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Entrevista concedida a la revista “Studi Cattolici”, Italia (Num. 602: abril-2011)

Juan Pablo II y el Opus Dei (por Michele Dolz)

Todos conservamos aún en los ojos las imágenes de las interminables filas para honrar los restos mortales de Juan Pablo II y la petición —santo subito— que se elevó de la plaza ya el día de su funeral. Pasados seis años, y ante su inminente beatificación, es natural recordar y reflexionar sobre tan imponente figura. Muchos lo han hecho y lo harán. Hoy hablamos con Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, que ha tenido el privilegio de estar muy cerca de Juan Pablo II durante todo su pontificado. Le pedimos recuerdos que ayuden a comprender la persona del nuevo beato. Como es lógico, nos detendremos especialmente en la relación de Juan Pablo II con el Opus Dei.

Usted ha vivido muy de cerca todo el pontificado de Juan Pablo II. ¿Podría resumirlo de algún modo?

La actividad de Juan Pablo II fue tan amplia y su figura tan significativa, que supera cualquier posible síntesis o resumen. Representa algo único en estos decenios de historia. Ha mostrado de nuevo con los hechos que el Papa es «el siervo de los siervos de Dios», el infatigable defensor de la verdad, el abogado de todos los hombres y de todas las mujeres, en cuya dignidad cree con todas sus fuerzas. Ha hecho presente a Cristo en nuestro tiempo, ha llevado a la humanidad a buscar en Jesús la respuesta a las preguntas últimas sobre la existencia.

Y de su persona, ¿qué le ha quedado más grabado?

Juan Pablo II insistió frecuentemente en que cada hombre, cada mujer, alcanza su plenitud en la donación, en la entrega de sí mismo a Dios y a los demás. Y él personalmente se entregó al Señor y a la Iglesia con constante generosidad y auténtico sacrificio. La diferencia entre el Papa lleno de fortaleza física, que tomó el timón de la Iglesia en 1978, y Juan Pablo II en sus últimos años, inclinado bajo el peso de la fatiga y de la enfermedad, no indica solamente el paso del tiempo: señala también la medida total de su entrega.

En una ocasión acompañé a Mons. Álvaro del Portillo al apartamento pontificio a una hora avanzada de la tarde. Mientras esperábamos la llegada del Papa, oímos unos pasos que se acercaban por un pasillo como arrastrando los pies. Era el Santo Padre, muy fatigado. Don Álvaro exclamó: «Santo Padre, ¡qué cansado está!». El Papa le miró y, con voz firme y amable, respondió: «Si a estas horas yo no estuviera cansado, sería señal de que no habría cumplido mi deber».

Y tratando de hacer estos resúmenes imposibles, ¿qué ha dejado a la Iglesia Juan Pablo II?

Nos ha dejado un espléndido tesoro de doctrina y de ejemplo de caridad pastoral. Destacaría, en su pontificado, un empuje hacia una nueva evangelización a través de la vida ordinaria, a través de personas activamente presentes en todos los campos del quehacer humano, con una conducta coherente con la fe.

Quizá por eso se entendió muy bien con el Opus Dei, cuyo espíritu es la santificación y el apostolado en la vida ordinaria...

Tengo que aclarar que la veneración y el agradecimiento de los fieles del Opus Dei se extienden a todos los Papas, por la labor que han realizado en bien de la Iglesia universal y porque todos, desde Pío XII hasta hoy, han sido providenciales para el desarrollo de los apostolados del Opus Dei. Con Juan Pablo II existe una particular deuda de gratitud, porque durante su pontificado han tenido lugar algunos eventos de especial importancia para la historia de la Obra, como la erección de esta parte de la Iglesia en Prelatura personal, la beatificación y canonización de san Josemaría o la creación de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz.

Desde luego el Papa veía en la Obra un instrumento eficaz en la línea de la evangelización a través de la vida ordinaria. Pero, al mismo tiempo, diría que no tuvo predilección distinta hacia el Opus Dei: Juan Pablo II fue verdaderamente el Papa de todos, un padre sensible a todos los carismas que el Espíritu Santo suscita. Pienso que, con él, millones de personas se han sentido “hijos predilectos”; y con esta alegría y agradecimiento diarios han vivido los fieles del Opus Dei.

