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San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte)

Jaime Cárdenas del Carre

Doctor en Derecho Canónico (Universidad de la Santa Cruz, Roma)

Máster Conflictología (Universitat Oberta de Catalunya)

En la primera parte de este estudio se ha analizado la enseñanza de san Josemaría acerca del perdón, su lugar dentro del mensaje del Opus Dei y el modo en que el Fundador de la Obra lo vivió personalmente. Se ha hecho especial hincapié en la novedad liberadora del perdón y en su conexión directa con la caridad que es, en primer lugar, amor de Dios. La respuesta del cristiano —se afirmaba con san Josemaría— es “ahogar el mal en abundancia de bien” y abrir los brazos a la humanidad, como Jesucristo sacerdote. En esta segunda parte se exponen algunas de las ideas centrales de la homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad. Más adelante, se detalla cómo reaccionaba san Josemaría ante las ofensas. Finalmente, se cierra el estudio con una referencia a la práctica del perdón en la sociedad contemporánea en pro de una cultura de la paz.

1. La homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad

Planteamiento y líneas de fuerza

La homilía “El respeto cristiano a la persona y su libertad”, fechada el 15 de marzo de 1961, se encuentra en Es Cristo que pasa, el último de los libros que san Josemaría publicó en vida, en 1973.

Es una meditación sobre la caridad cristiana, la comprensión y el perdón, e incluye también una reflexión sobre determinados hechos que habían dejado huella en su interior, madurada desde la caridad y su sentido de la libertad y la justicia. Se trata de un texto sapiencial.

El tema central no es tanto el análisis de las exigencias prácticas de la caridad hacia los demás, como una meditación sobre el doble precepto de la caridad. El “amarás a Dios” aparece de manera implícita como hilo conductor del discurso. Su consecuencia, el “amarás al prójimo”, se desarrolla explícitamente, al tiempo que se desvelan algunas consecuencias derivadas de la ausencia de esa virtud en las relaciones personales y sociales.

El hilo conductor es la identificación del cristiano con Cristo en el ejercicio de la caridad. “Como consecuencia, la caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo (…). La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien”[1]. San Josemaría llamaba a esta transformación progresiva el “endiosamiento bueno”[2]. La esencia de la transformación es capacitarnos para vencer el mal con el bien.

El origen de la homilía parece descansar en las incomprensiones sufridas, que arrancan de “la falsa mentalidad de que el público (…) tiene derecho a conocer e interpretar los pormenores más íntimos de la existencia de los demás”[3]. De la insatisfacción de este deseo insano o morboso o la interpretación torcida de las actuaciones ajenas, nacen los ataques a las víctimas, que “han sido con frecuencia y durante largos años la diana de ejercicios de tiro de murmuraciones, difamaciones y calumnias”[4].

En ese contexto, san Josemaría se referirá a su propia experiencia al difundir el mensaje del Opus Dei. La gran mayoría de la gente le entendía y otros, aunque no compartían sus modos apostólicos, respetaban al Fundador y sus apostolados. “Pero nunca falta una minoría sectaria que, no entendiendo lo que yo y tantos amamos, querría que lo explicásemos de acuerdo con su mentalidad: exclusivamente política, ajena a lo sobrenatural, atenta únicamente al equilibrio de intereses y de presiones de grupos. Si no reciben una explicación así, errónea y amañada a gusto de ellos, siguen pensando que hay mentira, ocultamiento, planes siniestros”[5].

Las calumnias procedían sobre todo de dos focos. El primero, la falta de comprensión de la novedad del mensaje de la llamada universal a la santidad en medio del mundo[6] y cierta celotipia ante la labor apostólica desarrollada por el Fundador. De esa celotipia y de la falta de comprensión del fenómeno apostólico, pasaban algunos al ataque a la Obra o a la persona del Fundador, pensando que al minar su reputación sufriría también la fundación[7]. El segundo, confundir el Opus Dei con un nuevo grupo político o de presión, atribuyendo erróneamente a la Obra las libres actuaciones individuales de sus miembros en su actividad profesional, política, etc[8].

A propósito de estos temas desarrollará su idea de la libertad cristiana, el derecho a la propia intimidad y los ataques que pueden sufrir. La calumnia implica la negación de la libertad y frecuentemente lesiona el derecho a la intimidad.

Al final del texto retomará el hilo conductor, la caridad. Si hay amor a Dios, habrá también amor al prójimo, respeto a la persona. La transformación de la inteligencia y la voluntad abren los ojos para ver que “la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador”[9].

La libertad, el derecho a la intimidad y a ser uno mismo

Uno de los grandes mensajes de san Josemaría es la llamada a la libertad[10]: la reivindicación de la libertad de los hijos de Dios. Este santo repite que Dios ha creado al ser humano digno, libre y responsable. En la sociedad la libertad se traduce en pluralismo. Así entendido, el pluralismo es una fuente de riqueza[11]. Pero puede ser una fuente de conflictos, si hay ataques a la libertad o si faltan la justicia y la caridad. Éstas han de estar presentes en la formación de la pluralidad, como un aliento desde dentro, desde cada persona. San Josemaría, más que estar de acuerdo con el pluralismo, o simplemente tolerarlo, mira con más profundidad, subrayando que el respeto se debe originariamente a la persona por su dignidad. Hay que respetar a la persona, que es digna y libre, y por tanto al pluralismo y las diferencias que se derivan de dicha condición.

El derecho a la intimidad, al evitar que se tenga que ventilar la propia vida, es indispensable para salvaguardar la libertad de actuación. San Josemaría habla de la violación de este derecho, del sufrimiento de las víctimas y de la necesidad de defenderlo: “Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio”[12].

En su reivindicación del derecho a la intimidad y a la fama, invocará el suelo común de la dignidad humana, donde todas las personas se encuentran con independencia de su fe. “En esta defensa suelen coincidir todos los hombre honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y sus dolores de familia; y, sobre todo, a hacer el bien sin espectáculo, a ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas tareas en servicio de los demás”[13].

Pone en guardia sobre la posible falta de coherencia, de unidad de vida, ante el peligro de adulterar la caridad hasta llegar a la injusticia. Llamarse cristiano no es garantía de querer bien a la gente. Así, dice que “no debemos extrañarnos de que muchos, también gentes que se tienen por cristianas, se comporten de modo parecido: imaginan, antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no sólo lo piensan, sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la muchedumbre”[14].

