envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la bendición de una imagen de san Josemaría, Zaragoza, España (1-VII-2013)

1. Acabamos de bendecir las esculturas de san Josemaría y del beato Juan Pablo II que se colocarán en esta iglesia parroquial. Me ha causado mucha alegría la decisión del señor arzobispo de Zaragoza, mi querido amigo y hermano don Manuel Ureña, en respuesta al interés manifestado por el párroco y un grupo de feligreses, deseosos de rememorar la ocasión en que san Josemaría celebró la Santa Misa en una capilla lateral de este templo. Era el 20 de junio de 1946. Iba camino de Barcelona, donde se disponía a embarcar rumbo a Italia para realizar su primer viaje a la Ciudad Eterna, adonde el Señor le condujo para continuar el camino jurídico del Opus Dei.

Al acoger la petición del párroco y de los feligreses, el señor arzobispo pensó que sería bueno poner también una estatua del beato Juan Pablo II, cuya pronta canonización deseamos todos, en recuerdo de su paso por Zaragoza en dos ocasiones: la primera, en noviembre de 1982, para postrarse como hijo devoto de María ante el Pilar sagrado; la segunda, en la escala de su viaje a Santo Domingo y Puerto Rico, en 1984, con motivo de los actos conmemorativos del V centenario del descubrimiento y evangelización de América.

La ceremonia que hemos celebrado me parece un acto de gratitud y de justicia, porque tanto san Josemaría como el beato Juan Pablo II, cada uno a su modo, manifestaron gran cariño por esta sede cesaraugustana y por sus gentes.

2. San Josemaría conservó siempre un gran afecto por su tierra natal aragonesa y lo manifestó de modos muy diversos. Ahora recordaré sólo algunos motivos de ese cariño. En Zaragoza, se preparó para el sacerdocio en el seminario de San Carlos, donde pasó noches en vela en una de las tribunas del coro: difícil es describir el gozo con que recordaba aquellos tiempos de oración, a solas con Dios. Años más tarde, en la Santa Capilla del Pilar, celebró su primera Misa; en esta archidiócesis desarrolló sus primeras tareas pastorales... ¡Cuántos momentos de aquellos tiempos acudían a su mente, al considerar “los años de Zaragoza” —como solía comentar—, cuajados de alegrías y de sufrimientos! Fueron años de maduración humana y sobrenatural, con los que el Señor le fue preparando para fundar el Opus Dei y sacar adelante ese servicio a la Iglesia, en medio de grandes dificultades. Siempre agradeció a Dios que le hubiera hecho nacer en esta tierra de hombres y mujeres que se caracterizan por el tesón, la perseverancia, el no echarse atrás ante los obstáculos. Virtudes humanas y sobrenaturales que, entre tantas otras, necesitó para llevar a cabo la misión que Dios le encomendó en el seno de nuestra Madre, la Iglesia.

Tuve la dicha —una verdadera gracia de Dios— de vivir muy de cerca de san Josemaría durante veinticinco años. Con frecuencia le oí referirse a aquellos años en los que el Señor pasó por su alma, haciéndole barruntar su llamada a seguirle: primero en Logroño, donde residió algún tiempo con su familia, y luego en esta queridísima ciudad. Ya en Logroño había comenzado a intuir que Dios le quería para algo muy concreto, aunque sin saber qué era. Su respuesta, apoyada en la fe en Dios y en la protección de la Virgen, se puede resumir en la oración perseverante que, durante más de diez años, alzó al Cielo: Domine, ut videam! (¡Señor, que vea!) y Domina, ut sit! (Señora, ¡que sea lo que Dios quiere!). ¡Cuántas veces le hemos escuchado comentar que, por los años de 1918 a 1927, sus visitas a la basílica del Pilar eran diarias!

Decidió hacerse sacerdote para estar más disponible ante el querer del Señor. Este fue el eje de su entrega y la raíz de su eficacia apostólica en el mundo entero, porque su ardiente deseo de cumplir la Voluntad divina se fundía con un amor sincero al Papa y a los sucesores de los Apóstoles. No es de extrañar que el Cardenal Soldevila, entonces arzobispo de Zaragoza, al comprobar su madurez humana y espiritual, le confiara —siendo aún seminarista— el encargo de inspector o superior del Seminario de San Carlos, para ayudar en la formación de sus compañeros; y que el Obispo auxiliar, don Miguel de los Santos Díaz Gómara, también le tratara con gran confianza. Me agrada recordar el afecto, el agradecimiento, que le manifestaron los prelados de esta archidiócesis que le conocieron y trataron.

3. Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños (Lc 10, 21). Estas palabras de Jesucristo, que hemos escuchado en el evangelio, se han cumplido en san Josemaría y en el beato Juan Pablo II. Los dos vivieron esa admirable conjunción de la auténtica sabiduría cristiana con la sencillez y la humildad, como nos recuerda la primera lectura, en la que san Pablo exhorta a guardar el tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia (Ef 1, 7-8), que Dios concede a los cristianos. Es ésta una de las manifestaciones de la verdadera santidad: la capacidad de conciliar lo más grande con lo más pequeño, lo particular con lo universal; y queda patente con gran claridad en las dos grandes figuras que hoy conmemoramos.

Todos sabemos que el beato Juan Pablo II sentía un gran cariño hacia su patria, a su ciudad natal, a la parroquia donde fue bautizado, a la Iglesia local en la que se incardinó como sacerdote. Esta dimensión particular del afecto, el amor a la tierra de origen, es una característica de la vida cristiana y nada tiene que ver con nacionalismos ni estrechez de miras. El dilatado pontificado de Juan Pablo II se caracterizó precisamente por los numerosos viajes pastorales a todos los continentes, en los que llevó la luz del Evangelio hasta los confines de la tierra. Desde el primer día de su supremo ministerio, contemplaba a la Iglesia en su dimensión universal, abierta a todos los hombres y a todas las culturas.

