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Homilía en la celebración penitencial, basílica de San Pedro (28-III-2014)

En el período de la Cuaresma, la Iglesia, en nombre de Dios, renueva la llamada a la conversión. Es la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un período del año, es un compromiso que dura toda la vida. ¿Quién entre nosotros puede presumir de no ser pecador? Nadie. Todos lo somos. Escribe el apóstol Juan: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» ( 1 Jn 1, 8-9). Es lo que sucede también en esta celebración y en toda esta jornada penitencial. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos introduce en dos elementos esenciales de la vida cristiana.

El primero: Revestirnos del hombre nuevo. El hombre nuevo, «creado a imagen de Dios» ( Ef 4, 24), nace en el Bautismo, donde se recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y a su Iglesia. Esta vida nueva permite mirar la realidad con ojos distintos, sin dejarse distraer por las cosas que no cuentan y que no pueden durar mucho, por las cosas que se acaban con el tiempo. Por eso estamos llamados a abandonar los comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial. «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» ( Gaudium et spes, 35). He aquí la diferencia entre la vida deformada por el pecado y la vida iluminada de la gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios proceden los comportamientos buenos: hablar siempre con verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más bien compartir lo que se posee con los demás, especialmente con quien pasa necesidad; no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser dóciles, magnánimos y dispuestos al perdón; no caer en la murmuración que arruina la buena fama de las personas, sino mirar en mayor medida el lado positivo de cada uno. Se trata de revestirnos del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas.

El segundo elemento: Permanecer en el amor. El amor de Jesucristo dura para siempre, jamás tendrá fin porque es la vida misma de Dios. Este amor vence el pecado y dona la fuerza de volver a levantarse y recomenzar, porque con el perdón el corazón se renueva y rejuvenece. Todos lo sabemos: nuestro Padre no se cansa jamás de amar y sus ojos no se cansan de mirar el camino que conduce a casa, para ver si regresa el hijo que se marchó y se perdió. Podemos hablar de la esperanza de Dios: nuestro Padre nos espera siempre, no nos deja sólo la puerta abierta, sino que nos espera. Él está implicado en este esperar a los hijos. Y este Padre no se cansa ni siquiera de amar al otro hijo que, incluso permaneciendo siempre en casa con él, no es partícipe, sin embargo, de su misericordia, de su compasión. Dios no está solamente en el origen del amor, sino que en Jesucristo nos llama a imitar su modo mismo de amar: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» ( Jn 13, 34). En la medida en que los cristianos viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo. El amor no puede soportar el hecho de permanecer encerrado en sí mismo. Por su misma naturaleza es abierto, se difunde y es fecundo, genera siempre nuevo amor.

Queridos hermanos y hermanas, después de esta celebración, muchos de vosotros serán misioneros que propondrán a otros la experiencia de la reconciliación con Dios. «24 horas para el Señor» es la iniciativa a la que se han sumado muchas diócesis en todas las partes del mundo. A quienes encontraréis, podréis comunicar la alegría de recibir el perdón del Padre y de reencontrar la amistad plena con Él. Y les diréis que nuestro Padre nos espera, nuestro Padre nos perdona, es más, hace fiesta. Si tú vas a Él con toda tu vida, incluso con muchos pecados, en lugar de recriminarte hace fiesta: este es nuestro Padre. Esto debéis decirlo vosotros, decirlo a mucha gente, hoy. Quien experimenta la misericordia divina, se siente impulsado a ser artífice de misericordia entre los últimos y los pobres. En estos «hermanos más pequeños» Jesús nos espera (cf. Mt 25, 40); recibamos misericordia y demos misericordia. Vayamos a su encuentro y celebremos la Pascua en la alegría de Dios.

© Copyright - Libreria Editrice Vaticana

Romana, n. 58, enero-junio 2014, p. 18-19.

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