El mensaje del Opus Dei necesita de la libertad como se necesita el oxígeno para vivir. Al ser el anuncio una llamada a la santidad de todas las personas mediante la santificación del trabajo, la familia y las relaciones sociales, la libertad aparece como algo previo, como el único caldo de cultivo adecuado para la propagación del mensaje.

Pero no todos comprendieron esta radical libertad del cristiano. Esa falta de comprensión está también presente en el origen de las calumnias. En el nivel más visible, la buena fama fue la primera víctima. En un nivel más profundo, que san Josemaría percibió inmediatamente, la verdadera víctima era la libertad y el respeto debido a cada persona.

Por eso san Josemaría fue un incansable defensor de la libertad: “Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante”[15].

Desgranará luego la trama de la calumnia. Indicará los métodos y argumentaciones utilizados para calumniar y cómo, siguiendo un itinerario perverso, esos métodos se han convertido en usos aceptados en la sociedad, sobresaliendo entre ellos la presunción de culpabilidad del otro, el adoptar la sospecha como norma. A la aceptación general de esos métodos y argumentaciones, ha contribuido el mal uso que, en ocasiones, se ha hecho de los avances técnicos en los medios de comunicación, sirviendo a veces de vehículo de injusticias.

El final del recorrido es la banalización de la calumnia, que rebaja la dignidad de la persona y el respeto a ella. La ley de la sospecha parece haberse impuesto en las relaciones individuales, sociales, económicas, etc., y la confianza es un valor a la baja.

Siguiendo con las consecuencias de la presunción de culpabilidad y la sospecha surge el meaculpismo, descrito también por san Josemaría: “Así, se parte a veces de que todo el mundo actúa mal; por tanto, con esta errónea forma de discurrir, aparece inevitable el meaculpismo, la autocrítica. Si alguno no echa sobre sí una tonelada de cieno, deducen que, además de malo rematado, es hipócrita y arrogante”[16].

Las palabras de san Josemaría resuenan hoy con la misma fuerza y actualidad que entonces[17] y apuntan a la importancia de que las relaciones interpersonales se asienten en la verdad y en la caridad, único modo de generar confianza en el cuerpo social.

La caridad: de la oscuridad a la luz

San Josemaría analizará después el desconcierto del ofendido, sus reacciones, su situación de indefensión y el modo de afrontar con espíritu cristiano las calumnias, con una actitud de perdón. Por último describirá cómo, al conocer a Jesucristo, se inicia en la persona un proceso de transformación que le conducirá a percibir la dignidad de cada persona y en consecuencia, a un cambio en su mirada y en sus relaciones. El proceso va, de pensar mal como norma, a la justicia y a la caridad que llevan a respetar y querer a todos, con consecuencias concretas.

San Josemaría compara el ejercicio y el efecto de la caridad con el paso de la ceguera a la luz. “Entre los que no conocen a Jesucristo hay muchos hombres honrados que, por elemental miramiento, saben comportarse delicadamente: son sinceros, cordiales, educados. Si ellos y nosotros no nos oponemos a que Cristo cure la ceguera que todavía queda en nuestros ojos (…) percibiremos las realidades terrenas y vislumbraremos las eternas con una luz nueva, con la luz de la fe: habremos adquirido una mirada limpia”[18]. Todo ello es acorde con nuestra dignidad.

Para eso, partiendo de la escena de la curación del ciego de nacimiento contada por san Juan[19], se centra, no en la curación del ciego, en el milagro, sino en las actitudes de los personajes que intervienen: Jesús, los discípulos y los fariseos. “Quisiera ahora fijarme en otros rasgos: concretamente, para que veamos que, cuando hay amor de Dios, el cristiano tampoco se siente indiferente ante la suerte de los otros hombres, y sabe también tratar a otros con respeto; y que, cuando ese amor decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás”[20].

Los personajes del Evangelio miran al ciego cada uno desde su corazón: Jesús lo ve con ojos de misericordia y piensa en curarle; los discípulos le preguntan a Jesús cuáles son los pecados causa de la ceguera, si los del ciego o los de sus padres, dando por sentado (como era habitual en el contexto religioso-cultural de entonces) que si alguno sufre una desgracia es porque ha hecho algo malo. Los fariseos, por su parte, no quieren creer lo que tienen delante, e intentan forzar la realidad hasta encofrarla en sus prejuicios.

San Josemaría describe la paulatina transformación de los discípulos en su contacto con Cristo y el obstinado cierre a Dios de los fariseos. En los primeros veremos cómo el amor de Dios transforma verdaderamente a las personas, cambiando el paradigma de su relación con los demás. Los segundos, al cerrarse en sí mismos, no querrán ver a su hermano, el ciego, y lo expulsarán de la sinagoga, pues “esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes”[21].

Gracias al contacto con Cristo, el ciego recupera la vista y los discípulos pasan de la oscuridad a la luz: “se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión”[22]. Por su parte, los fariseos se aferran a su ceguera convencidos, como tantos, de que quien sospecha está en lo cierto y es superior a los demás. Cristo devuelve la luz al ciego y transforma a sus discípulos, pero no logra devolverla a los fariseos, y respeta también su libertad.

En los últimos compases de la homilía, san Josemaría invita al lector a afrontar las ofensas con las actitudes del cristiano transformado: hacer el propósito de “no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien (…), no entristecernos nunca si nuestra conducta recta es mal entendida (…), si el bien que (…) procuramos realizar, es interpretado torcidamente (…). Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio (…), si se trata de ataques personales”[23].

2. Actitud ante las calumnias

Justificación

Hemos examinado hasta aquí las fuentes que conformaron la actitud de san Josemaría hacia el perdón. Toca ahora detenerse en cómo la vivió efectivamente y cómo reaccionaba ante las ofensas, perdonando a los agresores.

