Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo (25-III-2001)
Queridos hermanos en el sacerdocio:
1. En el día en que el Señor Jesús hizo a la Iglesia el don de la Eucaristía, instituyendo con ella nuestro sacerdocio, no puedo dejar de dirigiros —como ya es tradición— unas reflexiones que quieren ser de amistad y, casi diría, de intimidad, con el deseo de compartir con vosotros la acción de gracias y la alabanza.
¡Lauda Sion, Salvatorem, lauda ducem et pastorem, in hymnis et canticis! En verdad es grande el misterio del cual hemos sido hechos ministros. Misterio de un amor sin límites, ya que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1); misterio de unidad, que se derrama sobre nosotros desde la fuente de la vida trinitaria, para hacernos «uno» en el don del Espíritu (cf. Jn 17); misterio de la divina diaconía, que lleva al Verbo hecho carne a lavar los «pies» de su criatura, indicando así en el servicio la clave maestra de toda relación auténtica entre los hombres: «os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15).
Nosotros hemos sido hechos, de modo especial, testigos y ministros de este gran misterio.
2. Este Jueves Santo es el primero después del Gran Jubileo. La experiencia que hemos vivido con nuestras comunidades, en esta celebración especial de la misericordia, a los dos mil años del nacimiento de Jesús, se convierte ahora en impulso para avanzar en el camino. Duc in altum! El Señor nos invita a ir mar adentro, fiándonos de su palabra. ¡Aprendamos de la experiencia jubilar y continuemos en el compromiso de dar testimonio del Evangelio con el entusiasmo que suscita en nosotros la contemplación del rostro de Cristo!
En efecto, como he subrayado en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, es preciso partir nuevamente desde Él, para abrirnos en Él, con los «gemidos inefables» del Espíritu (cf. Rm 8, 26), al abrazo del Padre: ¡«Abbá, Padre»! (Ga 4, 6). Es preciso partir nuevamente desde Él para redescubrir la fuente y la lógica profunda de nuestra fraternidad: «Como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34).
3. Hoy deseo agradecer a cada uno de vosotros todo lo que habéis hecho durante el Año Jubilar para que el pueblo confiado a vuestro cuidado experimentara de modo más intenso la presencia salvadora del Señor resucitado. Pienso también en este momento en el trabajo que desarrolláis cada día, un trabajo a menudo escondido que, si bien no aparece en las primeras páginas, hace avanzar el Reino de Dios en las conciencias. Os expreso mi admiración por este ministerio discreto, tenaz y creativo, aunque marcado a veces por las lágrimas del alma que sólo Dios ve y «recoge en su odre» (cf. Sal 55, 9). Un ministerio tanto más digno de estima, cuanto más probado por las dificultades de un ambiente altamente secularizado, que expone la acción del sacerdote a la insidia del cansancio y del desaliento. Lo sabéis muy bien: este empeño cotidiano es precioso a los ojos de Dios.
Al mismo tiempo, deseo hacerme voz de Cristo, que nos llama a desarrollar cada vez más nuestra relación con él. «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20). Como anunciadores de Cristo, se nos invita ante todo a vivir en intimidad con Él: ¡no se puede dar a los demás lo que nosotros mismos no tenemos! Hay una sed de Cristo que, a pesar de tantas apariencias en contra, aflora también en la sociedad contemporánea, emerge entre las incoherencias de nuevas formas de espiritualidad y se perfila incluso cuando, a propósito de los grandes problemas éticos, el testimonio de la Iglesia se convierte en signo de contradicción. Esta sed de Cristo —más o menos consciente— no se sacia con palabras vacías. Sólo los auténticos testigos pueden irradiar de manera creíble la palabra que salva.
4. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he dicho que la verdadera herencia del Gran Jubileo es la experiencia de un encuentro más intenso con Cristo. Entre los muchos aspectos de este encuentro, me complace elegir hoy, para esta reflexión, el de la reconciliación sacramental. Este, además, ha sido un aspecto central del Año Jubilar, entre otros motivos porque está íntimamente relacionado con el don de la indulgencia.
Estoy seguro de que en las Iglesias locales habéis tenido también una experiencia importante de ello. Aquí, en Roma, uno de los fenómenos más llamativos del Jubileo ha sido ciertamente el gran número de personas que han acudido al Sacramento de la misericordia. Incluso los observadores laicos han quedado impresionados por ello. Los confesionarios de San Pedro, así como los de las otras Basílicas, han sido como «asaltados» por los peregrinos, a menudo obligados a soportar largas filas, en paciente espera del propio turno. También ha sido particularmente significativo el interés manifestado en los jóvenes por este Sacramento durante la espléndida semana de su Jubileo.
