esa cualidad se manifiesta con plenitud en el Nuevo Testamento, mediante la encarnación redentora del Hijo de Dios. El mismo Jesús, al ofrecer su vida en el sacrificio cruento de la Cruz, al instituir la Eucaristía y los demás sacramentos, puso este acto supremo de amor como contenido fundamental de la misericordia divina.
Repasemos con frecuencia los pasajes del Evangelio que manifiestan la compasión y la comprensión de Jesucristo con la humanidad; desde su nacimiento en Belén hasta su holocausto en el Calvario. Detengámonos con constancia en tantas muestras de su piedad compasiva: cuando curaba a los enfermos y sanaba a los endemoniados, cuando alimentaba a las muchedumbres hambrientas, cuando repartía a manos llenas el pan de la doctrina, cuando salía al encuentro de los pecadores arrepentidos y los perdonaba, cuando elegía a los discípulos, cuando los reprendía con una mirada o unas palabras, cuando llamaba a los apóstoles para mandarlos por todo el mundo, cuando nos dio a su Madre por madre nuestra, cuando nos envió el Espíritu Santo prometido, etc. En cualquiera de sus obras y de sus palabras, el Señor expresa con claridad el rostro clemente de Dios Padre.
Lo mismo sucede a lo largo de la historia de la Iglesia, después de la Ascensión de Jesucristo al Cielo. En medio de las luces y sombras que aparecen en el caminar de los cristianos, nunca han faltado las intervenciones de la indulgencia divina: por medio del Espíritu Santo que habita en la Iglesia, y con la presencia real de Cristo en la Eucaristía, además de la intercesión siempre actual de la santísima Virgen, se nos revelan los torrentes de misericordia que se vierten constantemente sobre el mundo. No cesemos de agradecerlo a nuestro Padre celestial: abramos de par en par las puertas de nuestro corazón y procuremos que también otras personas se dejen empapar por la gracia divina.
Historia de las misericordias de Dios
5. En su encíclica Dives in misericordia, san Juan Pablo II situaba la misericordia en el centro de la vida de la Iglesia, en la historia de la humanidad. «En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre —que es a la vez historia de pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo —programa de misericordia—, se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. En el centro del mismo está siempre la Cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante»[9].
En efecto, no podemos separar la Cruz de la Resurrección, que revelan el amor divino: en todo el misterio pascual se manifiesta la misericordia de Dios. El beato Pablo VI afirmó que «toda la historia de la salvación está guiada por la misericordia divina, que sale al encuentro de la miseria humana»[10].
Cristo tomó sobre sí nuestros pecados, y se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos (Hb 9, 28). Nuestra Señora aceptó con plena libertad la entrega de quien, habiendo tomado nuestra condición humana en todo menos el pecado (cfr. Hb 4, 15), podía manifestar una verdadera compasión. Con el Magníficat, Santa María profetizó: su misericordia se derrama de generación en generación (Lc 1, 50).
6. Hijas e hijos míos: ¡somos —y estamos gozosos— de esas generaciones que cantan las misericordias de Dios! En su vida personal y en la del Opus Dei, nuestro Padre descubría constantemente el amor de predilección del Señor. Muchas veces repitió que «toda la historia de la Obra es una historia de las misericordias de Dios. Ni en esta carta —recalcaba en los años 60—, ni en muchos documentos que os escribiera, podría agotar el relato de estas providencias de la bondad de Dios, que han precedido y acompañado siempre los pasos de la Obra»[11]. En este contexto, no dudaba en afirmar que «la historia del Opus Dei habrá que escribirla de rodillas»[12]. Subrayaba así, con frase gráfica, que, en la fundación y desarrollo de la Obra, la iniciativa ha sido siempre del Señor: a él le competía sólo ser instrumento fiel de ese querer divino.
Realmente, la existencia de san Josemaría y la del Opus Dei se entrelazan íntimamente, sin que sea posible distinguirlas o separarlas desde 1928. «En la Obra todo lo ha hecho Dios —exclamaba en una meditación—; humanamente hablando, ¿qué había? Sólo buen humor, mucho amor a Jesucristo y a su Iglesia, y afán de perseverar ante lo imposible. El Señor me ha manejado como yo, de niño, manejaba a los soldaditos de plomo: los llevaba por donde quería, a veces los descabezaba... Así ha obrado conmigo el Señor: me ha conducido por las sendas que él ha querido, ha permitido que me diesen buenos trastazos, porque me convenían»[13].