Las calumnias empezaron cuando la Obra, fundada en 1928, empieza a ser conocida a principios de los años treinta en Madri[24]. Tras el intervalo de la guerra, en los años cuarenta y cincuenta los ataques fueron especialmente duros[25]. Por ejemplo, entre otros, testimoniaba Mons. Pedro Cantero: “fue tal la violencia de aquellas calumnias y ataques, que, si la Obra hubiese sido algo meramente humano, habría sido destruida o hubiese quedado muy maltrecha”[26]. Los ataques siguieron en los años sesenta y hasta el fin de su vida en 1975[27].

Queremos centrarnos en estos hechos por varias razones:

La primera, que la permanencia en el tiempo de la calumnia y cada nueva agresión, reclamaron de san Josemaría vivir de manera heroica la caridad y la fortaleza. Se constata en los testimonios de quienes le conocieron y en sus escritos, que su actitud ante las ofensas fue la misma hasta el final de su vida. Hay una línea constante de perseverancia y crecimiento en la caridad. Como recordaba el Cardenal Bueno Monreal, “es éste un capítulo en el que, quizá Josemaría encontró ocasión de madurar, creciendo en la práctica heroica de la caridad”[28].

La segunda, que toda esa época está vinculada al trabajo fundacional de san Josemaría: extender el Opus Dei, explicar su espíritu, proteger el carisma y fijar su marco jurídico dentro de la Iglesia. Las calumnias aparecían como un obstáculo para la expansión de la Obra, pero al mismo tiempo entrelazadas a esa primera expansión y a la persona del Fundador[29].

La tercera razón es que las ofensas provenían frecuentemente de otros católicos, incluidos eclesiásticos, que deberían —aun discrepando de sus puntos de vista, de sus modos apostólicos o de su espiritualidad— tratarle con caridad. El hecho de que las ofensas vinieran de católicos o eclesiásticos añadía gravedad y dolor a las mismas. Estas agresiones se distinguen de las recibidas durante la guerra civil, en la que se le perseguía por ser sacerdote.

En cuarto lugar, el tipo especialmente ofensivo de agresión que constituye la calumnia. La calumnia lesiona la justicia al atacar el honor y la fama. Lesiona también la caridad. Es un tipo de daño cuyos efectos, una vez activados por el ofensor, quedan fuera de su voluntad, adquieren vida propia y se propagan como una metástasis que invade un cuerpo sano. La calumnia se repite, y es recibida a menudo sin contrastar su verdad o falsedad. La repetición genera estereotipos, en forma de clichés, que después son muy difíciles de borrar. Todavía hoy persisten residuos de calumnias lanzadas en aquella época, como ya preveía el Fundador que sucedería[30].

Es también característico de la calumnia su potencial de violencia psicológica. A diferencia de otras agresiones, que duran un tiempo determinado y luego cesan, la calumnia actúa continuadamente en el tiempo y su duración es indeterminada, perpetuando el dolor. Esto puede producir en el ofendido una verdadera tortura psicológica y el sometimiento a una tensión permanente.

Por último, hay que precisar en otro orden de cosas que, remitiéndonos a los hechos, reflejados en la rápida expansión del Opus Dei por el mundo, la inmensa mayoría de las personas entendían la novedad del mensaje del Opus Dei: “muchos miles de personas —millones—, en todo el mundo, lo han entendido”[31].

Humildad

La primera actitud que encontramos en San Josemaría, más que una actitud, es un punto de llegada que condicionará el conjunto de su respuesta a las calumnias. Los ataques a su fama propiciaron el progresivo desprendimiento de sí mismo, iniciado ya en los años previos. Dios se sirvió de las campañas difamatorias para conducirle de la mano hacia la humildad, la purificación y la identificación con Cristo en su Pasión. Lo contaba él mismo, recordando un momento concreto en la época más difícil, a principios de los años cuarenta: “llegó un momento en el que tuve que ir una noche al Sagrario (…), a decir: Señor —y me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones…—, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero? Desde entonces me importa un pito todo”[32].

Ese llegó un momento es revelador del proceso interior en el tiempo de san Josemaría, de sus posibles zozobras y resistencias interiores a admitir que su fama quedara hecha trizas, como algo que Dios permitía. Las palabras si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?, son el punto de llegada a un grado de humildad a partir del cual ya no se preocupará, entre otros aspectos, ni de su fama.

¿Cuál fue entonces la actitud de san Josemaría ante las calumnias? Desde el doble fundamento de la caridad y la humildad, sintetizó su postura ante la ofensa en un programa experimentado: “perdonar, callar, rezar, trabajar y sonreír”[33].

Perdonar y rezar

La actitud de san Josemaría ante las calumnias fue la de perdonar siempre y desde el primer instante[34] y rezar por las personas que le habían ofendido. Era consciente de su propia debilidad como hombre y decía que era capaz de “todos los horrores y todos los errores”[35]. Pensaba que Dios le perdonaba siempre; que es el Dios de la mano tendida. Si Él nos perdona así, el cristiano debería hacer lo mismo, también siempre.

“Pude ver que su reacción ante los ataques, algunos tremendos, era siempre sobrenatural y llena de caridad. Pero quisiera aclarar que esto no suponía en él algo así como una reacción estoica, pasiva, o apática. Su reacción era dinámica, de muchísima oración y mortificación (…) y de total confianza en Dios”[36].

El cúmulo de calumnias podría haber dejado en él un poso de amargura, de desconfianza o de cinismo, pero gracias al perdón concedido siempre y desde el primer momento se convirtió en una persona profundamente humana y comprensiva. “En éstas y otras circunstancias semejantes, jamás le vi una reacción de rencor. No era hombre para eso, sino para comprender, perdonar y olvidar”[37].

Traemos también a colación el testimonio sobre san Josemaría de Mons. Juan Hervás, fundador de los Cursillos de Cristiandad. Este prelado sufrió calumnias a causa de los Cursillos en los años cincuenta del siglo pasado. En medio de esa contradicción tuvo que viajar a Roma, pues había sido acusado ante el Santo Oficio. Como era amigo de san Josemaría aprovechó para entrevistarse con él.

