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En la ordenación diaconal de fieles de la Prelatura, parroquia de San Josemaría, Roma (7-III-2015)

Queridísimos Sidnei, Juan José y Rubén, queridos hermanos y hermanas:

1. Los textos de la Santa Misa son muy elocuentes y conmueven el corazón: nos hablan de la misericordia divina. En la oración colecta hemos pedido a Dios: «Mira con piedad a quienes reconocemos nuestra miseria; y ya que nos oprime el peso de nuestras culpas, reconfórtanos con tu misericordia»[1]

Es un tema recurrente en este tiempo litúrgico. La Iglesia nos invita a seguir a Cristo en su último viaje a Jerusalén, para llevar a cabo el sacrificio de nuestra salvación: de toda la humanidad y de cada uno de nosotros. Por eso es importante que renovemos diariamente los deseos de conversión, que han de manifestarse en la oración insistente, en la mortificación asidua, en la práctica de las obras de caridad. De este modo corresponderemos —en la medida de nuestras fuerzas, pero con generosidad— a la misericordia divina.

La mayor manifestación de la misericordia de Dios es la encarnación de Jesucristo y su muerte en la cruz por nuestra salvación. «Tanto amó Dios al mundo —escribe san Juan— que entregó a su Hijo Unigénito; todo el que cree en Él tiene la vida eterna»[2]. Y san Pablo, en la segunda lectura, afirma: «nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; en cambio, para los llamados [...] es la fuerza y la sabiduría de Dios»[3].

La misericordia divina llena toda la tierra. No sólo ha enviado a su Hijo para salvarnos mediante el sacrificio del Calvario y su gloriosa resurrección, sino que ha querido que esta gracia fuese siempre actual, hasta el fin de los tiempos. Para esto, nos ha dejado su Palabra en el Evangelio y ha entregado los sacramentos a la Iglesia, que debemos recibir con frecuencia. Es lógico, pues, que en todo momento —pero especialmente cuando celebramos la Eucaristía— renovemos nuestro agradecimiento y nos propongamos aprovechar del mejor modo estas fuentes de la gracia. Jesús ha sido enviado por el Padre para conversar, para hablar con los hombres y con las mujeres: tiene mucho interés por nuestra vida personal.

2. Entre los siete sacramentos, el Orden ocupa un puesto único: gracias a los ministros sagrados, la Iglesia puede cumplir plenamente su misión. Hoy damos gracias a Dios por la ordenación diaconal de estos hermanos nuestros. Ya desde este momento serán partícipes de la misión salvífica de Cristo en la enseñanza de la fe, en el servicio litúrgico y en el servicio de la caridad. Quisiera referirme brevemente a estos oficios.

En primer lugar, queridísimos futuros diáconos, tenéis que enseñar al pueblo la vía de la salvación indicada por los mandamientos de la ley de Dios. Las diez palabras del Señor en el monte Sinaí están dirigidas a todos los hombres y a todas las mujeres, sin ninguna excepción. Han sido inscritas por Dios mismo en la naturaleza humana desde la creación de nuestros primeros padres; sin embargo, para que no cayeran en el olvido, ha querido el Señor que quedasen registradas en la Sagrada Escritura. Pero hemos de testimoniarlas con nuestra conducta cotidiana, de manera que la gente vea a Jesús cuando nos mire a nosotros.

No olvidemos que los mandamientos no son una ley impuesta desde fuera, ajena a nuestros impulsos y deseos más íntimos; por el contrario, se adecuan plenamente a la naturaleza humana. Dios nos ha creado por amor, para que alcancemos la bienaventuranza eterna, y éste es el camino: no hay otro. Además, contamos siempre con la ayuda del Señor. San Agustín afirma: «Dios no manda cosas imposibles; pero cuando manda, te avisa para que hagas lo que puedas, y pidas lo que no puedas»[4].

El yugo del Señor no es pesado cuando se toma con amor; lo hemos confesado en el salmo responsorial: «la Ley del Señor es perfecta; reconforta el alma [...]. Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón. Los mandamientos del Señor son puros, dan luz a los ojos»[5].

3. Quiero añadir algunas palabras sobre los otros oficios que os esperan. Con la ordenación diaconal, os convertís en colaboradores del obispo y de los presbíteros en el servicio litúrgico. No sólo porque podréis administrar la santa Comunión a vuestros hermanos y hermanas, sino porque os corresponderá cuidar con especial cariño todo lo que se refiere al culto divino. ¡Sí, Jesucristo os espera!: tratadlo con mucha delicadeza.

Finalmente, en lo que se refiere al servicio de la caridad, en estrecha unión con el obispo, recordad que, «sirviendo a Cristo en los demás, con humildad y paciencia», debéis guiar a vuestros hermanos «al Rey, cuyo servicio equivale a reinar»[6]. Si habéis de destacar en algo, que sea en el espíritu de servicio. San Josemaría nos enseñó que «hay que hacerse alfombra en donde los demás pisen blando»[7]. No se trata de una frase bonita, añadía: «Ha de ser una realidad en la vida de cada cristiano». También nos enseñó que «más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[8]. Tratemos de comportarnos así cada día.

Felicito a los parientes y amigos de los nuevos diáconos; os pido que sigáis rezando por ellos y por todos los ministros sagrados, desde el Papa hasta el último diácono recién ordenado. Rezad también por mí, para que cada día sea el siervo bueno y fiel que el Señor espera. Y recemos también para que el Señor suscite muchas vocaciones al sacerdocio.

Para concluir, confiamos nuestras súplicas a la Virgen, en este año mariano que le dedicamos en el Opus Dei. Bajo su protección ponemos de modo especial a todas las familias, elementos fundamentales de la sociedad, y de modo particular a las familias cristianas, que están llamadas a ser verdaderas iglesias domésticas. Así sea.

¡Alabado sea Jesucristo!

[1] Domingo III de Cuaresma, oración colecta.

[2] Domingo III de Cuaresma (B), aclamación antes del evangelio (cfr. Jn 3, 16).

[3] Domingo III de Cuaresma (B), segunda lectura (1 Cor 1, 22-24).

[4] San Agustín, De natura et gratia, nn. 43, 50 (PL 44, 271); citado por el Concilio de Trento.

[5] Domingo III de Cuaresma (B), Salmo responsorial (Sal 18,8-9).

[6] Concilio Vaticano II; Const. dogm. Lumen gentium, n. 36.

[7] San Josemaría, Forja, n. 562.

[8] San Josemaría, Camino, n. 463.

Romana, n. 60, enero-junio 2015, p. 64-66.

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