¿Juan Pablo II conocía el Opus Dei desde antiguo?

Durante el Conclio Vaticano II le presentaron, en el Aula Conciliar, a don Álvaro del Portillo, pero luego no hubo más contactos hasta que en 1971 el joven Cardenal de Cracovia Karol Wojtyla, durante un sínodo de obispos en Roma, asistió a una conferencia del Cardenal Höffner organizada por el CRIS, Centro Romano d’Incontri Sacerdotali, que habían promovido algunos sacerdotes del Opus Dei. En aquella ocasión le pidieron una entrevista sobre el sacerdocio para una publicación del CRIS, porque era interesante escuchar la voz de un obispo que padecía la tiranía comunista. Tomó nota de las preguntas y al cabo de unas semanas envió treinta y un folios escritos a mano, en polaco. Al principio de cada página —el papel era de muy mala calidad— había escrito una jaculatoria, Totus tuus, y unos versículos tomados de la secuencia al Espíritu Santo: Veni Sancte Spiritus… Dulce refrigerium… In labore requies… O lux beatissima… Reple cordis intima…

En 1974 el CRIS le invitó como conferenciante a un ciclo sobre Exaltación del hombre y sabiduría cristiana. El tema tratado por el Cardenal Wojtyla fue La evangelización y el hombre interior. Fue un discurso de gran profundidad, con una referencia final a una expresión de Mons. Escrivá de Balaguer que este sacerdote consideraba el camino para plasmar en la tierra la paz de Cristo: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar con el trabajo». El texto se publicó después en un libro junto con otras intervenciones suyas. Durante un periodo, siendo ya Papa, Juan Pablo II regalaba este libro a algunas de sus visitas.

Cuatro años más tarde, el Cardenal Wojtyla vino a Villa Tevere, sede central del Opus Dei, a almorzar con don Álvaro. Fue una comida muy amigable. Después, cuando fuimos a hacer la visita al Santísimo Sacramento, el cardenal se arrodilló en un reclinatorio de madera que se conserva allí como reliquia porque fue utilizado por Pío VII y San Pío X. Y por san Josemaría, claro, a quien se lo habían regalado unos sobrinos de San Pío X. Cuando don Álvaro le explicó estos detalles, inmediatamente el Cardenal Wojtyla se bajó del reclinatorio y se arrodilló en el pavimento después de haber besado la reliquia. Fue un gesto espontáneo de humildad, que no he olvidado.

Tomó mucho cariño a don Álvaro, sobre todo después de su elección a ocupar la Cátedra de Pedro. Las personas santas se entienden muy bien.

¿Podría contar algún recuerdo de sus primeros encuentros con el nuevo Papa?

Inesperadamente el primer encuentro tuvo lugar al día siguiente de la elección, el 17 de octubre de 1978. Mons. Andrea Deskur, un obispo polaco que era entonces Presidente del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, y que era amigo fraterno de don Álvaro y aún más amigo de Karol Wojtyla desde su juventud, se hallaba internado en el Policlínico Gemelli a causa de un ictus sufrido algunos días antes.

El día de la elección del Papa, don Álvaro le llamó por teléfono. No quería darle la buena noticia directamente, para no provocarle una emoción quizá dañina. Se limitó a preguntarle: «Andrea, ¿sabes a quién han elegido Papa?». Deskur respondió: «No podían haber hecho mejor elección». Y añadió: «Mañana lo encontraré». Don Álvaro pensó que el enfermo deliraba: ¿cómo iba a salir del Vaticano el Papa recién elegido?

Al día siguiente don Álvaro fue a visitar a su amigo. Yo lo acompañé. Y qué sorpresa cuando, al salir de la habitación del enfermo, nos dijeron que debíamos esperar en un rincón con otras personas, porque había llegado el Papa y habían bloqueado la salida de la planta. Mayor sorpresa aún cuando, al abandonar el cuarto del paciente, Juan Pablo II se dirigió hacia don Álvaro y le dio un abrazo. Don Álvaro se conmovió filialmente, y al besar el anillo al nuevo Pontífice, notó que llevaba en la mano el rosario.