Años después, en 1976, recordaba lo que le dijo, después de contarle las tribulaciones por las que pasaba en ese momento: “‘No te preocupes, son bienhechores, porque nos ayudan a purificarnos. Hay que quererles y pedir por ellos’, recalcaba sus palabras cuando me insistía en la necesidad de tener amor a los que no nos comprenden, de orar por los que juzgan sin querer enterarse, e insistía en el deber de prestar sólo nuestra atención a la voz de la Iglesia y no a los rumores de la calle, y mantener, con la ayuda de Dios, el corazón limpio de amarguras y resentimientos. ¡Qué bien me hicieron sus palabras! Era la comunicación de una experiencia personal (…). Aquellos consejos tenían una fuerza de convicción enorme por la autenticidad con que él mismo los había vivido, y los seguía viviendo entonces”[38].

Como ya hemos visto, la decisión de perdonar implica que el ofendido se libera de la carga del ciclo de agresiones. Esta liberación, desde el punto de vista psicológico, viene reforzada por el hecho de rezar por el agresor: desplazamos el centro de atención de uno mismo a otro, se experimenta un cambio en la percepción que tenemos del agresor[39], alejamos de nosotros el victimismo, nos ponemos de algún modo en su lugar y quizá comprendemos que, a veces, hemos podido contribuir al deterioro de la relación. Rezar por quien nos ha agredido también nos reafirma en la decisión de perdonar y de cerrar el paso a la venganza.

Tiempo de callar

“Y dejemos todo en las manos de nuestro Padre Dios, con un divino silencio —Iesus autem tacebat (Mt 26, 63)—, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean”[40].

San Josemaría distinguía en las calumnias aquellas que iban dirigidas contra su persona, de las lanzadas contra la Iglesia o el Opus Dei.

Si se dirigían a su persona, había tomado la decisión de no defenderse. Optó por la actitud del silencio, imitando a Cristo en su Pasión: “él, personalmente, nunca se defendió, imitando de modo eximio el ejemplo del Divino Maestro: Iesus autem tacebat”[41].

En el silencio de Jesús se encuentra su deseo de acoger todas las formas posibles de sufrimiento de la humanidad, dándoles sentido redentor. Aquí parece asumir el sufrimiento de quienes no pueden defenderse de las ofensas, las injusticias, violencias, etc.; muchas veces son personas inocentes, como los niños. Es el silencio de Cristo un silencio que da voz a los que no tienen voz, que grita. San Josemaría quiso identificarse con Jesús también en este aspecto, cuando pudiendo defenderse y teniendo derecho a ello, no lo hizo.

San Josemaría había meditado sobre el silencio de Jesús, como queda reflejado en Camino: “Jesús… callado. —‘Iesus autem tacebat’. —¿Por qué hablas tú, para consolarte o para sincerarte? Calla. Busca la alegría en los desprecios: siempre te harán menos de los que mereces. —Puedes tú, acaso, preguntar: ‘Quid enim mali feci?’ —¿qué mal he hecho?”[42].

El silencio del que estamos hablando es un silencio exterior. Hacia dentro hay que suponer su intenso diálogo con Dios, de progresiva identificación, primero para llegar a la decisión de renunciar a la defensa y, en segundo lugar, para aceptar y amar cada situación calumniosa concreta que se presentaba. Era un silencio voluntario, consciente, que nada tiene que ver con la resignación.

El silencio se movía en dos direcciones. Por un lado, renunciando a la defensa ante ataques personales. Por otro, adoptando la actitud de no hablar de las calumnias, fueran personales o no, ni entre los suyos, si no era necesario, ni con los ajenos que no tenían razón para conocerlas, evitando de raíz cualquier posible falta de caridad.

En la misma línea, también durante largos años, y con el mismo fin de vivir la caridad, san Josemaría guardó silencio sobre las campañas difamatorias que se cernieron sobre él. Muchos episodios concretos, con nombres, fechas y circunstancias, se los ha llevado a la tumba.

Quiso inculcar a sus hijos la misma línea de conducta, y pidió a los fieles de la Obra que sufrieran calumnias durante la expansión apostólica, que no hablaran entre ellos de esos hechos para evitar la tentación de faltar a la caridad hacia las personas involucradas[43].

Tiempo de hablar

“Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar”[44]. Su constancia en perdonar sin excepciones estaba alejada de una simple actitud de evitar conflictos, de omitir deberes por una caridad sentimental o de no señalar el error.

Por eso, cuando las ofensas no iban dirigidas contra él, sino contra la Iglesia o el Opus Dei, entonces su sentido de la justicia le hacía intervenir, actuar y hablar ante los responsables. En el organismo de su vida interior, la caridad modulaba la aplicación de la justicia y de la fortaleza evitando, por un lado, un falso perdón, que sería una omisión en el ejercicio de la fortaleza y una injusticia y, por otro, una justicia o una fortaleza aplicadas con una frialdad y un rigorismo tales que no respetasen la dignidad del ofensor, dejando de ser virtudes.

San Josemaría tenía una fuerte conciencia de ser responsable ante Dios de que el carisma fundacional quedara nítido y no perdiera integridad durante su transmisión. Las calumnias contra la Obra se interponían en este proceso y ponían en peligro tanto el espíritu como la existencia misma de la institución, sobre todo en sus primeros momentos de vida.

Por eso, como fundador, salir en defensa de la Obra o de sus hijos espirituales era un deber de justicia. En estos casos, entraban en juego elementos distintos a él mismo: el carisma del Opus Dei, las personas que se incorporaban a la nueva fundación y otras que participaban de los apostolados. “Hubo momentos en los que incomprensiblemente hubo quienes quisieron destruir la Obra o dificultar el desarrollo. Josemaría ponía todos los medios para aclarar la verdad porque era el imperativo de la caridad: no dejar a nadie en el error. Después con las personas, comprensión: jamás le oí hablar mal de alguien”[45].

Distinguía entre el perdón, la justicia y la proclamación de la verdad. El perdón no significa renunciar a la verdad. Perdonaba a quienes calumniaban, pero no claudicaba del derecho a defender y aclarar el espíritu de la Obra. Escribía en 1961: “siempre he procurado contestar con la verdad, sin prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados, arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad”[46].

Años más tarde, a partir de 1970, en momentos de grave crisis en el seno de la Iglesia, san Josemaría dio también muestras de valentía, fortaleza y amor a la verdad al defender públicamente, ante miles de personas, a la Iglesia y al Papa[47].

