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El poder del Espíritu Santo

La Iglesia se está preparando para celebrar los dos mil años del nacimiento de Cristo. Y es lógico que en esta preparación se nos invite a acudir al Paráclito, pues «lo que “en la plenitud de los tiempos” se realizó por obra del Espíritu Santo, sólo por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia»[1].

La “memoria” es, al mismo tiempo, recuerdo y vida; un pasado lleno de actualidad, un presente que hunde en el tiempo sus raíces, siempre vivas y llenas de savia.

Este rejuvenecimiento constante, obrado de modo singular en el Sacrificio eucarístico, no es una simple restauración de lo viejo, sino juventud perenne, porque Jesucristo sigue presente en la Iglesia y en el mundo[2]. Desde su “hoy” divino y eterno, el Señor glorificado ejerce un influjo real y concreto en los acontecimientos humanos, por obra del Espíritu Santo. Y así como la presencia de Cristo en la tierra, aun siendo histórica, trasciende a la historia, así la acción del Paráclito en el mundo no se limita a las intervenciones grandiosas que se narran en los Hechos de los Apóstoles, sino que continúa siendo plenamente actual.

Ciertamente, no se precisa la llegada de especiales circunstancias o aniversarios para reflexionar sobre el modo en que el tiempo y la eternidad se entrelazan en la historia de la salvación. Esto se manifiesta ya en la vida diaria de la Iglesia. Basta recordar que, en la Santa Misa, el sacrificio de la Cruz se hace presente en cada tiempo y en cada lugar, permitiendo que la Redención operada por Cristo despliegue cada día su infinita fecundidad ante nuestros ojos. Sin embargo, los aniversarios constituyen ocasiones preciosas para confirmar nuestra fe en el incesante obrar de Dios en la Iglesia. En este sentido, el gran Jubileo del 2000 debe ser una nueva Pentecostés para cada uno de los fieles y para todo el Pueblo de Dios.

Aquel día, hace veinte siglos, ebrios del Espíritu Santo, Pedro y los demás Apóstoles dieron testimonio de Cristo, confesándolo como Dios y Salvador y proclamando el perdón de los pecados. Sólo en Cristo, en efecto, se aquieta la profunda ansia de redención que late en los corazones humanos. Y esto constituye precisamente el centro del mensaje jubilar. En estas líneas deseamos glosar sólo una de sus características esenciales, que dimana de su mismo núcleo: la potencia con que se manifiesta la acción del Espíritu Santo. Las palabras de Simón Pedro removieron profundamente las conciencias de quienes le escuchaban aquel día, hasta el punto de suscitar muchas conversiones. La fuerza del Espíritu palpita de modo prodigioso en la Iglesia naciente; esa fuerza a la que se refería el Señor cuando dijo a los Apóstoles: «Sabed que Yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto»[3]. Y en otro lugar: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros»[4].

Llena de asombro la valentía de los Apóstoles después de Pentecostés. Hasta pocos días antes, se encerraban en el Cenáculo «por temor de los judíos»[5]; ahora, sin hacer caso de las consecuencias que sus acciones puedan provocar en el Sanedrín, dan un testimonio valiente de su Maestro y Señor. Impresiona de modo especial la claridad con que, sin ambages, declaran: «A Jesús Nazareno (...) vosotros lo matasteis clavándolo en la cruz por mano de los impíos»[6]. Podría parecer una provocación. Pero están dispuestos a dar la vida con tal de cumplir la misión recibida de Cristo: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra»[7].

La fuerza de la que estamos hablando no reside tanto en los mensajeros cuanto en Dios y en el mensaje que proclaman. En él se encierra toda la potencia creadora de la Palabra divina. Jesús había dicho: «Como el Padre me envió, así os envío Yo»[8]; «id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos»[9]. En estas palabras, y en los hechos que siguieron, parece resonar el eco de la narración de la creación, con el alternarse de las dos frases que abren y cierran la descripción de lo que hizo el Señor en cada uno de los seis días de la obra creadora: «Dijo Dios... Y así se hizo»[10].

