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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, basílica de San Eugenio, Roma (10-V-2014)

Queridísimos ordenandos, queridos hermanos y hermanas:

1. Cada vez que miro este crucifijo, acude a mi pensamiento esta pregunta: ¿por qué me amas tanto, Señor? ¿Porque me quieres tanto? Preguntas que exigen una respuesta generosa de parte de cada uno de nosotros, porque el Señor desea nuestro amor.

Está aún reciente la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II. Entre los motivos por los que damos gracia a Dios, destaca en primer lugar el de haber enriquecido a la Iglesia con una nueva manifestación de su santidad. Pero no puedo dejar de recordar —sobre todo hoy, en la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura— que, durante los largos años de su servicio pastoral en la sede de Pedro, san Juan Pablo II confirió el presbiterado a una elevado número de fieles del Opus Dei.

Nuestra gratitud, pues, se dirige también a él por haber contribuido de manera significativa a prolongar la cadena de ministros sagrados en el Opus Dei, iniciada en 1944 con la ordenación de los primeros miembros, entre los cuales se cuenta el queridísimo Mons. Álvaro del Portillo. A los dos —a san Juan Pablo II y al futuro beato Álvaro— dirigimos hoy nuestro pensamiento, pidiendo su intercesión para que los nuevos presbíteros, los obispos, los sacerdotes y los diáconos caminen con prontitud por la vía de la santidad. Naturalmente, pensamos también en san Juan XXIII, que con su amplitud y profundidad de miras abrió el camino del Concilio Vaticano II, haciendo una maravillosa siembra de amor y de cura de almas.

Todos los días, pero especialmente hoy, renovamos el propósito de rezar mucho por el Santo Padre, por su trabajo, sus intenciones, sus colaboradores.

Conocemos qué esperan la Iglesia y el mundo de los sacerdotes: que lleven el anuncio evangélico a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, particularmente a nuestro hermanos y hermanas en la común vocación cristiana, preparándoles para recibir con fruto la gracia en los sacramentos. Seréis, pues, queridos hijos, ministros de la misericordia divina, administradores del perdón de los pecados y del Pan de vida. Los textos del IV domingo de Pascua, conocido como domingo del Buen Pastor, nos hablan justamente de la misericordia del Señor, hacia el cual todos hemos de dirigir nuestra mirada. Especialmente los que hemos recibido el ministerio sacerdotal, nos fijamos en el Maestro y Buen Pastor y, como san Josemaría, le pedimos: ¡que yo vea con tus ojos, Cristo mío!

2. En una reciente audiencia, refiriéndose al sacramento del Orden, el Papa Francisco recordaba la recomendación de san Pablo a Timoteo: reaviva el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos (2 Tm 1, 6). Y explicaba así estas palabras: «Cuando no se alimenta el ministerio, el ministerio del obispo, el ministerio del sacerdote, con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios y con la celebración cotidiana de la Eucaristía, y también con una frecuentación del Sacramento de la Penitencia, se termina inevitablemente por perder de vista el sentido auténtico del propio servicio y la alegría que deriva de una profunda comunión con Jesús»[1].

Deseo detenerme en la necesidad de la oración, para llegar a ser verdaderamente sacerdotes cien por cien, como repetía a menudo san Josemaría. ¡Cuántas veces le he oído dar este consejo a los sacerdotes! Ahora basta recordar un texto de la homilía sobre el sacerdocio, en el que describe en pocas palabras la tarea de los presbíteros: «es preciso estudiar constantemente la ciencia de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones, predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en el Sagrario, donde está realmente presente Él, que nos ha escogido para ser suyos, en una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan»[2].

3. Tengamos una confianza muy grande en el Señor, Pastor supremo de la Iglesia; más aún, el único Pastor, ya que los ministros sagrados son solamente instrumentos suyos, elegidos por Él para hacerse presente y operante en medio de su grey. Nos lo recuerda el evangelio de la Misa, en el que Jesús se presenta como Buen Pastor. Llama a sus propias ovejas por su nombre y las conduce fuera. Cuando las ha sacado todas, va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz (Jn 10, 3-4).