Trabajar y sonreír

Uno de los efectos de la calumnia es su poder paralizante. Actúa como un veneno en el sistema nervioso central del alma. La víctima, al verse dañada en la reputación que se tiene de ella, siente que el suelo se abre bajo sus pies y lo que más desea es pasar desapercibida. Quienes sufren la calumnia, “no saben dónde poner los ojos: están aterrados, no las creen posibles, piensan si será todo una pesadilla”[48].

Por eso, a la hora de la consecución del bien, la calumnia representa un obstáculo formidable, pues la tentación es desistir. Junto al natural abatimiento, surge el temor a seguir actuando y ceder al miedo es un modo de evitar nuevos ataques. La persistencia de las calumnias y su generalización también puede plantear dudas sobre el propio proyecto y la seguridad de estar obrando el bien: “¿Si tantos están en contra, incluidas personas de la Iglesia, no será que yo estoy equivocado?”. Parece razonable que esta pregunta asomase en su interior. Realmente, es difícil ponerse en el lugar de una persona calumniada, por el sufrimiento, temores, angustias y dudas que se pueden generar.

La actitud de trabajar supera el peligro de parálisis al que la calumnia invita. Trabajar suponía evitar lamentos estériles, no perder tiempo criticando al adversario, no obsesionarse con la calumnia. No era ésta una respuesta formulada desde la pasividad, sino, como señalábamos antes, una respuesta dinámica, de determinación que, partiendo de una “total confianza en Dios”[49], implicaba rezar y seguir trabajando. Trabajar era también defender la verdad cuando y ante quien fuera necesario, transmitir fe y seguridad a sus hijos y continuar con el desarrollo de los apostolados.

En este sentido señala Mons. Santos Moro: “Me admiró mucho su actitud de paciencia y, al mismo tiempo, de fortaleza para continuar su caminar seguro, firme y sin desmayos llevando a cabo lo que Dios le pedía, con absoluta confianza en Él”[50].

Esta actitud trasluce una fe gigante en Dios y en el carisma que había recibido, mucha caridad para perdonar, esperanza en que Dios allanaría las dificultades y, como fruto de las tres virtudes, fortaleza, equilibrio, seguridad, serenidad, paz interior y alegría.

Nos detenemos en la alegría, que es la última actitud que examinamos y a la que se refería con la palabra sonreír. Sonreír es consecuencia de amar la voluntad de Dios que permite la acusación injusta.

La tristeza, la preocupación, la falta de serenidad y quizá la disminución de la confianza en Dios y el pesimismo, son frutos naturales de la calumnia, por la posición en que coloca a su víctima. San Josemaría describía la angustia propia del calumniado recordando el “relato de Susana, aquella mujer casta, falsamente incriminada de deshonestidad por dos viejos corrompidos (…) ¡Cuántas veces la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en vuestras manos a pecar contra el Señor (Dan 13, 23)”[51].

Por eso son llamativos los testimonios de quienes le trataron en esa época, en los que se refleja una estabilidad de ánimo constante, en medio del clima calumnioso en el que vivió durante tanto tiempo: “Yo mismo me admiro ahora de poder afirmar que no le vi nunca preocupado; es decir, nunca noté que pudiera estar pasando un momento difícil. No hay duda de que su fe en Dios, su esperanza en el auxilio de su Padre Dios y, en consecuencia, su alegría y su humor, le permitían, no sólo no perder la paz, sino contagiar a los demás esa enorme confianza en que se cumpliría lo que Dios quería”[52].

En el testimonio de Mons. Pedro Cantero, que citamos a continuación, aparece de nuevo el rasgo sacerdotal de la identificación con Cristo, ahora como fuente de la alegría. San Josemaría entendió así esta virtud, como una ganancia de la adhesión amorosa a la voluntad de Dios Padre.

“Me asombra recordar ahora que nunca —pasase lo que pasase— perdió su característica sonrisa. No era la sonrisa fácil de un hombre bondadoso al que todo le salía bien o la del que no se da cuenta de lo que ocurre; era la manifestación externa de su paz interior: esa paz que procedía de abrazar, con las veras de su corazón, una cruz cuyas dimensiones nadie conocíamos con exactitud. Era el gozo y la paz que viene de esconderse en las llagas del Señor: de aceptar, cuando las situaciones son duras, la voluntad de aquel Dios que quiere identificarnos con su Hijo en la Cruz”[53].

3. El perdón como estilo de convivencia y la cultura de la paz

Parámetros culturales y perdón.

El mensaje del perdón, su puesta en práctica entre los cristianos y su asimilación en la cultura y en la legislación, han sido factores civilizadores de la cultura occidental. Sin embargo, el perdón se encuentra hoy con algunas corrientes culturales predominantes que lo desnaturalizan y hacen difícil entenderlo y, más aún, practicarlo.

La regresión del perdón se puede rastrear en el deterioro de las relaciones personales, en la creciente incapacidad para restaurar rupturas, en la judicialización de las relaciones familiares, o en la preocupación y el temor de vivir en sociedades polemizadas, conflictivas y, en ocasiones, violentas[54].

Recordaremos brevemente tres de esas corrientes, ciñéndonos a su impacto sobre el perdón.

Para el relativismo la decisión de la persona es la que determina la bondad o la maldad de sus actos, sin referencias objetivas. Esta perspectiva subjetivista tiende también a excusar las propias actuaciones y en consecuencia a difuminar y borrar la culpa. Sin conciencia de ofensa no hay culpa, y sin culpa no hay necesidad de pedir perdón[55]. El relativismo conduce también a la banalización del mal, que refuerza la ausencia de culpa, diluye las fronteras de la ofensa y hace inútil el perdón. El relativismo obstruye asimismo la posibilidad de compartir un terreno de principios donde podamos reconocer al otro, también cuando nos ofende.

El individualismo, por su parte, propugna la autonomía radical de la persona, que no concibe la necesidad de ser salvado por algo o alguien ajeno a él mismo, ni de que su actuación influya en los demás[56]. La presencia del perdón en las relaciones interpersonales supone que se acepta la existencia de una fraternidad universal y la fragilidad del ser humano, que completa la verdad sobre la persona en la sociedad. No podemos, sin peligro de hacernos daño, eliminar artificialmente aquellas realidades que nos recuerdan que dependemos unos de otros[57].