Cada una de esas circunstancias servían a nuestro fundador para acrisolar su fidelidad y su abandono en las manos del Señor. Como ha anotado el Papa Francisco: «Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia»[14]. Por eso nuestro Padre no perdió nunca la paz: «Hijos míos, con la contrición está el Amor: ninguno de estos trabajos, ninguna pena me ha hecho perder el gaudium cum pace, porque Dios me ha enseñado a amar, y nullo enim modo sunt onerosi labores amantium (San Agustín, De bono viduitatis, 21, 26); para quien ama, el trabajo no es nunca carga pesada. Por esto, lo importante es aprender a amar, porque in eo quod amatur, aut non laboratur, aut et labor amatur (Ibid.): donde hay amor, todo es felicidad. Y esta ha sido la gran misericordia de Dios: que me ha conducido como a un niño pequeño, enseñándome a amar. Cuando apenas era yo adolescente, arrojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor, y esa semilla es hoy, hijas e hijos míos, un árbol frondoso, de esbelto tronco, que restaura con su sombra a una legión de almas»[15].
7. Siempre se comportó así san Josemaría. Venía de lejos su devoción a este seguro refugio divino, que estamos contemplando: lo aprendió de sus padres en el hogar familiar; se robusteció durante su preparación al sacerdocio en el Seminario de Logroño y en el de San Carlos, en Zaragoza, donde había una representación del corazón de Jesús inflamado de amor y coronado de espinas, que le conmovía profundamente. Luego, durante la guerra civil española, se le hizo presente de modo nuevo, como describe en un rato de oración, la víspera de la solemnidad del Sagrado Corazón:
«Quiero verme ahora, Dios mío, junto a la herida de tu pecho; y pensar en todos mis hijos, en todos los que ahora son miembros vivos de este cuerpo vivo de tu Obra. Nombrándolos, consideraré sus cualidades, sus virtudes, sus defectos, y luego te suplicaré, empujándolos hacia ti, uno a uno: “¡Adentro!”. Los meteré dentro de tu corazón. Así quiero hacer con cada uno y con todos los que vendrán después, durante siglos, hasta el fin del mundo, a formar parte de esta familia sobrenatural. Todos, todos unidos en el corazón de Cristo, todos hechos uno por amor a él y todos desprendidos de las cosas de la tierra por la fuerza de este amor acompañado de la mortificación. Queremos ser como los primeros cristianos; vamos a revivir su espíritu en el mundo. Empecemos, pues, por hacer real dentro de la Obra aquella afirmación: congregavit nos in unum Christi amor»[16].
En la santa Misa, después de la consagración, san Josemaría recitaba en silencio, internamente, la oración al amor misericordioso que había aprendido en su juventud. En el corazón amabilísimo de Jesús se acrecentaba la fuente de su paternidad en el Opus Dei, que se extendía a sus hijas y a sus hijos de todos los tiempos; y en el santo Sacrificio se colmaba de las ansias redentoras de Cristo por toda la humanidad. Estas consideraciones nos ayudarán también a estar seguros y optimistas en los momentos duros que puedan surgir en la historia del mundo o en nuestra existencia personal. Dios es el de siempre: omnipotente, sapientísimo, misericordioso; y en todo momento sabe sacar, del mal, el bien; de las derrotas, grandes victorias para los que confían en él.
8. En los años 70, cuando una grave crisis de fe y de disciplina causaba estragos en las almas, san Josemaría recibió luces nuevas del Cielo, que le confirmaron en su confianza inquebrantable en el constante auxilio divino. El 23 de agosto de 1971, después de haber celebrado la santa Misa, el Señor grabó a fuego en su corazón unas palabras que, con una ligera variación, proceden de la epístola a los Hebreos: adeamus cum fiducia ad thronum gratiæ, ut misericordiam consequamur (Hb 4, 16). Lo comunicó enseguida a quienes nos hallábamos a su lado en aquellos momentos; pocas semanas más tarde volvió a referirlas en la intimidad de una tertulia familiar, a sus hijos de Roma:
«Voy a deciros algo que Dios nuestro Señor quiere que sepáis. Los hijos de Dios en el Opus Dei adeamus cum fiducia —hemos de ir con mucha fe— ad thronum gloriæ, al trono de la gloria, la Virgen Santísima, madre de Dios y madre nuestra, a la que tantas veces invocamos como Sedes Sapientiæ, ut misericordiam consequamur, para alcanzar misericordia (...).
Vayamos, a través del Corazón Dulcísimo de María, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, a pedirle que, por su misericordia, manifieste su poder en la Iglesia y nos llene de fortaleza para seguir adelante en nuestro camino, atrayendo a él muchas almas»[17].
