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Roma 25-XI-2006

En la ordenación diaconal de fieles de la Prelatura, Basílica de San Eugenio, Roma

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos hijos míos.

1. Celebramos la ordenación diaconal de 38 fieles de la Prelatura del Opus Dei en la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Es una coincidencia muy significativa. Todos sabéis que la palabra diaconía significa servicio. Los diáconos acceden a este primer grado del sacramento del Orden para ayudar al obispo y a los presbíteros en el cumplimiento de su ministerio sacerdotal. Son destinados a este oficio mediante la imposición de las manos y la oración consagratoria del obispo, que los hace semejantes a Cristo precisamente en cuanto siervo de todos.

Durante su vida terrena, el reino de Cristo se manifestó en el servicio a los hombres, como Él mismo afirmó: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20, 28). Benedicto XVI comenta: «El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que Él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la Sagrada Eucaristía realiza esto cada día»[1].

También en el diálogo con Pilatos, que hemos escuchado en el Evangelio, aparece clara la naturaleza del reino de Cristo. A la pregunta del procurador romano —«¿eres Tú el rey de los judíos?»—, el Señor respondió: «mi reino no es de este mundo» (Jn 18, 36). El suyo no es un dominio como el de los poderosos de la tierra. «Los reyes de las naciones las dominan, y los que tienen potestad sobre ellas son llamados bienhechores. Vosotros no seáis así» (Lc 22, 25-26).

Ya en estos primeros momentos de nuestra reflexión podemos sacar una consecuencia válida para todos: si queremos ser verdaderos discípulos del Señor, hemos de ser, como Él, servidores de todos, sin excepciones, sin reivindicar presuntos “derechos” derivados de la edad, de la situación económica o social, del éxito, etc. La enseñanza de Jesucristo es muy clara: «que el mayor entre vosotros se haga como el menor, y el que manda como el que sirve» (Lc 22, 26).

¿Cuál es nuestra actitud —no sólo teórica, sino práctica— en este punto? Vivimos en una sociedad altamente competitiva, en la que —para muchos— la única cosa importante parece ser el éxito personal a cualquier costo; a costo de descuidar los deberes más elementales —como, por ejemplo, la cuidadosa atención del cónyuge, de los padres y de los hijos—; las relaciones de lealtad con amigos y compañeros; e incluso a costo de pisotear las obligaciones más estrictas de justicia y de caridad con el prójimo.

El camino para ir en pos de Cristo es radicalmente distinto. Ciertamente el cristiano que trata de santificarse en medio del mundo ha de empeñarse cada día para alcanzar el máximo prestigio posible en su profesión o en su oficio; debe sacar fruto de los dones recibidos de Dios, de los que un día tendrá que dar cuenta al Señor. Pero debe hacerlo no movido por una autoafirmación personal egoísta, sino para servir con mayor eficacia a los hermanos. Con palabras del Fundador del Opus Dei, os digo: «necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo (...). Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo» —así concluye San Josemaría— «que el de una vida de entrega y de servicio»[2].

2. Detengámonos ahora en la primera lectura de la Misa. Un misterioso personaje, descrito como hijo de hombre, se aproxima al trono del Altísimo y de Él recibe el poder, la gloria y el reino: «todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es un dominio eterno que no pasará; y su reino no será destruido» (Dn 7, 14).

¿Quién es este hijo de hombre, sino Jesucristo? Él mismo, durante su vida terrena, amaba definirse con este título; muy probablemente para evitar los fáciles entusiasmos derivados de una concepción mesiánica errónea muy difundida en su tiempo. El libro de Daniel nos lo presenta revestido de esa majestad que será como su contraseña, cuando venga por segunda vez en la carne para juzgar a los vivos y a los muertos y para tomar posesión de su reino. Ésta es la verdad que nos recuerda la Iglesia en las primeras semanas del Adviento, ya inminente.

Mientras esperamos ese momento, la vida humana sigue su curso. Pero no olvidemos la relación entre el tiempo presente y la eternidad: el reino de Dios se construye en la historia. No se edifica de modo aparatoso, sino especialmente en la intimidad de los corazones; no se manifiesta con banderas al viento, sino en la humildad del cumplimiento del deber y del servicio cotidiano.

Cuando un padre o una madre de familia cuida su hogar con amor y se preocupa de la educación cristiana de los hijos, está edificando el reino de Dios. Cuando un profesional, un obrero, un estudiante, realiza bien su trabajo, por amor a Dios y al prójimo, está edificando el reino de Dios. Cuando un empresario o un político se ocupa legítimamente de aumentar su influencia en la sociedad, tratando de contribuir a la realización del bien común con sacrificio personal, renunciando al uso de medios prohibidos por la conciencia cristiana, está edificando el reino de Dios. Cuando un enfermo ofrece al Señor sus dolores y limitaciones, unido a Cristo en la Cruz, está edificando —y de un modo muy eficaz— el reino de Dios.

