Carta de agosto de 2007
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Os recordaba el mes pasado, recurriendo al ejemplo de los primeros cristianos, que el apostolado de los hijos de Dios ha de ser optimista, lleno de seguridad en la eficacia de la labor. El Maestro nos ha dicho: «euntes docete omnes gentes» (Mt 28, 19); id por todo el mundo, enseñad el Evangelio a toda criatura. Y no nos deja solos: «sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Se comprende que a San Josemaría la tierra le resultara pequeña. Recuerdo —se lo oí contar— un episodio sucedido en abril de 1936. Había ido a Valencia para preparar el terreno de la primera expansión apostólica del Opus Dei fuera de Madrid, y allí planteó a un universitario la posibilidad de pedir la admisión en la Obra. Caminando y hablando se llegaron hasta la orilla del Mediterráneo. Aquel muchacho comentó: “¡Padre, qué grande es el mar!”. La respuesta de San Josemaría fue inmediata: «Pues a mí me parece pequeño». Pensaba en otros mares y en otras tierras, adonde sus hijas y sus hijos deberían marchar en cuanto fuera posible, llevando consigo el espíritu recibido de Dios. Y este afán de almas lo alimentó hasta el último instante.
En aquellos momentos, por los avatares de la guerra civil española, no se pudo realizar la deseada expansión apostólica. No se desanimó; ni siquiera cuando, en agosto de 1936, se vio obligado a abandonar la casa donde vivía con su madre y sus hermanos, huyendo de la persecución religiosa que se había desencadenado.
Comenzaron entonces unos meses dificilísimos en los que nuestro Fundador se encontró al menos dos veces al borde del martirio. En esas circunstancias, como conocéis, se refugió en diversos lugares que le ofrecían una escasísima seguridad. Sin embargo, continuó ejercitando en lo posible su ministerio sacerdotal y ocupándose de atender espiritualmente a los primeros miembros de la Obra. Cuando el 31 de agosto de 1937 —hace ahora setenta años— pudo abandonar el precario refugio donde había permanecido varios meses, se dedicó con nueva intensidad a su labor espiritual, arriesgando incluso la vida; una tarea que ya atendía en el escondite del Consulado de Honduras. Los frutos de esa siembra no se perdieron; aparte de que ya entonces fueron copiosos, se recogerían con abundancia más adelante, gracias a la espléndida floración de personas escogidas por Dios para servirle en el Opus Dei.
San Josemaría se sentía ciudadano del mundo; por eso, en ningún sitio se consideraba extranjero. Sabía descubrir inmediatamente el lado positivo de los países y se esforzaba por aprender de las personas con las que se encontraba. Vibraba por cada una de las criaturas, también por quienes no conocía. Durante sus viajes apostólicos, rezaba con generosidad por todos. Podía afirmar con verdad que había hecho la prehistoria de la Obra —la preparación del futuro trabajo apostólico— en muchas naciones donde los fieles del Opus Dei trabajarían años después; yo diría que en todas, porque en sus ratos de oración ante el Sagrario y en las largas horas de trabajo en el despacho, recorría una vez y otra el mundo entero, poniendo a los pies del Señor la futura labor de sus hijas y de sus hijos. Le gustaba tener en la mesa un mapamundi: industria que le servía para recorrer con la imaginación el mundo entero, con hambres de cristianizarlo o recristianizarlo.
También nosotros, como nuestro Padre, hemos de salir en busca de todos. Nadie nos resulta indiferente: «De cien almas nos interesan las cien» (San Josemaría, Surco, n. 183). Meditad unas palabras de Benedicto XVI dirigidas a los cristianos: «No podemos guardar para nosotros la alegría de la fe; debemos difundirla y transmitirla, fortaleciéndola así en nuestro corazón. Si la fe se transforma realmente en alegría por haber encontrado la verdad y el amor, es inevitable sentir el deseo de transmitirla, de comunicarla a los demás. Por aquí pasa, en gran medida, la nueva evangelización a la que nos llamó nuestro amado Papa Juan Pablo II».
«De manera siempre delicada y respetuosa, pero también clara y valiente, debemos dirigir una peculiar invitación al seguimiento de Jesús a los chicos y chicas que parecen más atraídos y fascinados por la amistad con Él» (Discurso en la inauguración de la asamblea diocesana de Roma, 11-VI-2007). Nosotros hemos de plantear esta posibilidad a muchas chicas y a muchos chicos jóvenes, para servir a la Iglesia y a las almas en el Opus Dei, en el celibato o en el matrimonio. El Señor está empeñado en mandar un gran número de apóstoles que desplieguen por todas partes el anuncio alegre del Evangelio, con el ejemplo de su vida y la fuerza de su palabra. No nos detengamos en las dificultades culturales o de ambiente, aunque sean objetivas. Porque también la gracia de Dios es algo muy objetivo, es el factor principal con el que necesariamente hemos de contar. Por eso, con palabras de San Josemaría, os repito: «¡es cuestión de fe!»