Esa seguridad le empujaba sin tregua a buscar en la Palabra de Dios los textos más adecuados sobre esa complacencia y protección del Señor, para meditarlos en su oración personal. Así, un año después, volvió a referirse a un descubrimiento que tanto optimismo y confianza inyectó en su alma, ayudándole a superar la gran pena que, por su amor a la Iglesia, le causaba un extremo dolor.
«Últimamente —decía— estoy meditando mucho algunos textos de la Sagrada Escritura que hablan de la misericordia divina. Sé bien que los escrituristas dan diversos sentidos a esta palabra, y entienden por misericordia no sólo lo que indica el lenguaje vulgar: compasión, piedad, sino también una especie de lealtad que Dios tiene con sus criaturas.
¡Fijaos si esto es hermoso! Dios nuestro Señor, de tal manera tiene compasión de los hombres —porque su misericordia también significa compasión—, que su lealtad le lleva a ser misericordioso con cada uno de nosotros, a mirarnos con amor de padre y de madre»[18].
Iba ahondando siempre más en las palabras de la Escritura Santa, que ya meditaba en su juventud: Dios ha puesto su complacencia en los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31), y por eso caminó con seguridad, poniendo en marcha el Opus Dei; cuando no contaba con ningún medio, esa “complacencia” de Dios alentaba su seguridad en que la Obra saldría adelante.
Justicia y misericordia
9. Entre las parábolas con las que el Maestro explicaba a los discípulos las características del reino de los cielos, san Lucas —llamado el escribano de la mansedumbre de Cristo por uno de los grandes poetas cristianos[19]— recoge tres enseñanzas dedicadas explícitamente a resaltar ese seguimiento divino de los suyos: la de la oveja perdida, la de la dracma extraviada y la del hijo pródigo. En las tres, «Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia»[20].
Ese corazón amabilísimo se pone especialmente de manifiesto en la parábola del padre que espera pacientemente, día tras día, el regreso del hijo desagradecido, para perdonarlo en cuanto llegue. San Juan Pablo II lo comentó de modo incisivo en la encíclica Dives in misericordia, resaltando cómo esa enseñanza se aplica a todos y a cada uno de los seres humanos. «La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado [...]. El patrimonio que había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna [...], la conciencia de la filiación echada a perder»[21].
Igualmente comentó nuestro Padre, a propósito de esta parábola: «La misericordia que Dios muestra nos ha de empujar siempre a volver. Hijos míos, mejor es no marcharse de su lado, no abandonarle; pero si alguna vez por debilidad humana os marcháis, regresad corriendo. Él nos recibe siempre, como el padre del hijo pródigo, con más intensidad de amor»[22].
Aunque en el texto original —anota san Juan Pablo II— no se utiliza la palabra “justicia” ni tampoco “misericordia”, «sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia, está inscrita con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se traduce como misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha»[23].
San Josemaría descubrió esa unión práctica de la justicia con el amor, en el comportamiento de las madres[24]. La justicia de Dios guardaba para él entrañas de misericordia[25]. «No podemos dirigirnos al Señor apoyándonos en derechos, sino que hemos de pedir que tenga misericordia de nosotros, como se reza en uno de los salmos: Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam (Sal 50, 2). Señor, ten compasión de mí según tu gran misericordia. No acudimos a él exigiéndole por motivos de justicia»[26].
10. No faltan personas que oponen la justicia a la misericordia. El Papa, al convocar el jubileo, nos ha situado en guardia frente a este error: «No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor [...].
»Ante la visión de una justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran don de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Se comprende por qué, en presencia de una perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los doctores de la ley»[27].
Acudir a la misericordia divina
11. Como fruto de una especial gracia de Dios —lo he recordado antes—, nuestro fundador profundizó en los maravillosos destellos de la clemencia divina, que se describen en la Sagrada Escritura. Comentando, por ejemplo, el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naim, se detenía en cómo «nuestro Señor nos amó por razones santas, que quizá no nos moverían a nosotros. San Lucas dice: misericordia motus super eam (Lc 7, 13), se movió por compasión, por misericordia hacia aquella mujer, cuando se daban otros motivos humanamente razonables: era pobre, era viuda y no tenía más hijo que aquel»[28].
