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En la Misa de acción de gracias por la canonización del Fundador Opus Dei, parroquia de San Josemaría Escrivá. Roma, 27-x-2002

Queridos hermanos y hermanas.

1. Es para mí una gran alegría poder encontrarme con vosotros después de la canonización de San Josemaría Escrivá y celebrar —por vosotros y con vosotros— el Santo Sacrificio del Altar. Una vez más deseo expresar mi más profunda gratitud a Dios, que se ha servido del Santo Padre Juan Pablo II para elevar a la gloria de los altares a este sacerdote ejemplar, que desde joven se sintió muy “romano”. Tratemos de corresponder, uniéndonos al Papa en este año vigésimo quinto de su Pontificado —como el Cardenal Vicario ha pedido a todos los fieles de la Diócesis de Roma— con la oración cotidiana del Rosario, como el Santo Padre nos recomienda en la reciente carta Apostólica Rosarium Virginis Mariæ.

Las imágenes de la canonización de San Josemaría están todavía frescas en nuestra memoria. Vuelvo a ver a aquella multitud que, proveniente de tantos países, llenó Roma en aquellos días de fiesta para toda la Iglesia. No eran —no erais— una multitud anónima, sino personas, a quienes el nuevo Santo acompaña de cerca y ayuda de muy diversos modos. Así quisiera hacer también yo en mi oración, con la ayuda de Dios, que —estoy seguro— no me faltará.

Muchos de vosotros habéis sido testigos de la profunda devoción que hombres y mujeres de toda raza y extracción social profesan a San Josemaría, y que les ha impulsado a venir hasta esta zona extrema de Roma para honrar al titular de vuestra parroquia. También yo rezo y sigo con verdadero interés, desde su comienzo, las actividades pastorales que aquí se desarrollan, y conozco bien los progresos obtenidos desde que, en 1993, antes de la construcción de la iglesia, dieron comienzo las actividades. Demos gracias a Dios, que os bendice. Pero también vosotros debéis colaborar más y más, con vuestro ejemplo de cristianos coherentes y con vuestro apostolado personal. Estoy seguro de que la canonización de San Josemaría redundará en mayor abundancia de gracias celestiales para vosotros, para vuestras familias y para todo el barrio.

2. Entre los textos de la liturgia en honor de San Josemaría, se halla el párrafo del Evangelio de San Lucas que narra el episodio de la pesca milagrosa, ocurrida sobre el lago Tiberíades en las primeros momentos del ministerio público de Jesús. De nuevo ha resonado en nuestros oídos aquel duc in altum! —rema mar adentro— con que Cristo sorprendió al pescador Simón cambiándole radicalmente la vida y encaminándole a la singular misión de pescador de hombres (Lc 5, 4. 10). Las palabras imperiosas de Cristo tienen un sentido que supera las circunstancias inmediatas de aquella memorable pesca y constituyen —para los cristianos de todas las épocas— una exhortación a emprender con audacia de fe el deber de testimoniar el Evangelio.

La invitación es más actual que nunca, como ha reafirmado el Papa Juan Pablo II en la Carta apostólica Novo Millennio ineunte[1], y ha repetido luego a todos en el día de la canonización de San Josemaría. Así se expresó en aquel día el Santo Padre: «Desde que el 7 de agosto de 1931, durante la celebración de la Santa Misa, resonaron en su alma las palabras de Jesús: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), Josemaría Escrivá comprendió más claramente que la misión de los bautizados consiste en elevar la Cruz de Cristo sobre toda realidad humana, y sintió surgir de su interior la apasionante llamada a evangelizar todos los ambientes. Acogió entonces sin vacilar la invitación hecha por Jesús al apóstol Pedro (...): “Duc in altum!”. La transmitió a toda su familia espiritual, para que ofreciese a la Iglesia una aportación válida de comunión y servicio apostólico. Esta invitación —concluía Juan Pablo II— se extiende hoy a todos nosotros. “Rema mar adentro” —nos dice el divino Maestro— “y echad las redes para la pesca” (Lc 5, 4)»[2].

Durante veinticinco años he sido testigo del eco profundo que aquel duc in altum! suscitó en el corazón de San Josemaría. Cuando le conocí, ya tenía sobre las espaldas muchos años de generosa y difícil labor pastoral. Sin embargo, le vi retomar cada día los diversos cometidos de su ministerio con inextinguible celo apostólico. Refiriéndose al texto evangélico que acabamos de escuchar, comentó en una homilía: «Jesús nos quiere despiertos, para que nos convenzamos de la grandeza de su poder, y para que oigamos nuevamente su promesa: venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum, si me seguís, os haré pescadores de hombres; seréis eficaces, y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum et laxate retia vestra in capturam!: bogad mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Ese celo apostólico, que Cristo ha puesto en nuestro corazón, no debe agotarse —extinguirse—, por una falsa humildad»[3].

La fe es el recurso decisivo para poder conducir a los hombres al encuentro con Cristo. Fue la fe en la palabra de Cristo la que persuadió al pescador Simón a pasar por encima de todas las razones que humanamente se oponían a la petición de Jesús. Hemos estado fatigándonos durante toda la noche y nada hemos pescado (Lc 5, 5): una larga experiencia laboral llevaba a Pedro a encuadrar la situación con realismo, y a concluir que habría sido ilusorio arriesgarse a un nuevo intento.

