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“Para alcanzar los mayores «beneficios»”, artículo publicado en “Revista Antiguos Alumnos del IESE”, Barcelona, con ocación del cincuentenario del centro., España diciembre 2007

Mi primera reacción, al recordar que se cumplen cincuenta años de la fundación del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, ha sido de honda gratitud a Dios por las gracias que ha derramado sobre muchas personas, sirviéndose de este Centro Universitario.

Se me hace muy presente, además, la ilusión sobrenatural y humana de San Josemaría Escrivá de Balaguer cuando impulsó esta iniciativa. Era consciente del bien que el IESE, inspirado por el espíritu del Evangelio, podría llevar a la sociedad. Al promover su puesta en marcha, contemplaba anticipadamente el despliegue que, con el tiempo, había de alcanzar una institución de gran altura profesional, dedicada a la formación y al perfeccionamiento de empresarios y ejecutivos, que, en el núcleo de su misión, incluyera un claro afán de servicio y la voluntad de dar a su trabajo una orientación plenamente cristiana y, por tanto, verdaderamente humana.

Desde los primeros pasos del IESE —que no habría sido posible sin el interés de la sociedad civil—, fieles del Opus Dei, Cooperadores y amigos, junto con muchas otras personas, apoyaron decididamente el proyecto, conscientes de que contribuiría a desarrollar con rectitud el trabajo de la dirección de empresas y, en consecuencia, al mejoramiento de la sociedad. A todos va mi oración y mi pensamiento agradecido; a los que aún colaboran con esta labor apostólica aquí abajo y a los que continúan empujándola desde el Cielo.

Más allá de la voluntad fundacional y de la misión confiada al IESE, este cincuentenario me lleva a rememorar algunas enseñanzas de San Josemaría, que están en el corazón de la doctrina cristiana sobre la santificación del trabajo ordinario. Esas enseñanzas tienen un valor permanente en todos los sectores de la actividad humana; también, por tanto, para quienes se ocupan de tareas de management. Constituyen un punto de referencia para los que se esfuerzan por mejorar ese campo profesional, cada día más importante para el desarrollo humano y social de los pueblos.

Querer a las personas

Conservo muy vivas las imágenes de aquel día de octubre de 1972, en el que San Josemaría mantuvo un expresivo diálogo con directivos de este Centro y con otros empresarios en la sede del IESE, durante su inolvidable catequesis por la península ibérica. Uno de los asistentes le preguntó cuál debería ser la primera virtud de un empresario. La respuesta se centró en la caridad, «porque con la justicia sola no se llega», puntualizó. Fue ésta una enseñanza constante del Fundador del Opus Dei, quien afirmaba que «la mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia»[1]. También comentaba: «Justicia es dar a cada uno lo suyo; pero yo añadiría que esto no basta. Por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios»[2].

Desde luego, la caridad no debe confundirse con un vago sentimiento de solidaridad con las personas o los pueblos necesitados, pero lejanos. No me refiero a la verdadera solidaridad cristiana, sobre la que Juan Pablo II nos ha dejado enseñanzas de gran profundidad. Es humano compadecerse de las necesidades ajenas; sin embargo, la caridad supone mucho más. «La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien (...). La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad humana y de hijo o hija del Creador»[3].

Más allá de los proyectos ambiciosos y de la consecución de grandes beneficios, lo más importante en una empresa se concreta en promover el bien de las personas que allí despliegan su actividad o mantienen relaciones más o menos estrechas con esa iniciativa. No se puede poner en sordina —a pesar de las urgencias y premuras de una competitividad exacerbada— esa exigencia primordial de la moral cristiana, cuya esencia y originalidad está en seguir e imitar a Jesucristo, especialmente en su amor[4]. Como enseñaba el venerado Papa Juan Pablo II, «el modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos, constituyen la regla moral de la vida cristiana»[5]. En esa actuación, compuesta de obras y de palabras, siempre con especial referencia al mandamiento de la caridad fraterna (cfr. Jn 13, 34-35), se revela de modo inequívoco el amor de Jesús al Padre y a los hombres, y la primacía del amor. También Benedicto XVI ha recordado con fuerza que Dios es Amor (cfr. 1 Jn 4, 16). «Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cfr. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro»[6].