Una numerosa multitud componía el desfile de aquel duelo, y otros acompañaban a Jesús; pero sólo él entra en la pena, en el dolor de aquella madre, y va a su encuentro. ¿No es admirable que el Maestro se deje remover por los impulsos misericordiosos de su corazón, sin esperar a que nosotros le manifestemos nuestras necesidades? Este comportamiento divino y humano del Redentor supone un fuerte acicate para que apelemos a él en todo momento. «Vosotros y yo —puntualizaba nuestro Padre— también hemos de acudir a la misericordia del Señor. Delante de Dios no tenemos ningún derecho. Al menos yo, personalmente, veo con una claridad meridiana que no puedo decirle: Señor, te exijo esto; aunque sé que soy y me siento hijo suyo. Voy a él con gemidos de contrición, pidiéndole misericordia»[29], apelando a su piedad.
En sus últimos años en la tierra, al sentir el impulso de recurrir con mayor confianza y asiduidad al perdón de Dios, san Josemaría completó la jaculatoria con la que se había dirigido en 1952 al Sagrado Corazón de Jesús, para consagrarle la Obra, sus actividades apostólicas, y las necesidades de la Iglesia y de la humanidad: «Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!». Desde entonces, el recurso a la protección del Cielo en favor del mundo, de la Iglesia, de las almas, se incrementó aún más en el quehacer de nuestro Padre, de día y de noche.
Aquí aparece el principal fruto que imploramos de Dios en el año dedicado a su misericordia: que la sociedad vuelva a caminar por la senda de los mandamientos, que las almas se dejen encender por el fuego del amor de Dios, que en todos los rincones de la Iglesia haya un resurgimiento de la doctrina clara y de la piedad auténtica. Hago muy mías las palabras del Papa: «¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia, para poder ir [cada uno de nosotros] al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros»[30].
Ser misericordiosos como lo es el Padre celestial
12. La Iglesia abriga un deseo constante de ofrecer el amor de Dios a las criaturas, sin excluir a ninguna. Sin embargo, como observa el Papa Francisco, «tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente la justicia, ha hecho olvidar que éste es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia, no obstante, necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa»[31].
No basta pedir perdón a Dios por nuestros pecados y por los de todos los hombres. A ese ruego, insustituible, es preciso unir la práctica concreta de la misericordia con el prójimo. Porque si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano (1 Jn 4, 20-21).
Las obras de misericordia, tan repetidamente predicadas y practicadas en la Iglesia, nos ofrecen un cauce adecuado para manifestar las buenas intenciones con hechos concretos. «Son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales»[32], explica el Catecismo de la Iglesia Católica. Y ejercerlas con asiduidad es una de las recomendaciones del Papa para este año. «La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos»[33].
Jesús lo ha descrito de modo diáfano en el Evangelio, asentando un criterio indudable: como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 31-36).
Las obras de misericordia corporales
13. La doctrina católica ha sintetizado así las obras de misericordia corporales: «Dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios»[34]. Todas, en definitiva, ponen en ejercicio el mandatum novum (Jn 13, 34), el mandamiento nuevo de la caridad que nos entregó Jesucristo. Siguiendo esa recomendación del Salvador, la Iglesia ha manifestado siempre un amor de predilección por los pobres, los enfermos, los desamparados, las personas que carecen de hogar... Y ha tenido presentes aquellas palabras del Señor en el juicio final: en verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). Y con la parábola del buen samaritano, Jesús puntualizó que nuestra caridad se extiende a toda persona humana.
14. En el Opus Dei, parte viva de la Iglesia, se nos insiste en no abandonar nunca las obras de misericordia corporales. Las realizaba nuestro fundador ya en los primeros años de la Obra, con sus visitas a los enfermos de los hospitales de Madrid, con su dedicación generosa a los pobres miserables y a los vergonzantes que ocultaban sus privaciones bajo el velo de una vida aparentemente normal. Y enseñó a comportarse de igual modo a las personas que se acercaban a su apostolado. Confió esas actividades a nuestra Señora, y así nacieron en el Opus Dei las visitas a los pobres de la Virgen, que continúan realizándose en todos los lugares donde se encuentran los fieles de la Prelatura: el sábado, día de Santa María, se invita a los jóvenes a ofrecer limosnas que se destinan a ayudar a quién se halla en la necesidad. Ayudando a los pobres, «se honra a la Señora y se ejercita la caridad»[35]. Son un medio de formación, porque fomentan la generosidad de la juventud y así se crece en el amor.
Aprendiendo siempre de cómo Dios cuida de sus criaturas, dolía mucho a san Josemaría el espectáculo de «los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor [...].
»Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad»[36].
