En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, basílica de San Eugenio, Roma (9-V-2015)
Queridísimos nuevos sacerdotes, queridos hermanos y hermanas:
1. En la oración colecta, hemos pedido a Dios la gracia de vivir «con renovado empeño estos días de alegría en honor de Cristo resucitado»[1]. La ordenación sacerdotal de estos diáconos subraya de modo plástico el júbilo pascual que llena a la Iglesia. Estoy seguro de que esta alegría —como decía el Papa Francisco hace algún tiempo— «penetró en lo íntimo de nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente»[2]. Esta realidad puede afirmarse de cada cristiano, ya que todos hemos sido ungidos en el Bautismo y en la Confirmación por el Espíritu Santo, que nos ha configurado con Cristo y nos ha hecho partícipes de su único sacerdocio. Hoy, de modo diverso, estos hermanos nuestros recibirán una nueva unción del Paráclito, que los configurará con Cristo en cuanto Cabeza de la Iglesia y les comunicará los poderes para desarrollar el ministerio sacerdotal, en el nombre y con la autoridad del mismo Cristo.
Para vosotros, hijos míos, es un día de gozo especial. Y, con vosotros, se goza también la Iglesia. «La alegría del sacerdote es, en efecto, un bien precioso, no sólo para él mismo, sino para todo el pueblo fiel de Dios»[3].
2. La vocación al sacerdocio es una llamada gratuita que Dios dirige a algunos hombres para el servicio de la Iglesia, sin tener en cuenta méritos precedentes ni otras consideraciones. Éste es el modo de actuar de Dios, como enseña la primera lectura de la Misa. Frente a la estrechez de corazón de algunos, que se oponían al bautismo de los primeros gentiles, san Pedro les explica que «Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra la justicia»[4].
Comprobamos la grandeza del amor del Señor —y no podemos saber cuán infinito es— viendo también la procedencia de los nuevos sacerdotes, que pertenecen a cuatro continentes y a quince naciones. Demos gracias al Señor por su bondad y recemos por ellos y por los sacerdotes del mundo entero. Démonos cuenta de que la Trinidad dialoga con cada uno de nosotros, también por medio de circunstancias tan variadas. Al mismo tiempo, os sugiero que recéis por todas las familias del mundo, ya que en el seno de los hogares cristianos Dios suele cultivar —como en un vivero— las diversas formas de vocación a la santidad.
El sacerdocio, decía, es una llamada gratuita, pero tiene una importancia insustituible en la Iglesia. San Josemaría escribe que «muchas cosas grandes dependen del sacerdote: tenemos a Dios, traemos a Dios, damos a Dios [...]. Pensad en esto, en esa divinización hasta de nuestro cuerpo; en esa lengua que trae a Dios; en esas manos que lo tocan, en ese poder de hacer milagros, al administrar la gracia. Nada valen todas las grandezas de este mundo, en comparación con lo que Dios ha confiado al sacerdote»[5].
3. Y vosotros, queridos ordenandos, pensad que desde ahora seréis ministros y dispensadores de los misterios de Dios. Explicaréis a todos la Palabra de Dios; dispensaréis la gracia en los sacramentos, de modo especial en la Eucaristía y en la Penitencia; guiaréis al pueblo cristiano a los pastos de la vida eterna, también con vuestra oración y vuestro buen ejemplo; y serviréis de apoyo a las almas para que conozcan cada vez mejor las maravillas de la vida cristiana.
En una reciente ordenación de presbíteros, el Papa Francisco se expresaba del siguiente modo: «Conscientes de que habéis sido escogidos de entre los hombres y constituidos en lo que se refiere a Dios, ejercitad con alegría y sincera caridad la obra sacerdotal de Cristo, tratando sólo de agradar a Dios y no a vosotros mismos»[6].
Por esta razón —añado con palabras de nuestro fundador— «el sacerdote debe ser exclusivamente un hombre de Dios, rechazando el pensamiento de querer brillar en los campos en los que los demás cristianos no necesitan de él. El sacerdote no es un psicólogo, ni un sociólogo, ni un antropólogo: es otro Cristo, Cristo mismo, para atender a las almas de sus hermanos»[7].
4. Querría recordaros brevemente algunos puntos en relación a vuestro futuro ministerio. En primer lugar, la predicación de la Palabra de Dios. Ex abundantia cordis, os loquitur, afirma el Señor en el Evangelio[8]. Para hablar de Dios, sacad de la abundancia de vuestro corazón bien unido a su Corazón; para esto es preciso que cuidéis nuestra meditación diaria, profundizando en los contenidos de la Sagrada Escritura con la ayuda del Espíritu Santo.
Por lo que se refiera al perdón de los pecados en la Penitencia, tratad siempre de impartir la absolución; y si algún fiel no se hallara bien dispuesto, ayudadlo con paciencia, con caridad, con espíritu de sacrificio. El Señor tenía misericordia de los pecadores y los llamaba a la conversión. Y san Josemaría, que trataba de actuar con un corazón a la medida del corazón misericordioso de Jesús, no dudó en escribir: «Al atender a las almas en el santo sacramento de la Penitencia, acordaos de aquel pasaje del Evangelio, cuando el Señor, a la pregunta sobre cuántas veces se ha de perdonar, responde: “No te digo ya hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22). Siempre: a perdonar siempre, también en el sacramento de la Penitencia»[9]. Y refiriéndose a cuando empezó su trabajo sacerdotal, añadía: «Yo no he tenido inconveniente en perdonar, muchas veces en el mismo día, de muchas faltas de la misma materia a la misma persona, porque “non est opus valentibus medicus, sed male habentibus” (Mt 9, 12); no son los que están sanos, sino los enfermos, quienes necesitan de médico. Y a la vez, habéis de hacer lo necesario para que las almas no abusen de la gracia divina»[10].
¡La Eucaristía! No existen palabras que expresen de modo adecuado la maravilla del sacramento eucarístico. Esforzaos cada día para celebrar la Santa Misa del mejor modo posible. En el sacrificio del altar hallamos todos —sacerdotes y laicos— la gracia que necesitamos para nuestra santificación personal y para la santificación de los fieles. ¡Y no tengáis prisa!, os diré con san Josemaría.
Felicito de nuevo a vuestros padres, a los parientes y amigos, a todos los que participan en esta ceremonia y a cuantos no han podido estar aquí presentes. A todos os pido que roguéis por los nuevos sacerdotes; cuentan de verdad con vuestras oraciones para ser dignos ministros de Aquel que los ha amado con predilección y los ha llamado amigos[11].
Acordaos también de mí en vuestras oraciones. Y elevemos nuestras súplicas a diario por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por toda la humanidad.
Confiamos estas intenciones a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, en el mes de mayo que hemos comenzado, dedicado especialmente a la Santísima Virgen.
¡Alabado sea Jesucristo!
[1] Domingo VI de Pascua, oración colecta.
[2] Francisco, Homilía en la Misa crismal del Jueves Santo, 17-IV-2014.
[3] Ibid.
[4] Domingo VI de Pascua, primera lectura (B) (Hch 10, 34-35).
[5] San Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 17.
[6] Francisco, Homilía en una ordenación sacerdotal, 26-IV-2015.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 79.
[8] Mt 12, 34.
[9] San Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 30.
[10] Ibid.
[11] Cfr. VI Domingo de Pascua, Evangelio (B) (Jn 15, 14).
Romana, n. 60, enero-junio 2015, p. 71-73.