San Josemaría, por su gran amor a sus hermanos los hombres, insistía en la perenne enseñanza cristiana, que reconoce y afirma el valor intrínseco de la persona y que exige el trato que corresponde a un ser creado a imagen de Dios, llamado a ser hija o hijo suyo. Esto implica no sólo respetar a todos, sin manipulaciones ni manejos interesados; sino también querer de verdad a cada uno, tanto como sea posible en cada situación: comenzando por los más próximos y manifestando ese afecto con obras concretas de servicio.

Profesionalidad, justicia y preocupación por todos

Un hombre con rectitud de intención, con nobleza de ánimo, sabe buscar la justicia y hacer el bien en el ámbito de las relaciones laborales. Una empresa correctamente orientada persigue el bien de las personas, y no sólo unas meras y caducas satisfacciones materiales. La doctrina social de la Iglesia señala que la actividad económica no ha de tender solamente a multiplicar los bienes producidos, con el único objetivo de aumentar el lucro o el poder, sino que debe estar ordenada ante todo al servicio de las personas, de todo el hombre y de la entera comunidad humana[7]. Respetar cumplidamente los derechos de los trabajadores, clientes o consumidores, responde a una exigencia de justicia, a una responsabilidad precisa y universal. Esa meta de alcanzar cuanto contribuye realmente al bien de quienes reciben los frutos de una actividad, impulsa a ir más allá de lo exclusivamente justo, es hacer más humano este mundo nuestro.

La integridad personal y la justicia, por ser necesarias en todas las relaciones humanas, también han de ponerse en práctica en el ámbito de la empresa. No cabe olvidar que quien carece de la voluntad de dar a cada uno lo suyo en cuanto persona, se empobrece a sí mismo y enturbia la convivencia. Y toda injusticia engendra desunión y tensiones, que pueden llegar a provocar graves violencias.

San Josemaría se refirió con frecuencia a la importancia de ser siempre veraces y justos, tanto en lo grande como en lo pequeño. Le gustaba detallar situaciones concretas; y, como se lee en una de sus homilías, alentaba «el propósito de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz»[8].

En la empresa, como en otros ámbitos de la existencia humana, pueden surgir circunstancias que dificultan la armonía entre las personas. Envidias, rencores, discordias, agravios personales, e incluso las lógicas diferencias de carácter o de legítimos puntos de vista, pueden hacer difícil la consecución de objetivos comunes y, sobre todo, el ejercicio de la caridad cristiana. San Josemaría, consciente de esos riesgos, animaba a ejercitarse en la caridad y en las virtudes que la acompañan —la disponibilidad para colaborar, la comprensión, la paciencia, la capacidad de perdón, etc.—, que constituyen el entramado del verdadero espíritu de servicio. Afirmaba: «¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros (cfr. Gal 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley (cfr. Col 3, 14; Rm 13, 10)»[9].

Unidad de vida

Otra enseñanza central de San Josemaría se refiere a la unidad de vida; es decir, a la coherencia o integridad cristiana de todos los ámbitos de la persona. En una homilía pronunciada ante más de veinte mil personas en el campus de la Universidad de Navarra —corría el mes de octubre de 1967—, condensó algunos rasgos esenciales de este espíritu, que venía difundiendo desde el 2 de octubre de 1928, fecha en la que el Señor le hizo ver el Opus Dei. Recordaba en aquella ocasión que, desde los comienzos de su trabajo apostólico, solía decir, a quienes se acercaban a su labor pastoral, que «tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas»[10].