¡Cuántos jóvenes —muchachos y muchachas—, y también gente adulta, al descubrir y contemplar las indigencias más perentorias del prójimo, han descubierto en esos hermanos o hermanas a Cristo pobre, y han mejorado sus disposiciones de servicio a los demás! El Señor, infinitamente más generoso, se ha volcado en sus almas con gracias especiales: sólo él conoce las profundas conversiones que muchos han experimentado, las decisiones de entrega total al servicio de Dios y de la Iglesia, nacidas al calor de esas visitas a los menesterosos, a los ancianos, a los enfermos, a los encarcelados...
15. Con el desarrollo de la Obra de Dios, mediante la espontaneidad apostólica de los fieles y de los cooperadores del Opus Dei, las actividades de servicio material al prójimo han ido adquiriendo nuevas formas, según las situaciones de las épocas y las circunstancias de los diversos lugares. Han surgido así escuelas para la capacitación profesional de personas de ambientes muy diversos, en el campo y en las periferias de las grandes ciudades; dispensarios médicos y hospitales en barrios extremos, destinados a gentes sin recursos; y se han multiplicado las actividades asistenciales —como las ONGs para ayudar a países menos desarrollados, o los bancos de alimentos en naciones consideradas más avanzadas, por citar sólo unos ejemplos—, que en momentos de crisis económica, como los actuales, permiten a muchos hombres y mujeres subvenir a las carencias materiales propias y de sus familias.
Doy gracias a Dios por la extensión de las iniciativas solidarias promovidas por fieles y cooperadores de la Prelatura. Pero no podemos conformarnos: con la gracia de Dios, contando con la ayuda de muchas personas de buen corazón —cristianos y no cristianos—, aspiramos a que se amplíe más el radio de acción de esos proyectos.
16. Dejadme que os insista, una vez más, en que os esmeréis en la atención de los enfermos y de las enfermas: en sus casas, en los hospitales y en cualquier lugar donde alguien sufra en el cuerpo o en el espíritu; y, naturalmente, en los centros de la Obra y en los hogares de los agregados y supernumerarios. En cada paciente se nos hace presente de modo especial Jesucristo.
Además de facilitarles los cuidados médicos posibles, hemos de extremarnos en su asistencia espiritual: la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía por parte de los sacerdotes; el ejemplo y el consejo de los seglares para que —en la medida de lo conveniente— los enfermos mantengan un espíritu de oración, que es contemplación y acción de gracias, alabanza y petición: por ejemplo, el rezo del Rosario y las demás expresiones de piedad cristiana, que colman de alegría, aun en el dolor. Ellas y ellos agradecen descubrir que, con el ofrecimiento a Dios de la enfermedad y de los sufrimientos y limitaciones que la acompañan, suplen en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24), como escribió san Pablo, indicando el valor salvífico del sufrimiento[37].
Si les sobreviniera un momento de especial gravedad, esmerémonos en prepararles para recibir la Unción de los enfermos, con el mayor fruto posible: la Iglesia predica que este sacramento de misericordia encierra la virtud de perdonar los pecados y —si conviene al alma— contribuye también a la mejoría del cuerpo e incluso a su curación[38]. La tradición multisecular de la Iglesia demuestra que este sacramento confiere gran paz y serenidad a los que lo acogen bien dispuestos, sin esperar a los últimos momentos de su vida. ¡Qué buena catequesis cabe cumplir con las familias, que muchas veces —por ignorancia o por un falso temor a inquietar a los enfermos— no acuden al sacerdote o piden su asistencia sólo cuando las personas queridas han entrado en un estado de inconsciencia!
17. Con el transcurso del tiempo, algunas obras de misericordia corporales han variado en su enunciado o en su aplicación. La atención a los peregrinos se suele formular ahora como “dar un techo al que no lo tiene”. En los momentos actuales, comprende la ayuda a los emigrantes que abandonan su país buscando trabajo, mejores condiciones de vida, etc. Ningún discípulo del Maestro puede desentenderse de ocuparse de estos hombres o mujeres; a veces, familias enteras. Pienso de modo particular en los cristianos perseguidos por motivos religiosos, y cuyo exilio ha de avivar en nosotros el sentido de la Comunión de los santos.
El Papa Francisco ha lanzado una llamada apremiante a las autoridades, y a todos los hombres de buena voluntad, para que busquen remedios concretos a esta necesidad. Ya en la exhortación apostólica Evangelii gaudium nos pedía: «Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad, donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los tóxico-dependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío particular por ser pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos»[39]. Últimamente, como preparación inmediata para el Año de la misericordia, ha intensificado este urgente llamamiento[40].
