envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

29 de septiembre

Traslado del cuerpo del beato Álvaro para veneración de los fieles

Palabras de Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei

Basílica de San Eugenio, Roma, 29-IX-2014

Queridos hermanos y hermanas:

Como bien podéis imaginar, hoy pasan por mi mente muchos recuerdos que me llevan a dar gracias a Dios por el siervo bueno y fiel que fue el beato Álvaro del Portillo, obispo y prelado del Opus Dei.

Pienso que todos hubiéramos querido llevar el féretro para agradecer su vida de entrega y servicio a la Iglesia, su interés por cada uno de nosotros y su amor diario a la voluntad de Dios.

Hoy celebramos la fiesta de san Miguel, san Gabriel y san Rafael. Puedo aseguraros que el beato Álvaro tenía gran devoción a estos arcángeles, que recibieron misiones específicas de parte de Dios. El queridísimo don Álvaro era tan devoto que, en una reunión, propuso que, en vez de suprimir las fiestas litúrgicas de san Gabriel y de san Rafael, fuera unificada la celebración de los tres arcángeles en una sola fiesta: la que celebramos hoy.

Imagino que muchos habéis participado esta mañana en la Misa y recordáis las palabras que Natanael escuchó de boca de Felipe: «Ven y verás» (Jn 1, 46). También el beato Álvaro buscó siempre ver y hacer las cosas que Dios le pedía. Llegó a la Obra en sus inicios, en 1935. Quedó impresionado por la fe maravillosa, estupenda, de san Josemaría y, por eso, cuando le sugirieron la posibilidad de seguir a Dios por el camino del Opus Dei, no dudó y respondió con toda la fuerza de su alma, diciendo: “Aquí estoy”. Esta manera de actuar, esta respuesta, fue la que trató de dar todos los días de su vida y lo hizo siguiendo, en primer lugar, el ejemplo de la Virgen —que supo decir ese maravilloso «ecce ancilla Domini» (Lc 1, 38)— y también siguiendo las huellas de san Josemaría: así nos abrió el camino de la fidelidad, de una fidelidad inquebrantable.

Don Álvaro era un hombre de fe, que se fiaba del Señor y de las personas llamadas por el Señor para guiar esta parte de la Iglesia que es la prelatura del Opus Dei. Por eso san Josemaría comprendió, después de poco tiempo, que contaba con una persona en la que podía apoyarse para sacar adelante el trabajo que había comenzado solo, aunque con una gran fe, que contagiaba a todas las personas que lo trataban. Don Álvaro aprendió esa lección de fe y, por este motivo, se fió del Señor durante toda su vida: siempre quiso seguirlo más de cerca.

Así pues, don Álvaro poseía todas las virtudes que hemos escuchado en la lectura de hoy, porque verdaderamente buscaba identificarse constantemente con la voluntad de Dios. Hasta el momento en que el Señor lo llamó a su presencia, supo decir “aquí estoy”, y se marchó al Cielo con una sonrisa y con la paz que siempre comunicaba a las personas que estaban a su alrededor.

Te pedimos, beato Álvaro, con todo nuestro corazón, que todas y todos sepamos ser muy fieles a las llamadas que el Señor nos hace a lo largo del día. Te recordamos con aquella sonrisa, tan habitual en ti; una sonrisa que provenía de tu unión con el Señor, de tu fe en la intercesión de la Virgen y de la seguridad de que monseñor Josemaría Escrivá nos cuidaba desde el Cielo.

Cuando nuestro fundador dejó esta tierra, don Álvaro decidió adecuarse completamente al modo de trabajar de san Josemaría. Y esto fue precisamente lo que Pablo VI le pidió una vez que don Álvaro le hablaba del trabajo apostólico que debía realizarse en todo el mundo. Con la seguridad propia del sumo pastor de la Iglesia, el futuro beato Pablo VI le dijo: «Siempre que deba resolver algún problema o que deba dar orientaciones encomiéndese a monseñor Escrivá, para actuar según su mente»[1]. Don Álvaro obró así: os puedo asegurar que su oración tenía como base su trato con el Señor, pero pasando por la intercesión de la Virgen y por la petición de ayuda a monseñor Escrivá, a quién había visto rezar, crecer en su conversación diaria con el Señor, estimar en mucho el sacrificio y la mortificación gozosa, no con resignación, sino con alegría, porque san Josemaría amaba la cruz, y también el beato Álvaro supo amar la cruz con todas sus fuerzas.

Tenía grandes cualidades humanas y espirituales y buscó desarrollarlas a lo largo de toda su vida. Fue fiel y jamás dejó de aprovechar ninguna de las oportunidades de decir al Señor —como os recordaba antes— “aquí estoy”. Te pedimos, beato Álvaro —padre, amigo— que nos ayudes a todos para que en nuestra vida no haya negaciones, ni siquiera pequeñas, a lo que el Señor nos pide. Ayúdanos, porque necesitamos tu intercesión para servir a Dios, para acogernos a la intercesión de la Virgen y para ser instrumentos fieles a la Iglesia y al Papa y, así, ayudar a responder a todas las necesidades que tiene la sociedad de nuestro tiempo.

Hermanos y hermanas: tenemos ante nosotros los sagrados restos de un hombre, un sacerdote, un obispo, que ha sabido dejar todo lo que hacía en las manos de Dios. Por eso estaba siempre tranquilo, feliz. Era un gran comunicador de paz. Digámosle con sinceridad: ayúdanos a dar testimonio del amor que Dios tiene por nosotros.

Por nuestra parte, busquemos trabajar con sacrificio y renuncia —si es necesario— ya que este es el modo de crecer positivamente en nuestra vida humana y espiritual. Invoquemos a Santa María, a quien tanto ha rezado don Álvaro —me vienen a la memoria las frecuentes visitas que hacía a la madre de Dios y madre nuestra—; acerquémonos a la Virgen, pidámosle que el Señor aumente la gloria accidental de don Álvaro y que él —padre, amigo, hermano— nos ayude siempre a ser constantes y fieles a la voluntad de Dios. ¡Sea alabado Jesucristo!

[1] Cfr. Álvaro del Portillo, Palabras pronunciadas en una reunión familiar, AGP, Biblioteca, P01, 1976, p. 282.

Romana, n. 59, Julio-Diciembre 2014, p. 248-250.

Enviar a un amigo