El futuro del Año sacerdotal, L’Osservatore Romano, Vaticano (21-VIII-2010)
El Año sacerdotal concluyó el pasado 16 de junio. Nos separa un lapso tan breve, que cabe afirmar su actualidad. Por esto, más que proceder a una valoración, miremos las reacciones personales ante lo que la Iglesia ha promovido. ¿Qué ha ocurrido en este Año sacerdotal? ¿Qué impacto ha producido en nosotros, sacerdotes, convocados por el Romano Pontífice a recorrerlo ayudados por la figura de ese ejemplar hermano, san Juan María Vianney?
Estas preguntas reclaman respuestas que cada uno puede darse a sí mismo ante Dios, en la intimidad de su oración. Sin llegar a ese nivel, que trasciende los límites de un artículo, vayamos por un camino menos personalizado, no menos exigente: evocar los objetivos señalados por Benedicto XVI y, desde ahí, sacando consecuencias, orientar el pensamiento hacia el futuro.
“Este año —escribía el Papa en la carta de convocación— desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo”. Citaba también unas palabras que repetía con frecuencia el Cura de Ars y que el Catecismo de la Iglesia ha acogido: “el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”. Para comprenderse a sí mismo, el sacerdote no ha de limitarse a considerar su tarea pastoral; ha de ir mucho más allá, hasta llegar a Cristo, en cuya humanidad reverbera todo el vivir trinitario y en quien ese vivir trinitario se abre a los hombres.
Desde ahí se comprende la hondura de otras palabras de san Juan María Vianney, citadas por el Romano Pontífice: el sacerdote “no se entenderá a sí mismo sino en el cielo”. Sólo en el cielo, al advertir el don infinito e inefable de la entrega de Dios al hombre, el sacerdote saboreará su propia y plena realidad. Dios no sólo ha querido comunicarse a los hombres; ha tomado nuestra misma naturaleza en Cristo Jesús; ha instituido la Iglesia y llamado a hombres determinados a quienes, con el sacramento del orden, convierte en sus ministros e instrumentos. La “audacia de Dios”, que “aún conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y de presentarse en su lugar”, que confía en nosotros hasta “abandonarse en nuestras manos”, esa audacia es “la grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio»” (Benedicto XVI, homilía en la clausura del Año sacerdotal).
Con homilías, cartas y alocuciones pontificias, celebraciones, congresos y reuniones de reflexión, jornadas de oración, se han reiterado por el orbe esas grandes verdades, convocando a todos y especialmente a los sacerdotes a una nueva, profunda y gozosa conversión. Porque no se saborea ese exceso de amor divino propio del sacerdocio, sin sentirse personalmente comprometidos a ser —como solía decir san Josemaría Escrivá de Balaguer— “sacerdotes cien por cien” (homilía Sacerdote para la eternidad, 13-4-1973).
¿Qué supone esta invitación? Responder a esta pregunta requeriría una larga exposición sobre la teología y la espiritualidad del sacerdocio, pero no resulta aventurado detenerse en tres consideraciones fundamentales:
a) reclama ser conscientes de la dignidad del sacerdocio, del valor y la riqueza que implica esa condición, para que esa realidad impregne la totalidad de la conducta; dote de autenticidad los momentos de la existencia, con la certeza de que, a pesar de nuestra pequeñez, Cristo quiere utilizarnos para comunicar al género humano los frutos de su obra redentora;
b) pide al presbítero identificarse con Cristo, alimentar sus “mismos sentimientos” (cfr. Flp 2, 5), morir a sí mismo para que Él habite en nosotros (cfr. Gal 2, 20): sentirse urgido a ser hombre de Eucaristía, vivir la Santa Misa con la fe de que en cada celebración se perpetúa el sacrificio de Cristo, muerto y resucitado, que viene al encuentro de su Iglesia y del sacerdote, para atraerlos hacía Sí y conducirlos con el Espíritu hasta la intimidad filial con Dios Padre;
c) entraña el afán de servir, cum gaudio en Cristo y por Cristo, a la propia grey, a la Iglesia y a la humanidad, de modo que en su ser, como en el de Jesús, no se dé cabida al egoísmo o a la indiferencia ante las necesidades de los demás. Implica dedicarse con empeño, aunque cueste, a cuanto contribuye al bien de las almas, con una efectiva caridad, en la predicación de la Palabra de Dios y en el sacramento de la reconciliación donde, en nombre y con la autoridad de Cristo, el sacerdote otorga el don divino del perdón.
El Año sacerdotal nos ha situado, en el tiempo y desde el tiempo, ante lo eterno, ante un amor de Dios que no pasa, que no cesa, sino que es siempre joven y activo; con la realidad —feliz, sorprendente, y hondamente verdadera— de que ese amor, visible en Cristo Jesús, trasciende a través de la Iglesia, de cada cristiano y de cada sacerdote. El Año sacerdotal está llamado, sin duda, a producir muchos y variados frutos en la predicación, en la catequesis, en la atención a la liturgia, en los diversos campos de la pastoral, y básicamente en la renovación interior de cada sacerdote, también con el aumento de seminaristas en las diócesis. La “audacia de Dios” de la que habló Benedicto XVI en su homilía del 11 de junio, nos convoca a todos —como señalaba el Romano Pontífice— “esperando nuestro sí”.
+ Javier Echevarría
Prelado del Opus Dei
Romana, n. 51, julio-diciembre 2010, p. 353-355.