Fueron días muy intensos, los del inicio del pontificado. Pudimos ver al Papa con una frecuencia que no hubiéramos imaginado. Por ejemplo, don Álvaro quiso ir a rezar al santuario de La Mentorella, cerca de Roma, para encomendar al nuevo Papa a la intercesión de la Santísima Virgen. Y allí mismo, apoyado en el capó del coche, escribió una postal a Juan Pablo II en la que manifestaba su deseo de ayudarle con la oración; ponía a su disposición las más de sesenta mil Misas que diariamente ofrecían los fieles del Opus Dei por las intenciones de quien hacía cabeza en la Obra: era, precisaba en esas letras, el mejor apoyo que podría entregarle. Al cabo de pocos días, recibió una llamada telefónica del mismo Papa: quería agradecer aquel gesto; por el tono de voz se percibía que le había conmovido el tesoro que había puesto en sus manos, y se puede decir que se tocaba el gran amor del Pontífice a la Eucaristía.

El 28 de octubre, Juan Pablo II le recibió por vez primera en una audiencia informal. Nos encontrábamos también presentes don Joaquín Alonso y yo, y pudimos ver cómo el Papa escuchaba con mucha atención y afecto lo que le refería don Álvaro. Recuerdo que afirmó con seguridad, dando un significativo y cariñoso golpe con el puño en la mesa, que la Iglesia iba a superar todas las dificultades con la ayuda de la Virgen Santísima, el primer opus Dei, la más importante obra de Dios. Don Álvaro contestó que compartía plenamente aquella esperanza. También en esos momentos, D. Álvaro le comentó que con motivo de la Sede Vacante, por el inesperado fallecimiento del venerado Juan Pablo I, no se había podido recibir la carta que el nuevo Pontífice, anterior Patriarca de Venecia, había querido enviar con motivo del 50º aniversario de la fundación del Opus Dei. Añadió Mons. del Portillo que había entendido muy bien que el Opus Dei, de hecho, no era un Instituto Secular y que había que pensar en la solución jurídica oportuna. Nuevamente, refiriéndose a esa carta, Juan Pablo II dijo: «La facciamo!».

El 5 de diciembre de aquel año, don Álvaro le avisó de que tenía preparadas las naranjas que suelen regalarse los polacos el día de San Nicolás, el 6 de diciembre. El Papa se sorprendió de que conociera ese detalle y le dio cita para el día siguiente. Junto con las naranjas le llevamos varios libros de san Josemaría, que el Papa hizo colocar en el despacho donde trabajaban algunos de sus colaboradores en la preparación de los discursos.

Estos encuentros «fuera de programa» parecen muy característicos de Juan Pablo II que, sobre todo al principio, sorprendió con su modo directo de relacionarse con la gente. Pero ¿hubo también audiencias oficiales?

Desde luego, entre otras cosas porque se deseaba pedir al Santo Padre —como ya he comentado— la conclusión del camino jurídico del Opus Dei, que también había propiciado Pablo VI en la primera audiencia que concedió a D. Álvaro del Portillo. Y, en efecto, el Papa dio los pasos necesarios para poder llegar a esa meta.

A la vez, de aquellos primeros meses guardo un recuerdo particularmente grato. Para la Epifanía de 1979 estaba programada la ordenación, en la Basílica de San Pedro, del sucesor del Papa en la archidiócesis de Cracovia, Mons. Macharski. El Santo Padre quería celebrarla en el altar de la Confesión, pero le sugirieron utilizar el altar de la Cátedra, pues iba a resultar muy difícil llenar la basílica de gente y podía quedar todo deslucido. No sé quién propuso al Papa que se dirigiera a Mons. del Portillo, para pedirle que animara a muchas personas a asistir a la ordenación episcopal. En aquel momento nos encontrábamos en un viaje pastoral por varios países europeos. En Suiza recibimos la comunicación de Roma. Ante la petición del Papa, como sucedería en otros momentos, don Álvaro puso todo su esfuerzo para movilizar a las personas de la Obra, y éstas a sus amigos, a fin de que se llenara la basílica. Y se llenó. Personalmente, D. Álvaro no participó en la ceremonia, pues deseaba que el afecto de los asistentes se dirigiera sólo a Juan Pablo II y al nuevo arzobispo. Al final de la celebración el Papa dio las gracias al Opus Dei. Era la primera vez que un Papa hacía una referencia pública a la Obra en la Basílica de San Pedro.

Hubo varias ocasiones en las que el Papa contó con la ayuda de los fieles del Opus Dei para mover a muchas personas...

