Discurso a los participantes en el XXXI Congreso Universitario Internacional “UNIV’98” (7-IV-1998)
1. Os doy mi afectuosa bienvenida a todos vosotros, queridos chicos y chicas, con motivo de vuestro Congreso internacional UNIV. Saludo, en particular, a los responsables y a los organizadores del evento. Nuestro encuentro tiene lugar durante la Semana Santa, y constituye una ocasión propicia para dirigir nuestra mirada con mayor intensidad al misterio pascual.
Además, como sabéis, este año, segundo de la fase preparatoria para el gran jubileo, está dedicado al Espíritu Santo. Invoquemos juntos al Espíritu Paráclito, para que os asista en los trabajos de vuestro congreso sobre el tema: «Progreso humano y derechos de la persona», y os conceda a todos ser testigos auténticos de Jesús y promotores valientes de renovación social.
Para lograr plenamente todo eso es preciso actuar en dos vertientes simultáneamente: convertirse, o sea, borrar el mal de la propia vida, mejorando progresivamente, y compartir con los demás los frutos de la gracia divina mediante obras de solidaridad concreta. Son requisitos para llegar al respeto efectivo de los derechos de cada uno.
2. Los derechos de la persona son el elemento clave de todo el orden social. Reflejan las exigencias objetivas e inviolables de una ley moral universal, que tiene su fundamento en Dios, primera Verdad y sumo Bien. Precisamente por esto son el fundamento y la medida de toda organización humana, y solamente basados en ellos se puede construir una sociedad digna del hombre, arraigada sólidamente en la verdad, articulada según las exigencias de la justicia y vivificada por el amor.
Ante las diversas formas de opresión existentes en el mundo, la Iglesia no duda en denunciar con valentía las violencias. Seguirá luchando por la justicia y la caridad, mientras en el mundo se den formas de injusticia; si no lo hiciera, no sería fiel a la misión confiada por Jesús. Cuando está en juego la persona, Cristo mismo mueve a los creyentes a levantar la voz en su nombre. En su nombre y en todas partes, la Iglesia no deja de recordar que la primacía de la dignidad del hombre sobre cualquier estructura social es una verdad moral que nadie puede ignorar.
3. «Progreso humano y derechos de la persona». ¿Por qué la Iglesia se compromete con tanta fuerza en el campo de los derechos humanos? La respuesta nos remite a una afirmación que me es muy querida: El hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión.
El hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con una expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios. Por eso su tutela y promoción pertenecen al núcleo central de la misión de la Iglesia. Ella condena todo abuso contra la persona, porque sabe que es un pecado contra el Creador. La Iglesia hace todo lo posible por promover el auténtico desarrollo de lo humano de cada hombre, convencida de que el respeto por la persona es el camino para un mundo mejor.
La Iglesia debe servir al hombre si quiere servir a Dios. Éste es un elemento decisivo de su fidelidad a él. Por tanto, los cristianos deben procurar con todos los medios a su alcance testimoniar esta convicción en su vida cotidiana. Sé que en vuestro forum tendréis ocasión de ilustrar tantas iniciativas de voluntariado que se llevan a cabo en regiones del planeta marcadas por la miseria, la injusticia, la violencia o la enfermedad. Os exhorto a proseguir en este esfuerzo. Incluso quisiera invitaros a hacer todavía más. ¡Sed apóstoles del amor de Cristo!, respondiendo a las necesidades materiales de la gente, pero tratando de satisfacer especialmente la sed espiritual de Dios, que siente toda criatura humana.
Decía recientemente: «El mundo y el hombre se asfixian si no se abren a Jesucristo» (Homilía en Camagüey, 23 de enero de 1998). No os canséis de evangelizar y de formaros en la verdad de Cristo. «También hoy —escribí en mi primera encíclica Redemptor hominis—, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia (n. 12).
4. Aquí entra otro punto, que podríamos enunciar así: la Iglesia insiste en los deberes, no sólo en los derechos. La conciencia de todo cristiano debe estar profundamente marcada por la categoría del deber. La relación con Dios, creador y redentor del hombre, su principio y su fin, posee la fuerza de un auténtico vínculo.
La conciencia es lugar de conquista de la verdadera libertad, pero a condición de que esté dispuesta a reconocer «los derechos de Dios», inscritos en su estructura más profunda. «Es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo fortiter et suaviter a la obediencia (...), espacio santo donde Dios habla al hombre» (Veritatis splendor, 58). La pregunta ineludible, que debería brotar de forma espontánea en nosotros ante Dios, es la que dirigió Pablo a Jesús cuando se encontró por primera vez con él en el camino de Damasco: «¿Qué he de hacer Señor?» (Hch 22, 10).
Cristo lo pide todo. El testigo del amor infinito del Padre es exigente. Pero cuando el Espíritu Santo suscita en nosotros la conciencia viva de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8, 15), su llamada no da miedo, sino que atrae con la fuerza del amor. Quien se pone totalmente en sus manos, experimenta el maravilloso intercambio que describe el beato Josemaría Escrivá con estas palabras: «Jesús mío: lo que es mío es tuyo, porque lo que es tuyo es mío, y lo que es mío lo pongo en tus manos» (Forja, 594).
María, Madre de la Iglesia, ayude a cada uno a comprender que la generosidad de su respuesta a Dios constituye el factor decisivo para el desarrollo de los dones recibidos. Estad dispuestos, queridos chicos y chicas, a hacer de vuestra vida un don a Dios y al prójimo.
Por mi parte, os aseguro el recuerdo en mi oración, mientras con afecto os deseo felices Pascuas y de corazón os bendigo a todos.
Romana, n. 26, enero-junio 1998, p. 27-29.