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Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini sobre la Palabra de Dios en la vida y en la Misión de la Iglesia (30-IX-2010)

INTRODUCCIÓN

1. La palabra del Señor permanece para siempre. Y esa palabra es el Evangelio que os anunciamos» (1 P 1,25: cf. Is 40,8). Esta frase de la Primera carta de san Pedro, que retoma las palabras del profeta Isaías, nos pone frente al misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante el don de su palabra. Esta palabra, que permanece para siempre, ha entrado en el tiempo. Dios ha pronunciado su palabra eterna de un modo humano; su Verbo «se hizo carne» (Jn1,14). Ésta es la buena noticia. Éste es el anuncio que, a través de los siglos, llega hasta nosotros. La XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que se celebró en el Vaticano del 5 al 26 de octubre de 2008, tuvo como tema La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Fue una experiencia profunda de encuentro con Cristo, Verbo del Padre, que está presente donde dos o tres están reunidos en su nombre (cf. Mt 18,20). Con esta Exhortación, cumplo con agrado la petición de los Padres de dar a conocer a todo el Pueblo de Dios la riqueza surgida en la reunión vaticana y las indicaciones propuestas, como fruto del trabajo en común[1].En esta perspectiva, pretendo retomar todo lo que el Sínodo ha elaborado, teniendo en cuenta los documentos presentados: los Lineamenta, el Instrumentum laboris, las Relaciones ante y post disceptationem y los textos de las intervenciones, tanto leídas en el aula como las presentadas in scriptis, las Relaciones de los círculos menores y sus debates, el Mensaje final al Pueblo de Dios y, sobre todo, algunas propuestas específicas (Propositiones), que los Padres han considerado de particular relieve. En este sentido, deseo indicar algunas líneas fundamentales para revalorizar la Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante renovación, deseando al mismo tiempo que ella sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial.

Para que nuestra alegría sea perfecta

2. En primer lugar, quisiera recordar la belleza y el encanto del renovado encuentro con el Señor Jesús experimentado durante la Asamblea sinodal. Por eso, haciéndome eco de la voz de los Padres, me dirijo a todos los fieles con las palabras de san Juan en su primera carta: «Os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,2-3). El Apóstol habla de oír, ver, tocar y contemplar (cf. 1,1) al Verbo de la Vida, porque la vida misma se manifestó en Cristo. Y nosotros, llamados a la comunión con Dios y entre nosotros, debemos ser anunciadores de este don. En esta perspectiva kerigmática, la Asamblea sinodal ha sido para la Iglesia y el mundo un testimonio de la belleza del encuentro con la Palabra de Dios en la comunión eclesial. Por tanto, exhorto a todos los fieles a reavivar el encuentro personal y comunitario con Cristo, Verbo de la Vida que se ha hecho visible, y a ser sus anunciadores para que el don de la vida divina, la comunión, se extienda cada vez más por todo el mundo. En efecto, participar en la vida de Dios, Trinidad de Amor, es alegría completa (cf. 1 Jn 1,4). Y comunicar la alegría que se produce en el encuentro con la Persona de Cristo, Palabra de Dios presente en medio de nosotros, es un don y una tarea imprescindible para la Iglesia. En un mundo que considera con frecuencia a Dios como algo superfluo o extraño, confesamos con Pedro que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). No hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante (cf. Jn 10,10).

De la «Dei Verbum» al Sínodo sobre la Palabra de Dios

3. Con la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, somos conscientes de haber tocado en cierto sentido el corazón mismo de la vida cristiana, en continuidad con la anterior Asamblea sinodal sobre la Eucaristía como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. En efecto, la Iglesia se funda sobre la Palabra de Dios, nace y vive de ella[2].A lo largo de toda su historia, el Pueblo de Dios ha encontrado siempre en ella su fuerza, y la comunidad eclesial crece también hoy en la escucha, en la celebración y en el estudio de la Palabra de Dios. Hay que reconocer que en los últimos decenios ha aumentado en la vida eclesial la sensibilidad sobre este tema, de modo especial con relación a la Revelación cristiana, a la Tradición viva y a la Sagrada Escritura. A partir del pontificado del Papa León XIII, podemos decir que ha ido creciendo el número de intervenciones destinadas a aumentar en la vida de la Iglesia la conciencia sobre la importancia de la Palabra de Dios y de los estudios bíblicos[3], culminando en el Concilio Vaticano II, especialmente con la promulgación de la Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación. Ella representa un hito en el camino eclesial: «Los Padres sinodales... reconocen con ánimo agradecido los grandes beneficios aportados por este documento a la vida de la Iglesia, en el ámbito exegético, teológico, espiritual, pastoral y ecuménico»[4].En particular, ha crecido en estos años la conciencia del «horizonte trinitario e histórico salvífico de la Revelación»[5],en el que se reconoce a Jesucristo como «mediador y plenitud de toda la revelación»[6]. La Iglesia confiesa incesantemente a todas las generaciones que Él, «con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación»[7].