En aquellos primeros momentos, sobre todo. Luego el Santo Padre pudo contar también con el apoyo de otros muchos hijos fieles.

Recuerdo que Juan Pablo II quiso, desde el principio, celebrar en San Pedro las Misas para estudiantes universitarios, como hacía en Cracovia. Hicimos lo que pudimos para ayudarle a instaurar esa tradición. Don Álvaro sugirió que se imprimieran unas invitaciones personales en las que constara, además de los datos de la Misa, un amplio horario de confesiones en la Basílica: él se comprometía a llamar a decenas de confesores. Así se hizo, y fue un acierto.

En una de las invitaciones que recibimos del Papa para almorzar en el apartamento pontificio, don Álvaro habló de la necesidad de fomentar las confesiones, para facilitar a la gente el reencuentro con el Señor, sensibilizando a los sacerdotes y a los laicos para que participaran en este apostolado. Para ilustrar lo que decía, relató algunas anécdotas de los buenos resultados que se habían obtenido por el mundo con este modo de ayudar a las almas. Juan Pablo II, con una sonrisa de asentimiento, comentó: «Me recuerda usted a los buenos párrocos celosos de mis tiempos, que gastaban su vida con esta manera de atender a las almas, a las que amaban con todas sus fuerzas». Otras veces, en conversaciones semejantes, el Papa decía, refiriéndose a los fieles del Opus Dei, laicos y sacerdotes: «Tienen ustedes el carisma de la Confesión». Sé que lo decía también con otras personas, porque nos lo han comentado, hablando de la Obra.

Imagino que situaciones parecidas se habrán repetido en los viajes de Juan Pablo II por el mundo, donde hubiera miembros del Opus Dei.

En todas partes los fieles de la Prelatura, como los demás católicos, le han demostrado cariño y apoyo, naturalmente. El Papa supo conquistar el corazón de todos y en los cinco continentes ha recogido el cariño y el entusiasmo de la gente.

En los primeros años del pontificado se desarrollaron los trabajos finales para la erección del Opus Dei en Prelatura personal. ¿Podría contar algo al respecto?

Ya Pablo VI y Juan Pablo I habían manifestado su intención de concluir el iter jurídico de la Obra, pero el Señor los llamó antes de que pudieran afrontar la cuestión. Juan Pablo II quiso interesarse desde muy temprano. Puso el estudio en las manos del cardenal Sebastiano Baggio, Prefecto de la Congregación para los Obispos, y fue nombrada una comisión paritaria compuesta por expertos de Derecho Canónico de la Santa Sede y del Opus Dei. El Papa siguió con atención todos los pasos, conocía muy bien los particulares. Los detalles tecnico-canónicos son bien conocidos. Aquí me gustaría resaltar el interés paterno que puso el Santo Padre en aquel proceso, al mismo tiempo que dejaba a los canonistas entera libertad para estudiar las cuestiones. Fue también muy paterno —no sólo prudente— al afrontar las dificultades provocadas por las objeciones de algunos obispos, por lo demás comprensibles al tratarse de una figura canónica nueva. Él mismo trató de hacerse cargo, disponiendo que se consideraran esas objeciones y se resolvieran adecuadamente.

¿En qué medida intervino Juan Pablo II en el gobierno del Opus Dei? ¿Dio indicaciones?

Lo más importante, claro está, fue la erección del Opus Dei en Prelatura personal, acto con el que ponía esta parte de la Iglesia formada por laicos y sacerdotes, hombres y mujeres de toda clase y condición, bajo la jurisdicción de un prelado para que —también con su presbiterio— sirviera mejor a la Iglesia universal, en comunión con las iglesias particulares. Por lo demás, sugería al Prelado iniciativas apostólicas, ya que estaba muy convencido de la eficacia del apostolado personal de cada fiel del Opus Dei y de quienes —personas de todos los ambientes de la sociedad— se acercan a la labor apostólica de la Obra.

Una petición expresa del Papa, por ejemplo, fue la erección del seminario internacional Sedes Sapientiae, en Roma, con el objeto de formar sacerdotes que pudieran ser luego formadores en seminarios de diversos países, también de los que acababan de alcanzar la libertad tras el periodo de dominio soviético.

