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El uso de las Escrituras en los escritos de San Josemaría

Scott Hahn, Ph.D.

El mundo conoce a Josemaría Escrivá (1902-1975) como fundador del Opus Dei y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Los fieles de la Iglesia Católica lo conocen sobre todo por su santidad y su poder de intercesión, y por eso el 6 de octubre de 2002 el Papa Juan Pablo II lo canonizó, declarándolo así merecedor de pública veneración e imitación.

En cierto sentido, sólo podremos comprender plenamente los méritos de San Josemaría, o las gracias que recibió, si comprendemos el uso que hizo de las Escrituras. De hecho desarrolló, con el Opus Dei, una espiritualidad estrictamente bíblica, y él mismo advertía que la institución por él fundada estaba firmemente asentada sobre el fundamento de las Escrituras. En la exposición tal vez más poderosa de su espíritu, la homilía “Amar al mundo apasionadamente”, San Josemaría repetidamente proclama la Biblia como su principal fuente de autoridad: “Esta doctrina de la Sagrada Escritura (...) se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei” (Conversaciones, n. 116); “Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa” (n. 114).

Yo diría, incluso, que la Biblia fue siempre para San Josemaría el lenguaje referencial primario. Estaba familiarizado con las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia, dominaba la teología escolástica y se mantuvo al corriente de las tendencias de la teología contemporánea, pero es a las Escrituras donde volvía una y otra vez en su predicación y en sus escritos y hacia donde dirigía a sus hijos espirituales del Opus Dei.

San Josemaría tenía una clara conciencia de la unidad entre los dos testamentos, el Antiguo y el Nuevo. Para él, los oráculos del Antiguo Testamento no han perdido relevancia por el hecho de que encuentren su plenitud en el Nuevo. Al revés, resplandecen con una luz nueva y más brillante. Por eso no dudaba en tomar las enseñanzas de los profetas y patriarcas de Israel como modelos espirituales para los cristianos de hoy:

“Cuando recibas al Señor en la Eucaristía, agradécele con todas las veras de tu alma esa bondad de estar contigo.

¿No te has detenido a considerar que pasaron siglos y siglos, para que viniera el Mesías? Los patriarcas y los profetas pidiendo, con todo el pueblo de Israel: ¡Que la tierra tiene sed, Señor, que vengas!

Ojalá sea así tu espera de amor.” (Forja, n. 991)

Citaba con frecuencia textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, pero especialmente de los Evangelios, a los que la Tradición ha asignado un lugar preeminente (cfr. Dei Verbum, 18). Posiblemente, las frases más repetidas en su predicación son las que invocan el texto sagrado: “como el Evangelio nos dice...”, “la Sagrada Escritura nos dice...”, “relatan los Evangelios...”, “recuerda aquella escena del Evangelio...”.

Afirma Monseñor Álvaro del Portillo, el hijo más fiel de San Josemaría, su confesor y su sucesor al frente del Opus Dei: “Me admiraba la facilidad con que citaba de memoria y con exactitud frases de la Sagrada Escritura. Hasta en sus conversaciones familiares traía a colación textos sagrados para mover a los presentes a una oración más honda”.[1]

Las Escrituras como referencia

La fundación del Opus Dei tuvo lugar el 2 de octubre de 1928, cuando San Josemaría “vio” la Obra de Dios (todavía sin nombre) como un camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano.

¿A qué se parecía el Opus Dei en ese momento? No conocemos los detalles exactos, pero podemos vislumbrar la Obra encarnada en los posteriores escritos del fundador. En ellos habla de las Escrituras como de la referencia segura de su estilo de vida, que era “viejo como el Evangelio, pero como el Evangelio nuevo” (Amar a la Iglesia, n. 26). Al comienzo de su obra fundamental, Camino, escribió: “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (Camino, n. 2). Y en cambio, al hablar de quienes no vivían la caridad cristiana, San Josemaría decía que “parece que no han leído el Evangelio” (Surco, n. 26).

Su lectura del Evangelio, y de las Escrituras en general, estaba iluminada por su particular carisma fundacional, que le llevaba a desarrollar algunas ideas que habían pasado desapercibidas a la teología anterior. Es notable su renovado énfasis en ciertos conceptos de las Escrituras: la llamada universal a la santidad, por ejemplo, y la santificación de la vida ordinaria. Se sentía atraído a contemplar una y otra vez los Evangelios, y aludía repetidamente a los treinta años de vida oculta de Jesús. En ese relativo silencio encontraba un modelo para la “vida oculta” de la gente corriente que vive en el mundo.