De todos es conocido el gran impulso que la Constitución dogmática Dei Verbum ha dado a la revalorización de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, a la reflexión teológica sobre la divina revelación y al estudio de la Sagrada Escritura. En los últimos cuarenta años, el Magisterio eclesial se ha pronunciado en muchas ocasiones sobre estas materias[8]. Con la celebración de este Sínodo, la Iglesia, consciente de la continuidad de su propio camino bajo la guía del Espíritu Santo, se ha sentido llamada a profundizar nuevamente sobre el tema de la Palabra divina, ya sea para verificar la puesta en práctica de las indicaciones conciliares, como para hacer frente a los nuevos desafíos que la actualidad plantea a los creyentes en Cristo.

El Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios

4. En la XII Asamblea sinodal, Pastores provenientes de todo el mundo se reunieron en torno a la Palabra de Dios y pusieron simbólicamente en el centro de la Asamblea el texto de la Biblia, para redescubrir algo que corremos el peligro de dar por descontado en la vida cotidiana: el hecho de que Dios hable y responda a nuestras cuestiones[9].Juntos hemos escuchado y celebrado la Palabra del Señor. Hemos hablado de todo lo que el Señor está realizando en el Pueblo de Dios y hemos compartido esperanzas y preocupaciones. Todo esto nos ha ayudado a entender que únicamente en el «nosotros» de la Iglesia, en la escucha y acogida recíproca, podemos profundizar nuestra relación con la Palabra de Dios. De aquí brota la gratitud por los testimonios de vida eclesial en distintas partes del mundo, narrados en las diversas intervenciones en el aula. Al mismo tiempo, ha sido emocionante escuchar también a los Delegados fraternos, que han aceptado la invitación a participar en el encuentro sinodal. Recuerdo, en particular, la meditación, profundamente estimada por los Padres sinodales, que nos ofreció Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico de Constantinopla[10]. Por primera vez, además, el Sínodo de los Obispos quiso invitar también a un Rabino para que nos diera un valioso testimonio sobre las Sagradas Escrituras judías, que también son justamente parte de nuestras Sagradas Escrituras[11].

Así, pudimos comprobar con alegría y gratitud que «también hoy en la Iglesia hay un Pentecostés, es decir, que la Iglesia habla en muchas lenguas; y esto no sólo en el sentido exterior de que en ella están representadas todas las grandes lenguas del mundo, sino sobre todo en un sentido más profundo: en ella están presentes los múltiples modos de la experiencia de Dios y del mundo, la riqueza de las culturas; sólo así se manifiesta la amplitud de la existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la Palabra de Dios»[12].Pudimos constatar, además, un Pentecostés aún en camino; varios pueblos están esperando todavía que se les anuncie la Palabra de Dios en su propia lengua y cultura.

No podemos olvidar, además, que durante todo el Sínodo nos ha acompañado el testimonio del Apóstol Pablo. De hecho, fue providencial que la XII Asamblea General Ordinaria tuviera lugar precisamente en el año dedicado a la figura del gran Apóstol de los gentiles, con ocasión del bimilenario de su nacimiento. Se distinguió en su vida por el celo con que difundía la Palabra de Dios. Nos llegan al corazón las vibrantes palabras con las que se refería a su misión de anunciador de la Palabra divina: «hago todo esto por el Evangelio» (1 Co 9,23); «Yo —escribe en la Carta a los Romanos— no me avergüenzo del Evangelio: es fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (1,16). Cuando reflexionamos sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, debemos pensar en san Pablo y en su vida consagrada a anunciar la salvación de Cristo a todas las gentes.