A sugerir iniciativas de apostolado le animaba también la respuesta de don Álvaro, siempre pronta y fiel. Juan Pablo II venía hablando de la nueva evangelización al menos desde 1981, pero fue en 1985 cuando dio un fuerte impulso a esta prioridad pastoral, sobre todo, en los países de la Europa occidental y América del Norte, donde los síntomas del secularismo iban creciendo de modo alarmante. Una fecha simbólica es la del 11 de octubre de 1985, día en que el Santo Padre concluyó un Sínodo extraordinario de Obispos, celebrado en Roma, invitando a la Iglesia a un renovado impulso misionero, deseo que comentó con el Prelado en una conversación. Don Álvaro se hizo eco inmediatamente de este programa, y ya con fecha 25 de diciembre del mismo año escribió una Carta pastoral a los fieles de la Prelatura, urgiéndoles a colaborar con todas sus fuerzas en esta tarea, que era particularmente necesaria sobre todo en los países de la vieja Europa, Estados Unidos y Canadá.

A partir de entonces, redobló su esfuerzo pastoral en este sector, con viajes frecuentes a países europeos. Los años 1987 a 1990 se caracterizan por la extensión de este empeño a otros continentes: Asia y Oceanía, América del Norte y África.

El Papa invitó a don Álvaro a empezar la labor de la Obra en los países escandinavos. Y, naturalmente, en Polonia. Puntualizaba que era muy importante difundir entre el pueblo de Dios en Polonia la necesidad de la dirección espiritual personal y sabía cómo ésta se practicaba asiduamente en el Opus Dei.

Este aliento a seguir en la misión evangelizadora con el espíritu propio del Opus Dei, el Papa lo siguió dando a don Álvaro —como luego hizo conmigo— hasta el final de su vida. El 13 de enero 1994 le concedió una audiencia, en la que el Prelado le informó sobre el desarrollo de la labor apostólica de los fieles del Opus Dei y de otras muchas iniciativas que tenía en proyecto; el Papa insistió sobre la necesidad de seguir empeñándose en la nueva evangelización de la sociedad. Don Álvaro salía de aquellas audiencias muy reconfortado, con renovada conciencia de la necesidad de hacer siempre el Opus Dei —como había visto en san Josemaría— viviendo en plena unión con el sucesor de Pedro y los demás Obispos.

En esas audiencias, el Papa le dio varias indicaciones, junto al estímulo para continuar en las labores apostólicas que ya se realizaban: por ejemplo, la recomendación de que se trabajara muy a fondo en el apostolado con los intelectuales, especialmente a través de quienes ya se encuentran en ese ambiente, procurando alentarles en su tarea, y mostrarles que la fe y la razón no marchan por caminos separados, y mucho menos opuestos. Juan Pablo II pensaba que los intelectuales eran personas clave para la nueva evangelización, y se preocupaba de que se les prestara un cuidado pastoral particular. Así mismo consideraba prioritaria la evangelización de los que desempeñan cargos de responsabilidad en el ámbito político y económico, porque es la manera más eficaz de mejorar la situación de todos, en primer lugar de los más necesitados. En este sentido, animaba a los fieles de la Prelatura y a muchas otras personas que trabajan en escuelas de negocios, diciendo: «Si quienes estudian estas materias se hacen cristianos, se convierten, será más fácil erradicar la pobreza».

Y don Álvaro, ¿daba sugerencias al Papa sobre la Iglesia?

En algunas ocasiones se las pedía el Santo Padre. Ya a finales de 1978, cuando se preguntaba sobre la oportunidad de hacer el viaje a México para la reunión del CELAM —era una situación bastante delicada— el Papa comentó a don Álvaro, delante de otras personas, que había oído varias opiniones sobre el asunto. Claramente le estaba pidiendo la suya. Con sencillez, don Álvaro le sugirió que emprendiera el viaje, pues supondría un bien muy grande para la Iglesia en México, en América Latina, y en todo el mundo. El tono de voz de don Álvaro era comedido: daba a entender que le parecería bien cualquier determinación que tomase el Papa. El viaje se realizó con los resultados extraordinarios que todos conocemos. Naturalmente, el Papa debió de consultar con otras personas y con los organismos de la Curia romana.

