Carta de abril de 2010
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Ayer, 31 de marzo, se cumplieron setenta y cinco años del día en el que nuestro Padre celebró por vez primera la Misa y dejó reservado el Santísimo Sacramento en la Residencia de Ferraz. Y mañana, 2 de abril, habrán transcurrido cinco años del fallecimiento de Juan Pablo II. Dos aniversarios muy diferentes entre sí, que, sin embargo, causan un eco especial en nuestros corazones. Los dos caen este año en plena Semana Santa. Nos invitan a recorrer la senda de la vocación cristiana en unión estrecha con Jesucristo, realmente presente en la Sagrada Eucaristía, acompañándole de cerca en su Pasión redentora.
Con frecuencia venía a la mente de nuestro Padre que, después de quedarse el Señor en el sagrario del Centro, la labor apostólica experimentó un gran crecimiento. Apenas pasado ese día, sin desaparecer las dificultades —que encontraremos siempre, porque por ese camino anduvo Nuestro Señor—, la cosecha comenzó a manifestarse con más abundancia. Nuestro Padre lo consignó por escrito en una carta al Vicario General de la Diócesis de Madrid-Alcalá: «Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa, se nota extraordinariamente: venir Él, y aumentar la extensión y la intensidad de nuestro trabajo»[1].
Todos conservamos en la mente que la muerte de Juan Pablo II produjo una sacudida espiritual en multitud de personas y dejó frutos innumerables. Estuvo precedida de años, meses y semanas en los que ese gran Pontífice ofreció —con su predicación y con su ejemplo, con su larga enfermedad, con su vida entregada y con su muerte— un testimonio maravilloso de cómo hay que seguir a Cristo. Seguramente recordamos la determinación con que agarraba la Santa Cruz, mientras seguía por televisión el Viacrucis del Viernes Santo, en el que no pudo estar presente.
Estos y otros recuerdos nos pueden ayudar a meternos con más profundidad en las escenas de la Semana Santa. La liturgia del Triduo sacro, que comienza esta noche con la Misa in Cena Domini y concluye con la Vigilia Pascual, rememora elocuentemente el modo que Dios ha elegido para redimirnos. Pidamos al Señor gracia abundante para comprender con más profundidad el don inmenso, verdaderamente inestimable, que ha hecho a la humanidad mediante su sacrificio en la Cruz. ¿Qué te has propuesto para no dejar solo a Jesucristo? ¿Cómo le ruegas que te haga alma generosamente penitente? ¿Pones los medios para que no se produzca aquella desbandada que sucedió a los Apóstoles?
Comentando el himno de la epístola a los Filipenses, que describe el anonadamiento de Dios para salvarnos[2], Benedicto XVI explica que «el Apóstol recorre, de un modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia de Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia del primer hombre, que todos sentimos un poco en nuestro ser, contrapone la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse hombre, no dudó en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y llegó hasta la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por eso es justo —como dice San Pablo— que “al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!” (Flp 2, 10-11)»[3].
Detengámonos a meditar estas palabras de San Pablo, que escucharemos de nuevo el Viernes Santo antes de leer la Pasión según San Juan. Son como la puerta que nos permite introducirnos en los designios divinos, que tantas veces se alejan de los planes meramente humanos. Abracemos las contradicciones que Dios permita o nos envíe, con la seguridad de que son una prueba de su amor, como lo fue la Pasión y Muerte de su Hijo. «No fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega: fue, más bien, una libre elección suya, por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a la que se encaminó —añade San Pablo— fue la muerte de cruz, la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto —comenta el Romano Pontífice— el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros: por amor quiso “despojarse de su rango” y hacerse hermano nuestro; por amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer»[4].
Con su humillación y su posterior exaltación, el Señor nos ha trazado el sendero por el que deben discurrir nuestros pasos en la existencia cotidiana. «La vida de Jesucristo, si le somos fieles —escribió San Josemaría—, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno —en la santificación— como en la conducta externa»[5]. Así, bajo la acción del Espíritu Santo, con nuestra colaboración personal, se irán consolidando los rasgos de Cristo en nosotros. También en la práctica del Viacrucis, podemos meditar con profundidad lo que escribía nuestro Padre: «Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias... Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus»[6].