El individualismo dificulta la actitud de ponerse en el lugar del otro. “La imagen individualista del hombre nos impide entender el gran misterio de la expiación: ya no somos capaces de comprender el significado de la forma vicaria de existencia, porque según nuestro modo de pensar cada hombre vive encerrado en sí mismo; ya no vemos la profunda relación que hay entre todas nuestras vidas y su estar abrazadas en la existencia del Uno, del Hijo hecho hombre”[58].

Para quien ha de perdonar, el individualismo puede conducir a formas distorsionadas de perdón, como puede ser, entre otras, otorgarlo desde la voluntad de poder, no desde la gratuidad, como si el destino del ofensor estuviera en nuestras manos y su liberación de la culpa dependiera exclusivamente de nosotros[59]. La tercera corriente es el hedonismo, que lleva a evitar el sufrimiento, presente en todos los conflictos, pues “la ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de remediar”[60].

En el perdón siempre hay dolor. “La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego ese proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados”[61].

Pedir perdón también tiene su precio: la expiación[62], la reparación del orden roto por la ofensa y reencontrar la verdad sobre uno mismo, traicionada por la ofensa cometida. Es el proceso del reconocimiento de la verdad, el arrepentimiento, la petición de perdón, la reparación y el compromiso de evitar nuevas ofensas[63].

No hay atajos para el perdón. Intentar llegar a él y a la liberación de la culpa sin asumir el dolor, dificulta el perdón y promueve también la proliferación de falsos perdones[64], que no harán más que perpetuar las heridas e impedir el cierre del ciclo de ofensas[65].

El influjo general de estas corrientes culturales en la sociedad tiene como resultado la creación de una red de relaciones fundadas en el interés. Cuando estas relaciones son las dominantes estaremos construyendo una sociedad que, culturalmente, no entiende bien la necesidad de los actos gratuitos, y por tanto del perdón, acto gratuito por excelencia.

Por eso Benedicto XVI, detectando estos síntomas en nuestras sociedades, ha dicho que “la ‘ciudad del hombre’ no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas”[66]. La existencia de actos gratuitos garantiza la consistencia del amor en nuestras vidas y en la sociedad. La caridad no puede formar parte sólo de la periferia de las relaciones sociales, sino que tiene que estar en su centro[67].

Efecto global: “sembradores de paz y de alegría”

El ser humano es relacional y el cuidado de las pequeñas relaciones tiene un efecto capilar y multiplicador. La caridad actúa en círculos concéntricos, de dentro hacia fuera, al contrario de lo que ocurre con el ciclo ofensa-venganza, que se representa como una espiral que absorbe hacia su centro destructivo lo que encuentra a su paso.

Benedicto XVI advierte sobre este punto que la caridad “da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”[68].

El perdón ha de ser un recurso vivido sobre el terreno, interiorizado desde la caridad y practicado en el matrimonio, en la familia[69], en la escuela, en la amistad, en el trabajo, en todas las situaciones. El perdón debe dejar de ser un hecho predicado y poco practicado y convertirse en una experiencia diaria del “estilo de vida”[70] del cristiano transformado. El perdón no es una fórmula de excepción.

La unidad de vida que predicaba san Josemaría, que es una llamada a la coherencia de vida cristiana, pide vivir el perdón siempre y desde el primer momento. Por eso, lo habitual será practicar el perdón en la vida corriente. De lo contrario, por la propia naturaleza de la agresión, de la ofensa menuda se pasa a los sentimientos negativos y la incomunicación[71].

Se dice que hay que aprender a perdonar[72]. Quizá, pensando en la caridad como fuente del perdón, sería más propio decir que hay que aprender a querer, a amar: amar a Dios y, desde Él, amar al prójimo, aunque ofenda[73]. Si no se perdona, no se ama. El problema del perdón puede ser su puesta en práctica, cuando la ofensa se ha cometido y las emociones se desencadenan; o cuando la vergüenza de la culpa se presenta como un sentimiento insuperable y la verdad de la ofensa aparece demasiado cruda como para ser afrontada. En ese sentido sí puede ser necesario un aprendizaje: ¿cómo se perdona?, ¿qué pasos hay que dar?, ¿con qué hay que enfrentarse?

Muchos autores, desde cualquier perspectiva, sea religiosa, psicológica, política, social, etc., coinciden básicamente en los mismos puntos[74]: verdad (reconocimiento), arrepentimiento (pesar por el daño causado), publicidad (solicitar el perdón al ofendido); como consecuencias, compromiso de no ofender de nuevo y reparación (restablecimiento de la situación anterior)[75].

Para saber qué es el perdón, es necesario vivir la experiencia de otorgarlo y recibirlo. Descubrir su compenetración con la dignidad humana, su adecuación a nuestra psicología y afectividad y la belleza de sus efectos. Como escribe Alejandro Llano, la palabra “perdón” “es la única que siembra paz y que, si se repite sinceramente y se procede en consecuencia, acaba por tener un efecto performativo, es decir, produce lo que significa”[76].

El resentimiento y la venganza miran al pasado y en él permanecen, fraguando sentimientos agresivos. Igualmente, el rechazo del perdón concedido encierra en el pasado y lastra las relaciones de presente y de futuro. Por el contrario, el perdón supera el pasado, por vía del amor, la verdad, la justicia y el sufrimiento, abriendo nuevas oportunidades de futuro, renovando las relaciones desde dentro del hombre; ¿con qué compararemos el perdón?: es como un “bautismo antropológico” que nos regenera a una nueva vida de relación. Veremos entonces que el perdón, personalmente experimentado, otorgado y recibido, “da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado”[77].

“Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama”[78].

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.

[2] San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica, cit., punto 283: “y tratarás a Dios…, y conocerás tu miseria…, y te endiosarás… con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres”. Vid. también comentario, p. 457.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 68.

[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.

[6] Cfr. Del Portillo, Á., Entrevista, cit., p.117-118.

[7] Señala Peter Berglar: “En la campaña contra la Obra organizada en los años cuarenta por unos pocos (pero muy activos) enemigos, también jugaban un papel preponderante —aunque quizá nos cueste creerlo— los celos por el gran poder de atracción que el apostolado de la joven familia espiritual ejercía en toda España. De los celos a la envidia hay sólo un paso muy pequeño, el necesario para perder el equilibrio que separa la debilidad de la malicia”. Berglar, P., OPUS DEI, Vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1987, p. 225.