En aquella homilía —se han cumplido hace poco cuarenta años—, animaba a los asistentes a esa Santa Misa a cultivar una fuerte unidad de vida entre la fe que profesaban y su modo concreto de comportarse: a ser coherentes con su condición de cristianos en la familia, en el trabajo y en la sociedad. Y añadía con fuerza: «Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales»[11].

No asimilaría esa unidad de conducta propia del cristiano quien se limitara a cumplir sus deberes hacia Dios en un ámbito exclusivamente “personal” —incluso siendo generoso en la ayuda material a las iniciativas apostólicas—, pero fuera negligente en impregnar sus deberes familiares, profesionales y sociales con el espíritu del Evangelio. San Josemaría se dolía por el hecho de que «muchos cristianos han perdido el convencimiento de que la integridad de vida, reclamada por el Señor a sus hijos, exige un auténtico cuidado en realizar sus propias tareas, que han de santificar, descendiendo hasta los pormenores más pequeños. (...). El trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable»[12].

También faltaría a este rasgo esencial de quien se sabe hijo de Dios, la persona que descollara en una actividad profesional a la que no tuviera acceso el espíritu del Evangelio, o en la que se eludiesen normas éticas básicas. Un cristiano no puede dejar de serlo en ningún momento: ni en la empresa, ni en cualquier otro ámbito de su existencia. Además de conocer a fondo los fundamentos de la moral, y especialmente las normas más relacionadas con su profesión, tiene el deber de ser prudente para no tomar decisiones ni adoptar modelos de conducta o diseños organizativos, que puedan perjudicar injustamente a terceros o causar escándalo.

San Josemaría enseñó que una consecuencia necesaria del amor a la libertad personal es el pluralismo[13]. Caben muchos modelos de empresa y diversísimos estilos de dirigir; pero un hombre de fe, un cristiano de conciencia recta y bien formada, responsable, procurará que todos esos aspectos sean coherentes con la fe y la moral de Jesucristo. Lo conseguirá si acierta a evaluar críticamente teorías y propuestas, para filtrarlas o ajustarlas según un enfoque cristiano del hombre y de la empresa, de acuerdo con los grandes principios y criterios de la doctrina social de la Iglesia[14], en la que encontrará orientaciones seguras para que el campo de su iniciativa profesional sea un ámbito donde las personas crezcan en humanidad.

La clave está en profundizar en el sentido del propio trabajo, medio para contribuir al progreso de la sociedad e instrumento principalísimo de santificación personal y de apostolado, pues comporta múltiples oportunidades de ayudar a los demás con espíritu de servicio. «Acostúmbrate a referir todo a Dios»[15], aconsejaba San Josemaría. Era la fuente de su gran certeza: «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios»[16].

Realizado de este modo, el trabajo empresarial —además de conseguir éxitos económicos y sociales— logra alcanzar el mayor beneficio: encontrarse con Dios, servirle y amarle; y hacer que muchas personas hallen al Señor y aprendan a servirle y amarle en el ámbito de su ocupación profesional y de las múltiples actividades de la vida ordinaria. En una palabra, se convierte realmente en instrumento para la santificación propia y ajena.

[1] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 83.

[2] Ibid.

[3] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, nn. 71-72.

[4] Cfr. JUAN PABLO II, encíclica Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 19.

[5] Ibid., n. 20.

[6] BENEDICTO XVI, encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 1.

[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2426.

[8] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 72.

[9] Ibid., n. 157.

[10] SAN JOSEMARÍA, Homilía “Amar el mundo apasionadamente”, en Conversaciones n. 114.

[11] Ibid.

[12] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 55.

[13] Cfr. Conversaciones, cit., n. 67.

[14] Han sido recopilados recientemente por la PONTIFICIA COMISIÓN “JUSTICIA Y PAZ” en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia. Madrid/Barcelona: BAC/Planeta. Madrid, 2005.

[15] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 675.

[16] Conversaciones, n. 116.

Romana, n. 45, Julio-Diciembre 2007, p. 289-294.

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