envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En el 20º Aniversario del Colegio Eclesiástico internacional Sedes Sapientiæ, Roma (16-I-2011)

Podemos empezar esta homilía a partir de las palabras de la Liturgia: gratias tibi, Deus, gratias tibi! O también: laudate Dominum omnes gentes![1].

Te damos gracias, Señor, por todo, y en particular por este año, en el que celebramos el vigésimo aniversario de este seminario, el Sedes Sapientiæ, nacido para prepararos a vosotros, y a muchos otros, para ser sacerdotes.

Gratias tibi, Deus! No nos olvidemos nunca de levantar nuestra alma al Cielo para dar gracias por todos los beneficios recibidos: vosotros, en concreto —y yo y todos—, por haber sido llamados a ser otro Cristo, el mismo Cristo.

Anteayer, viernes, fue anunciado que el venerable siervo de Dios, Juan Pablo II, será beatificado el próximo 1 de mayo. Me acordé inmediatamente de que fue precisamente él quien pidió a mi predecesor que erigiera este seminario, para preparar a seminaristas de todo el mundo para el sacerdocio. Estabais ya presentes en la oración, en el afecto y en la paternidad de aquel siervo de Dios, que coronó su vida, ofreciendo también un testimonio a través de su enfermedad, y manifestando que, en todos los lugares y en cualquier circunstancia, podemos y debemos llevar la Cruz de Cristo, que es para nosotros el camino que nos lleva a la intimidad con Dios. También me vino a la memoria, en aquel mismo momento, la figura de san Josemaría, un sacerdote que os amó y os ama entrañablemente. Cuando entendió que el Señor le llamaba rezó, como consecuencia de su vocación, por los seminaristas y los sacerdotes de todo el mundo, a lo largo de toda su vida.

Cuando llegó a Roma se propuso abrir unos convictorios como este para ayudar, para servir, para aprender, ya que no hacía nada sin seguir la voluntad del Señor, aprovechando todos los recursos de la gracia. También san Josemaría —no penséis que es una imaginación— oró por vosotros para que fuerais fieles a la vocación al sacerdocio, y nos preparáramos y viviéramos el sacerdocio con absoluta fidelidad.

Como he mencionado antes, Juan Pablo II pidió a mi predecesor que erigiera este seminario. Su Excelencia Mons. Álvaro del Portillo, ahora siervo de Dios, cuyo proceso de beatificación se está desarrollando, ya meditó en su corazón y en su alma todo lo que aquí se haría con el tiempo. Se empezó, como sabéis, en una sede provisional, hasta que se logró conseguir esta, para que podáis vivir mejor, y para que podáis formaros mejor en lo humano, en lo espiritual, en lo apostólico y también en lo intelectual.

Tenéis una gran responsabilidad. Pero la consideración de este peso no os ha de abrumar, sino más bien os debe ayudar a llevar la Cruz del Señor con garbo y con mucha alegría. Meditadlo bien: el Señor confía en cada uno de vosotros —en cada uno de nosotros— y os da constantemente su gracia no sólo para que vosotros mismos os santifiquéis, sino también para la santificación de los demás. Recordaréis el pasaje del Evangelio de san Juan donde se dice: non est datus Spiritus ad mensuram[2]. ¡No! ¡El Señor no es tacaño, no regatea lo que nos quiere dar! Nos concede gracia abundante para servirle en todas las circunstancias, y también para que otras personas le conozcan por medio de nuestra vida.

Las ideas que he glosado acerca de la historia de este seminario —que ya conocéis o tendréis que conocer, porque es el lugar donde os estáis formando— son suficientes para pedir a cada uno de vosotros una fidelidad diaria, que no se limite a los momentos en que estamos contentos. Hemos de ser fieles al Señor también cuando encontramos dificultades, porque nos llama a la alegría también en los momentos de contrariedad.

Vosotros sois, en este momento, protagonistas de la historia de la Iglesia. Con vuestra vida estáis haciendo la historia de la Iglesia, la historia de la humanidad. De cada uno de vosotros depende que se conozca más a Cristo, y que Cristo influya más en el mundo contemporáneo y en el futuro. Pidamos al Señor que nos ayude a recorrer bien estos tiempos, como buenos hijos de Dios, como futuros sacerdotes, vosotros que estáis dispuestos a recibir el sacerdocio dentro de algunos años, y pidamos también que sepamos aprender aquí a ser buenos pastores, buenos maestros.

Jesucristo no se ha marchado; el Maestro está aquí con nosotros. Por esto os sugiero que recurráis a una jaculatoria, un deseo que san Josemaría repetía con frecuencia: Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesus! Jesús, sé para mí siempre Jesús, para que yo sepa corregirme; para que sepa mirarme en ti como en un espejo; para intentar dar, junto a ti, tu imagen; para que Tú estés siempre dentro de mí.