Tengamos presente esta realidad, queridos hermanos y hermanas, en todo momento y circunstancia; especialmente cuando el propagarse del mal pueda hacer surgir dentro de nosotros una sensación de disgusto o desánimo. A veces, en efecto, podría aflorar en nuestra mente la duda sobre el cumplimiento de las promesas divinas. Podríamos experimentar la tentación de pensar: Señor, Tú aseguras que has vencido al mundo (cfr. Jn 16, 33), pero en tantas ocasiones parece que prevalece el pecado; Tú has dicho por medio del Apóstol Pablo que has reconciliado a todos con el Padre, por medio de tu sangre (cfr. Ef 2, 13-18), y nosotros vemos que en tantos lugares, desgraciadamente, hay violencia y abusos, guerras, injusticias de todo tipo... ¿Cómo se cumplirán tus promesas?

Quisiera proponer de nuevo la respuesta del Papa Benedicto XVI a estas mismas preguntas. Constatando la aparente oposición entre las promesas de Cristo y la realidad que nos rodea, el Santo Padre nos invita a mirar la historia con los ojos de la fe. «El Señor ha vencido en la cruz. No ha vencido con un nuevo imperio, con una fuerza más poderosa que las otras y capaz de destruirlas; no ha vencido de modo humano, como imaginamos, con un imperio más fuerte que los otros. Ha vencido con un amor capaz de llegar hasta la muerte. Éste es el nuevo modo de vencer de Dios: a la violencia no opone otra violencia más fuerte. A la violencia opone precisamente lo contrario: el amor hasta el fin, su cruz. Éste es el modo humilde de vencer de Dios: con su amor —y sólo así es posible— pone un límite a la violencia. Este modo de vencer parece muy lento, pero es el verdadero modo de vencer al mal, de vencer la violencia, y debemos fiarnos de este modo divino de vencer»[3].

Pidamos, pues, a Dios que purifique nuestra fe, que haga más firme nuestra esperanza, que acreciente nuestro amor. Hemos de comprometernos a continuar la misión de Cristo, acercando a la gente al sacramento de la confesión y a la Eucaristía, haciendo apostolado en nuestro propio ambiente. Os aseguro que en estos encuentros con Jesucristo se hallan la verdadera paz y la auténtica alegría: no dejéis de hablar de estos temas siempre que sea posible. San Josemaría explicaba que éste es el modo de «lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado»[4].

3. En una de las posibles colectas de la Misa de hoy, la Iglesia se dirige a Dios Padre, Rey único y Pastor de los hombres, con las siguientes palabras: «Ilumina nuestro espíritu para que comprendamos que servir es reinar y, dando la vida por nuestros hermanos, confesemos nuestra fidelidad a Cristo, primogénito de los muertos y dominador de todos los poderosos de la tierra»[5].

Se trata de reflexiones válidas para todos los cristianos, que se acomodan de manera especial a los ministros sagrados; por tanto, a vosotros, hijos míos que estáis a punto de recibir el diaconado. Vuestra vocación cristiana de servicio, será reforzada hoy con la gracia y el carácter específicos de este sacramento. Cuando prestéis vuestros servicios, tanto en el plano litúrgico como en el de la enseñanza o de la caridad, Cristo mismo servirá a los hombres y a las mujeres por medio de vosotros. Procurad estar disponibles, como nos enseñó nuestro amadísimo Fundador. Recordad siempre sus palabras: «Al predicar que hay que hacerse alfombra en donde los demás pisen blando, no pretendo decir una frase bonita: ¡ha de ser una realidad! —Es difícil, como es difícil la santidad; pero es fácil, porque —insisto— la santidad es asequible a todos»[6].

La alfombra no es un tapiz, que se cuelga en la pared como motivo de decoración. La alfombra está hecha para que la gente pueda caminar por encima. Por tanto, no hay que asombrarse si alguna vez se la pisa, si hay que limpiarla con frecuencia... ¡Pero qué gozo tan grande se deriva del hecho de servir verdaderamente a los demás! Sirvamos, pues, con cara alegre, porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). «Servite Domino in lætitia» (Sal 99, 1). Sirvamos al Señor siempre con alegría.

Deseo unirme y congratularme de todo corazón con los padres, los hermanos, los amigos de estos ordenandos. A todos os digo que el Señor está pasando de nuevo cerca de vosotros.

Antes de terminar, os invito a rezar por el Romano Pontífice, por los obispos, por los sacerdotes y los diáconos del mundo entero. Supliquemos a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen, que envíe muchas vocaciones a la Iglesia: diáconos y sacerdotes decididos a buscar la santidad en el ejercicio de su ministerio, sirviendo a las almas con generosidad. Así sea.

[1] BENEDICTO XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 7-V-2006.

[2] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 173.

[3] BENEDICTO XVI, Homilía, 23-VII-2006.

[4] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 183.

[5] Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, Colecta (B).

[6] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 562.

Romana, n. 43, Julio-Diciembre 2006, p. 203-206.

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