5. Bien sabéis que, en las décadas pasadas y por diversos motivos, este Sacramento ha pasado por una cierta crisis. Precisamente para afrontarla, se celebró en 1984 un Sínodo, cuyas conclusiones se recogieron en la Exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia.
Sería ingenuo pensar que la intensificación de la práctica del Sacramento del perdón durante el Año Jubilar, por sí sola, demuestre un cambio de tendencia ya consolidada. No obstante, se ha tratado de una señal alentadora. Esto nos lleva a reconocer que las exigencias profundas del corazón humano, a las que responde el designio salvífico de Dios, no desaparecen por crisis temporales. Hace falta recibir este indicio jubilar como una señal de lo alto, que sea motivo de una renovada audacia en proponer de nuevo el sentido y la práctica de este Sacramento.
6. Pero no quiero detenerme solamente en la problemática pastoral. El Jueves Santo, día especial de nuestra vocación, nos invita ante todo a reflexionar sobre nuestro «ser» y, en particular, sobre nuestro camino de santidad. De esto es de lo que surge después también el impulso apostólico.
Ahora bien, cuando se contempla a Cristo en la Última Cena, en su hacerse por nosotros «pan partido», cuando se inclina a los pies de los Apóstoles en humilde servicio, ¿cómo no experimentar, al igual que Pedro, el mismo sentimiento de indignidad ante la grandeza del don recibido? «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8). Pedro se equivocaba al rechazar el gesto de Cristo. Pero tenía razón al sentirse indigno. Es importante, en este día del amor por excelencia, que sintamos la gracia del sacerdocio como una superabundancia de misericordia.
Misericordia es la absoluta gratuidad con la que Dios nos ha elegido: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16).
Misericordia es la condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes suyos, aun sabiendo que somos pecadores.
Misericordia es el perdón que Él nunca rechaza, como no rehusó a Pedro después de haber renegado de El. También vale para nosotros la afirmación de que «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7).
7. Así pues, redescubramos nuestra vocación como «misterio de misericordia». En el Evangelio comprobamos que precisamente ésta es la actitud espiritual con la cual Pedro recibe su especial ministerio. Su vida es emblemática para todos los que han recibido la misión apostólica en los diversos grados del sacramento del Orden.
Pensemos en la escena de la pesca milagrosa, tal como la describe el Evangelio de Lucas (5, 1-11). Jesús pide a Pedro un acto de confianza en su palabra, invitándole a remar mar adentro para pescar. Una petición humanamente desconcertante: ¿Cómo hacerle caso tras una noche sin dormir y agotadora, pasada echando las redes sin resultado alguno? Pero intentarlo de nuevo, basado «en la palabra de Jesús», cambia todo. Se recogen tantos peces, que se rompen las redes. La Palabra revela su poder. Surge la sorpresa, pero también el susto y el temor, como cuando nos llega de repente un intenso haz de luz, que pone al descubierto los propios límites. Pedro exclama: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero, apenas ha terminado su confesión, la misericordia del Maestro se convierte para él en comienzo de una vida nueva: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5, 10). El «pecador» se convierte en ministro de misericordia. ¡De pescador de peces, a «pescador de hombres»!
8. Misterio grande, queridos sacerdotes: Cristo no ha tenido miedo de elegir a sus ministros de entre los pecadores. ¿No es ésta nuestra experiencia? Será también Pedro quien tome una conciencia más viva de ello, en el conmovedor diálogo con Jesús después de la resurrección. ¿Antes de otorgarle el mandato pastoral, el Maestro le hace una pregunta embarazosa: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21, 15). Se lo pregunta a uno que pocos días antes ha renegado de él por tres veces. Se comprende bien el tono humilde de su respuesta: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (21, 17). Precisamente en base a este amor consciente de la propia fragilidad, un amor tan tímido como confiadamente confesado, Pedro recibe el ministerio: «Apacienta mis corderos», «apacienta mis ovejas» (vv. 15.16.17). Apoyado en este amor, corroborado por el fuego de Pentecostés, Pedro podrá cumplir el ministerio recibido.
