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Entrevista publicada en el “Diário do Minho” (2-X-2000)

La presencia del Prelado del Opus Dei en Fátima con motivo de la beatificación de los pastorcillos no requiere de explicación alguna: se une a la de muchos otros cristianos e instituciones católicas que acompañan con alegría a Juan Pablo II en este momento histórico. Sabemos que el fundador del Opus Dei tenía mucha devoción por Fátima...

Mi presencia aquí se debe a la amable invitación de mi buen amigo S.E.R. Mons. Serafim Ferreira e Silva, Obispo de Leiria-Fátima, y también a mi enorme deseo de acompañar al Santo Padre en esta ceremonia histórica, que, como dice, es motivo de alegría para toda la cristiandad.

La devoción mariana del Beato Josemaría marcó profundamente su personalidad espiritual —como sucede a todos los santos—, y la vida y el espíritu del Opus Dei. Cualquier imagen, invocación o santuario dedicado a Nuestra Señora era para él ocasión de demostrarlo; y Fátima no fue una excepción. Siempre que venía a Portugal, y vino muchas veces, Fátima formaba parte de su itinerario, y más de una vez, como en 1970, hizo un largo viaje exclusivamente para dejar a los pies de la Virgen de Fátima todas sus preocupaciones por la Iglesia y por la Obra.

En 1944, antes aún de venir a Portugal, ya pedía a algunos miembros del Opus Dei que estudiaban en Coímbra que fuesen a la Cova de Iria para presentar a la Virgen su amor filial y sus intenciones. El Beato Josemaría recordaba siempre, con inmenso cariño, que su primera visita a este querido país, el 5 de febrero de 1945, se debió a Sor Lucía que, estando en Tuy, le pidió que viniese a Portugal y le facilitó los trámites para cruzar la frontera. La amistad con Sor Lucía creció a lo largo de los años; fue a verla varias veces al Carmelo de Coímbra.

Me alargaría demasiado contándole tantos bonitos episodios de esos viajes a Fátima. Le conmovían mucho los peregrinos que veía caminando por el borde de las carreteras; los bendecía y procuraba aprender de ellos a amar más a nuestra Señora.

Precisamente en aquel viaje de 1970 al que antes me refería, quiso imitar a muchos que veía descalzos: se quitó los zapatos en la rotonda norte y recorrió descalzo el trayecto —entonces muy incómodo para quien no está acostumbrado a hacerlo— que lleva a la Capelinha.

Por eso nos sentimos muy honrados al saber que nuestro querido Fundador ha sido el primer peregrino de Fátima elevado a los altares.

Un aspecto que caracteriza al Opus Dei es la santificación del trabajo profesional. ¿Cómo hay que entender esta realidad? ¿No hay peligro de excederse en la dedicación al trabajo?

Sí, ese peligro existe. Por desgracia, en el mundo actual hay personas que no encuentran trabajo y, a la vez, hay también muchos que quizá trabajan más horas de las que sería conveniente. Lo hacen para sobrevivir o por un afán desmedido de éxito personal. Es penoso ver, por ejemplo, que hay gente a la que no le importa descuidar sus obligaciones familiares para poder contar con una jornada laboral de doce o catorce horas.

El trabajo no es un fin, sino un medio: el fin es Dios. Por eso, santificar el trabajo no significa tener éxito, sino acercarse a Dios por medio del trabajo, sea éste humilde o brillante.

Dios nos ha puesto en el mundo para que trabajemos, como se lee en el libro del Génesis. Santificar el trabajo es, en primer lugar, trabajar con amor, es decir, trabajar para dar gloria a Dios y para servir a los demás. Un trabajo egoísta, por muy perfecto que sea técnicamente y por muchas horas de esfuerzo que haya requerido, no es un trabajo que se pueda santificar.

Acaba de referirse a la atención a la familia. ¿Cree que mantener el espíritu cristiano en una familia es más difícil ahora que en otros tiempos?

Sin duda hay dificultades nuevas, pero esto no significa que antes no hubiera ninguna. En todo caso, a mí no me gusta hablar de dificultades, sino de desafíos. Y a los desafíos es preciso responder de modo constructivo.

Educar a los hijos no es sólo preservarlos de peligros y resistir a las influencias nocivas del ambiente: es, sobre todo, realizar una apasionante tarea positiva, que el Señor ha puesto en manos del padre y de la madre.

Es una tarea difícil, en efecto, pero la ayuda de Dios, que es el factor más importante, no falta nunca a quien la pide en la oración. ¡Cuántas veces ha sido precisamente el acicate de la responsabilidad por la educación de los hijos lo que ha llevado a los padres a acercarse a Dios!

Volviendo a Fátima, ¿qué comentario le suscita la beatificación de los dos pastorcillos?

A nadie le escapa su gran trascendencia pastoral y teológica. Además del reconocimiento que supone manifestar que la santidad es accesible y necesaria para todo el mundo, de toda edad y condición, la beatificación de Francisco y Jacinta confirma la importancia del Mensaje de Fátima especialmente en nuestro tiempo: necesidad de conversión, de oración y de penitencia, en plena adhesión a la fe de la Iglesia, a los sacramentos —especialmente la Sagrada Eucaristía y la Reconciliación—, y a la moral cristiana.

¿Cuáles son sus mayores preocupaciones respecto a la Iglesia y al mundo en este cambio de milenio?

Más que preocupaciones, abrigo gran esperanza en la misericordia y en la providencia divinas, que se están manifestando de mil formas distintas en nuestro tiempo, comenzando por las mismas apariciones de Fátima. Considero, por ejemplo, que los problemas de la cultura y de la familia son primordiales para la recristianización y la paz del mundo, así como la formación sacerdotal lo es para el rejuvenecimiento de la Iglesia y para la evangelización.

¿Está satisfecho con la expansión del Opus Dei en Portugal y en el mundo?

¿Cómo no lo voy a estar? Pero aun así, todo me parece poco para las necesidades actuales de la Iglesia y del mundo.

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 264-268.

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