[8] Es en esta época cuando algunos miembros del Opus Dei empiezan a tener relieve público en la vida social o política. Quienes calumniaban sostenían que el Opus Dei actuaba a través de estas personas, de acuerdo con una estrategia política. San Josemaría sale al paso de la situación, defendiendo un aspecto esencial del espíritu del Opus Dei: “Desde hace más de treinta años, he dicho y escrito en mil formas diversas que el Opus Dei no busca ninguna finalidad temporal, política; que persigue sólo y exclusivamente difundir, entre multitudes de todas las razas, de todas las condiciones sociales, de todos los países, el conocimiento y la práctica del amor a Jesucristo”. Es Cristo que pasa, n. 68. Sobre las enseñanzas de san Josemaría en torno a la formación cristiana y a la libertad en materias sociales y políticas, cfr. Ángel Rodríguez Luño Á., Conciencia cristiana y cultura política en las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Conferencia impartida durante las 46ª Jornadas de Cuestiones Pastorales, Secularismo y cultura de la fe, Castelldaura, 25 y 26 de enero de 2011; disponible en http://jornadacastelldaura2011.wordpress.com

[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa n. 72.

[10] Cfr., para mayor profundización en la relación entre libertad y misión apostólica, Rhonheimer, M., Transformación del mundo, La actualidad del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2006, cap. IV, p. 91-116.

[11] La libertad es uno de los temas centrales del mensaje de san Josemaría. En este sentido, escribía el filósofo Cornelio Fabro: “En plena sintonía con el Concilio Vaticano II, es más, se podría decir que superándolo en audacia, Monseñor Escrivá de Balaguer propone como primer bien para respetar y estimular el empeño temporal del cristiano, precisamente la libertad personal. ‘Solo si se defiende la libertad individual de los demás con la consiguiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya”, Fabro, C., Un maestro de libertad cristiana, en “L’Osservatore Romano”, 2-VII-1977.

[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 69.

[13] Ibid.

[14] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 67.

[15] San Josemaría,, Es Cristo que pasa, n. 184.

[16] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 69.

[17] Hoy más que nunca, debido a los medios técnicos de divulgación (principalmente TV e Internet), crecen simultáneamente la gravedad de la calumnia, al llegar a más personas, y su banalización, por frecuencia y aceptación.

[18] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.

[19] Cfr. Jn 9, 1-41.

[20] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 67.

[21] Ibid.

[22] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.

[23] Ibid.

[24] Cfr. Del Portillo, Á., Entrevista, cit., p. 117.

[25] Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., donde trata ampliamente el tema, especialmente en pp. 451-553.

[26] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Palabra, Madrid, 1994, p. 79, testimonio de Mons. Pedro Cantero. En este libro se recogen testimonios de personas que trataron personalmente al Fundador. Los testimonios avalan la gravedad de las calumnias y ofrecen un mapa de las actitudes de san Josemaría ante ellas.

[27] Cfr. Del Portillo, Á., Entrevista…, p. 123.

[28] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 23, testimonio del Cardenal José María Bueno Monreal.

[29] Las calumnias están unidas a la primera expansión porque tuvieron el efecto indirecto de que el mensaje del Opus Dei llegara a personas y lugares no previstos.

[30] “El hecho peor está, seguramente, en que estas deformaciones y este modo falso de interpretar como malas las cosas más santas, quedarán arraigados, incrustados, en el espíritu de mucha gente y quizá de toda una generación. Y podrán ser la causa de una obstinación increíble, para no reconocer la verdad”, Carta 29-XII-1947 / 14-II-1966, n. 67, citada por Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., p. 541.

[31] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.

[32] Artículos del Postulador, cit., pp. 328-329.

[33] Del Portillo, Á., Entrevista, cit., p. 124.

[34] “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti”. San Josemaría, Camino, punto 452. Vid., comentario a este punto en Camino, Edición histórico-crítica, cit., p. 596-597.

[35] San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica, cit., comentario al punto 45, p. 257.

[36] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., testimonio de Mons. José López Ortiz, p. 228.

[37] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., testimonio del P. Silvestre Sancho Morales, O.P., p. 400. Sobre el perdón y el olvido, la cuestión no es tanto olvidar o no olvidar, pues hay hechos que no se pueden borrar de la memoria. “No se trata de olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos nuevos, aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que sólo el amor construye, mientras el odio produce destrucción y ruina. La novedad liberadora del perdón debe sustituir a la insistencia inquietante de la venganza”. Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997. En la misma dirección de distinguir la decisión de perdonar del aspecto emocional y psicológico, señala el Compendio del CCE en el n. 595: “no está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla, pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión”.

[38] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 202, testimonio de Mons. Juan Hervás Benet.

[39] Vid. punto 802 de Forja, in fine, donde, después de referirse a los que le hacían mal como “bienhechores”, decía: “Y resultará que, a fuerza de encomendarles a Dios, les tendrás simpatía”.

[40] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.

[41] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 104, testimonio de Mons. Laureano Castán Lacoma.

[42] San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica, cit., punto 671. Vid. también comentario, p. 773.

[43] La persecución y las calumnias se desataron con mucha virulencia en Barcelona, en 1941. En mayo de 1942, san Josemaría escribía al director del único centro del Opus Dei que había en esa ciudad: “+ Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde. Queridísimos: estamos de enhorabuena, porque el Señor nos trata a lo divino ¿Qué os voy a decir? Que estéis contentos, spe gaudentes!: que padezcáis, llenos de caridad, sin que de vuestra boca salga nunca ni una palabra molesta para nadie, in tribulatione patientes!: que os llenéis de espíritu de oración, orationi instantes! Hijos: ya se barrunta la aurora, y ¡cuánta cosecha, en esa bendita Barcelona, con el día nuevo! Sed fieles. Os bendigo. Un abrazo de vuestro Padre, Mariano”. Carta a Rafael Termes Carreró, desde Madrid, 2-V-1942, citada en Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., p. 479; para los sucesos de Barcelona, vid. pp. 474-496.

[44] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.