Hagamos eco a estas exhortaciones del Santo Padre y animemos a parientes, amigos y conocidos a tenerlas muy presentes, de acuerdo con las circunstancias y las posibilidades de cada uno. Además de rezar, que examinen cómo pueden intervenir personalmente: desde avivar la conciencia de la opinión pública ante esta emergencia, hasta facilitar un alojamiento, un puesto de trabajo, una ayuda económica, etc. Actuando siempre con responsabilidad personal, un buen modo de secundar esta intención consiste también en no sentirse ajenos a las iniciativas de las diócesis y de las parroquias, a las que el Romano Pontífice ha confiado de modo especial esta labor. Me consta que muchos de vosotros y de vosotras, así como cooperadores y amigos, intervenís ya en acciones concretas para servir a los emigrantes: os lo agradezco en nombre del Señor, porque el bien que prestamos a esos hermanos o hermanas nuestros se lo prestamos al mismo Jesucristo.
Las obras de misericordia espirituales
18. San Josemaría nos confiaba: «Me atrevo a decir que, cuando las circunstancias sociales parecen haber despejado de un ambiente la miseria, la pobreza o el dolor, precisamente entonces se hace más urgente esta agudeza de la caridad cristiana, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, en medio del aparente bienestar general»[41].
Pensemos que los gestos de amor al prójimo no se limitan a una aportación material, por necesaria que ésta sea. El Romano Pontífice lamenta que «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual»[42]. La Iglesia se ha caracterizado a lo largo de su historia por la promoción de las obras de misericordia espirituales, tan reales y actuales siempre: «Dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia a las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos»[43].
¡Qué delicada resulta esta caridad espiritual! ¡Y qué imprescindible es en estos momentos, cuando tantos y tantas sufren la soledad, la incomprensión, las persecuciones, las maledicencias y calumnias; o bien se debaten en la duda, sin conocer la senda que conduce al Cielo! Porque «la generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indigencia —que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban—, no podrá suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la ternura eficaz —humana y sobrenatural— de este contacto inmediato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra persona —rica, quizá— que necesita un rato de afectuosa conversación, una amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus dudas y sus escepticismos»[44]. Recordemos aquel suceso de la mendiga a la que san Josemaría sólo pudo ofrecerle su dedicación espiritual y su sacerdotal afecto humano. En correspondencia, la mujer decidió ofrecer su vida por la Obra. Al reencontrarla más tarde en un hospital y conocer la ofrenda dirigida al Señor por aquella mendiga, la calificó como la primera vocación de entre sus futuras hijas.
19. Entre las numerosas acciones de solidaridad o de fraternidad cristiana, me detengo sólo en algunas: enseñar al que no sabe, dar consejo a quien lo necesite, perdonar las ofensas. Son demostraciones de una caridad esmerada que hemos de actuar con todos, y especialmente con los que se hallan más cerca de nosotros: los miembros de nuestra familia, los amigos y colegas de trabajo, los conocidos...
Enseñar al que no conoce las verdades de nuestra fe, constituye una manifestación de misericordia de fundamental categoría. Nuestro fundador lo resumía en pocas palabras: «dar doctrina es la gran misión nuestra». Subrayó a menudo que el gran enemigo de Dios y de las almas es la ignorancia religiosa, y afirmaba que la labor del Opus Dei es una «gran catequesis», un situar al alcance de todos el mensaje salvador de la Iglesia y enseñar a practicarlo. «Convéncete: tu apostolado consiste en difundir bondad, luz, entusiasmo, generosidad, espíritu de sacrificio, constancia en el trabajo, profundidad en el estudio, amplitud en la entrega, estar al día, obediencia absoluta y alegre a la Iglesia, caridad perfecta...»[45]. Todo ese plan requiere esfuerzos generosos para facilitar la formación doctrinal, espiritual y apostólica a las personas con las que nos relacionamos. ¡Qué alegría cuando la verdad del Evangelio ilumina los diversos campos de nuestro quehacer: profesional, social, cultural!
Procuremos, en este Año de la misericordia, incrementar el empeño para que muchas almas se acerquen al calor de la Iglesia, Esposa de Jesucristo y madre nuestra. Lo alcanzaremos, con la ayuda de Dios, si cada una y cada uno se afana personalmente por acercar más amigos, colegas y conocidos a los medios de formación.
