Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, París, Francia (12-IX-2008)
Señor Cardenal, Señora Ministra de la Cultura, Señor Alcalde, Señor Canciller del Instituto de Francia, Queridos amigos:
Gracias, Señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su gran predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la Señora Ministra de la Cultura, que representa al Gobierno, así como al Señor Giscard D’Estaing y al Señor Chirac. Asimismo, saludo a los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO, al Señor Alcalde de París y a las demás Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia, que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias al Príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación de la comunidad musulmana francesa que haya aceptado participar en este encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadán. Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente.
Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a comprender más profundamente su llamada y vivir mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las consecuencias del monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué intenciones tenían? ¿Cómo vivieron?
Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era “escatológica”. No hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo. El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia, una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cfr. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre —una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios—. Pero esto comporta también evidentemente la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra.
Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cfr. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cfr. Leclercq, ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del individuo es simultáneamente un acto corporal. «Sin embargo, si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican comúnmente una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma», dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21).
Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos» (cfr. Ibid., p. 229).
En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine —delante de los ángeles tañeré para ti, Señor— (cfr. 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los monjes, que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz, sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un precipitarse en la «zona de la desemejanza», en la regio dissimilitudinis. Agustín había echado mano de esa expresión de la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de la conversión (cfr. Confesiones VII, 10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza», en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del canto es también cultura del ser y que los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una “creatividad” privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los “oídos del corazón” las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad.
Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente no se la califica como “la Escritura”, sino como “las Escrituras”, que sin embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya este plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no son, desde un punto de vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante: Littera gesta docet - quid credas allegoria… (cfr. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación cristológica y pneumática.
Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el «Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón puede decir que el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido clásico (cfr. n. 108). El cristianismo capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio a través de tal multiplicidad y de la realidad de una historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión, que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan solamente en la palabra y en la historia humana.
Todo el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de san Pablo. Qué significado tenga el trascender de la letra y su comprensión únicamente a partir del conjunto, lo ha expresado de manera drástica en la frase: «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Y también: «Donde hay el Espíritu… hay libertad» (2 Cor 3, 17). La grandeza y la amplitud de tal visión de la Palabra bíblica, sin embargo, sólo se puede comprender si se escucha a Pablo profundamente y se comprende entonces que ese Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: «El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino. Con la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un vasto horizonte, pero al mismo tiempo se pone una clara limitación a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga de manera inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de la Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del monaquismo y ha plasmado profundamente la cultura occidental. Esa tensión se presenta de nuevo también a nuestra generación como un reto frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del fanatismo fundamentalista, por otra. Sería fatal, si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad sólo como la falta total de vínculos y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de vínculos y arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción.
En la consideración sobre la «escuela del servicio divino» —como san Benito llamaba al monaquismo— hemos fijado hasta ahora la atención sólo en su orientación hacia la palabra, en el ora. Y de hecho de ahí es de donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica. Pero nuestra reflexión quedaría incompleta si no miráramos aunque sea brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito con el labora. En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. El monaquismo ha acogido esa tradición; el trabajo manual es parte constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje —como hemos visto— en ella se daban por descontados. En cambio, en un capítulo de su Regla habla explícitamente del trabajo (cfr. cap. 48). Lo mismo hace Agustín que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. “Construir” el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. El Dios cristiano es muy distinto: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción.
Comenzamos indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras y seguridades antiguas, la actitud de fondo de los monjes era el quaerere Deum —la búsqueda de Dios—. Podríamos decir que ésta es la actitud verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las últimas, las verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba por un camino largo y profundo, pero había encontrado ya la dirección: la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo Dios. Entonces debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia Él. Así el camino de los monjes, pese a seguir no medible en su extensión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en algunos aspectos, comporta ya en sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para que esa búsqueda sea posible, que previamente se da ya un primer movimiento que no sólo suscita la voluntad de buscar, sino que hace incluso creíble que en esa Palabra está escondido el camino, o mejor: que en esa Palabra Dios mismo se hace el encontradizo con los hombres y por eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con otras palabras: debe darse el anuncio dirigido al hombre creando así en él una convicción que puede transformarse en vida. Para que se abra un camino hacia el corazón de la Palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe antes ser anunciada desde el exterior. La expresión clásica de esa necesidad de la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros es una frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada la razón bíblica para el trabajo de los teólogos: «Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (3, 15). (El Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse apo-logía, debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos.
El esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» —a los hombres que, con sus preguntas, buscan— se halla en el discurso de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el Areópago no era una especie de academia donde las mentes más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser un predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17, 18). A lo que Pablo replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cfr. 17, 23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir. Que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a que todos los hombres en cierto modo sabemos esto —como Pablo subraya en la Carta a los Romanos (1, 21)— ese saber permanece irreal: Un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos, presencia de la Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn 1, 14): precisamente así en el hecho ahora está el Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable. Ciertamente hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios.
Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. Quaerere Deum, buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.
Romana, n. 47, julio-diciembre 2008, p. 207-215.