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Discurso a los participantes en el Congreso UNIV’2001 (9-IV-2001)

La Asociación UNIV reúne todos los años en Roma a jóvenes de todo el mundo para participar en un congreso universitario. Los participantes trabajan sobre unos temas que propone el Instituto para la Cooperación Universitaria, y presentan sus resultados en forma de comunicaciones orales o en vídeo. Después de la primera edición del Congreso, en 1968, el Instituto para la Cooperación Universitaria confió a la Prelatura del Opus Dei la organización de actividades de formación cristiana como complemento a las actividades culturales. Durante la Semana Santa, los que lo desean pueden participar en las ceremonias litúrgicas y en una audiencia con el Santo Padre. El Congreso se convierte así en una ocasión de conocer la ciudad de Roma en el contexto de la historia de la Iglesia desde sus primeros siglos.

La mañana del 9 de abril, Su Santidad Juan Pablo II ha recibido en audiencia a los participantes en el 34º Congreso UNIV’2001, en el aula Pablo VI. Este es el discurso que ha pronunciado.

Amadísimos jóvenes:

1. ¡Bienvenidos! Como sucede ya desde hace varios años, habéis vuelto a Roma para pasar juntos la Semana Santa. Tal vez muchos de vosotros os encontráis por primera vez en esta estupenda ciudad, pero para vuestra asociación esta cita romana, que prevé también la visita al Sucesor de Pedro, ha llegado a ser casi una tradición. Gracias por este encuentro y por vuestro entusiasmo juvenil. Os saludo con afecto a vosotros y a vuestros superiores. En particular, saludo y doy las gracias a quienes en vuestro nombre se han hecho intérpretes de vuestros sentimientos comunes. A cada uno de vosotros deseo que viva estos días santos en un clima de profunda espiritualidad.

2. El congreso en el que participáis tiene como tema: “Un rostro humano para un mundo global”. Se trata de un tema que os permite confrontar experiencias y propuestas sobre la globalización, un fenómeno que seguramente va a caracterizar cada vez más a la sociedad en el futuro. Descubrís los aspectos positivos de este proceso, pero sin ignorar sus peligros. La economía no puede imponer los modelos y el ritmo del desarrollo, y, aunque es justo proveer a las necesidades materiales, nunca se han de ahogar los valores del espíritu. Lo verdadero debe prevalecer sobre lo útil, el bien sobre el bienestar, la libertad sobre las modas y la persona sobre la estructura. Por otra parte, no basta criticar; es necesario ir más allá: es preciso ser constructores. En efecto, el cristiano no puede limitarse a analizar los procesos históricos actuales, manteniendo una actitud pasiva, como si desbordaran su capacidad de intervención, al estar guiados por fuerzas ciegas e impersonales. El creyente está convencido de que todo acontecimiento humano está dirigido por la providencia de Dios, el cual pide a cada uno que colabore con él para orientar la historia hacia un fin digno del hombre.

3. En definitiva, la cuestión de fondo gira en torno a una pregunta decisiva: ¿cómo vivo yo la fe cristiana? ¿Es para mí sólo un conjunto de creencias y devociones limitadas al ámbito privado, o es también una fuerza que debe traducirse en opciones que influyan en mi relación con los demás? ¡Cuánto pueden influir en la sociedad un hombre y una mujer de fe! Forma parte del realismo cristiano comprender que los grandes cambios sociales son fruto de pequeñas y valientes opciones diarias. Vosotros os preguntáis a menudo: ¿cuándo llegará nuestro mundo a configurarse plenamente al mensaje evangélico? La respuesta es sencilla: cuando tú seas el primero en obrar y pensar establemente según Cristo, al menos una parte de ese mundo le será entregada en ti. El Beato Josemaría, en cuya espiritualidad os inspiráis, escribió: “Eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. Produce, con tu ejemplo y tu palabra, un primer círculo... y este, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?” (Camino, 831).

4. En la sociedad actual, que busca aprovechar al máximo los recursos productivos, se percibe un proceso uniformador, que pone en peligro las libertades personales e incluso las culturas nacionales. ¿Cómo reaccionar? La doctrina social de la Iglesia contiene los principios de una respuesta que respeta el papel de las personas y de los grupos. Pero para promover una cultural global de esos principios morales absolutos que son los derechos de la persona, es preciso que cada cristiano empiece por sí mismo, tratando de reflejar la imagen de Cristo en todos sus pensamientos y en todos su actos. Ciertamente, este programa no es fácil. Es más bien un acto de fe arduo, porque seguir a Cristo significa emprender un camino que lleva a negarse a sí mismo para entregarse a Dios y a los hermanos.

5. En el Mensaje para la reciente Jornada mundial de la juventud, que celebramos ayer, Domingo de Ramos, escribí que Cristo “es un Mesías que se sale de cualquier esquema y de cualquier clamor; no se le puede ‘comprender’ con la lógica del éxito y del poder, usada a menudo por el mundo como criterio de verificación de sus proyectos” (n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de febrero de 2001, p. 3). Y expliqué que para seguir a un Maestro como él se requiere la valentía de un “sí” pleno a su llamada: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Estas palabras expresan el radicalismo de una opción que no admite vacilaciones ni dar marcha atrás. Es una exigencia dura; aún hoy esas palabras resultan un escándalo y una locura (cf. 1 Co 1, 22-25). Y, sin embargo, hay que confrontarse con ellas. Queridos jóvenes, el Señor os conceda comprender cada vez más la misión a la que os llama. A la vez que os deseo una santa Pascua, permitidme que os renueve la invitación que hice en la Carta apostólica Novo millennio ineunte: “Rema mar adentro, duc in altum”. Esta invitación de Jesús a Pedro (cf. Lc 5, 4) os da la medida de la respuesta que el Señor espera de vosotros. Una respuesta total y de completo abandono en sus manos. Duc in altum!, donde el mar es más profundo, donde el misterio del amor de Dios abre ante vosotros espacios maravillosos, que toda una vida no bastaría para explorar.

Que os acompañe la Virgen, a la que pido os guíe por el camino exigente de la santidad. Con la santidad es como se cambia el mundo. Os bendigo de corazón.

Romana, n. 32, Enero-Junio 2001, p. 35-37.

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