Con razón, pues, podemos hacer nuestras las palabras del Salmo responsorial: el Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes prados me hace reposar; hacia aguas tranquilas me guía; reconforta mi alma (Sal 23 [22] 1-3). Especialmente en los momentos oscuros que pueden presentarse en el curso de la existencia, vayamos a Él, que nos espera en el Sagrario, para confiarle el peso que grava sobre nuestra alma, las dificultades que quizá nos agobian. Y nos quedaremos tranquilos. Aunque pase por valles oscuros, no temo ningún mal, porque Tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan (Ibid., 4).

¡Queridos hijos míos! En la Obra, el Señor ha querido ofrecernos un modelo insigne de pastor: san Josemaría, nuestro amadísimo Padre, que se prodigó con tanta dedicación en la formación de los sacerdotes del Opus Dei. Lo recordaba don Álvaro en una de las ordenaciones presbiterales que el Señor le concedió presidir. «No puedo por menos de recordar —decía— la dedicación sin límites con que nuestro Padre cuidó la formación de los miembros de la Prelatura que nos preparábamos para la ordenación sacerdotal»[3].

Añado ahora que he podido comprobar personalmente que san Josemaría pedía a todos los fieles de la Prelatura —y, por tanto, también a los sacerdotes— que renovasen cada día el empeño diligente por servir a las almas, sin olvidar a los pobres, a los enfermos, que son un tesoro para la Iglesia y para la sociedad; con su ayuda nació esta pequeña parte de la Iglesia que es el Opus Dei.

Nos estamos acercando a la beatificación de don Álvaro, que tendrá lugar en el mes de septiembre. Os recomiendo que acudáis con confianza a él y que recordéis su vida de servicio fiel a Dios y a las almas. Con palabras suyas, os repito: «No os asuste nunca la desproporción entre vuestra poquedad y la grandeza de estos misterios de Dios de los que vais a ser dispensadores. Que esta desproporción, mientras os impulsa a luchar por la santidad personal, sea siempre motivo de admiración y gratitud a la bondad de Dios»[4].

4. Antes de concluir, deseo dirigir un saludo especial a los padres, a las hermanas y a los hermanos de los nuevos sacerdotes, a sus parientes y amigos aquí presentes, y también a los que nos siguen desde lejos. Agradeced al Señor el regalo que os ha otorgado; que esta ordenación sacerdotal sea para vosotros un estímulo que os acerque más a Dios. Y vosotros, queridos hijos, no olvidéis nunca todo lo que debéis a la oración, a la educación y al buen ejemplo que habéis recibido en el seno de vuestras familias. Tened presentes las palabras que san Juan Pablo II dirigía a los sacerdotes:

«La llamada a la oración con las familias y por las familias, queridos hermanos, implica a cada uno de vosotros de manera muy personal. Debemos la vida a nuestros padres y con ellos tenemos una deuda constante de gratitud. Con ellos, todavía vivos o si ya pasaron a la eternidad, estamos unidos por un estrecho vínculo que el tiempo no puede destruir. Si debemos a Dios nuestra vocación, un papel significativo en ésta lo han tenido también ellos (...). Cada sacerdote puede decir de sí mismo: “Soy deudor de Dios y de los hombres”. Son numerosas las personas que nos han acompañado con el pensamiento y con la plegaria»[5].

Unámonos, pues, a la oración de la Iglesia para que el divino Sembrador siembre en todo el mundo, cada vez con mayor abundancia, la llamada a servirle en el sacerdocio ministerial. Confiemos nuestra súplica a María, Madre de todos y especialmente de los sacerdotes, en este mes dedicado a ella. ¡Sea alabado Jesucristo!

[1] Papa Francisco, Discurso en la audiencia general, 26-III-2014.

[2] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[3] Mons. del Portillo, Homilía en una ordenación sacerdotal, 6-IX-1992.

[4] Don Álvaro del Portillo, Homilía en una ordenación sacerdotal, 1-IX-1991.

[5] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes por el Jueves Santo 13-III-1994.

Romana, n. 58, Enero-Junio 2014, p. 54-57.

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