Después del viaje a México, nos invitó a un almuerzo y contó con alegría muchos detalles de su visita a aquel país. No hablaba de su labor, sino de la fe y de la respuesta del pueblo mexicano ante la presencia del sucesor de San Pedro.

En varias ocasiones, don Álvaro sugirió a Juan Pablo II que escribiera una carta o una exhortación sobre San José, para fomentar la devoción de los fieles y para pedirle que protegiera a la Iglesia. Por eso, fue extraordinario su gozo cuando se publicó la Exhortación Apostólica Redemptoris Custos, del 15 de agosto de 1989.

Recuerdo otra sugerencia relacionada con la piedad. Habíamos invitado a almorzar en Villa Tevere a un canónigo español del Capítulo de san Pedro, Mons. Pedro Altabella. Salió a colación el bien que hacía a las almas la práctica de la exposición permanente del Santísimo Sacramento en algunas iglesias. Don Joaquín Alonso comentó que sería un bien muy grande seguir esa costumbre en San Pedro y don Álvaro lo apoyó vivamente. El canónigo tomó al vuelo la sugerencia, y comentó que se movería para hacerla llegar in altissimis. Al poco tiempo comenzó en la basílica vaticana ese culto a la Eucaristía que ha producido tantos buenos frutos. Era el año 1981.

A propósito de estas sugerencias, he oído decir que algún miembro del Opus Dei tuvo que ver con el mosaico de la Virgen Mater Ecclesiae, bien visible en la Plaza e San Pedro...

Todos los años vienen a celebrar la Pascua en Roma algunos miles de estudiantes que frecuentan los centros del Opus Dei en todo el mundo. En 1980, durante un encuentro con Juan Pablo II, un universitario le dijo que observando la Plaza de San Pedro había notado que estaba coronada por estatuas de santos pero que no había ninguna imagen de la Virgen. «Quizá se podría poner alguna, Santo Padre», sugirió. A lo que el Papa respondió enseguida: «Molto bene, molto bene!». Cuando le contaron esta anécdota, don Álvaro pidió al arquitecto Javier Cotelo que pensara dónde se podría poner en la plaza una imagen que atrajera las miradas. Javier hizo un proyecto que preveía un mosaico en una esquina del Palacio Apostólico. Al Papa le gustó mucho la idea y ordenó que se llevara a cabo.

El 8 de diciembre de 1981 el Santo Padre bendijo la imagen, y dijo: «Hoy, solemnidad de la Inmaculada Concepción, rezamos nuestra plegaria del Ángelus, por primera vez, ante la Virgen Santísima, Madre de la Iglesia, que mira a la Plaza de San Pedro desde el mosaico, colocado en un ángulo de este Palacio Apostólico. En el marco de esta plaza estupenda faltaba una imagen… Ahora bendeciré la imagen de la Virgen Madre de la Iglesia, manifestando el deseo de que todos los que vengan a esta plaza de San Pedro eleven hacia Ella la mirada, para dirigirle, con sentimiento de filial confianza, el propio saludo y la propia oración».

Dos días después, el Papa invitó a don Álvaro a que concelebara la Santa Misa en su capilla privada y a desayunar con él: quería expresarle su satisfacción por haber colocado la imagen de la Virgen en aquel lugar. Más tarde, el Papa le hizo llegar como recuerdo el cartón utilizado en la elaboración del mosaico.

En todos estos recuerdos se nota un trato lleno de cariño por parte del Papa.

Los detalles de afecto paterno de Juan Pablo II fueron muchos y sería prolijo recordarlos. Me viene a la memoria el 70 cumpleaños de don Álvaro, el 11 de marzo de 1984. Recibió en casa un cuadro de la Virgen de Czestochowa con unas letras autógrafas del Papa, llenas de afecto hacia su persona. Pero él no se sentía personalmente merecedor de aquellas pruebas de cariño. Al mismo tiempo, pienso que todas las personas que trataron a Juan Pablo II percibían que “sabía querer”.

¿Visitó el Papa algún centro del Opus Dei?

En el plan de visitas pastorales a las parroquias de Roma, estuvo también en las tres encomendadas al Opus Dei y se detuvo en los centros anexos.