También nosotros estamos frente a un cuadro histórico —cultural, social, religioso— que, después de dos mil años de cristianismo, podría conducirnos a considerar con un cierto escepticismo las posibilidades de éxito de nuevos proyectos de anuncio del Evangelio. No pocos ámbitos de la sociedad, en particular de la sociedad occidental, se muestran discordantes, cuando no incompatibles, con las exigencias más fuertes de la fe y de la moral cristianas. De cara a este horizonte podríamos, como Pedro aquel día, dudar antes de remar mar adentro (Lc 5, 4), e intentar eludir el mandato de anunciar el Evangelio en toda su radicalidad de vocación universal a la santidad. Recordemos entonces cómo Pedro logró superar la perspectiva de una lógica puramente humana y dar el salto de la fe: sobre tu palabra echaré las redes (Lc 5, 5). Y los peces se precipitaron en gran cantidad dentro de la red, que ya no era el rudimentario instrumento del pobre pescador, sino la red de Cristo.

No lo dudemos: también hoy los hombres y las mujeres están a la espera de la palabra de Cristo y desean que alguien les ayude a conocer su verdadero rostro; no aquel rostro deformado por los prejuicios o la ignorancia, sino aquel dulcísimo rostro que se nos revela en la oración: Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Cuando el Evangelio se anuncia con toda su fuerza y su belleza, cuando se procura ponerlo verdaderamente en práctica, ya no somos nosotros, sino Cristo mismo, quien sale al encuentro de las almas y las lleva al Padre, sin desdeñar servirse hasta de nuestras humanas limitaciones.

Pero es necesario que haya testimonios creíbles en virtud de su coherencia de vida; hombres y mujeres cristianos que sepan aplicar en toda circunstancia el principio del primado de la gracia[4] —por tanto, la frecuencia de sacramentos—, y que al mismo tiempo estén bien preparados en el plano doctrinal, tengan capacidad de dialogar con todos y se muestren dispuestos a exponer la verdad de la fe en su integridad. Por esto, son de vital importancia las catequesis para adultos, las lecciones de teología, la formación específica que ayuda a desarrollar con espíritu cristiano la propia profesión.

3. El duc in altum! de Jesús no exige ordinariamente afrontar empresas excepcionales. Si alguna vez llega a suceder, no dejará de ser un hecho raro. En cambio, el Señor nos pide que todos los días cumplamos con generosidad nuestros deberes, sin descargar nuestra propia responsabilidad, sin lamentarnos por las dificultades, sin dejarse llevar con facilidad por el pensamiento de que ya hemos hecho bastante.

Además, es preciso desmentir con fuerza la idea de que el cristianismo es incompatible con el pleno compromiso en las realidades temporales, o que se halla muy distante de los problemas de la vida ordinaria. También en este sentido me gusta proponer la figura y la enseñanza de San Josemaría. Vosotros conocéis bien que a comienzos de año se desarrolló en Roma un Congreso internacional, para conmemorar el centenario de su nacimiento, que tuvo por tema “La grandeza de la vida ordinaria”. Con la aportación de experiencias diversísimas, durante aquella reunión se ha procurado profundizar en los distintos aspectos de este mensaje, también en aquellos prácticos. Frecuentad la escuela de San Josemaría, si deseáis de verdad buscar y encontrar a Dios en las circunstancias comunes de la existencia. No en vano Juan Pablo II lo ha señalado a la Iglesia como “el santo de lo ordinario[5]. Comencemos cada uno de nosotros a servir mejor a los demás en la propia familia y en las relaciones con amigos y colegas de trabajo; recordemos que Dios sale a nuestro encuentro en todas las vicisitudes de la vida ordinaria, especialmente cuando nos esforzamos por sostener a los demás con nuestro servicio.

Considerándolo bien, es justamente esto lo que Jesús pidió a Pedro: le propuso retomar su trabajo normal de pescador, que por tantas razones aquella mañana podría haber considerado concluido. ¡Cuántas veces el empeño por la santidad se traduce en un suplemento de generosidad para no decir basta y perseverar en el cumplimiento de los propios deberes! Entonces se produce el fruto fecundo, la pesca abundante: nuestra vida adquiere valor sobrenatural, el Reino de Dios se dilata en nosotros y en torno a nosotros. Logramos experimentar y difundir la alegría y la paz de hijos de Dios.

Justamente la conciencia de ser hijo de Dios constituyó para San Josemaría la reserva espiritual indispensable para llevar a cumplimiento el inmenso deber que Dios le había confiado. El sentido de la filiación divina ha de constituir una señalada característica de la vida espiritual del cristiano, como nos recuerda uno de los textos que hemos escuchado. No recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor —escribe San Pablo en la carta a los Romanos—, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16).

Renovemos, por tanto, el propósito de dejarnos guiar por el Espíritu Santo, que pone en nuestras bocas y, antes aún, en el corazón, esta tierna invocación: Abbá, papá. Dirijámonos a Dios Padre con el lenguaje simple, santamente audaz, de quien se sabe hijo suyo, como nos aconsejaba San Josemaría. Abandonémonos en la Virgen para responder con fe al duc in altum! del Señor. De Ella —de su dedicación sin reservas al plan de Dios— hemos recibido el Verbo encarnado que nos transforma, por obra del Espíritu Santo, en hijos de Dios. Así sea.

[1] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 15.

[2] JUAN PABLO II, Homilía en la canonización de San Josemaría Escrivá, 6-X-2002, n. 4.

[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 159.

[4] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 38.

[5] JUAN PABLO II, Discurso a los participantes de la canonización de San Josemaría Escrivá, 7-X-2002.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 308-311.

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