envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Homilía en las vísperas de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, y Te Deum (31-XII-2008)

Queridos hermanos y hermanas:

El año que termina y el que se anuncia en el horizonte están puestos bajo la mirada y la bendición de la santísima Madre de Dios. También la escultura artística de madera polícroma situada aquí, junto al altar, que la representa en el trono con el Niño que bendice, nos recuerda su presencia maternal. Celebramos las primeras Vísperas de esta solemnidad mariana, y en ellas son numerosas las referencias litúrgicas al misterio de la maternidad divina de la Virgen.

«O admirabile commercium! ¡Qué admirable intercambio!». Así comienza la antífona del primer salmo, y luego prosigue: «El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen». «Cuando naciste inefablemente de la Virgen, se cumplieron las Escrituras», proclama la antífona del segundo salmo, del que se hacen eco las palabras de la tercera antífona, que nos ha introducido en el cántico tomado de la carta de san Pablo a los Efesios: «Reconocemos tu virginidad admirablemente conservada. Madre de Dios, intercede por nosotros». La maternidad divina de María también se pone de relieve en la lectura breve que se acaba de proclamar y que vuelve a proponer los conocidos versículos de la carta a los Gálatas: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (...), para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Ga 4, 4-5). Y también en el tradicional Te Deum, que elevaremos al final de nuestra celebración ante el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto a nuestra adoración, cantaremos: «Tu, ad liberandum suscepturus hominem, non horruisti Virginis uterum»: «Tú, oh Cristo, naciste de la Virgen Madre por la salvación del hombre».

Así pues, esta tarde todo nos invita a dirigir la mirada hacia la mujer que «acogió en su corazón y en su cuerpo al Verbo de Dios y dio la Vida al mundo»; y precisamente por esto —recuerda el concilio Vaticano II— «es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios» (Lumen gentium, 53). El Nacimiento de Cristo, que conmemoramos en estos días, está totalmente iluminado por la luz de María y, mientras nos detenemos en el belén a contemplar al Niño, la mirada no puede dejar de dirigirse también hacia la Madre, que con su “sí” hizo posible el don de la Redención. Por eso, el tiempo de Navidad conlleva una profunda connotación mariana; el nacimiento de Jesús, hombre-Dios y la maternidad divina de María son realidades inseparables entre sí; el misterio de María y el misterio del Hijo unigénito de Dios que se hace hombre forman un único misterio, donde uno ayuda a comprender mejor el otro.

María, Madre de Dios Theotókos, Dei Genetrix. Desde la antigüedad, la Virgen ha sido honrada con este título. En Occidente, sin embargo, durante muchos siglos no se encuentra una fiesta específica dedicada a la maternidad divina de María. La introdujo en la Iglesia latina el Papa Pío XI en 1931, con ocasión del XV centenario del concilio de Éfeso, y la estableció el 11 de octubre. En esta fecha comenzó, en 1962, el concilio ecuménico Vaticano II. Fue después el siervo de Dios Pablo VI, en 1969, retomando una antigua tradición, quien fijó esta solemnidad el 1 de enero. Y en la exhortación apostólica Marialis cultus, del 2 de febrero de 1974, explicó el motivo de esta elección y su conexión con la Jornada mundial de la paz. «En la nueva ordenación del período navideño nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María, (...) que está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa (...), y es, asimismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cfr. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de marzo de 1974, p.2).

Esta tarde queremos poner en las manos de la Madre celestial de Dios nuestro himno coral de acción de gracias al Señor por los beneficios que nos ha concedido abundantemente en los últimos doce meses. El primer sentimiento que nace espontáneamente esta tarde en el corazón es precisamente el de alabanza y acción de gracias a Aquel que nos hace el don del tiempo, oportunidad preciosa de hacer el bien; añadamos la petición de perdón por no haberlo quizás empleado siempre útilmente. Me alegra compartir esta acción de gracias con vosotros, queridos hermanos y hermanas, que representáis a toda nuestra comunidad diocesana, a la que dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo a todos los habitantes de Roma. Dirijo un saludo particular al cardenal vicario y al alcalde, que han comenzado este año sus diversas misiones —el primero, espiritual y religiosa; el segundo, civil y administrativa— al servicio de esta ciudad nuestra. Mi saludo se extiende a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los numerosos fieles laicos congregados aquí, así como a las autoridades presentes.

Al venir al mundo, el Verbo eterno del Padre nos reveló la cercanía de Dios y la verdad última sobre el hombre y sobre su destino eterno; vino a quedarse con nosotros para ser nuestro apoyo insustituible, especialmente en las inevitables dificultades de cada día. Y esta tarde la Virgen misma nos recuerda qué gran regalo nos ha hecho Jesús con su nacimiento, qué precioso “tesoro” constituye para nosotros su Encarnación. En su Nacimiento Jesús viene a ofrecer su Palabra como lámpara que guía nuestros pasos; viene a ofrecerse a sí mismo; y en nuestra existencia cotidiana debemos saber dar razón de él, nuestra esperanza cierta, conscientes de que «el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22).