Quizá lo más singular a este respecto es que, cuando se hallaba bien de salud, pasó varias veces por una casa de retiros de la Obra en Abruzzo, llamada Tor d’Aveia. La finca está situada en la ladera de un monte y desde allí se pueden hacer bonitas excursiones o bien ir a esquiar. Como es sabido, el Papa necesitaba de vez en cuando tomarse algún descanso y allí podía hacerlo de forma discreta. Salía del Vaticano en privado, seguido por el coche de la escolta, y llegaba a Tor d’Aveia —a poco más de una hora de Roma— sin que nadie lo notase. Era para el Papa un buen reposo. Las mujeres de la Obra encargadas de la casa pudieron tener ratos de tertulia con él y con su secretario, pero guardaron silencio para que nadie molestara al Papa. Incluso don Álvaro fue sólo una vez para darle la bienvenida. De manera análoga, Juan Pablo II estuvo una vez en otro centro de conferencias que utilizamos en Ovindoli, no lejos de allí, donde hay una estación de esquí.

Usted estuvo muchas veces en la residencia del Papa, invitado a comer. ¿De qué se hablaba en aquellos encuentros?

De muchos temas, en un contexto familiar: la situación de la Iglesia, el apostolado de los fieles del Opus Dei en diversos países, etc.

Una de aquellas veces regaló a don Álvaro una edición pequeña del Nuevo Testamento, que utilizó luego durante los viajes, para recordar expresamente al Romano Pontífice. No la usaba en las demás ocasiones porque tenía una letra muy pequeña.

¿Algún recuerdo relacionado con el atentado de 1981?

En esos momentos estábamos reunidos con el Consejo del Prelado para los apostolados con las mujeres. Apenas conocida la noticia, interrumpió la reunión y fuimos al Policlínico Gemelli. Don Álvaro pudo pasar, invitado por Mons. Angelini, al lugar donde estaban algunos miembros de la Curia, mientras los médicos operaban al Santo Padre.

Don Álvaro pidió inmediatamente a toda la Obra que rezáramos por el Papa. Íbamos con frecuencia al Gemelli, aun sabiendo que no podríamos pasar a visitarle: nos bastaba rezar por su Persona con aquella presencia física más cercana.

En la época del viaje a México, don Álvaro había regalado al Papa una cassette con canciones mexicanas; son canciones de amor que el pueblo canta también a la Virgen de Guadalupe. Pues bien, un día en que nos dejaron visitar al Santo Padre en el policlínico, lo encontramos escuchando en un magnetofón aquellas canciones. «Me ayudan a rezar», comentó. Nada hacía presagiar este encuentro, pero fue el mismo Papa quien indicó que pasáramos a la habitación. D. Álvaro puso filialmente una mano sobre el brazo del Santo Padre, y comprobó que la fiebre era muy alta. El encuentro duró poco, como es lógico. Pero se notaba que la Iglesia rezaba por Pedro, como en Jerusalén, y que Pedro ofrecía todo por la Iglesia de Jesucristo.

No hemos hablado aún de la beatificación y canonización de san Josemaría, proclamadas por Juan Pablo II.

El Papa estaba muy contento de elevar a los altares al fundador de la Obra. Como se recordará, antes de la beatificación en 1992 hubo algunas incomprensiones que produjeron un cierto revuelo. Eran coletazos del diablo para impedir lo que, como dijo Juan Pablo II inmediatamente después de la beatificación, fue «una gran manifestación de fe». Al concluir la ceremonia, el mismo Juan Pablo II manifestó su alegría al ver aquella multitud en recogimiento y oración, y dijo a don Álvaro, que le acompañaba hacia la basílica de San Pedro: «Ahora entiendo por qué algunos sectarios no querían que se diese esta manifestación de fe». Añadió el Papa que agradecía al Señor que se hubiera celebrado aquella ceremonia, en la que también había beatificado a la Madre Bakhita, canosiana, porque había podido hacer llegar al mundo la situación trágica de la Iglesia en Sudán. En fin, lo que ha quedado para la historia es el bien que la devoción a san Josemaría está haciendo en toda la Iglesia. Y el Papa de esto era consciente.

En la canonización, el Papa definió a san Josemaría como «el santo de lo ordinario», muy en sintonía con aquella idea suya de evangelizar la sociedad a través de la vida ordinaria: en la Iglesia doméstica que es cada familia, en el trabajo, el deporte y las relaciones sociales.

