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Basílica de San Apolinar, Roma 4-XI-2009

En la inauguración del año académico, Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Hermanos, «nadie puede decir: ¡Jesús es Señor!, sino por el Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Estas palabras de San Pablo nos invitan a invocar con frecuencia la venida del Espíritu del Señor para estar en condición de unirnos también nosotros a Jesucristo, el único Salvador. La búsqueda de esta acción del Espíritu Santo es lo que justifica nuestra presencia hoy aquí, así como la existencia misma de la Universidad.

La actual celebración, que coincide con el veinticinco aniversario del comienzo de la actividad de esta Universidad, coloca en primer plano la necesidad de dar gracias a Dios por todos los bienes recibidos, etiam pro ignotis!, como gustaba decir a San Josemaría. Nos dirigimos a Dios para, en primer lugar, dar gracias. La Misa (eucaristía, agradecimiento) es el momento más oportuno para expresar estos sentimientos en unión al agradecimiento universal por el acontecimiento pascual que en la Misa se realiza. «Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos»[1].

Nuestro agradecimiento se dirige también a San Josemaría y al Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, que han sido los instrumentos que el Señor empleó para convertir en realidad este “sueño”: la Universidad de la Santa Cruz, que hoy contemplamos con nuestros ojos.

Cuando, dentro de pocos minutos, los celebrantes invoquen al Espíritu Santo para que santifique los dones que ofrecemos, pondremos encima del altar nuestra entera existencia y la de todos los miembros del Pueblo de Dios y, de modo especial, el año recién terminado y el que estamos a punto de inaugurar hoy. Esta unión, real pero espiritual, de todo nuestro ser con el Sacrificio eucarístico se manifiesta particularmente oportuna en el Año sacerdotal, ya que en él, unidos al Sumo Pontífice, pedimos «el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»[2].

En la Santa Misa, Cristo, único Sacerdote de la Nueva Alianza, asume todo lo humano y lo convierte en un culto grato a Dios. Nuestra acción de gracias, asumida por el Hijo en la universalidad de su sacrificio para nuestra salvación, sube por tanto hasta Dios Padre.

Debido a esta centralidad del misterio pascual, la Eucaristía ha de presidir todas nuestras actividades. En el Año sacerdotal, la ofrenda eucarística incluirá también, y de modo especial, nuestro trabajo diario (la investigación, el estudio, el cumplimiento de los trámites administrativos, el cuidado de los instrumentos de trabajo, etc.). La costumbre, que muchos de vosotros habéis adquirido, de pasar un momento por la capilla, ante el Sagrario, para saludar a Jesús Sacramentado al entrar o al salir de la Universidad o de la Biblioteca, puede ser un modo práctico de unir vuestros quehaceres diarios al Sacrificio de Cristo. En este sentido, también para los fieles laicos el trabajo llega a ser un terreno privilegiado para ejercer su sacerdocio común, que recibieron en el Bautismo. Procuremos no dejar solo a Nuestro Señor.

Con el impulso que da la gracia del Espíritu Santo, con el alma sacerdotal propia de todos los bautizados, estaremos en condición de fundir el compromiso en el trabajo con la caridad de Dios. En la Encíclica Caritas in veritate, el Santo Padre nos invita a comportarnos precisamente de este modo: «La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice al trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad»[3].

Al inaugurar este nuevo curso académico, en el año sacerdotal, invocamos al Espíritu Santo para que nos enseñe a unir nuestro trabajo universitario con el Sacrificio eucarístico. Para que sepamos conformar nuestras acciones al Amor de Dios. Para que el estudio de las ciencias sagradas no quede como algo separado del misterio pascual. Queremos ir más allá de lo inmediato bajo el impulso del Espíritu Santo.

María, nuestra Madre, siempre llena de gracia, supo poner a disposición del designio salvador de Dios su vida entera. Que Ella, como Mujer eucarística, Asiento de la Divina Sabiduría, nos consiga desde el Cielo la gracia de saber conformar nuestra existencia universitaria con los ideales de la búsqueda de la verdad en la caridad en unión con el misterio pascual que se renueva y actualiza en la Eucaristía.

Alabado sea Jesucristo.

[1] Es Cristo que pasa, n. 88.

[2] BENEDICTO XVI, Carta para la convocación del Año sacerdotal, 16-VI-2009.

[3] BENEDICTO XVI, enc. Caritas in veritate, 29-VI-2009, n. 30.

Romana, n. 49, julio-diciembre 2009, p. 276-277.

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