La presencia de Cristo es un don que debemos compartir con todos. A esto se dirige el esfuerzo que la comunidad diocesana está llevando a cabo para la formación de los agentes pastorales, a fin de que sean capaces de responder a los desafíos que la cultura moderna plantea a la fe cristiana. La presencia de numerosas y cualificadas instituciones académicas en Roma y las numerosas iniciativas promovidas por las parroquias nos hacen mirar con confianza al futuro del cristianismo en esta ciudad. Como sabéis bien, el encuentro con Cristo renueva la existencia personal y nos ayuda a contribuir a la construcción de una sociedad justa y fraterna.

Como creyentes, podemos dar una gran contribución también para superar la actual emergencia educativa. Por eso, es sumamente útil que crezca la sinergia entre las familias, la escuela y las parroquias para una evangelización profunda y para una valiente promoción humana, capaces de comunicar al mayor número posible de personas la riqueza que brota del encuentro con Cristo. Así pues, animo a todos los componentes de nuestra diócesis a proseguir el camino emprendido, realizando juntos el programa del año pastoral actual, que mira precisamente a “educar en la esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento”.

En nuestro tiempo, marcado por la inseguridad y la preocupación por el futuro, es necesario experimentar la presencia viva de Cristo. María, Estrella de la esperanza, es quien nos conduce a él. Ella, con su amor materno, es quien puede guiar a Jesús especialmente a los jóvenes, los cuales llevan imborrable en su corazón el interrogante sobre el sentido de la existencia humana. Sé que diversos grupos de padres, reuniéndose para profundizar en su vocación, buscan nuevos caminos para ayudar a sus hijos a responder a los grandes interrogantes existenciales. Les exhorto cordialmente, al igual que a toda la comunidad cristiana, a dar testimonio a las nuevas generaciones de la alegría que brota del encuentro con Jesús, el cual, al nacer en Belén, no vino a quitarnos algo, sino a dárnoslo todo.

En la Noche de Navidad tuve un recuerdo especial para los niños; esta tarde, en cambio, quiero dedicar mi atención sobre todo a los jóvenes. Queridos jóvenes, responsables del futuro de esta ciudad nuestra, no tengáis miedo de la tarea apostólica que el Señor os confía; no dudéis en elegir un estilo de vida que no siga la mentalidad hedonista actual. El Espíritu Santo os asegura la fuerza necesaria para dar testimonio de la alegría de la fe y de la belleza de ser cristianos. Las crecientes necesidades de la evangelización requieren numerosos obreros en la viña del Señor: no dudéis en responderle con prontitud si os llama. La sociedad necesita ciudadanos que no se preocupen sólo de sus propios intereses, porque, como recordé el día de Navidad, “si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo se encamina a la ruina” (Mensaje Urbi et orbi: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de diciembre de 2008, p. 20).

Queridos hermanos y hermanas, este año se cierra con la conciencia de una crisis económica y social creciente, que ya afecta al mundo entero; una crisis que requiere de todos más sobriedad y solidaridad para ayudar especialmente a las personas y las familias con dificultades más graves. La comunidad cristiana se está ya comprometiendo, y sé que la Cáritas diocesana y las demás organizaciones benéficas hacen lo posible, pero es necesaria la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en construir por sí solo su propia felicidad.

Aunque en el horizonte se ciernen no pocas sombras sobre nuestro futuro, no debemos tener miedo. Nuestra gran esperanza como creyentes es la vida eterna en la comunión de Cristo y de toda la familia de Dios. Esta gran esperanza nos da la fuerza para afrontar y superar las dificultades de la vida en este mundo. Esta tarde, la presencia maternal de María nos asegura que Dios no nos abandona nunca, si nos entregamos a él y seguimos sus enseñanzas. Así pues, con filial afecto y confianza encomendemos a María las esperanzas y los anhelos, así como los temores y las dificultades que llevamos en el corazón, mientras despedimos el año 2008 y nos preparamos para acoger el 2009. Ella, la Virgen Madre, nos ofrece al Niño que yace en el pesebre como nuestra esperanza segura. Llenos de confianza, podremos entonces cantar al concluir el Te Deum: «In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum», «Tú, Señor, eres nuestra esperanza, no quedaremos confundidos eternamente». Sí, Señor, en ti esperamos, hoy y siempre; tú eres nuestra esperanza. Amén.

Romana, n. 47, julio-diciembre 2008, p. 236-239.

Enviar a un amigo