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En la inauguración del año académico, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (10-X-2011)

Muy queridos profesores, estudiantes y personal directivo y administrativo de la Universidad de la Santa Cruz:

Doy gracias a Dios que me ha permitido encontrarme aquí con vosotros en la solemne celebración de esta Eucaristía. Como es tradición, la Santa Misa para la inauguración del año académico es la votiva del Espíritu Santo. Nos dirigimos, pues, a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, para que toda acción nuestra, a lo largo de este año académico, se convierta en un acto de culto espiritual, ofrecido a Dios Padre por medio de Jesucristo.

La primera lectura de la Liturgia de la Palabra nos presenta la escena de la venida del Espíritu Santo sobre la Bienaventurada Virgen María y los Apóstoles, el día de Pentecostés: Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse.[1] Los apóstoles, que hasta ese momento estaban asustados, empezaron entonces a anunciar con valentía las maravillas divinas: judíos y prosélitos, cretenses y árabes (...), les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios[2]. Además, el Espíritu de Verdad abre su mente para penetrar con más hondura en la enseñanza de Jesús, como el Señor mismo había predicho: pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho[3].

Pidamos al Espíritu Santo que nos haga siempre dóciles a sus divinas inspiraciones, para sacar el mayor fruto posible del estudio de las ciencias eclesiásticas, que ahondan en el contenido de la Palabra de Dios, y también del trabajo con el cual podemos y debemos alabar a Dios. Sobre este aspecto, Benedicto XVI, en la Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini, enseña que «no se comprende auténticamente la revelación cristiana sin tener en cuenta la acción del Paráclito»[4].

Por este motivo los santos, es decir, aquellos que buscan de verdad al Señor y son dóciles en sumo grado a la acción del Espíritu Santo, son también los que entienden con mayor hondura el sentido de la Sagrada Escritura, como escribe el Papa en la misma Exhortación: «La interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la asidua meditación»[5]. Por esto, prosigue el Romano Pontífice, «la santidad en la Iglesia representa una hermenéutica de la Escritura, de la que nadie puede prescindir. El Espíritu Santo, que ha inspirado a los autores sagrados, es el mismo que anima a los santos a dar la vida por el Evangelio. Acudir a su escuela es una vía segura para emprender una hermenéutica viva y eficaz de la Palabra de Dios»[6].

En efecto, los santos han hecho viva y actual la Palabra de Dios, porque la encarnaron en su existencia y, con la variedad de sus carismas, dieron un especial relieve a algunos aspectos concretos de la Revelación cristiana: en esta luz hemos de caminar también nosotros. En este sentido, Benedicto XVI enseña que «cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así, pensemos (...) en san Ignacio de Loyola y su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; en san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes; en san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del sacerdocio como don y tarea; en san Pío de Pietrelcina y su ser instrumento de la misericordia divina; en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad (...)»[7].

Es un hecho que el inspirador de esta Universidad, san Josemaría, guiado por el Espíritu Santo, ya desde los años veinte del siglo pasado, predicó con fuerza y gran atractivo apostólico una doctrina evangélica fundamental: la llamada universal a la santidad, que había pasado bajo silencio durante muchos siglos, en la historia de la Iglesia. Consideremos, por ejemplo, esta reflexión de Camino: «Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto”»[8]. Precisamente por esta enseñanza el fundador del Opus Dei es reconocido por muchos como un precursor del Concilio Vaticano II, pues amó la Sagrada Escritura como el quicio en que se apoyaba su conversación diaria con la Trinidad.

Pidamos, pues, a Dios, al empezar un nuevo año académico, a través de la intercesión de san Josemaría, que todos nosotros, los que formamos parte de esta comunidad universitaria, sepamos santificarnos por medio de nuestro trabajo diario, un trabajo hecho con perfección humana y sobrenatural, conscientes, al mismo tiempo, de que hoy, como siempre, el Señor continúa el diálogo con su pueblo y con las personas a las que lo ha confiado.

Deseo, finalmente, recordar a otro maestro espiritual, Juan Pablo II, cuya reciente beatificación llenó de gozo el corazón de los fieles. Considero, en particular, su total abandono en la Virgen Santísima, como Benedicto XVI puso de relieve precisamente en la homilía de la Misa de Beatificación: «Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una “eme” abajo, a la derecha, y el lema: “Totus tuus”, que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266)»[9]. No podemos olvidar que este Pontífice miró con afecto paterno el trabajo de nuestra Alma Mater, porque la consideraba como otra encrucijada de reflexión y de diálogo, que podía ayudar a profesores y estudiantes a penetrar en los misterios de Dios, y a que todos nosotros sintiéramos la necesidad de ser verdaderos apóstoles.

Siguiendo las huellas, pues, de san Josemaría y del beato Juan Pablo II, también nosotros, con nuevo empuje, ponemos nuevamente en las manos de María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, el trabajo del año académico que hoy comienza.

[1] Hch 2, 3-4.

[2] Ibid., 11.

[3] Jn 14, 26.

[4] Benedicto XVI, Exhort. apost. Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 15.

[5] Ibid., n. 48.

[6] Ibid., n. 49.

[7] Ibid., n. 48.

[8] San Josemaría, Camino, n. 291.

[9] Benedicto XVI, Homilía en la beatificación de Juan Pablo II, 1-V-2011.

Romana, n. 53, Julio-Diciembre 2011, p. 280-282.

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