En Pentecostés, cuando la Iglesia se manifiesta públicamente en el mundo, el Espíritu Santo se revela —según afirma Juan Pablo II— como «Aquél que obra», «principio de acción» al que se atribuye «el poder de la acción: una potencia de amor»[11]. En su catequesis sobre el Credo, el Papa ilustra ampliamente la potencia del Espíritu tal como se manifiesta en la vida y misión de Cristo y, luego, en la primera evangelización llevada a cabo por los Apóstoles[12]. Con las siguientes palabras describe el paradigma de la acción del Paráclito, tal y como se deduce de la lectura de los Hechos: «Amor omnipotente que da luz, fuerza, consuelo, impulso operativo»[13].

Mientras la Iglesia se prepara a traspasar los umbrales del tercer milenio, el Santo Padre invita a todos los cristianos a profundizar en la fe en el Espíritu Santo, que actúa en el mundo por medio de ellos. Jesús nos ha dicho a todos: «Cuando venga el Paráclito que Yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio»[14].

Nuestra misión de testigos de Cristo ha de inspirarse en una fe que se irradia en todas las direcciones. En primer lugar, sobre nosotros mismos, llenándonos de seguridad y audacia para emprender los trabajos apostólicos, a pesar de la bajeza de nuestra condición, que no está a la altura de una misión tan elevada. Nos ayudará la siguiente reflexión del Beato Josemaría Escrivá en Camino: «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. —Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento...

»Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!»[15].

En segundo término, la fe en la potencia del Espíritu Santo se proyecta sobre el mundo. Respecto a los tiempos apostólicos, han cambiado mucho las circunstancias históricas; pero el Evangelio conserva intacta su luz salvífica. ¿Por qué amilanarse ante los nuevos signos de secularización? ¿Por qué detenerse ante la ignorancia religiosa y el indiferentismo? Quien tiene fe en la potencia del Espíritu Santo razona de otro modo: «Las dificultades —grandes y pequeñas— se ven enseguida..., pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos»[16]. El creyente no puede admitir una visión negativa del mundo: la existencia del pecado es algo evidente, pero Dios es infinitamente más grande y más fuerte, hasta el punto de hacer que todo coopere al bien de los que le aman[17]. Cristo ha vencido el mal, para siempre.

Cualquier duda encuentra solución en una certeza mayor, porque se funda en Dios. Entonces se descubre —o se redescubre— que la audacia «no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento. La audacia es fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la vida del alma»[18].

La confianza en la potencia del Espíritu ha de informar, por último, nuestra fe en la Iglesia. La Esposa de Cristo no ha perdido nada de su identidad sobrenatural con el paso de los siglos. Tiene la certeza inquebrantable de que el Paráclito la asiste de modo indefectible, y de que es depositaria de la plenitud de los medios de salvación. Sabe que posee la capacidad de iluminar los tiempos y las culturas, a pesar de las flaquezas y deformidades de los hombres. Porque «Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. —“Ecce non est abbreviata manus Domini” —¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!»[19].

La potencia del Espíritu Santo es la fuerza del Amor. Amor a Dios y a la Iglesia, que nos lleva a trabajar al servicio de las almas. Este afán apostólico constituye el reflejo fiel, adecuado, de la verdad de nuestro amor.

Decía el Fundador del Opus Dei en una meditación: «Somos portadores de Cristo, somos sus borricos—como aquél de Jerusalén— y, mientras no le echemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima está con nosotros. Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés»[20].

[1] JUAN PABLO II, Litt. enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, n. 51.

[2] Cfr. Mt 28, 20; Heb 13, 8.

[3] Lc 24, 49.

[4] Hech 1, 8.

[5] Jn 20, 19.

[6] Hech 2,22-23.

[7] Hech 1, 8.

[8] Jn 20, 21.

[9] Mt 28, 19.

[10] Cfr. Gn 1, 6-8, 9, 11, 14-15, 24.

[11] JUAN PABLO II, Alocución, 19-IX-1990.

[12] Cfr. JUAN PABLO II, Discursos sobre el Espíritu Santo en audiencias generales, del 26-IV-1989 al 20-XII-1989.

[13] JUAN PABLO II, Alocución, 19-IX-1990.

[14] Jn 15, 26-27.

[15] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 473.

[16] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 676.

[17] Rom 8, 28.

[18] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 97.

[19] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 586.

[20] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Meditación 6-I-1970 (AGP, P09, p. 120).

Romana, n. 26, enero-junio 1998, p. 8-10.

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