Convenzámonos de que el Señor, desde antes de la creación del mundo (cfr. Ef 1, 4), ha elegido a muchas y a muchos para que sean pescadores de hombres (Lc 5, 10), sirviéndole indiviso corde (cfr. 1 Co 7, 25-30), sin la mediación de un amor humano. Tengamos, pues, como dirigidas a nosotros, aquellas palabras del profeta Jeremías, que nuestro Fundador aplicaba a las circunstancias concretas de cada uno. «He aquí, promete el Señor, que yo enviaré muchos pescadores y pescaré esos peces» (Jr 16, 16). «Así nos concreta la gran labor: pescar. Se habla o se escribe a veces sobre el mundo, comparándolo a un mar. Y hay verdad en esa comparación. En la vida humana, como en el mar, existen periodos de calma y de borrasca, de tranquilidad y de vientos fuertes. Con frecuencia, las criaturas están nadando en aguas amargas, en medio de olas grandes; caminan entre tormentas, en una triste carrera, aun cuando parece que tienen alegría, aun cuando producen mucho ruido: son carcajadas que quieren encubrir su desaliento, su disgusto, su vida sin caridad y sin comprensión. Se devoran unos a otros, los hombres como los peces».
«Es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los hombres entren —en libertad— dentro de la red divina, para que se amen. Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo: «seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres (Mt 4, 19), dice a Pedro y a Andrés» (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 259).
«Así es, efectivamente —decía Benedicto XVI en la Misa de comienzo del pontificado—: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios (...). Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo» (Homilía, 24-IV-2005).
No nos debe extrañar que algunos se resistan a esa estupenda invitación. Puede suceder con hombres o mujeres dotados de excelentes condiciones humanas, gentes con posibilidades de dar mucha gloria a Dios, de ser instrumentos eficaces en sus manos... y, sin embargo, no responden o, al menos, no responden con la prontitud deseable. «¡Qué compasión te inspiran!..., comenta San Josemaría. Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú —miserable— has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?».
—Reza, mortifícate, y luego—¡tienes obligación!— despiértales uno a uno, explicándoles —también uno a uno— que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad» (San Josemaría, Surco, n. 182).
Mirad cómo se expresaba San Agustín, a propósito de quienes no se mostraban dispuestos a escucharle cuando les urgía a cambiar de conducta, a ser buenos cristianos. Hablando de los deberes del buen pastor —y todos, en la Iglesia, hemos de ser al mismo tiempo oveja y pastor—, el Santo Doctor escribía: «Hay ovejas contumaces. Cuando se las busca, estando descarriadas, dicen en su error y para su perdición que nada tienen que ver con nosotros. “¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?”. Como si la causa por la que nos preocupamos de ellas y por la que las buscamos no fuera que se hallan en el error y se pierden. Contestan: “Si me hallo en el error, si estoy perdido, ¿para qué me quieres? ¿Por qué me buscas?”. Porque estás en el error te quiero llamar de nuevo; porque te has perdido, y quiero hallarte. “Así quiero errar, responde; de este modo quiero perderme”. ¿Quieres errar así y así perderte? ¡Con cuánto mayor motivo quiero yo evitarlo! Me atrevo a decir incluso que soy importuno. Escucho al Apóstol que recomienda: “predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo” (2 Tm 4, 2). ¿A quiénes a tiempo? ¿A quiénes a destiempo? A tiempo a los que quieren; a destiempo a los que no quieren» (San Agustín, Sermón 46, sobre los pastores, n. 14).
Hija mía, hijo mío, ¿haces apostolado todos los días? ¿Aprovechas, sin respetos humanos, las distintas oportunidades? ¿Piensas en aquellas palabras del Evangelio —hominem non habeo (Jn 5, 7)—, para que nadie pueda decir de nosotros, de ti, que no ha habido una persona que le ayudara?
Como todos los años por estas fechas, nos venimos preparando para la gran solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora, en la que renovaremos la consagración del Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María. Al pedirle, haciendo eco a nuestro Padre y al queridísimo don Álvaro, que nos prepare y nos conserve el camino seguro —iter para tutum, iter serva tutum!—, pongamos especialmente en sus manos la expansión apostólica en tantos países: aquellos en los que se está comenzando, esos otros a los que deseamos ir, aquellos en los que se trabaja desde hace años, para que el espíritu de la Obra llegue cuanto antes a muchos otros lugares.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
XJavier
Pamplona, 1 de agosto de 2007
Romana, n. 45, julio-diciembre 2007, p. 298-302.