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Homilía en el Jubileo de los profesores universitarios (10-IX-2000)

1. “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 37).

En el clima jubilar de esta celebración estamos invitados, ante todo, a compartir el asombro y la alabanza de cuantos asistieron al milagro narrado en el texto evangélico que acabamos de escuchar. Como tantos otros episodios de curación, este testimonia la llegada, en la persona de Jesús, del Reino de Dios. En Cristo se cumplen las promesas mesiánicas anunciadas por el profeta Isaías: “Los oídos del sordo se abrirán, (...) la lengua del mudo cantará” (Is 35, 5-6). En él se ha abierto, para toda la humanidad, el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 17-21).

Este año de gracia atraviesa los tiempos, marca ya toda la historia; es principio de resurrección y de vida, que implica no sólo a la humanidad, sino también a la creación (cf. Rm 8, 19-22). Estamos aquí para renovar la experiencia de ese año de gracia, en este jubileo de las universidades, que os reúne a vosotros, ilustres rectores, profesores, administradores y capellanes, que habéis acudido de varios países, y a vosotros, amadísimos estudiantes, procedentes de todo el mundo.

A todos vosotros os dirijo mi cordial saludo. Agradezco la presencia de los señores cardenales y obispos concelebrantes. Saludo también al señor ministro de Universidades y a las demás autoridades aquí reunidas.

2. “¡Effetá!, ¡ábrete!” (Mc 7, 34). Esta palabra, pronunciada por Jesús en la curación del sordomudo, resuena hoy para nosotros; es una palabra sugestiva, de gran intensidad simbólica, que nos llama a abrirnos a la escucha y al testimonio.

El sordomudo, del que habla el Evangelio, ¿no evoca acaso la situación de quien no logra establecer una comunicación que dé sentido verdadero a la existencia? En cierto modo, nos hace pensar en el hombre que se encierra en una supuesta autonomía, en la que termina por encontrarse aislado con respecto a Dios y, a menudo, también con respecto a su prójimo. Jesús se dirige a este hombre para restituirle la capacidad de abrirse al Otro y a los demás, con una actitud de confianza y de amor gratuito. Le ofrece la extraordinaria oportunidad de encontrar a Dios, que es amor y se deja conocer por quien ama. Le ofrece la salvación.

Sí, Cristo abre al hombre al conocimiento de Dios y de sí mismo. Lo abre a la verdad, porque él es la verdad (cf. Jn 14, 6), tocándolo interiormente y curando así “desde dentro” todas sus facultades. Amadísimos hermanos y hermanas comprometidos en el ámbito de la investigación y del estudio, esta palabra constituye para vosotros una exhortación a abrir vuestro espíritu a la verdad que libera. Al mismo tiempo, la palabra de Cristo os llama a convertiros en intermediarios, ante muchedumbres de jóvenes, de este “effetá”, que abre el espíritu a la acogida de uno u otro aspecto de la verdad en los diversos campos del saber. Visto desde esta perspectiva, vuestro compromiso diario se convierte en seguimiento de Cristo por el camino del servicio a los hermanos en la verdad del amor.

Cristo es aquel que “todo lo ha hecho bien” (Mc 7, 37). Es el modelo que debéis contemplar constantemente para que vuestra actividad académica preste un servicio eficaz a la aspiración humana a un conoci-miento cada vez más pleno de la verdad.

3. “Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios (...) que os salvará”” (Is 35, 4).

Amadísimos profesores y estudiantes, en estas palabras de Isaías también se inscribe muy bien vuestra misión. Todos los días os comprometéis a anunciar, defender y difundir la verdad. A menudo se trata de verdades relacionadas con las más diversas realidades del cosmos y de la historia. No siempre, como en los ámbitos de la teología y de la filosofía, el discurso aborda directamente el problema del sentido último de la vida y la relación con Dios. Sin embargo, este sigue siendo el horizonte más vasto de todo pensamiento. También en las investigaciones sobre aspectos de la vida que parecen completamente alejados de la fe, se esconde un deseo de verdad y de sentido que va más allá de lo particular y de lo contingente.