Así, el estudio de las Escrituras fue esencial para su personal espiritualidad y para el programa que desarrolló para los miembros del Opus Dei. Afirmaba que las Escrituras no sólo permitían a los lectores conocer la vida de Jesús, sino que también los empujaba a imitarlo. “Hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración” (Es Cristo que pasa, n. 14).

El método

San Josemaría practicó y predicó un camino particular de aproximación a las Escrituras en la oración. Se trata de un camino intensivo, más que exhaustivo. Monseñor Del Portillo subrayaba que el fundador del Opus Dei “dio pruebas constantes de un respeto extraordinario hacia la Sagrada Escritura que, junto con la Tradición de la Iglesia, es la fuente de la que se nutría ininterrumpidamente para su oración personal y para su predicación. Leía a diario unas páginas —un capítulo— de la Escritura, en particular del Nuevo Testamento”.[2]

Esta práctica del estudio diario del Nuevo Testamento —alrededor de cinco minutos— fue prescrita por San Josemaría para todos aquellos a los que dirigía. Les urgía a que, cuando leyeran el Evangelio, entraran con la imaginación en las escenas, asumiendo el papel de alguno de los personajes. “Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé —metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más—, son para que encarnes, para que “cumplas” el Evangelio en tu vida..., y para “hacerlo cumplir” (Surco, n. 672; vid. también Amigos de Dios, n. 222).

En otro pasaje de sus enseñanzas desarrolló aún más esta idea, de nuevo enfatizando el uso de la imaginación con una experiencia casi sensorial:

“Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros divinos y humanos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perennidad actual del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina” (Amigos de Dios, n. 216).

El poder de transformarse

Aunque en realidad su lectura del Evangelio sólo le tomaba cinco minutos diarios, no podemos confinar la meditación de las Escrituras por parte de San Josemaría a esos breves momentos. Rezaba también con las Escrituras en su Misa diaria y en su recitación del Oficio Divino. Con frecuencia usaba comentarios bíblicos de Padres de la Iglesia para su lectura espiritual. Efectivamente, insistía en que la meditación personal de las Escrituras debía alimentar la oración mental del cristiano, además de las oraciones espontáneas que llenaran su día. “Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor” (Es Cristo que pasa, n. 107).

A través de la lectura de las Escrituras llegará la gracia de la transformación, de la conversión. Leer la Biblia no es un acto pasivo, sino que comporta una activa búsqueda y el posterior encuentro. “Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta los pliegues del alma y del espíritu, hasta el fondo del alma y nos transformarán. Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que espada de dos filos, y se introduce hasta las junturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Heb 4:12)” (Es Cristo que pasa, n. 107).

Filiación divina y Palabra Revelada

En el corazón del Opus Dei hay una idea muy sencilla. Decía San Josemaría: “La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei. Todos los hombres son hijos de Dios” (Es Cristo que Pasa, n. 64). San Josemaría experimentó personalmente esta filiación de una forma mística, un día de 1931, mientras estaba en un tranvía en Madrid. En aquel momento sintió “el alcance de aquella asombrosa realidad” de ser hijo de Dios, y bajó del tranvía balbuceando “Abba, Pater! Abba, Pater!” (cf. Gal 4:6)[3].

Muchos Padres de la Iglesia, especialmente San Juan Crisóstomo, hablaron de la Revelación en términos de “acomodación” y “condescendencia”, que el Crisóstomo interpretaba como acciones paternales. Para revelarse, Dios se acomoda al hombre, como un padre humano que se para a contemplar a su hijo. Del mismo modo que un padre humano recurre a veces a hablar “como el hijo”, Dios con frecuencia se comunica condescendientemente —esto es, habla como una persona humana hablaría, con su mismo lenguaje, como si tuviera sus mismas pasiones y debilidades. Así, leemos en las Escrituras que Dios “se arrepiente” de sus decisiones, cuando con seguridad Dios nunca tiene necesidad de arrepentimiento.

De todos modos, los padres humanos no sólo se ponen al nivel de sus hijos. También intentan elevar a sus hijos para que se comporten como adultos. De forma similar, Dios también a veces se comunica por elevación —esto es, eleva a los hijos a un nivel divino, dotando las simples palabras humanas de su poder divino (como en el caso de los profetas).

