Agencia “Ecclesia”. Lisboa (29-VII-2003)
Vivió 25 años con el Fundador del Opus Dei. ¿Cuándo empezó a “llamarle” santo?.
Siempre lo he considerado un santo. En 1950 oí una frase suya que se me grabó muy a fondo. Luego vi que era la pauta de su vida; habló de sí mismo como de “un pecador que ama con locura a Jesucristo”. Y hasta el final de sus días repetía sinceramente esta brevísima oración, que dirigía al Maestro: “Señor, que te dejes ver Tú a través de la miseria mía”. Los santos caminan siempre convencidos de que valen muy poco y lo único que verdaderamente les importa es identificarse con Jesucristo y darle a conocer.
¿Qué virtudes hacen de san Josemaría un santo para nuestros días?
Considero que la actualidad de su figura es perenne, porque tiene la novedad del Evangelio. Su vida y su mensaje gozan de carácter perenne, sin quedarse en algo que hoy o mañana pueda resultar más o menos de moda o captar más o menos la atención. Ha luchado por asumir hondamente el Evangelio y por ayudar a descubrirlo a todo el mundo. Su mensaje no es modernidad sino novedad, pues el Evangelio atrae siempre y, a la vez, se manifiesta como signo de contradicción. Como ha dejado escrito, estaba convencido de que “la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo” (Es Cristo que pasa, n. 42). La actualidad de san Josemaría, como la de todos los santos, radica en su coherencia evangélica: ellos no se anuncian a sí mismos, sino a Jesucristo, aunque este anuncio y testimonio provoquen, junto con la adhesión de muchos, oposición de otros.
Tengo la persuasión de que san Josemaría ha sido y seguirá siendo instrumento del Señor, para abrir los oídos de muchos a la llamada de Dios a buscar la identificación con Él, cada uno en su propio lugar en el mundo. Este gran sacerdote ha puesto de relieve que la llamada del Maestro no se dirige sólo a unos pocos entendidos o expertos en cosas religiosas sino que la ha propuesto a todos, desde hace 20 siglos. Y para todos los que descubren esta luz, se presenta a diario como la más grande y atractiva novedad, que ilumina su existencia con una nueva claridad.
¿La celebración del centenario del nacimiento del fundador y su canonización marcan, de alguna manera, un cambio en la relación del Opus Dei con la sociedad y con la Iglesia, en la medida en que han permitido un mejor conocimiento recíproco?
Pienso que no marcan propiamente un cambio. Simplemente ha sucedido que, por la difusión mundial que han tenido el centenario y la canonización en los medios de comunicación, muchos millones de personas han conocido lo que antes ignoraban. Son continuas las llamadas, en los cinco continentes, para pedir información sobre la predicación y la figura de San Josemaría.
La erección del Opus Dei en Prelatura le confiere un carácter especial, singular por lo menos. ¿Podrá este hecho generar incomprensiones en el interior de la misma Iglesia?.
La figura de las prelaturas personales, prevista por el Concilio Vaticano II y recogida en el Código de derecho canónico, no da al Opus Dei ningún carácter especial, precisamente porque es un tipo de institución previsto por el derecho común de la Iglesia. No tiene porqué originar incomprensiones en el interior de la Iglesia; es más, esa figura, al expresar bien la naturaleza y el lugar del Opus Dei en la Iglesia, facilita y fortalece las relaciones de comunión eclesial
¿Tiene la Prelatura, como las diócesis, un servicio de “pastoral vocacional”?¿En qué consiste y qué iniciativas desarrolla?
La Prelatura del Opus Dei no tiene un particular servicio de pastoral vocacional; en realidad, toda su actividad, de difusión de la vocación a la santidad y de formación cristiana, conduce a facilitar que quienes reciben esa formación descubran su personal vocación en la Iglesia. De hecho, como fruto del trabajo apostólico del Opus Dei, además de personas que se incorporan a la Prelatura y otros muchos que descubren la profundidad de la vocación bautismal, surgen muchas vocaciones para los seminarios diocesanos y para congregaciones religiosas. Así lo había previsto S. Josemaría en 1935, anotándolo por escrito.
¿Espiritualidad y solidaridad: son palabras de valor semejante?¿Hasta que punto se implican o hasta que punto permiten apuestas declaradas por una u otra?
Espiritualidad y solidaridad son dos conceptos diversos. Pero, naturalmente, una dedicación a iniciativas de solidaridad quizá vea su origen en una determinada espiritualidad, como puede entroncarse en una específica ideología o convicción social o política, etc.
Añadiría que para un cristiano, la solidaridad es consecuencia necesaria de la propia fe; de esa fe que, como escribe San Pablo, “actúa mediante la caridad”. En otras palabras, que la fe imprime a la natural solidaridad ante las diversas necesidades humanas una peculiar identidad: la que crea el amor, la caridad que es el mandato nuevo de Jesucristo. Así, por ejemplo, para un cristiano carecería de sentido la postura de reconocer como iniciativa de solidaridad una ayuda económica condicionada a que se restrinja la natalidad. Resulta muy penoso que se ataque de este modo la dignidad de los pueblos. Como es doloroso que se dé rienda suelta al tráfico de armas con países del tercer mundo por los mismos que dicen aborrecer el terrorismo.
