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En la fiesta de san Josemaría, basílica de San Eugenio, Roma (26-VI-2014)

Queridos hermanos y hermanas:

Este año, la fiesta de san Josemaría Escrivá tiene lugar entre dos solemnidades del tiempo litúrgico: el Corpus Christi, que hemos celebrado en Italia el domingo pasado, y el Sagrado Corazón de Jesús, que se conmemora mañana. Esta coincidencia me llena de particular alegría. Recuerdo bien la piedad con la que el fundador del Opus Dei se preparaba para ambas fiestas. En estos días, con agradecimiento filial, trataba de ofrecer a la Santísima Trinidad —con más intensidad de la habitual— actos de adoración, de acción de gracias, de reparación por las ofensas que nosotros, hombres y mujeres le causamos, y tantas intenciones por la Iglesia y por el mundo. Esforcémonos por transcurrir estas jornadas de la misma manera. Tratemos de entrar más profundamente en estos grandes misterios que Dios nos ha revelado para nuestra salvación.

Nos sirve de ayuda también el ejemplo de Mons. del Portillo, de quien hemos recordado ayer el septuagésimo aniversario de la ordenación sacerdotal. Como preparación para su beatificación, que será el próximo 27 de septiembre, podemos pedirle que interceda por nosotros delante de Dios, para que colme nuestras mentes y nuestros corazones con los mismos sentimientos que él, como buen hijo de Dios, había aprendido de san Josemaría y que cultivó a lo largo de toda su vida.

En la Misa de hoy, el pasaje del Génesis recuerda que Dios tomó al hombre que había creado y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivase (Gn 2, 15). En estas palabras, san Josemaría descubría la doctrina sobre la santificación del trabajo profesional, que se presenta como «participación en la obra creadora de Dios (…). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»[1].

Esta doctrina se ha abierto camino en la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, pero nosotros debemos tratar de difundir esta maravillosa realidad que nos introduce en la vida de Dios. Pidamos explícitamente la gracia de ponerla en práctica siempre con mayor fuerza en las circunstancias de nuestra existencia, de manera que tanto todas nuestras actividades profesionales, como las familiares y las de descanso, contribuyan a acercarnos a Dios acompañados de muchas otras personas.

Esta aspiración es posible gracias al Paráclito que, como enseña la carta a los Romanos, vive dentro de nosotros por la gracia y nos guía. En efecto, nosotros no hemos recibido un espíritu de esclavos, sino que hemos recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: “Abba, Padre” (Rm 8, 15).

Entre las consecuencias operativas del hecho de ser y de saberse hijos de Dios, el Evangelio pone en evidencia una, muy importante: la necesidad de perdonar las ofensas.

«Lo que expresan estos textos —escribió el Pontífice— es la absoluta prioridad de la “salida de sí hacia el hermano” como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios»[2].

Por tanto, una característica esencial de los hijos de Dios es estar siempre dispuestos a perdonar. El Maestro, desde lo alto de la Cruz, imploró indulgencia para todos los que lo habían entregado. San Josemaría y tantos otros fieles a lo largo de la historia de la Iglesia, siguiendo las pisadas de Jesús, han sabido perdonar, sin ningún rencor, a aquellos que les hostigaban o les causaban daños y ofensas. Y el fundador del Opus Dei lo afirmaba con simplicidad y agradecimiento a Dios, cuando decía: «no he necesitado aprender a perdonar, porque Dios me ha enseñado a querer»[3].

Queridos hermanos y hermanas: hoy, en esta liturgia, podemos hacer examen personal —sin escrúpulos, pero con sinceridad— para descubrir si, en algún rincón de nuestros corazones, conservamos un pequeño rencor contra alguien, si tratamos menos bien a algunas personas. Podría parecer una cosa pequeña, pero los resentimientos, los rencores que a veces pueden estar en nuestro interior, pueden convertirse en gusanos que destruyen y reducen a polvo en nuestros afectos más genuinos, los que manifiestan con más claridad nuestra condición de hijos de Dios.

«Pidamos al Señor —podemos implorar con las palabras del Papa Francisco— que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo!»[4].

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.

[2] Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 179

[3] San Josemaría, Surco, n. 804.

[4] Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 101.

Romana, n. 58, Enero-Junio 2014, p. 57-58.

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