[45] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 56, testimonio de Mons. Abilio del Campo y de la Bárcena. En el mismo sentido Mons. Laureano Castán Lacoma, p. 104.

[46] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.

[47] Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, III, cit., donde se relatan los viajes apostólicos a la Península Ibérica en 1972, p. 646-660, y a Sudamérica y Centroamérica en 1974 y 1975, pp. 695-735.

[48] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 68.

[49] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 228, testimonio de Mons. José López Ortiz.

[50] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 252, testimonio de Mons. Santos Moro Briz.

[51] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 68.

[52] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 23, testimonio del Cardenal José María Bueno Monreal.

[53] Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 79-80, testimonio de Mons. Pedro Cantero.

[54] Cfr. Bauman, Z., Miedo líquido, La sociedad contemporánea y sus temores, Paidós, Barcelona, 2007.

[55] “Me parece que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el eclipse de la gracia del perdón. (…) El hombre no puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella; se convierte para él en una “ley” que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso donde el perdón, el verdadero perdón lleno de eficacia, no es reconocido y no se cree en él, hay que tratar la moral de tal modo que las condiciones de pecar no pueden nunca verificarse propiamente para el individuo. A grandes rasgos puede decirse que la actual discusión moral tiende a librar a los hombres de la culpa, haciendo que no se den nunca las condiciones de su posibilidad”. Ratzinger, J., “Una compañía en el camino”, La Iglesia. Una comunidad en camino, 5, 4, Ed. Paulinas, Madrid 1992, p. 90.

[56] Hannah Arendt resalta el perdón como interdependencia entre las personas cuando señala que “el perdón (…) realizado en soledad y aislamiento carece de realidad y no tienen otro significado que el de un papel desempeñado ante uno mismo”. Arendt, H., La condición humana, cit., p. 257.

[57] La interdependencia de todas las personas, se puede detectar en el plano natural, por ejemplo, en la base de los Crímenes contra la Humanidad, donde se entiende que quien los comete, atenta no sólo contra un ser humano singular, o contra un orden jurídico determinado, sino que ofende a toda la humanidad. El concepto de la fraternidad universal se encuentra también en el Ubuntu, rasgo de la visión africana del mundo, más conocido actualmente por su influjo en la transición de Sudáfrica. Cfr. Tutu, D., No future, cit., p. 34-36. Sobre la “dependencia” como concepto antropológico relevante, cfr. MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes, Paidós, Barcelona, 2001.

[58] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, p. 196.

[59] Cfr. Burggraf, J., Aprender a perdonar, cit.

[60] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cit., p. 195.

[61] Ibid.

[62] Para una visión antropológica de la expiación, cfr. Girard, R., Veo a Satán, cit.

[63] El hecho de que el perdón tenga como presupuestos la verdad y la justicia no ensombrece la incondicionalidad del perdón, ni su esencial gratuidad. Desde el punto de vista del ofendido, el perdón ha de otorgarse de manera incondicionada. Es el ofensor quien no obtendrá el perdón concedido (la liberación de la culpa) si no redime el precio de la ofensa mediante la verdad y la reparación. Cuando todos los elementos se completan, se abre el paso a la reconciliación. El perdón facilita así la vía de la justicia. Cfr. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid, 2005, n. 518.

[64] Cfr. López Guzmán, M., Desafíos del perdón después de Auschwitz, cit., p. 63-121, donde se ofrece un análisis de falsos perdones, basados en distintas causas.

[65] “La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez más difícil superar. (…) La ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza”. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cit., p. 193.

[66] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 6.

[67] Con la “periferia” nos referimos a la actividad asistencial, ONG’s, y otras. Cabría pensar, o actuar en la práctica, como si ese ámbito fuera el propio de los actos gratuitos, mientras que el mundo de las relaciones de trabajo, jurídicas, económicas, etc., fuera el ámbito de los actos debidos, útiles, etc., sin que la caridad tuviera que informarlos. Inversamente, en el ámbito asistencial, debe atenderse ante todo a la justicia, pues la “la justicia es la primera vía de la caridad o, como decía Pablo VI, su ‘medida mínima‘”. Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 6.

[68] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 2.

[69] La familia es el lugar paradigmático de los actos gratuitos. Es en este ámbito de micro-perdón, donde los menores pueden experimentar el perdón y aprender a reconducir las situaciones que pueden generar agresividad, a evitar las ofensas. Se aprende a pedir perdón, a otorgarlo, a superar el rencor y la venganza, a amar de forma gratuita, a ser comprensivo, a adquirir el sentido de la justicia, a respetar a los demás. Hay que referirse también a la solidez de la familia, que es por sí misma una base de aprendizaje de amor y perdón. En las rupturas, la prole pierde a menudo la referencia del amor y de los afectos. Por otra parte, la familia tiene un papel único, pues está en su mano cortar la corriente de los odios que pasan de generación en generación, de padres a hijos. Con frecuencia, el rencor heredado convive con la práctica religiosa, de modo que se educa a los hijos en una religión degenerada. Es necesario purificar la memoria familiar.

[70] Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997.

[71] “y otro tanto sucede con la convivencia: se comienza con un pequeño desaire, y se acaba viviendo de espaldas, en medio de la indiferencia más heladora”. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 15.

[72] Cfr. Sternberg, J. y Sternberg, K., La naturaleza, cit., p. 258.

[73] El perdón, tal y como se entiende en el cristianismo, no es fundamentalmente una técnica, una terapia o una experiencia saludable, aunque pueda tener esos efectos. El CCE, en el contexto del perdón, al glosar el como yo os he amado (Jn, 13-34), señala: “observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida ‘del fondo del corazón’, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios”. CCE, n. 2842.

[74] Cfr., por ejemplo, Tutu, D., No future, cit., p. 218-219; Sternberg, J. y Sternberg, K., La naturaleza, cit., p. 258-259.

[75] El paralelismo con los actos del sacramento de la reconciliación sugiere que éste puede ser visto como modelo del perdón, no sólo con respecto a Dios, sino también entre personas, instituciones e incluso sociedades.

[76] Llano, A., Segunda navegación, Memorias 2, Encuentro, Madrid, 2010, p. 294.

[77] CCE, n. 2844.

[78] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.

Romana, n. 53, Julio-Diciembre 2011, p. 352-374.

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