Ha hablado de las críticas, que tampoco faltaron a Juan Pablo II. ¿Con qué espíritu afrontaba el Papa esas contradicciones?

Era muy sobrenatural y sabía cargar con la cruz. Además, era muy determinado y seguía adelante buscando el bien de la Iglesia. Una vez don Álvaro participó en el rezo del Rosario con el Papa. Solía ir siempre un grupo de gente y en aquella ocasión se hallaba también la Madre Teresa de Calcuta. Al final de la oración, el Papa presentó a don Álvaro a la Madre Teresa, la cual le dio las gracias porque sacerdotes de la Obra habían atendido muy bien a sus monjas en varias partes del mundo. Entonces el Papa le dijo medio en broma medio en serio: «Madre, ¿por qué muchos critican al Papa y al Opus Dei mientras todos hablan bien de la Madre Teresa?». Y ella respondió con gran sinceridad: «Recen por mí, para que sea humilde».

Juan Pablo II quiso rezar ante los restos mortales de don Álvaro el día de su muerte. ¿Podría contar algo de aquellos momentos?

El 11 de marzo 1994, en su 80 cumpleaños, don Álvaro recibió un quirógrafo de Juan Pablo II, escrito sobre una fotografía: «Al venerado y querido hermano Álvaro del Portillo, que con el alma agradecida al Señor, celebra su ochenta cumpleaños, expresándole mi vivo aprecio por su fiel trabajo al servicio de la Iglesia, e implorando abundantes gracias celestiales para un ministerio todavía prolongado y rico en frutos, le imparto de corazón una especial bendición apostólica, haciéndola extensiva con afecto a todos los sacerdotes y laicos de la Prelatura».

La tarde del 22 de marzo de 1994 habíamos regresado de una peregrinación a Tierra Santa, y a las pocas horas, en la madrugada del 23, llamó el Señor al Prelado del Opus Dei. Comuniqué la noticia a Mons. Stanislaw Dziwisz, secretario particular de Juan Pablo II, hacia las seis y media de la mañana. Don Stanislaw me dijo que se lo comunicaría al Santo Padre, y que encomendarían a Dios en la Misa el eterno descanso del Prelado. Tuvimos la amable sorpresa de que, hacia las diez de la mañana, llamó el Prefecto de la Casa Pontificia, Mons. Monduzzi, para informar que el Santo Padre deseaba ir por la tarde a la sede de la Curia Prelaticia, para rezar ante el cadáver. No me detengo en pormenores de esta visita, pero sí quiero señalar el interés manifestado por Juan Pablo II. Me preguntó a qué hora y dónde había celebrado don Álvaro su última Misa, porque sabía que había regresado a Roma el día anterior. Cuando le respondí que a las once de la mañana, en la iglesia del Cenáculo, me sorprendió que el Papa hiciera rápidamente el cálculo entre la hora de la Santa Misa y la de su marcha al Cielo. Al final le agradecí la visita, tan insólita, pero el Papa atajó diciendo: «Era un deber, era un deber».

Y usted, después de su nombramiento como Prelado en 1994, ¿tuvo ocasiones similares de relación con Juan Pablo II?

El Papa siguió siendo igualmente paterno y afectuoso. Por ejemplo, me telefoneó personalmente para anunciarme el nombramiento como Prelado. Yo, en diversas ocasiones, le fui informando sobre el desarrollo de los apostolados de la Obra y he podido comprobar su alegría. Pocos meses después del nombramiento, quiso conferirme la ordenación episcopal. A partir del año 2000 el Papa estaba ya más enfermo, pero continuó teniendo la delicadeza de recibirme en audiencia con cierta frecuencia, para tener noticias de las actividades apostólicas de la Obra en todo el mundo.

Tres días después de la muerte del Papa fui con don Joaquín Alonso a rezar ante sus restos mortales en la basílica de San Pedro y a saludar a don Stanislaw, que nos invitó a rezar en la capilla privada y luego nos animó a subir a la azotea del palacio apostólico. Quería mostrarnos el río de gente que acudía a rendir el último homenaje al Papa y la cantidad de televisiones de todo el mundo que se habían instalado en los alrededores de la Plaza de San Pedro. Poco después, me entregó una sotana de Juan Pablo II, para que la conserváramos como reliquia.

Romana, n. 52, Enero-Junio 2011, p. 85-96.

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