envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la parroquia de San Miguel. Pamplona, 29-VIII-2002

1. Haced esto en memoria mía[1]. Con estas palabras, Jesús ordenaba a los Apóstoles perpetuar el Sacrificio eucarístico y les confería la potestad sacerdotal en su máximo grado, de modo que ellos y sus sucesores, los Obispos, transmitieran ese don a otros, «a fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fuesen cooperadores del Orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo»[2].

Hoy en Pamplona, y dentro de pocos días en el Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, se reiterará este prodigio admirable. No nos acostumbremos a las manifestaciones de la misericordia de Dios, que llama a algunos hombres por el camino del presbiterado y suscita en cada uno la posibilidad de una respuesta generosa. Más aún, roguémosle que otorgue este don a muchos, porque —como afirmaba el Papa en una de sus catequesis a los fieles— las vocaciones sacerdotales «son una cuestión fundamental para la Iglesia, para la fe, para el porvenir de la fe en este mundo»[3].

El sacerdocio constituye ciertamente un regalo divino para quien lo recibe y para toda la Iglesia; pero un regalo que requiere la correspondencia plena de los escogidos. En esa fidelidad, además de la persona interesada, tiene mucha parte la oración insistente de los cristianos. Pensemos, cada una y cada uno de los que nos encontramos aquí presentes, cuál ha sido, cuál debe ser nuestra personal colaboración, hecha de oración y de sacrificio, para conseguir del Dueño de la mies una floración nueva de vocaciones sacerdotales, santas y fieles, en la Iglesia[4].

2. Hemos escuchado el anuncio del profeta Isaías: el Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh[5]. Palabras que se refieren a Jesucristo, pero que los cristianos pueden hacer suyas, porque todos somos —por el Bautismo y la Confirmación— otros Cristos; o, como afirmaba el Beato Josemaría, ipse Christus, el mismo Cristo. Hoy, sin embargo, la liturgia las aplica de modo específico a estos hermanos nuestros que van a recibir el sacramento del Orden. En efecto, «el ministerio presbiteral, antes que una función, es un misterio de gracia. Es el misterio de una llamada especial, con la que un miembro del Pueblo de Dios es invitado a dedicar su vida entera a la causa del Reino y, por medio del sacramento del Orden, queda marcado con un carácter especial que lo identifica con Cristo sacerdote»[6].

Queridos ordenandos: el Señor os destina a algo verdaderamente extraordinario. Tenéis que anunciar la buena nueva a los pobres, vendar los corazones rotos, pregonar a los cautivos su liberación y a los reclusos la libertad, pregonar el año de gracia de Yahveh, consolar a todos los que lloran[7]. Deberéis llevar Dios a las almas y las almas a Dios. «Por el Sacramento del Orden —son consideraciones del Beato Josemaría—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todos su ser (...). En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor —continuaba— que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestras vidas, las maravillas de las grandezas del Señor»[8].

Se trata de una labor que supera absolutamente las fuerzas humanas. Por eso todos hemos de sentir la responsabilidad de rezar a diario por los sacerdotes, comenzando por el Santo Padre y por los Obispos, sobre quienes recae el peso —dulce y fuerte al mismo tiempo— de la solicitud pastoral por la Iglesia. Os suplico una plegaria especial por mis intenciones y, naturalmente, por el Arzobispo de Pamplona, mi querido hermano en el Episcopado Mons. Fernando Sebastián.

3. Estamos recorriendo el año centenario del nacimiento del Fundador del Opus Dei, y hoy faltan ya sólo treinta y ocho días para que tenga lugar la solemne ceremonia de su canonización. De su corazón sacerdotal son hijos los nuevos sacerdotes. A lo largo de estos meses, repasando diversos aspectos de la vida del Beato Josemaría, quizá nos hemos detenido en su empeño incesante por llevar a todos los ambientes del mundo la buena nueva. Dios le había otorgado grandes cualidades: inteligencia, simpatía, capacidad de arrastre, palabra elocuente... Contaba con una espléndida formación en diversas disciplinas humanas —del Derecho a la Literatura, de la Teología a la Historia—, pero siempre aseguraba que lo suyo, como sacerdote, era hablar de Dios, y sólo de Dios. ¡Y qué bien lo hizo! Durante su fecunda existencia, a manos llenas repartió monedas de oro —el oro del amor de Dios— a muchedumbres numerosas, a grupos pequeños, a personas singulares, en una infatigable catequesis, movido por el afán de saciar el hambre espiritual de los corazones. ¡Cuántas almas prisioneras del pecado libró mediante su dedicación a la administración del sacramento de la Penitencia, sobre todo en los primeros años de su ministerio! ¡Cuántas lágrimas enjugó y cuántos corazones consoló con sus palabras paternales! ¡Cuántas luces encendió en la conciencia de innumerables personas, haciéndoles descubrir las consecuencias concretas de su dignidad de hijos de Dios!

Para vosotros, nuevos sacerdotes, configurados hoy con Jesucristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, pido la más entera disponibilidad para sacrificaros con gozo por todas las almas; en primer lugar por los demás fieles del Opus Dei y por las personas que se acercan a los medios de formación de la Prelatura.

También para esto la vida heroica del Fundador del Opus Dei nos ofrece enseñanzas utilísimas. El modelo, desde luego, es siempre Jesucristo; pero si a lo largo de vuestros años de sacerdocio os esforzáis por meditar en cómo el Beato Josemaría ejercitó su misión de Buen Pastor y procuráis aplicar su ejemplo a vuestro modo de atender el ministerio sacerdotal, podéis estar seguros de que acabaréis identificándoos con Jesucristo en vuestra actividad cotidiana. Descubriréis tantos ejemplos de su dedicación incansable a las almas; de su completo olvido de sí; de la prioridad completa de los criterios pastorales sobre sus gustos o preferencias; de sus mortificaciones y sacrificios ofrecidos para acompañar el camino de purificación de quienes acudían a su confesonario, etc. Recurrid también a la intercesión de su sucesor, Mons. Álvaro del Portillo, y se reforzará vuestra fidelidad de hombres de Dios

Meditad la vida del Beato Josemaría, y sacad enseñanzas prácticas para vuestro inmediato ministerio sacerdotal. Y todos, dejémonos tocar por la gracia de Dios, que nos llega a través de los sacramentos. Acercaos —acerquémonos— con fe y humildad a la Confesión y a la Eucaristía; recibid una dirección espiritual periódica; y os sorprenderéis del bien que estos medios pueden hacer en vuestras almas.

Os agradezco también a vosotros, padres y hermanos de los ordenandos, las oraciones y los buenos ejemplos que les habéis dado, con los que habéis contribuido a preparar sus almas —quizá sin percataros del todo— para recibir este don divino del sacerdocio.

Acabemos, como siempre, invocando a la Santísima Virgen. Acudimos a Ella pidiendo por los nuevos presbíteros: que sean sacerdotes a la medida del corazón de Cristo, dignos hijos del espíritu sacerdotal del Beato Josemaría. Así sea.

[1] Lc 22, 19.

[2] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.

[3] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 29-IX-1993.

[4] Cfr. Mt 9, 37-38.

[5] Is 61, 1.

[6] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 26-XI-1995.

[7] Is 61, 1-2.

[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 300-301.

Enviar a un amigo