¿Mirando al mundo y a la sociedad contemporánea, cree que la familia está en crisis?
La familia entra en crisis cuando se pierde el sentido de la fidelidad matrimonial y el verdadero amor a los hijos. Con este termómetro no es difícil sacar consecuencias, echando un vistazo a nuestro alrededor. No es la familia en cuanto tal la que está en crisis, sino la filosofía social y familiar de muchos legisladores y gobernantes, con sus presupuestos ideológicos y con sus graves consecuencias en amplios sectores de las sociedades occidentales. Una recuperación-en las ideas dominantes, en las leyes y en la vida real— de la dignidad de la familia fundada en el matrimonio uno e indisoluble, es condición imprescindible —aunque se presente como algo difícil— para superar otras muchas crisis: desde la delincuencia juvenil a las drogas, etc., etc.
¿Es posible hablar de distintos conceptos de familia?
Indudablemente, hay diferentes conceptos de la familia: baste pensar en las diferencias entre las concepciones islámica y cristiana.
Pero, con frecuencia, hablar de diferentes conceptos de familia suele ser un expediente, para presentar como legalmente correctos los fracasos y tropezones de la vida familiar o las desviaciones de algunos sectores de población. Todas estas personas merecen el respeto que la dignidad humana exige y, para los cristianos, merecen también afecto y servicio pero, precisamente por esto, les decimos con sinceridad lo que estimamos que es el bien para la sociedad y para ellas mismas, sin consideramos personalmente superiores a nadie.
¿Cómo combatir algunos problemas crecientes en las sociedades contemporáneas, que afectan también a la Iglesia, como el de la pedofilia?
Todos los problemas de nuestra sociedad afectan a la Iglesia, porque los cristianos sentimos el deber de llevar la luz de Cristo por donde quiera que haya tinieblas y porque no estamos exentos de pecado. Para combatir el mal, el Señor nos ha dado unas armas: la oración y los sacramentos, especialmente el de la penitencia y el de la Eucaristía. Hoy, como ayer y como mañana, los católicos hemos de sentir la responsabilidad de difundir la necesidad de acudir al sacramento del perdón, que nos obtiene la gracia de Dios y nos fortalece contra el tirón de las pasiones. La solución a los asaltos del mal no se encuentra en teorías psicológicas o remedios psiquiátricos, sino en la ayuda de la misericordia de Dios que se confiere especialmente en los sacramentos. La psiquiatría puede ser, a veces, una ayuda necesaria para el equilibrio personal, pero no alcanza a sanar el mal moral del alma.
¿Dios, o al menos una referencia clara al cristianismo, debe tener lugar en la Constitución Europea?¿Qué significado tienen los intentos de excluirlo?
Los intentos de excluir una referencia a la tradición cristiana de Europa ofrecen una penosa impresión del panorama político europeo. Además de constituir una evidente incoherencia histórica, una exclusión del nombre de Dios y del cristianismo pasaría a la posteridad como un ridículo ejemplo de laicismo intolerante y de culpable ignorancia histórica.
¿Es Usted favorable a la creación de una Europa-fortaleza, o, ante la movilidad humana, considera el fenómeno de la inmigración como natural y señal concreta de globalización?
Los problemas de la inmigración son complejos y graves. Viendo cuanto sucede, me viene a veces a la memoria lo que decía San Agustín ante la caída de Hipona: no es un mundo viejo que acaba, sino uno nuevo que comienza. No sé por dónde nos llevará la historia, pero el panorama actual pide el esfuerzo de afrontar con una visión nueva los problemas internacionales. Y esto constituye un serio desafío también para la Iglesia. Yo lo miro con optimismo, y me parece que serán las minorías cristianas, que no se han dejado capturar por el hedonismo consumista —y que se sienten apoyadas por el magisterio y el ejemplo del Santo Padre Juan Pablo II— quienes podrán ofrecer soluciones conformes a la dignidad de las personas.
¿Qué caminos apunta como posibilidades para el diálogo entre las sociedades occidentales y el Islam en orden al fin de las amenazas recíprocas de terrorismo?
Pienso que el camino discurre por dar a conocer, cada día con más vigor, una visión cristiana de la vida; es decir la doctrina de Jesucristo. ¿Utopía? ¿Ingenuidad? Para muchos quizá lo sea, aunque estoy convencido de que Jesucristo ha traído al mundo la Verdad y vale la pena siempre intentar sin cansancios que la gente conozca esa Verdad.
¿Superó este pontificado todas las expectativas o, en su opinión, podemos todavía esperar sorpresas?
Si se considerasen las cosas desde un punto de vista meramente humano, cabría pensar en una situación en la que ya no cabe esperar sorpresas o novedades. Pero, en realidad, esa consideración quedaría corta porque la fe cristiana nos asegura que la misión del Sucesor de Pedro está guiada muy especialmente por el Espíritu Santo y, en consecuencia, posee una permanente vitalidad, que no tiene por qué manifestarse en hechos llamativos o extraordinarios.
Romana, n. 37, julio-diciembre 2003, p. 55-59.