20. Los modos de dar un buen consejo a quien lo ha de menester son igualmente variadísimos. El primero, el testimonio de nuestra conducta. Así fue el paso de Cristo por nuestra tierra, como nos repetía con machacona insistencia san Josemaría. Nuestro Padre amaba detenerse en ese ejemplo con las palabras que abren los Hechos de los Apóstoles: Jesús comenzó a hacer y a enseñar (Hch 1, 1). A continuación del testimonio de la propia conducta, surge el momento de exponer la palabra oportuna, repleta de claridad y de cariño, sin herir, pronunciada al oído de nuestros amigos o conocidos: el apostolado de amistad y confidencia, en el que tanto insistió nuestro Padre.
¡Cuán fecunda es esa coherencia entre lo que uno realiza y lo que afirma! En ocasiones tomará la forma de la corrección fraterna, como enseña el Evangelio (cfr. Mt 18, 15-17): una obra de misericordia noble, valiente y fecunda, que nace de la caridad, del interés por el amigo o por la amiga.
«Hoy somos generalmente muy sensibles —decía Benedicto XVI a este propósito— al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último (...). Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana»[46]. Y añadía: «Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecuan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien»[47].
Mostrémonos agradecidos a san Josemaría, que nos recalcó la eficacia de esta práctica evangélica como un modo excelente, bueno y habitual, de ayudar al prójimo, que nace de la caridad y se ha de ejercer con humildad real y prudencia sobrenatural.
Porque «lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado (Gal 6, 1).
»En nuestro mundo impregnado de individualismo —proseguía Benedicto XVI—, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad»[48].
21. Perdonar las ofensas define otro modo maravilloso de ejercitar la caridad. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá (Lc 6, 37-38). Meditemos la parábola de aquel hombre que no quiso remitir a su compañero una deuda pequeñísima, después de que su señor le había condonado a él una suma enorme. ¿Y cuál fue la respuesta del señor?: siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano (Mt 18, 32-35).
Perdonar los agravios representa un indicio claro de que somos y nos comportamos como hijos de Dios. «Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido —por injustas, inciviles y toscas que hayan sido—, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios. No podemos olvidar el ejemplo de Cristo»[49]. San Lucas, precisamente al relatar la Pasión del Señor, escribe que cuando llegaron al lugar llamado “Calavera”, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 33-34).
Evidentemente, quizá no resulta fácil este modo de conducirse; pero la gracia de Dios lo convierte en camino hacedero, como lo muestra la conducta de tantos cristianos que, desde los primeros momentos de la historia de la Iglesia, y también ahora, han sabido no sólo ser clementes, sino amar sinceramente a sus perseguidores. En esta línea, san Josemaría tomó la decisión recta y permanente de perdonar siempre y en todo momento, que confirmó además con el ejemplo y con la palabra.
«No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor, se consideraba entonces —y también ahora, no nos engañemos— una conducta insólita, demasiado heroica, fuera de lo normal. Hasta ahí llega la mezquindad de las criaturas. Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos —a ti y a mí— una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando —dentro de la propia personal tosquedad— los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo»[50].
Seremos juzgados en base a nuestras obras de misericordia: «Si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr. Mt 25, 31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de estar cerca de quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio, que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios, que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración a nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se torna de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga..., para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”»[51].
Apostolado de la Confesión
22. Otra obra de misericordia espiritual, especialmente importante, consiste en ayudar a que las personas recuperen la amistad con Dios perdida por el pecado. ¡Cuánto insistió san Josemaría —como también el beato Álvaro del Portillo— en el apostolado de la confesión! Igualmente yo os he hablado a menudo de este punto, pues no cabe la posibilidad de que alguien progrese en el conocimiento y amor de Jesucristo sin cuidar la limpieza de su alma, sin el recurso frecuente al sacramento de la Penitencia.
El Papa se refiere mucho a este sacramento. En la bula de convocatoria del jubileo, apunta: «De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior»[52].
Meditemos a la vez el consejo que el fundador del Opus Dei —se lo pedía el alma— daba a sus hijos sacerdotes, aplicable a todos los presbíteros: «La pasión dominante de los sacerdotes del Opus Dei [...] es dar doctrina, dirigir almas: predicar y confesar. En esto os tenéis que gastar, sin temor de agotaros, sin preocuparos por las contradicciones: qui seminant in lacrimis, in exsultatione metent (Sal 125, 5); los que siembran con lágrimas, recogen con alegría. La misión de los laicos, de mis hijos y de mis hijas, es llenar de trabajo —y, por eso, de contento— a sus hermanos sacerdotes, acercando a su ministerio mucha gente»[53].