Hijas e hijos míos, encomiendo al Señor que entendamos a fondo que la mayor manifestación de amor, de felicidad, está en el anonadamiento, porque entonces Dios llena el alma hasta el último pliegue. No olvidemos que son una verdad muy evidente aquellos versos —pobres, apostillaba nuestro Padre— que venían a los labios de San Josemaría: Corazón de Jesús, que me iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres, / hoy me has dado tu Cruz y tus espinas, / hoy digo que me quieres.
El Señor utiliza este modo de actuar —la unión con la Cruz— para santificarnos, y también permite que la misma Iglesia sufra muchos ataques. «No es algo nuevo, comentaba San Josemaría. Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia»[7].
Nada de esto debería sorprendernos. Ya lo anunció Nuestro Señor a los Apóstoles: si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que Yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra[8].
Ciertamente, hay momentos en los que se intensifican los ataques a la doctrina católica, al Papa y a los Obispos; se pone en berlina a los sacerdotes y a cuantos se esfuerzan por llevar una vida recta; se reduce al ostracismo a los católicos laicos que, en uso de su libertad, se proponen iluminar las leyes y las estructuras civiles con las luces del Evangelio. Imagino que todas y todos sentiréis pena por esos pobres que sólo saben tener amargura en sus mentes, en sus almas. Llevémosles al Señor con nuestra oración.
Ante estas situaciones, no hemos de perder el ánimo ni encogernos; sintamos tristeza fraterna por aquellos que se mueven en el error, y recemos por ellos; devolvámosles bien por mal; y tomemos la decisión de ser más alegremente fieles y más apostólicos. Traigamos a nuestra memoria el Dios y audacia de San Josemaría en los primeros años de la Obra, cuando las dificultades en la vida de la Iglesia no eran inferiores a las actuales. Consideremos la afirmación de Nuestro Señor que os acabo de recordar: si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Dios no pierde batallas. Con su amor y su omnipotencia infinitos puede sacar, del mal, el bien.
Muchas veces han cantado victoria quienes pensaban que habían acabado definitivamente con la Iglesia, y siempre la Esposa de Cristo ha resurgido más bella, más pura, para seguir siendo instrumento de salvación entre las naciones. Ya lo señalaba San Agustín en su tiempo, con palabras que nuestro Padre recoge en una de sus homilías. «Si acaso oís palabras o gritos de ofensa para la Iglesia, manifestad, con humanidad y con caridad, a esos desamorados, que no se puede maltratar a una Madre así. Ahora la atacan impunemente, porque su reino, que es el de su Maestro y fundador, no es este mundo. “Mientras gima el trigo entre la paja, mientras suspiren las espigas entre la cizaña, mientras se lamenten los vasos de misericordia entre los de ira, mientras llore el lirio entre las espinas, no faltarán enemigos que digan: ¿cuándo morirá y perecerá su nombre? Es decir: ved que vendrá el tiempo en que desaparezcan y ya no habrá cristianos... Pero, cuando dicen esto, ellos mueren sin remedio. Y la Iglesia permanece” (San Agustín, En. in Ps., 70, II, 12)»[9].
En ocasiones querríamos que Dios manifestara su poder librando definitivamente a la Iglesia de quienes la persiguen. Y quizá nos vienen ganas de preguntar: ¿por qué permites que humillen de este modo al pueblo que Tú has redimido? Es la queja que San Juan, en el Apocalipsis, pone en boca de los que han dado testimonio de Cristo hasta la muerte: Vi debajo del altar a las almas de los inmolados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. Clamaron con gran voz: —¡Señor santo y veraz! ¿Para cuándo dejas el hacer justicia y vengar nuestra sangre contra los habitantes de la tierra?[10]. La respuesta no se hace esperar: se les dijo que aguardaran todavía un poco, hasta que se completase el número de sus hermanos y compañeros de servicio que iban a ser inmolados como ellos[11].