San Josemaría creía en las Escrituras como creería en las palabras de su padre. Su confianza filial es un ejemplo de la constante fe de los cristianos en que son “santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor (...). Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios, para nuestra salvación, quiso consignar en las Letras Sagradas.” (Dei Verbum, 11).

Monseñor Del Portillo insistía en que San Josemaría mostraba su fe en el origen divino de las Escrituras no sólo en su predicación y en sus escritos, sino también en su conversación diaria. “Como prueba de su veneración hacia la Sagrada Escritura, a menudo introducía sus citas con las palabras: ‘Dice el Espíritu Santo...’. No era un simple modo de decir, sino un auténtico acto de fe, que ayudaba a sopesar el valor eterno y toda la verdad que tienen palabras a las que podemos acabar por acostumbrarnos.”[4]

Sentido literal y espiritual

San Josemaría ponía un gran énfasis en la imaginación para captar todos los detalles, hasta los más pequeños, de la narrativa evangélica. Para él ninguna palabra era superflua, ningún detalle era insignificante: el Espíritu Santo no desperdiciaba palabras.

Pero este cuidado por el sentido literal e histórico no le cegaba a la hora de captar el sentido espiritual de las Escrituras. La Iglesia ha interpretado tradicionalmente los textos bíblicos a la vez como literalmente verdaderos y como signos espirituales de Cristo, del cielo o de las verdades morales (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 115-117). Efectivamente, aunque San Josemaría nunca empleó expresamente los términos “exégesis literal” o “exégesis espiritual”, fue uno de los grandes exégetas de su tiempo. Estoy de acuerdo con el Cardenal Parente cuando observa que los comentarios de San Josemaría sobre la Sagrada Escritura reflejan “una profundidad e inmediatez muchas veces superiores incluso a las obras de los Santos Padres”[5].

Sobre esto pueden ponerse un gran número de ejemplos. Consideremos esta enseñanza de Camino: “Como los hijos buenos de Noé, cubre con la capa de la caridad las miserias que veas en tu padre, el Sacerdote” (n. 75). De la escena de la vergonzosa embriaguez de Noé (Gen 9:20-23), San Josemaría saca una apabullante enseñanza moral para la vida contemporánea en la Iglesia. Esto es exégesis espiritual, concisa e incisiva. Con una sola frase aprendemos de nuestros antepasados del Antiguo Testamento por qué no debemos nunca extender el escándalo contra el sacerdote, a quien desde el punto de vista de la fe llamamos “Padre”.

Observamos otra asombrosa exégesis espiritual cuando compara los pecados de los cristianos con la acción de Esaú, quien cambia sus derechos de primogénito por un plato de lentejas (Gen 25:29-34). Por un momento de placer, muchos cristianos están dispuestos a enemistarse con Dios y con ello a renunciar a la vida eterna. (San Josemaría utiliza la imagen de Esaú en diversos escritos. Ver, por ejemplo, Amigos de Dios, n. 13).

San Josemaría, en definitiva, no dudó en actualizar el texto bíblico aplicándolo a la vida contemporánea, colocándose así en la línea de los grandes exégetas desde San Agustín y San Juan Crisóstomo hasta San Antonio de Padua y Jacques Bossuet. Los expertos califican esta interpretación extensiva como la “acomodación del sentido espiritual”.

Sin embargo, ninguna de estas interpretaciones pone en duda la verdad histórico-literal del texto bíblico, que San Josemaría reverenciaba. En palabras de Santo Tomás de Aquino, “todos los demás sentidos de la Sagrada Escritura están basados en el literal”[6].

Así, para asentar firmemente las bases, San Josemaría realizó detallados estudios sobre qué tenía que decir la ciencia bíblica acerca de la cultura milenaria del antiguo Israel y del Imperio Romano en los tiempos de Jesús. Su predicación de la Pasión de Cristo, por ejemplo, muestra cómo estaba familiarizado con las afirmaciones históricas del método de crucifixión de los romanos. Sus homilías sobre San José muestran un profundo interés no sólo en la filología, sino también en las antiguas tradiciones de los judíos en la vida familiar y en el trabajo.

