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Artículo “Un nuevo Damasco”, Alfa y Omega, Madrid, España (28-VII-2011)

Saulo de Tarso, lleno de celo por la ley de Moisés, llevaba cartas expedidas por la autoridad más alta del judaísmo, destinadas a las sinagogas de Damasco, “con el fin de llevar detenidos a Jerusalén a cuantos encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino” (Hch 9, 2). El Señor, sin embargo, no se lo permitió. Cuando ya estaba cerca de la ciudad, una luz intensísima lo derribó al suelo y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Ibid., 4). El joven respondió: “Quién eres tú, Señor?”.Y la voz le dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Ibid., 5).

Todo ocurrió en un instante, en el camino de Damasco. Desde entonces, este nombre —Damasco— es sinónimo de conversión, de apertura a la gracia de Dios. Desde aquel momento, Saulo el perseguidor, con la ayuda de un cristiano piadoso de Damasco, Ananías, se convirtió en el apóstol Pablo. Dijo que sí al Señor, libremente, y fue hasta la muerte —con una lucha generosa, alegre— un fiel discípulo y evangelizador de Jesucristo.

De alguna manera, se podría decir que cada JMJ es, para muchas y muchos jóvenes, la ocasión de revivir el episodio de Damasco. El Señor Jesús, por boca de su Vicario en la tierra, Benedicto XVI, dirigirá su palabra a quienes le escuchen y provocará —en quienes le oigan bien dispuestos— una nueva conversión, un cambio quizá profundo en su existencia. De esa palabra acogida con fe, pueden nacer millares de decisiones de búsqueda de Jesucristo, sin cambiar de estado (en la vida matrimonial, en el celibato apostólico) o abrazando el sacerdocio o la vida religiosa. El Señor llama a muchos, a todos, a la plenitud de la vida cristiana, por muy diversos caminos. Pero se precisa —como en el caso de S. Pablo— un corazón abierto a Dios y a los hermanos, que se adquiere y se profundiza con la ayuda de la catequesis y también con la colaboración de otras personas que, como Ananías, pueden facilitar que la palabra del Vicario de Cristo arraigue en el alma.

Cada santo, canonizado o no, ha tenido su Damasco, su momento de conversión radical a Dios. Quizá no fue tan vistoso como el de S. Pablo, pero fue igualmente eficaz. Quizá se trató sencillamente de pasar de la indiferencia al don de sí mismo. De una vida que consistía en recibir, a otra que es también dar, que va acompañada de una felicidad profunda tan diferente de la que ofrecen las satisfacciones materiales.

He tenido la suerte de vivir muchos años al lado de un santo que, lleno de convicción, aseguraba: “Madrid ha sido mi Damasco, porque aquí se han caído las escamas de los ojos de mi alma y aquí he recibido mi misión”. Me refiero a S. Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Aunque nacido y criado en tierra aragonesa, fue en Madrid donde el Señor le mostró la tarea que le había asignado desde la eternidad: enseñar a todos los cristianos que la existencia ordinaria —entretejida de horas de trabajo bien hecho, de dedicación a la familia y a los amigos, de interés por el bien común de la sociedad— podía y debía ser un verdadero camino de santificación.

Durante muchos años, presintiendo que el Señor quería algo de su vida, pero sin saber qué, el joven Josemaría se dirigió a Dios con unas palabras tomadas del Evangelio: “Domine, ut videam!” (Lc 18, 41); las mismas que un ciego dirigió a Jesús que pasaba por el camino de Jericó: “Señor, ¡que vea!”. Esa luz se hizo realidad en su alma el 2 de octubre de 1928, precisamente en esta ciudad de Madrid. Aquí desarrolló un servicio generoso entre todo tipo de personas, entre los enfermos de los hospitales y entre las gentes más necesitadas de las barriadas extremas. Bien pronto se rodeó también de un grupo de jóvenes a los que contagió su entusiasmo sobrenatural y humano, enseñándoles a santificar el estudio, el trabajo y todas las realidades de la vida cotidiana.

Muchas personas han tenido su Damasco en Madrid, tierra de santos, de mártires y de cristianos normales que procuran imitar a Jesucristo en la vida ordinaria. Por unos días, esta ciudad se convertirá en la capital mundial de la juventud. Sobre todo, va a ser la ciudad de Pedro. Benedicto XVI nos guía y nos lleva hacia el Modelo de todos los santos, hacia Cristo. Le damos la más calurosa bienvenida, rezamos por los frutos de su viaje pastoral y pedimos, sobre todo, que muchas chicas y muchos muchachos se sientan personalmente interpelados por sus palabras y experimenten en esas jornadas su Damasco: un encuentro personal más intenso con Jesucristo, que cambie y mejore su existencia.

Decía el Papa al comenzar su pontificado: «Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren de par en par las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera».

Hemos de estar plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en nosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo.

Recurro a la intercesión de S. Josemaría, tan estrechamente ligado a esta ciudad, y al beato Juan Pablo II, inspirador de las jornadas mundiales de la juventud. Que ellos nos alcancen del Señor, por intercesión de la Virgen de la Almudena, una lluvia de gracias en estos días. Que la JMJ de Madrid sea la Damasco de muchos jóvenes dispuestos a dejarse la vida por Cristo y por los demás, siendo testimonios creíbles y vibrantes de ese Evangelio —siempre antiguo y siempre nuevo— que el mundo actual, nuestro mundo, necesita con urgencia.

+ Javier Echevarría

Prelado del Opus Dei

Romana, n. 53, Julio-Diciembre 2011, p. 287-289.

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