Considerad, hermanos míos, lo que leímos el lunes pasado en la Liturgia: multifariam et multis modis[3], en muchas circunstancias el Señor habló a través de los profetas, por medio de los siervos de Dios. Ahora, no lo olvidemos, el Señor habla por medio de cada uno de nosotros. Por este motivo, como hemos recordado en la Liturgia de hoy, es muy importante que correspondamos a la gracia de Dios para ser fieles y ofrecer así un testimonio claro de vida cristiana a todos nuestros hermanos, hombres y mujeres. Hemos de vivir con esta santa preocupación: la de ayudar a todos con nuestra vida.

En la oración colecta hemos pedido la paz para el mundo. Hermanos míos, pidamos la paz para todo el mundo, también para las naciones que se encuentran en dificultad; ahora, en concreto, pienso en Costa de Marfil. Oremos por aquellos países, por toda la tierra, para que se establezca en todo lugar la paz del Señor. La paz humana y la paz del Señor. Si hay la paz de Dios, habrá también la paz humana.

Consideremos también lo que hemos escuchado en la primera Lectura. El profeta Isaías se dirige a nosotros, de parte de Dios, con estas palabras: tú eres mi siervo, mi hijo. ¡Qué maravilla! El Señor nos lleva a vivir su vida. Pensad en la confianza que tiene en vosotros: ¡se fía de ti! ¡Quiere contar contigo! Quiere que tú seas más fiel, que le entregues toda tu vida, porque Él se entregó completamente por ti. Respondamos con el propósito de ponerlo en práctica cada día: ¡Aquí estoy, Señor! Estoy en tu presencia para darte mi respuesta; la respuesta de la entrega total.

Hemos escuchado hoy también a san Pablo, un enamorado de Cristo Jesús. Hermanos míos, que nos enamoremos de Jesucristo, para llegar, con el Espíritu Santo, al Padre y participar de la vida de la Trinidad. Concientes de que si nosotros, cada día, procuramos mejorar, luchando para ser santos, no sólo lograremos este beneficio para nuestra vida, sino que diremos a muchas personas, con el testimonio de nuestra vida, que también tienen que luchar para ser santas, como nos recuerda san Pablo. Decid a todos que todos son llamados a vivir con el Señor y por el Señor.

También hemos escuchado el pasaje del Evangelio que describe cómo actuó san Juan Bautista. Ojalá pudiéramos también nosotros recorrer el mismo camino de humildad del precursor. Nada quiso para sí mismo, sino solo anunciar al Señor. Él nos ayuda a decir: ¡aquí estoy!, ¡he aquí el Cordero de Dios!

Procuremos también -con nuestra vida, con nuestra humildad- “desaparecer”, como decía san Josemaría, para dejar que el Señor actúe en todo lo que hagamos, para que sea Él quien reciba toda la gloria, mientras que nosotros seamos sólo instrumentos fieles, que saben “desaparecer”. Procuremos, con nuestra vida, ayudar a la gente para que conozcan al Señor. Os repito que tenemos esta responsabilidad. De tu vida -de cómo te portas tú, de cómo me porto yo- dependen muchas cosas grandes. Mucha gente se acercará más al Señor o, por el contrario, pasará de largo, con indiferencia.

Es preciso que a nuestro alrededor crezca el amor de Dios y el deseo de conocer al Señor. No podemos permanecer parados en nuestra vida interior. Que nos preparemos cada día espiritualmente e intelectualmente: estudiad con intensidad, con fuerza; buscad llegar hasta el fondo en lo que estudiáis, para estar preparados —de modo que la gente lo sepa— para ser fuente de gracia por vuestro conocimiento de Dios.

¿A quién hemos de dirigirnos para lograr hacer todo esto? A la Santísima Virgen. Hemos de ser muy marianos, siguiendo también las huellas de san Josemaría y de Juan Pablo II. Hemos de decir con sinceridad, tal vez con palabras distintas: totus tuus! Soy todo tuyo, oh Señora, Madre nuestra, para que Tú me lleves a la plena identificación con tu Hijo, de modo que yo le conozca y le ame, y para que, por medio de mi vida, como hiciste Tú, María Santísima, Madre nuestra, también los demás conozcan y sigan al Señor, y lo amen cada vez más.

Demos de nuevo gracias al Señor por el vigésimo aniversario del Sedes Sapientiæ, pero démosle gracias con la vida, no solo con una alegría externa; sino con la vida, con la oración, con la expiación... Podremos dar gloria al Señor sólo si somos hombres que buscan vivir una vida de oración, de expiación, de apostolado.

Pensad también en vuestra tierra. Que deseéis que allí crezca el número de personas que aman a Dios; en vuestras naciones y en el mundo entero. Roguemos por todo el mundo, para que crezca la convicción de que hay que vivir con Cristo y por Cristo. Así sea.

[1] Sal 117, 1.

[2] Cfr. Jn 3, 34.

[3] Hb 1, 1.

Romana, n. 52, Enero-Junio 2011, p. 57-60.

Enviar a un amigo