23. Los confesores representan ya de por sí un «verdadero signo de la misericordia del Padre», escribe el Papa. «Ser confesores no se improvisa. Se consigue cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva [...].
»Ninguno de nosotros es dueño del sacramento —continúa diciendo el Papa Francisco—, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar a ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la misericordia del Padre, que no conoce confines»[54].
Hijas e hijos míos, roguemos al Señor que haga de nosotros instrumentos fieles de su misericordia: los sacerdotes, dedicando muchas horas —todas las que puedan— a perdonar en el nombre de Dios; y los seglares, con el afán constante de preparar las almas de sus amigos y conocidos —mediante una sincera y desinteresada caridad— para ayudarles a sacar mucho fruto del sacramento de la alegría y de la paz.
24. No deseo alargarme más. Os recomiendo que leáis y meditéis a fondo la bula Misericordiæ vultus, y saquéis vuestras propias conclusiones. Allí se habla también de peregrinar a algún santuario para obtener el don de la indulgencia, otorgado por la Iglesia, y favorecer así con abundancia, en los próximos meses, la devoción tierna y filial a nuestra madre la Virgen Santísima. «La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Nadie como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne. La madre del Crucificado Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor»[55].
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 4 de noviembre de 2015
[1] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes (7-XII-1965), n. 40.
[2] Cfr. Francisco, Encíclica Laudato si’ (24-V-2015), n. 77.
[3] Preces del Opus Dei, Oración.
[4] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 2.
[5] San Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 1.
[6] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 5.
[7] San Josemaría, Carta (24-III-1930), n. 1 (AGP, serie A-3, leg. 91, carp. 1). Citada en A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, tomo I, Rialp, Madrid, 1997, p. 299.
[8] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 7.
[9] San Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 8.
[10] Beato Pablo VI, Audiencia general, 14-IV-1976.
[11] San Josemaría, Carta (25-I-1961), n. 1 (AGP, serie A-3, leg. 94, carp. 2). Citada en A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, Madrid, 2003, p. 42, nota 93.
[12] San Josemaría, Notas de una meditación, 11-IV-1952 (AGP, serie A-4).
[13] Ibid.
[14] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 279.
[15] San Josemaría, Carta (25-I-1961), n. 3 (AGP, serie A-3, leg. 94, carp.2).
[16] San Josemaría, Notas de una meditación, 4-VI-1937 (AGP, serie A-4).
[17] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-IX-1971 (AGP, biblioteca, P01). Citado en E. Burkhart — J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid, 2010, vol. I, p. 573.
[18] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 14-VI-1972.
[19] Cfr. Dante Alighieri, Monarchia, 1.
[20] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 9.
[21] San Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 5.
[22] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-III-1972.
[23] San Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 5.
[24] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 173.
[25] San Josemaría, Camino, n. 309.
[26] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 11-IX-1971.
[27] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 20.
[28] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 25-IX-1971.
[29] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-IX-1971.
[30] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 5.
[31] Ibid., n. 10.
[32] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2447.
[33] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 15.
[34] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2447.
[35] San Josemaría, Instrucción (9-I-1935), n. 196 (AGP, serie A-3, leg. 89, carp. 3).
[36] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.111.
[37] Cfr. San Juan Pablo II, Carta ap. Salvifici doloris (11-II-1984), n. 1.
[38] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1520.
[39] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 210.
[40] Cfr. Francisco, Ángelus, 6-IX-2015.
[41] San Josemaría, Carta (24-X-1942), n. 44 (AGP, serie A-3, leg. 91, carp. 5). Citada en Salvador Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid, 1980, 6ª ed., p. 331.
[42] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 200.
[43] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 15.
[44] San Josemaría, Carta (24-X-1942), n. 44 (AGP, serie A-3, leg. 91, carp. 5). Citada en Salvador Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid, 1980, 6ª ed., p. 331.
[45] San Josemaría, Surco, n. 927.
[46] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2012, 3-XI-2011, n. 1.
[47] Ibid.
[48] Ibid.
[49] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 309.
[50] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 225.
[51] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 15. La cita de san Juan de la Cruz es de Palabras de luz y de amor, 57.
[52] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 17.
[53] San Josemaría, Carta (8-VIII-1956), n. 35 (AGP, serie A-3, leg. 94, carp. 1).
[54] Francisco, Bula Misericordiæ vultus (11-IV-2015), n. 17.
[55] Ibid., n. 24.
Romana, n. 61, julio-diciembre 2015, p. 305-323.