Es el modo de actuar de Dios. Quienes fueron testigos del prendimiento de Cristo, de su juicio inicuo, de su injusta condena, de su muerte ignominiosa, concluyeron equivocadamente que todo había terminado. Y, sin embargo, nunca estaba más cerca la Redención de los hombres, que cuando Jesús sufría voluntariamente por nosotros. «¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio!, comenta el Santo Padre. Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo»[12].
El Señor desea que en los miembros de su Cuerpo místico se cumpla el misterio de abajamiento y de exaltación mediante el cual llevó a cabo la Redención. «El Viernes Santo es un día lleno de tristeza, pero al mismo tiempo es un día propicio para renovar nuestra fe, para reafirmar nuestra esperanza y la valentía de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. La liturgia de este día canta: “O crux, ave, spes unica”, “¡Salve, oh cruz, esperanza única!”»[13]. Os sugiero algo que he visto hacer a nuestro Padre: paladear, meditar, hacer muy suyas esas palabras que se repiten en la Semana Santa de modo especial: Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum!
A la luz de la Resurrección gloriosa, que siguió a la muerte y sepultura de Jesús, los acontecimientos que causan dolor o sufrimiento adquieren su verdadero sentido. Esforcémonos por entenderlo nosotros así, amando en todo momento la Voluntad de Dios, que, aunque no quiere el mal, lo permite para respetar la libertad de los hombres y para hacer brillar más su misericordia. Y tratemos de que lo comprendan muchas otras personas que quizá se muestran confusas o desorientadas.
«Pase lo que pase, Cristo no abandonará a su Esposa»[14]. El Señor sigue viviendo en la Iglesia, a la que ha enviado el Espíritu Santo para acompañarla eternamente. «Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida. Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad»[15]. Y añade nuestro Padre: «Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo»[16].
El día 23 de este mes, celebraremos un nuevo aniversario de la Primera Comunión de nuestro Padre. No sé cómo explicaros su alegría, su adoración, su fervor eucarístico en el día del Jueves Santo. Sí puedo deciros que su agradecimiento y su adoración a Jesucristo en la Hostia Santa eran ejemplares: todo le parecía poco, y rogaba al Señor Sacramentado que le enseñase a amar, que nos enseñase a amar.
Hay otras efemérides de la historia de la Obra en este mes; a vuestra curiosidad sana las dejo, para que, como buenas hijas y buenos hijos, sepamos agradecer a la Trinidad Santísima todas sus bondades con nosotros. Ahora, entre otras cosas, los frutos espirituales del viaje que he realizado a Palermo, el pasado fin de semana.
Seguid rezando por el Papa y sus colaboradores, por todas mis intenciones. La consigna que os propongo es la misma de San Josemaría en los comienzos del Opus Dei: Dios y audacia, fe y valentía, con un optimismo enraizado en la esperanza. Intensifiquemos el apostolado de amistad y confidencia propio de la Obra, sin respetos humanos, fundamentado en una vida de oración y de sacrificio, en un trabajo profesional cumplido del mejor modo posible. Y el Señor hará todas las cosas antes, más y mejor de lo que podamos imaginar.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
@ Javier
Roma, 1 de abril de 2010.
[1] San Josemaría, Carta a don Francisco Morán, 15-V-1935 (cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, p. 546).
[2] Cfr. Flp 2, 6-11.
[3] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-IV-2009.
[4] Ibid.
[5] Forja, n. 418.
[6] Vía Crucis, VI estación.
[7] San Josemaría, Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972.
[8] Jn 15, 18-20.
[9] San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[10] Ap 6, 9-10.
[11] Ibid., 11.
[12] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-IV-2009.
[13] Ibid.
[14] San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[15] Es Cristo que pasa, n. 102.
[16] Ibid., n. 137.
Romana, n. 50, enero-junio 2010, p. 140-145.