Cuando el hombre no es espiritualmente “sordo y mudo”, todo itinerario del pensamiento, de la ciencia y de la experiencia le hace ver también un reflejo del Creador y suscita un deseo de él, con frecuencia escondido y quizá incluso reprimido, pero indeleble. Esto lo había comprendido muy bien san Agustín, que exclamaba: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones I, 1, 1).

Vuestra vocación de estudiosos y profesores que habéis abierto el corazón a Cristo consiste en vivir y testimoniar eficazmente esta relación entre cada uno de los saberes y el “saber” supremo que se refiere a Dios y que, en cierto sentido, coincide con él, con su Verbo encarnado y con el Espíritu de verdad que él nos ha dado. Así, con vuestra contribución, la universidad se convierte en el lugar del effetá, donde Cristo, sirviéndose de vosotros, sigue realizando el milagro de abrir los oídos y los labios, suscitando una nueva escucha y una auténtica comunicación.

La libertad de investigación no debe temer este encuentro con Cristo. No perjudica el diálogo y el respeto a las personas, ya que la verdad cristiana, por su misma naturaleza, se propone y jamás se impone, y su punto fundamental es el profundo respeto del “sagrario de la conciencia” (Redemptoris missio, 39; cf. Redemptor hominis, 12; Dignitatis humanae, 3).

4. Nuestro tiempo es una época de grandes transformaciones, que afectan también al mundo universitario. El carácter humanístico de la cultura se manifiesta a veces de manera marginal, mientras que se acentúa la tendencia a reducir el horizonte del conocimiento a lo que es mensurable y a descuidar toda cuestión relativa al significado último de la realidad. Podríamos preguntarnos qué hombre prepara hoy la universidad.

Frente a los desafíos de un nuevo humanismo que sea auténtico e integral, la universidad necesita personas atentas a la palabra del único Maestro; necesita profesionales cualificados y testigos creíbles de Cristo. Ciertamente, es una misión difícil, que exige empeño constante, se alimenta de la oración y del estudio, y se expresa en la normalidad de la vida diaria.

Esta misión se apoya en la pastoral universitaria, que es al mismo tiempo atención espiritual a las personas y acción eficaz de animación cultural, en la que la luz del Evangelio orienta y humaniza los itinerarios de la investigación, del estudio y de la didáctica.

El centro de esa acción pastoral son las capillas universitarias, donde, profesores, alumnos y personal encuentran apoyo y ayuda para su vida cristiana. Situadas como lugares significativos en el marco de la universidad, sostienen el compromiso de cada uno en las formas y en los modos que el ambiente universitario sugiere: son lugares del espíritu, palestras de virtudes cristianas, casas acogedoras y abiertas, y centros vivos y propulsores de animación cristiana de la cultura, mediante el diálogo respetuoso y sincero, la propuesta clara y motivada (cf. 1 P 3, 15) y el testimonio que interroga y convence.

5. Queridos hermanos, es para mí una gran alegría celebrar hoy con vosotros el jubileo de las universidades. Vuestra multitudinaria y cualificada presencia constituye un signo elocuente de la fecundidad cultural de la fe.

Al fijar su mirada en el misterio del Verbo encarnado (cf. Incarnationis mysterium, 1), el hombre se encuentra a sí mismo (cf. Gaudium et spes, 22). Experimenta, además, una íntima alegría, que se expresa con el mismo estilo interior del estudio y de la enseñanza. La ciencia supera así los límites que la reducen a mero proceso funcional y pragmático, para encontrar de nuevo su dignidad de investigación al servicio del hombre en su verdad total, iluminada y orientada por el Evangelio.

Amadísimos profesores y alumnos, esta es vuestra vocación: hacer de la universidad el ambiente en el que se cultiva el saber, el lugar donde la persona encuentra perspectivas, sabiduría y estímulos para el servicio cualificado de la sociedad.

Encomiendo vuestro camino a María, Sedes sapientiae, cuya imagen os entrego hoy, para que la acojáis, como maestra y peregrina, en las ciudades universitarias del mundo. Ella, que sostuvo con su oración a los Apóstoles en los albores de la evangelización, os ayude también a vosotros a animar con espíritu cristiano el mundo universitario.

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 147-150.

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