9. ¿Acaso la vocación de Pablo no surge también en el marco de una experiencia de misericordia? Nadie como él ha sentido la gratuidad de la elección de Cristo. Siempre tendrá en su corazón la rémora de su pasado de perseguidor encarnizado de la Iglesia: «Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (1 Co 15, 9). Sin embargo, este recuerdo, en vez de refrenar su entusiasmo, le dará alas. Cuanto más se ha sido objeto de la misericordia, tanto más se siente la necesidad de testimoniarla e irradiarla. La «voz» que lo detuvo en el camino de Damasco, lo lleva al corazón del Evangelio, y se lo hace descubrir como amor misericordioso del Padre que reconcilia consigo al mundo en Cristo. Sobre esta base Pablo comprenderá también el servicio apostólico como ministerio de reconciliación: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Co 5, 18-19).
10. Los testimonios de Pedro y Pablo, queridos sacerdotes, contienen indicaciones preciosas para nosotros. Nos invitan a vivir con sentido de infinita gratitud el don del ministerio: ¡nosotros no hemos merecido nada, todo es gracia! Al mismo tiempo, la experiencia de los dos Apóstoles nos lleva a abandonarnos a la misericordia de Dios, para entregarle con sincero arrepentimiento nuestras debilidades, y volver con su gracia a nuestro camino de santidad. En la Novo millennio ineunte he señalado el compromiso de santidad como el primer punto de una sabia «programación» pastoral. Si éste es un compromiso fundamental para todos los creyentes, ¡cuánto más ha de serlo para nosotros! (cf. nn. 30-31).
Para ello, es importante que redescubramos el sacramento de la Reconciliación como instrumento fundamental de nuestra santificación. Acercarnos a un hermano sacerdote, para pedirle esa absolución que tantas veces nosotros mismos damos a nuestros fieles, nos hace vivir la grande y consoladora verdad de ser, antes aun que ministros, miembros de un único pueblo, un pueblo de «salvados». Lo que Agustín decía de su ministerio episcopal, vale también para el servicio presbiteral: «Si me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano [...]. Lo primero comporta un peligro, lo segundo una salvación» (Sermón 340, 1). Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y sentir como un bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en camino. Sólo quien ha sentido la ternura del abrazo del Padre, como lo describe el Evangelio en la parábola del hijo pródigo —«se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20)— puede transmitir a los demás el mismo calor, cuando de destinatario del perdón pasa a ser su ministro.
11. Pidamos, pues, a Cristo, en este día santo, que nos ayude a redescubrir plenamente, para nosotros mismos, la belleza de este Sacramento. ¿Acaso Jesús mismo no ayudó a Pedro en este descubrimiento? «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Jn 13, 8). Es cierto que Jesús no se refería aquí directamente al sacramento de la Reconciliación, pero lo evocaba de alguna manera, aludiendo al proceso de purificación que comenzaría con su muerte redentora y sería aplicado por la economía sacramental a cada uno en el curso de los siglos.
Recurramos asiduamente, queridos sacerdotes, a este Sacramento, para que el Señor purifique constantemente nuestro corazón, haciéndonos menos indignos de los misterios que celebramos. Llamados a representar el rostro del Buen Pastor, y a tener por tanto el corazón mismo de Cristo, hemos de hacer nuestra, más que los demás, la intensa invocación del salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, renueva en mí un espíritu firme» (Sal 50, 12). El sacramento de la Reconciliación, irrenunciable para toda existencia cristiana, es también ayuda, orientación y medicina de la vida sacerdotal.
12. El sacerdote que vive plenamente la gozosa experiencia de la reconciliación sacramental considera muy normal repetir a sus hermanos las palabras de Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Co 5, 20).
Si la crisis del sacramento de la Reconciliación, a la que antes hice referencia, depende de múltiples factores —desde la atenuación del sentido del pecado hasta la escasa percepción de la economía sacramental con la que Dios nos salva—, quizás debamos reconocer que a veces puede haber influido negativamente sobre el Sacramento una cierta disminución de nuestro entusiasmo o de nuestra disponibilidad en el ejercicio de este exigente y delicado ministerio.
En cambio, es preciso más que nunca hacerlo redescubrir al Pueblo de Dios. Hay que decir con firmeza y convicción que el sacramento de la Penitencia es la vía ordinaria para alcanzar el perdón y la remisión de los pecados graves cometidos después del Bautismo. Hay que celebrar el Sacramento del mejor modo posible, en las formas litúrgicamente previstas, para que conserve su plena fisonomía de celebración de la divina Misericordia.
