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En la inauguración del año académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Roma, 24-X-2002

Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades,

Profesores, alumnos y personal de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Señoras y Señores,

Permitidme empezar, también en este momento, con el recuerdo de la reciente canonización de San Josemaría Escrivá. No es necesario que me refiera —porque estoy seguro de que muchos de vosotros habéis vivido una experiencia similar a la mía— a la inmensa alegría experimentada en la Plaza de San Pedro, junto a tantas personas, cuando el Santo Padre ha inscrito al Beato Josemaría en el número de los santos. Tomando prestada una expresión de mi predecesor, Monseñor Álvaro del Portillo, me gusta afirmar que esa jornada, esperada desde tiempo atrás y preparada en la oración, fue como un ahogarse en un mar de gozo.

Pero no es mi intención describir mis sentimientos, mi gratitud a Dios y al Santo Padre Juan Pablo II, sino reflexionar con vosotros sobre el significado que tal evento debe tener para nosotros, en cuanto personas en estrecha relación con esta Universidad. Pienso, en efecto, que así como para la Prelatura del Opus Dei la canonización del Fundador permanecerá siempre como un momento decisivo de su historia, así debe suceder para la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, nacida del espíritu de San Josemaría.

Los días pasados traen de nuevo a la memoria que sólo la santidad es la meta adecuada de nuestra vida, el único objetivo capaz de colmarla de significado. Fue éste el incansable estribillo de la predicación de San Josemaría, reconocido por el Santo Padre mañana del 7 de octubre— como «el santo de lo ordinario»[1].

El Congreso celebrado el pasado mes de enero en ocasión del centenario del nacimiento de San Josemaría, titulado “La grandeza de la vida cotidiana”, nos ha ayudado precisamente a ahondar en la belleza y fecundidad de este mensaje, siempre viejo y siempre nuevo, como el mismo Evangelio en el que se fundamenta. Cualquiera que sea el trabajo que nos ocupa, en cualquier circunstancia, Dios nos llama a la santidad. Las tareas y los encargos que podamos desarrollar en esta tierra, en las más diversas situaciones, deben ser siempre entendidos en referencia a esa meta, como medios para adentrarnos en la intimidad divina; de otro modo habremos errado el camino. Como afirmó el Santo Padre en el saludo a los participantes a dicho Congreso: «Si el hombre no acoge en su interior la gracia de Dios, si no reza, si no recibe frecuentemente los sacramentos, si no tiende a la santidad personal, pierde el sentido mismo de su peregrinación terrena»[2].

Por eso, no dudo en deciros, con la fuerza de expresión y radicalidad que caracterizaba la predicación de San Josemaría, que si vuestra labor de investigación, de estudio y, en general, vuestros deberes en esta Universidad, no os sirven para crecer en santidad y madurar en vuestra vocación de hijos de Dios, servirían para bien poca cosa. A propósito de esto, me venía a la mente un episodio de la vida de San Josemaría sucedido en ocasión de su visita a otra universidad, nacida también de su celo apostólico: la Universidad de Navarra. En el curso de aquella visita, un profesor de la Facultad de Medicina presentó así al Gran Canciller el fruto del trabajo realizado en años de duras fatigas: “Padre, nos pidió hacer una universidad... y ¡la hemos hecho!”. Aun conociendo la breve historia de aquel ateneo y apreciando el sacrificio y empeño puesto por todos los que allí habían trabajado, al escuchar estas palabras San Josemaría afirmó: “No os he pedido que hagáis una Universidad, sino que os hagáis santos haciendo una universidad”.

Mi deseo y mi súplica al Señor nuestro Dios, por la intercesión de San Josemaría, es que esta profunda verdad resuene siempre en los corredores, en las aulas y despachos de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz; que en la intimidad de vuestros corazones no ceséis jamás de escuchar el tono exigente y amable de sus palabras: «Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro»[3].

No olvidemos nunca que de lo que la Iglesia y el mundo tienen verdadera necesidad es de personas seriamente decididas a ser santas: cristianos de todo estado y condición que busquen la intimidad con Dios en cualquier circunstancia. Si sabemos mirar la santidad como el único verdadero objetivo de nuestra existencia, estoy seguro de que alcanzaremos todos los demás objetivos, también los más inmediatos que debamos afrontar.

En la esperanza cristiana —como nos enseñan la vida y la predicación de San Josemaría— encuentra su mejor fundamento toda esperanza humana. Es así; la gracia de Dios se vale del empeño de todos por construir, día a día, una universidad capaz de responder cada vez mejor a las necesidades de la Iglesia en su misión evangelizadora.

El recuerdo de ese episodio y la expresión misma empleada por aquel querido profesor —”hacer una universidad”— me traen a la mente la precariedad e incomodidad en que deberéis moveros los próximos años, mientras duren los trabajos de restauración de este edificio. Por un cierto periodo de tiempo, que espero que sea lo más breve posible, todos nos sentiremos involucrados de un modo inmediato, en la tarea de “construir una universidad”. Es evidente que los trabajos de restauración eran ya improrrogables y que pretenden preparar una sede más adecuada para vosotros y para los futuros estudiantes; procuremos ser agradecidos a los trabajadores de la construcción rezando por ellos y por sus familias. Vuestra paciencia y vuestros sacrificios ayudarán a otras personas, pero os serán útiles también a vosotros si no os olvidáis, tampoco en estas circunstancias particulares, de buscar ante todo la gloria de Dios. Además, como decía San Josemaría, ¡es realmente hermoso plantar árboles de cuya sombra disfrutarán otros!

Con este auspicio e invocando para todos la protección de la Bienaventurada Virgen María, Sedes Sapientiæ y Reina del Santísimo Rosario, y con la intercesión de San Josemaría, declaro inaugurado el año académico 2002-2003.

[1] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia de la Canonización de Josemaría Escrivá, 7-X-2002.

[2] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso del Centenario de del nacimiento de Josemaría Escrivá, 12-I-2002

[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 5.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 317-319.

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