De forma ocasional, San Josemaría recibía iluminaciones divinas extraordinarias que le revelaban un particular sentido del texto bíblico. Contaba, por ejemplo, que en la fiesta de la Transfiguración de 1931, al celebrar la Misa, “mientras alzaba la Hostia, hubo otra voz sin ruido de palabras. Una voz, como siempre, perfecta, clara: Et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum! [“Y yo, cuando sea levantado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí” (Jn, 12:32)] Y el concepto preciso: no es en el sentido en que lo dice la Escritura; te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos.”[7]

Esta repentina iluminación ha tenido una profunda influencia en el subsiguiente desarrollo del Opus Dei. Con seguridad, ha venido de Dios. Pero, hoy como siempre, la gracia se añade a la naturaleza y la perfecciona. Lo que San Josemaría describe es claramente un ejemplo de contemplación infusa, firmemente basada, eso sí, en una constante y disciplinada vida de meditación de las Escrituras.

Podrían mencionarse varias anécdotas que ilustran perfectamente un principio resumido por la Comisión Bíblica Pontificia en su documento, publicado en 1993, La interpretación de la Biblia en la Iglesia: “es sobre todo a través de la liturgia donde los cristianos entran en contacto con las Escrituras. (...) Principalmente la liturgia, y especialmente la liturgia sacramental, cuya cumbre se alcanza en la celebración de la Eucaristía, realiza la más perfecta actualización de los textos bíblicos. (...) Cristo está entonces ‘presente en su palabra, porque es él mismo quien habla cuando se lee la Sagrada Escritura en la Iglesia’ (Sacrosanctum Concilium, 7). Así, la letra escrita se convierte en palabra viva”[8].

Texto y contexto

San Josemaría estudió muy seriamente las Escrituras. Sabía que la Biblia es un texto que no se entiende ni se interpreta de modo evidente y automático. Y, a pesar de que Dios a veces le concedía luces sobrenaturales, era consciente de que estos fenómenos eran algo extraordinario y no el modo usual de llegar a comprender el sentido de un texto.

Si no podía confiar en sus propias luces, ni depender exclusivamente de fenómenos místicos, ¿hacia dónde apuntaba en sus estudios ordinarios de la Biblia? Acudía a la Iglesia, a su tradición viva, para la que los antiguos Padres son “testigos perennes” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 688). Un rápido vistazo a sus volúmenes de homilías nos revela su íntima familiaridad con las obras de San Jerónimo, San Basilio, San Agustín o Santo Tomás de Aquino.

San Josemaría contrastó todas sus reflexiones acerca de las Escrituras —incluso las que recibió por inspiración divina— con el testimonio de los Padres y del Magisterio papal y conciliar. Conocía bien los peligros que se escondían en la continua dependencia de la personal interpretación de las Escrituras, también porque encontraba una clara advertencia sobre ello... ¡en las mismas páginas de la Sagrada Escritura! El primer domingo de Cuaresma de 1952 reflexiona sobre las sutiles formas con las que el demonio tienta a Jesús en el desierto:

“Vale la pena considerar este modo, que Satanás ha utilizado con Jesucristo Señor Nuestro: argumenta con textos de los libros sagrados, torciendo, desfigurando de modo blasfemo su sentido. Jesús no se deja engañar: bien conoce el Verbo hecho carne la Palabra divina, escrita para salvación de los hombres, y no para confusión y condena. Quien está unido a Jesucristo por el Amor, podemos concluir, no se dejará nunca engañar por un manejo fraudulento de la Escritura Santa, porque sabe que es típica obra del diablo tratar de confundir la conciencia cristiana, discurriendo dolosamente con los mismos términos empleados por la eterna Sabiduría, intentando hacer —de la luz— tinieblas” (Es Cristo que pasa, n. 63).

De la actual Babel de interpretaciones bíblicas conflictivas podemos deducir que el método de Satanás no ha cambiado mucho a lo largo de los siglos. En medio de tanta confusión, San Josemaría se nos presenta como un modelo de fe tan inteligente como rendida. Mientras tantos exégetas cristianos pasaban por el siglo veinte con los pobres ropajes del agnosticismo y la irrelevancia, San Josemaría se enriquecía con una completa confianza en la Biblia; y en la Iglesia como su intérprete infalible.

Podemos ver, tocar y estudiar su legado en la Biblia de Navarra, un proyecto que él impulsó. Iniciado a principios de los años 70 en la Universidad de Navarra, en España, la Biblia de Navarra ofrece una fidedigna y hermosa traducción de las Escrituras, a las que se añade numerosas citas de concilios eclesiales, Padres y Doctores. Esta magna empresa ha permitido a los que no son ni teólogos ni eclesiásticos disfrutar y enriquecerse de la Biblia de un modo semejante al de San Josemaría.