13. Lo que nos inspira confianza en la posibilidad de recuperar este Sacramento no es sólo el aflorar, aun entre muchas contradicciones, de una nueva sed de espiritualidad en muchos ámbitos sociales, sino también la profunda necesidad de encuentro interpersonal, que se va afianzando en muchas personas como reacción a una sociedad anónima y masificadora, que a menudo condena al aislamiento interior incluso cuando implica un torbellino de relaciones funcionales. Ciertamente, no se ha de confundir la confesión sacramental con una práctica de apoyo humano o de terapia psicológica. Sin embargo, no se debe infravalorar el hecho de que, bien vivido, el sacramento de la Reconciliación desempeña indudablemente también un papel «humanizador», que se armoniza bien con su valor primario de reconciliación con Dios y con la Iglesia.
Es importante que, incluso desde este punto de vista, el ministro de la reconciliación cumpla bien su obligación. Su capacidad de acogida, de escucha, de diálogo, y su constante disponibilidad, son elementos esenciales para que el ministerio de la reconciliación manifieste todo su valor. El anuncio fiel, nunca reticente, de las exigencias radicales de la palabra de Dios, ha de estar siempre acompañado de una gran comprensión y delicadeza, a imitación del estilo de Jesús con los pecadores.
14. Además, es necesario dar su importancia a la configuración litúrgica del Sacramento. El Sacramento entra en la lógica de comunión que caracteriza a la Iglesia. El pecado mismo no se comprende del todo si es considerado sólo de una manera exclusivamente privada, olvidando que afecta inevitablemente a toda la comunidad y hace disminuir su nivel de santidad. Con mayor razón, la oferta del perdón expresa un misterio de solidaridad sobrenatural, cuya lógica sacramental se basa en la unión profunda que existe entre Cristo cabeza y sus miembros.
Es muy importante hacer redescubrir este aspecto «comunional» del Sacramento, incluso mediante liturgias penitenciales comunitarias que se concluyan con la confesión y la absolución individual, porque permite a los fieles percibir mejor la doble dimensión de la reconciliación y los compromete más a vivir el propio camino penitencial en toda su riqueza regeneradora.
15. Queda aún el problema fundamental de una catequesis sobre el sentido moral y sobre el pecado, que haga tomar una conciencia más clara de las exigencias evangélicas en su radicalidad. Desafortunadamente hay una tendencia minimalista, que impide al Sacramento producir todos los frutos deseables. Para muchos fieles la percepción del pecado no se mide con el Evangelio, sino con los «lugares comunes», con la «normalidad» sociológica, llevándoles a pensar que no son particularmente responsables de cosas que «hacen todos», especialmente si son legales civilmente.
La evangelización del tercer milenio ha de afrontar la urgencia de una presentación viva, completa y exigente del mensaje evangélico. Se ha de proponer un cristianismo que no puede reducirse a un mediocre compromiso de honestidad según criterios sociológicos, sino que debe ser un verdadero camino hacia la santidad. Hemos de releer con nuevo entusiasmo el capítulo V de la Lumen gentium, que trata de la vocación universal a la santidad. Ser cristiano significa recibir un «don» de gracia santificante, que ha de traducirse en un «compromiso» de coherencia personal en la vida de cada día. Por eso he intentado en estos años promover un reconocimiento más amplio de la santidad en todos los ámbitos en los que ésta se ha manifestado, para ofrecer a todos los cristianos múltiples modelos de santidad, y todos recuerden que están llamados personalmente a esa meta.
16. Sigamos adelante, queridos hermanos sacerdotes, con el gozo de nuestro ministerio, sabiendo que tenemos con nosotros a Aquel que nos ha llamado y que no nos abandona. Que la certeza de su presencia nos ayude y nos consuele.
Con ocasión del Jueves Santo sentimos aún más viva esta presencia suya, al contemplar con emoción la hora en que Jesús, en el Cenáculo, se nos dio a sí mismo en el signo del pan y del vino, anticipando sacramentalmente el sacrificio de la Cruz. El año pasado quise escribiros precisamente desde el Cenáculo, con ocasión de mi visita a Tierra Santa. ¿Cómo olvidar aquel momento emocionante? Lo revivo hoy, no sin tristeza por la situación tan atormentada en que sigue estando la tierra de Cristo. Nuestra cita espiritual para el Jueves Santo sigue siendo allí, en el Cenáculo, mientras en torno a los Obispos, en las catedrales de todo el mundo, vivimos el misterio del Cuerpo y Sangre de Cristo, y recordamos agradecidos los orígenes de nuestro Sacerdocio.
En la alegría del inmenso don que hemos recibido, os abrazo y os bendigo a todos.
Vaticano, 25 de marzo, IV domingo de Cuaresma, del año 2001, vigésimo tercero de Pontificado.
Romana, n. 32, enero-junio 2001, p. 28-35.