Lo mismo había sucedido con san Josemaría. Siempre se consideró sacerdote diocesano y —mientras le fue posible— dedicó muchas horas a servir apasionadamente a sus hermanos sacerdotes. En los años 40, antes de su traslado definitivo a Roma, no pocos Ordinarios de los lugares le pidieron que dirigiera ejercicios espirituales a los clérigos y seminaristas de sus diócesis. Atendió a varios millares de esos hermanos, con el deseo de servirles y de aprender de cada uno de ellos. No es atrevimiento afirmar que entre las glorias de las diócesis y archidiócesis de Barbastro, Logroño, Zaragoza y Madrid, la presencia de san Josemaría, su profunda acción pastoral en el clero y en el pueblo, ocupa un lugar de primer plano.

Pero san Josemaría es una gloria de la Iglesia universal, como se puso de manifiesto en la ceremonia de su canonización, seguida por millones de mujeres y de hombres en el mundo entero, también por los medios de comunicación. El mensaje de la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria, que el Señor le confió en 1928, ha resonado eficazmente en personas y naciones de los cinco continentes. Esas ansias apostólicas le llevaron a escribir, ya en los años de 1930: «Ser “católico” es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países (...). —¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto»[1]`.

Impulsado por este divino celo, el fundador del Opus Dei se lanzó nuevamente, ya en los últimos años de su vida, a una catequesis incesante por Europa y América, buscando sólo la gloria de Dios, el bien de la Iglesia, la salvación de las almas. Gracias a Dios disponemos de documentos filmados que atestiguan la intensidad de la predicación de san Josemaría, también en los últimos años de su vida terrena.

4. Su celo por las almas, su afán de dar a conocer a Cristo en todos los lugares, es un eco de aquel duc in altum! —guía mar adentro y echad las redes para la pesca— que hemos escuchado en el rito de bendición de las imágenes (Lc 5, 10). Las dirigió el Señor a Simón Pedro, a sus compañeros y a cuantos iban a caminar por su misma senda a lo largo de la historia: a todos los cristianos. Tanto san Josemaría como el beato Juan Pablo II meditaron muy frecuentemente esa escena y escucharon la invitación de Jesús. Al concluir uno de esos momentos de contemplación, san Josemaría nos ayudaba a meternos en el Evangelio, a dejar que la invitación de Jesús nos comprometa: «Vamos a acompañar a Cristo en esta pesca divina. Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios. ¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen»[2]..

El beato Juan Pablo II, en torno al Jubileo del año 2000, hacía sentir a toda la Iglesia la actualidad de esas palabras de Cristo y la fecundidad de la respuesta dócil de Pedro y sus compañeros, que trajo aquella pesca abundante. «Esta palabra —decía ese santo Pontífice— resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrimos con confianza al futuro: Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre»[3]..

La misma línea siguió Benedicto XVI con su fecundo magisterio. También el Papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, está imprimiendo ese mismo impulso apostólico —¡siempre nuevo!— a la Iglesia. En sus audiencias y homilías repite con frecuencia la idea de salir de nosotros mismos —cada uno de sí mismo— para ir al encuentro de los demás y llevarlos a Cristo. En una de esas ocasiones, animaba a todos a entrar en la lógica de Dios, que es la lógica de la Cruz, porque permanecer con Cristo exige salir de un modo cansado y rutinario de vivir la fe. «Salir de nosotros —concluía—, como Jesús, como Dios salió de sí mismo en Jesús y Jesús salió de sí mismo por todos nosotros»[4]..

5. También el amor a la Virgen une a quienes hoy veneramos en las imágenes que acabamos de bendecir. Ya he mencionado las visitas diarias de san Josemaría a la Virgen del Pilar, con una actitud filial que le llevó a buscar la protección de la Virgen en muchos santuarios del mundo. Con frecuencia salía de sus labios la jaculatoria: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» Que vayamos todos juntos, con Pedro, a Jesús por María.

Y volviendo los ojos a Juan Pablo II, nos resulta muy cercano el lema que escogió para su escudo episcopal, como una síntesis de su amor a la Virgen: Totus tuus. Movido por ese mismo amor, quiso colocar en lo más alto de la Plaza de San Pedro un mosaico de la Virgen Mater Ecclesiæ, como una invocación constante a Nuestra Señora para que vele en todo momento sobre el pueblo santo de Dios.

Me llena de gozo pensar que ahora, en la presencia de la Santísima Trinidad, san Josemaría y el beato Juan Pablo II rezan por la Iglesia universal, por esta archidiócesis, por los pastores que la han regido y rigen, por los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que la componen, para que en todo momento caminen —caminemos— por las sendas de la vida cristiana, siguiendo la estela luminosa que ellos nos han dejado con sus ejemplos y sus palabras.

Que la Virgen Santísima, en su advocación del Pilar, nos haga fuertes en la fe, seguros en la esperanza, ardientes en la caridad, inflamados de un celo por la salvación de las almas que no conozca fronteras. Así sea.

[1] Camino, n. 525.

[2] Amigos de Dios, n. 260.

[3] BEATO JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 1.

[4] PAPA FRANCISCO, Discurso en la audiencia general, 27-III-2013.

Romana, n. 57, Julio-Diciembre 2013, p. 233-237.

Enviar a un amigo