El lugar de la Biblia

Los encuentros más profundos de San Josemaría con la Sagrada Escritura no tuvieron lugar en su estudio ni en su predicación oral, sino en la liturgia. Al igual que los Padres y que el Concilio Vaticano II, veía la Misa como el encuentro por excelencia con Cristo Jesús en “el pan y la palabra” (ver, por ejemplo, Es Cristo que pasa, nn. 116, 118, 122; Forja, n. 437). La Santa Misa, dentro de la cual encontramos la Liturgia de la Palabra, es, para San Josemaría, “el centro y raíz” de la vida interior.

Sus homilías —repletas de citas y alusiones a ambos Testamentos— están siempre enfocadas al tiempo litúrgico, y especialmente en las lecturas del día. Efectivamente, veía la Misa como el hábitat sobrenatural de sus homilías: “Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura, correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy celebramos” (Conversaciones, n. 113).

Como los Padres de la Iglesia y los Padres del Concilio Vaticano II, San Josemaría veía en la Misa un momento de particular gracia para recibir la Palabra de Dios. Las inspiraciones recibidas en la Liturgia de la Palabra debían ser profundas y duraderas: ímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla” (Es Cristo que pasa, n. 89).

El intérprete virtuoso

Al canonizar a Josemaría Escrivá, la Iglesia lo ha presentado como merecedor de imitación. No puede haber duda de que dicha imitación debe incluir un detallado estudio de las Escrituras, una lectura meditada de las Escrituras y un disciplinado rezo de las Escrituras. Su propio horario de cada día da fe de esto. Las “normas de piedad” que vivía —y que estableció para sus hijos en el Opus Dei— están saturadas de matices bíblicos.

No obstante, lo que era claramente crucial para San Josemaría es el encuentro con Jesucristo, el ser “ipse Christus”, el mismo Cristo. Esta meta debe ser alcanzada a través de ciertos medios, entre ellos la lectura meditada de los Evangelios. Así, no se puede entender o vivir la vocación al Opus Dei sin al menos aspirar a un alto grado de conocimiento de la Biblia.

A pesar de haber transcurrido la mayor parte de su vida antes del Concilio Vaticano II, San Josemaría anticipó muchas de sus enseñanzas —como su énfasis al proclamar la llamada universal a la santidad y al apostolado, que había sido como el carácter distintivo del Opus Dei desde 1928. Creo, sin embargo, que San Josemaría, sobre todo, estuvo en sintonía con la doctrina sobre la Sagrada Escritura —su verdad, autoridad, inspiración e infalibilidad—, que encontraría una más robusta expresión en la Constitución Dogmática sobre la Revelación Divina, Dei Verbum.

Igual que muchos hombres tienden a ver en sus mujeres las mejores cualidades descritas en el libro de los Proverbios, 31 (“la mujer virtuosa”), a mí me gusta ver en San Josemaría, mi padre espiritual, el cumplimiento de las palabras de la Dei Verbum, 25. En ellas, los Padres Conciliares ofrecen una visión del sacerdote ideal. Como conclusión, querría ser lo suficientemente atrevido como para adaptar estas palabras a San Josemaría y a muchos de los sacerdotes que le han seguido en el Opus Dei y en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.

Se sumergen en las Escrituras “con asidua lectura y con estudio diligente”.

Velan “para que ninguno de ellos resulte ‘predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior’ (San Agustín, Serm. 179, I)”.

Comunican a los fieles que les están confiados, “sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina”.

Aprenden “el sublime conocimiento de Jesucristo (Flp 3, 8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras”.

Se allegan gustosamente “al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios”.

Y no olvidan que “debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque ‘a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas’ (San Ambrosio, De officiis ministerium I, 20, 88)”.

[1] À. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavalleri, Rialp, Madrid, 1993, p. 150.

[2] Ibid., pp. 147-148.

[3] ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Volumen I: ¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid, 1997, p.390.

[4] À. DEL PORTILLO, p. 150.

[5] Ibid., p. 149.

[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th. I,1,10 ad. 1; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 116.

[7] Carta, 27-XII-1947, citada en VÁZQUEZ DE PRADA, p. 380

[8] Comisión Bíblica Pontificia, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, IV.c.1.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 376-385.

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