El Prólogo del Evangelio de Juan como guía

5. Con esta Exhortación apostólica postsinodal, deseo que los resultados del Sínodo influyan eficazmente en la vida de la Iglesia, en la relación personal con las Sagradas Escrituras, en su interpretación en la liturgia y en la catequesis, así como en la investigación científica, para que la Biblia no quede como una Palabra del pasado, sino como algo vivo y actual. A este propósito, me propongo presentar y profundizar los resultados del Sínodo en referencia constante al Prólogo del Evangelio de Juan (Jn1,1-18), en el que se nos anuncia el fundamento de nuestra vida: el Verbo, que desde el principio está junto a Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1,14). Se trata de un texto admirable, que nos ofrece una síntesis de toda la fe cristiana. Juan, a quien la tradición señala como el «discípulo al que Jesús amaba» (Jn 13,23; 20,2; 21,7.20), sacó de su experiencia personal de encuentro y seguimiento de Cristo, una certeza interior: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, su Palabra eterna que se ha hecho hombre mortal[13]. Que aquel que «vio y creyó» (Jn20,8) nos ayude también a nosotros a reclinar nuestra cabeza sobre el pecho de Cristo (cf. Jn 13,25), del que brotaron sangre y agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos de la Iglesia. Siguiendo el ejemplo del apóstol Juan y de otros autores inspirados, dejémonos guiar por el Espíritu Santo para amar cada vez más la Palabra de Dios.

PRIMERA PARTE

VERBUM DEI

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios... y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,1.14)

El Dios que habla

Dios en diálogo

6. La novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros[14]. La Constitución dogmática Dei Verbum había expresado esta realidad reconociendo que «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía»[15]. Sin embargo, para comprender en su profundidad el mensaje del Prólogo de san Juan no podemos quedarnos en la constatación de que Dios se nos comunica amorosamente. En realidad, el Verbo de Dios, por quien «se hizo todo» (Jn1,3) y que se «hizo carne» (Jn1,14), es el mismo que existía «in principio» (Jn1,1). Aunque se puede advertir aquí una alusión al comienzo del libro del Génesis (cf. Gn 1,1), en realidad nos encontramos ante un principio de carácter absoluto en el que se nos narra la vida íntima de Dios. El Prólogo de Juan nos sitúa ante el hecho de que el Logos existe realmente desde siempre y que, desde siempre, él mismo es Dios. Así pues, no ha habido nunca en Dios un tiempo en el que no existiera el Logos. El Verbo ya existía antes de la creación. Por tanto, en el corazón de la vida divina está la comunión, el don absoluto. «Dios es amor» (1 Jn 4,16), dice el mismo Apóstol en otro lugar, indicando «la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino»[16].Dios se nos da a conocer como misterio de amor infinito en el que el Padre expresa desde la eternidad su Palabra en el Espíritu Santo. Por eso, el Verbo, que desde el principio está junto a Dios y es Dios, nos revela al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a participar en él. Así pues, creados a imagen y semejanza de Dios amor, sólo podemos comprendernos a nosotros mismos en la acogida del Verbo y en la docilidad a la obra del Espíritu Santo. El enigma de la condición humana se esclarece definitivamente a la luz de la revelación realizada por el Verbo divino.

Analogía de la Palabra de Dios

7. De todas estas consideraciones, que brotan de la meditación sobre el misterio cristiano expresado en el Prólogo de Juan, hay que destacar ahora lo que los Padres sinodales han afirmado sobre las distintas maneras en que se usa la expresión «Palabra de Dios». Se ha hablado justamente de una sinfonía de la Palabra, de una única Palabra que se expresa de diversos modos: «un canto a varias voces»[17]. A este propósito, los Padres sinodales han hablado de un uso analógico del lenguaje humano en relación a la Palabra de Dios. En efecto, esta expresión, aunque por una parte se refiere a la comunicación que Dios hace de sí mismo, por otra asume significados diferentes que han de ser tratados con atención y puestos en relación entre ellos, ya sea desde el punto de vista de la reflexión teológica como del uso pastoral. Como muestra de modo claro el Prólogo de Juan, el Logos indica originariamente el Verbo eterno, es decir, el Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial a él: la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios. Pero esta misma Palabra, afirma san Juan, se «hizo carne» (Jn1,14); por tanto, Jesucristo, nacido de María Virgen, es realmente el Verbo de Dios que se hizo consustancial a nosotros. Así pues, la expresión «Palabra de Dios» se refiere aquí a la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre, hecho hombre.

Por otra parte, si bien es cierto que en el centro de la revelación divina está el evento de Cristo, hay que reconocer también que la misma creación, el liber naturae, forma parte esencialmente de esta sinfonía a varias voces en que se expresa el único Verbo. De modo semejante, confesamos que Dios ha comunicado su Palabra en la historia de la salvación, ha dejado oír su voz; con la potencia de su Espíritu, «habló por los profetas»[18].La Palabra divina, por tanto, se expresa a lo largo de toda la historia de la salvación, y llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Además, la palabra predicada por los apóstoles, obedeciendo al mandato de Jesús resucitado: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15), es Palabra de Dios. Por tanto, la Palabra de Dios se transmite en la Tradición viva de la Iglesia. La Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la Palabra de Dios atestiguada y divinamente inspirada. Todo esto nos ayuda a entender por qué en la Iglesia se venera tanto la Sagrada Escritura, aunque la fe cristiana no es una «religión del Libro»: el cristianismo es la «religión de la Palabra de Dios», no de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo»[19].Por consiguiente, la Escritura ha de ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios, en el seno de la Tradición apostólica, de la que no se puede separar[20].

Como afirmaron los Padres sinodales, debemos ser conscientes de que nos encontramos realmente ante un uso analógico de la expresión «Palabra de Dios». Es necesario, por tanto, educar a los fieles para que capten mejor sus diversos significados y comprendan su sentido unitario. Es preciso también que, desde el punto de vista teológico, se profundice en la articulación de los diferentes significados de esta expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto central que ocupa en él la persona de Cristo[21].

Dimensión cósmica de la Palabra

8. Conscientes del significado fundamental de la Palabra de Dios en relación con el Verbo eterno de Dios hecho carne, único salvador y mediador entre Dios y el hombre[22],y en la escucha de esta Palabra, la revelación bíblica nos lleva a reconocer que ella es el fundamento de toda la realidad. El Prólogo de san Juan afirma con relación al Logos divino, que «por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn1,3); en la Carta a los Colosenses, se afirma también con relación a Cristo, «primogénito de toda criatura» (1,15), que «todo fue creado por él y para él» (1,16). Y el autor de la Carta a los Hebreos recuerda que «por la fe sabemos que la Palabra de Dios configuró el universo, de manera que lo que está a la vista no proviene de nada visible» (11,3).

Este anuncio es para nosotros una palabra liberadora. En efecto, las afirmaciones escriturísticas señalan que todo lo que existe no es fruto del azar irracional, sino que ha sido querido por Dios, está en sus planes, en cuyo centro está la invitación a participar en la vida divina en Cristo. La creación nace del Logos y lleva la marca imborrable de la Razón creadora que ordena y guía. Los salmos cantan esta gozosa certeza: «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33,6); y de nuevo: «Él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió» (Sal 33,9). Toda realidad expresa este misterio: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Sal 19,2). Por eso, la misma Sagrada Escritura nos invita a conocer al Creador observando la creación (cf. Sb 13,5; Rm 1,19-20). La tradición del pensamiento cristiano supo profundizar en este elemento clave de la sinfonía de la Palabra cuando, por ejemplo, san Buenaventura, junto con la gran tradición de los Padres griegos, ve en el Logos todas las posibilidades de la creación[23], y dice que «toda criatura es Palabra de Dios, en cuanto que proclama a Dios»[24]. La Constitución dogmática Dei Verbum había sintetizado esto declarando que «Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1,3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo»[25].

La creación del hombre

9. La realidad, por tanto, nace de la Palabra como creatura Verbi, y todo está llamado a servir a la Palabra. La creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de amor entre Dios y su criatura; por tanto, la salvación del hombre es el motivo de todo. La contemplación del cosmos desde la perspectiva de la historia de la salvación nos lleva a descubrir la posición única y singular que ocupa el hombre en la creación: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). Esto nos permite reconocer plenamente los dones preciosos recibidos del Creador: el valor del propio cuerpo, el don de la razón, la libertad y la conciencia. En todo esto encontramos también lo que la tradición filosófica llama «ley natural»[26]. En efecto, «todo ser humano que llega al uso de razón y a la responsabilidad experimenta una llamada interior a hacer el bien»[27] y, por tanto, a evitar el mal. Como recuerda santo Tomás de Aquino, los demás preceptos de la ley natural se fundan sobre este principio[28]. La escucha de la Palabra de Dios nos lleva sobre todo a valorar la exigencia de vivir de acuerdo con esta ley «escrita en el corazón» (cf. Rm 2,15; 7,23)[29]. A continuación, Jesucristo dio a los hombres la Ley nueva, la Ley del Evangelio, que asume y realiza de modo eminente la ley natural, liberándonos de la ley del pecado, responsable de aquello que dice san Pablo: «el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no» (Rm 7,18), y da a los hombres, mediante la gracia, la participación a la vida divina y la capacidad de superar el egoísmo[30].

Realismo de la Palabra

10. Quien conoce la Palabra divina conoce también plenamente el sentido de cada criatura. En efecto, si todas las cosas «se mantienen» en aquel que es «anterior a todo» (Col 1,17), quien construye la propia vida sobre su Palabra edifica verdaderamente de manera sólida y duradera. La Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de realismo: realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo[31]. De esto tenemos especial necesidad en nuestros días, en los que muchas cosas en las que se confía para construir la vida, en las que se siente la tentación de poner la propia esperanza, se demuestran efímeras. Antes o después, el tener, el placer y el poder se manifiestan incapaces de colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano. En efecto, necesita construir su propia vida sobre cimientos sólidos, que permanezcan incluso cuando las certezas humanas se debilitan. En realidad, puesto que «tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo» y la fidelidad del Señor dura «de generación en generación» (Sal 119,89-90), quien construye sobre esta palabra edifica la casa de la propia vida sobre roca (cf. Mt 7,24). Que nuestro corazón diga cada día a Dios: «Tú eres mi refugio y mi escudo, yo espero en tu palabra» (Sal 119,114) y, como san Pedro, actuemos cada día confiando en el Señor Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5).

Cristología de la Palabra

11. La consideración de la realidad como obra de la santísima Trinidad a través del Verbo divino, nos permite comprender las palabras del autor de la Carta a los Hebreos: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (1,1-2). Es muy hermoso ver cómo todo el Antiguo Testamento se nos presenta ya como historia en la que Dios comunica su Palabra. En efecto, «hizo primero una alianza con Abrahán (cf. Gn 15,18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24,8), la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como Dios vivo y verdadero. De este modo, Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones (cf. Sal 21,28-29; 95,1-3; Is 2,1-4; Jr 3,17)»[32].

Esta condescendencia de Dios se cumple de manera insuperable con la encarnación del Verbo. La Palabra eterna, que se expresa en la creación y se comunica en la historia de la salvación, en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» (Ga 4,4). La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[33]. La renovación de este encuentro y de su comprensión produce en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa divina que el hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría podido inventar. Se trata de una novedad inaudita y humanamente inconcebible: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn1,14a). Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a una experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn1,14b). La fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente con palabras humanas.

12. La tradición patrística y medieval, al contemplar esta «Cristología de la Palabra», ha utilizado una expresión sugestiva: el Verbo se ha abreviado:[34] «Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: “Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28)... El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance»[35]. Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret[36].

Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la misma humanidad de Jesús se manifiesta con toda su singularidad precisamente en relación con la Palabra de Dios. Él, en efecto, en su perfecta humanidad, realiza la voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y la obedece con todo su ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn 8,55); nos cuenta las cosas del Padre (cf. Jn 12,50); «les he comunicado las palabras que tú me diste» (Jn17,8). Por tanto, Jesús se manifiesta como el Logos divino que se da a nosotros, pero también como el nuevo Adán, el hombre verdadero, que cumple en cada momento no su propia voluntad sino la del Padre. Él «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52). De modo perfecto escucha, cumple en sí mismo y nos comunica la Palabra divina (cf. Lc 5,1).

La misión de Jesús se cumple finalmente en el misterio pascual: aquí nos encontramos ante el «Mensaje de la cruz» (1 Co 1,18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha «dicho» hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí. Los Padres de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo sugestivo en labios de la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida»[37]. Aquí se nos ha comunicado el amor «más grande», el que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13).

En este gran misterio, Jesús se manifiesta como la Palabra de la Nueva y Eterna Alianza: la libertad de Dios y la libertad del hombre se encuentran definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble, válido para siempre. Jesús mismo, en la última cena, en la institución de la Eucaristía, había hablado de «Nueva y Eterna Alianza», establecida con el derramamiento de su sangre (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc22,20), mostrándose como el verdadero Cordero inmolado, en el que se cumple la definitiva liberación de la esclavitud[38].

Este silencio de la Palabra se manifiesta en su sentido auténtico y definitivo en el misterio luminoso de la resurrección. Cristo, Palabra de Dios encarnada, crucificada y resucitada, es Señor de todas las cosas; él es el Vencedor, el Pantocrátor, y ha recapitulado en sí para siempre todas las cosas (cf. Ef 1,10). Cristo, por tanto, es «la luz del mundo» (Jn8,12), la luz que «brilla en la tiniebla» (Jn1,54) y que la tiniebla no ha derrotado (cf. Jn 1,5). Aquí se comprende plenamente el sentido del Salmo 119: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (v. 105); la Palabra que resucita es esta luz definitiva en nuestro camino. Los cristianos han sido conscientes desde el comienzo de que, en Cristo, la Palabra de Dios está presente como Persona. La Palabra de Dios es la luz verdadera que necesita el hombre. Sí, en la resurrección, el Hijo de Dios surge como luz del mundo. Ahora, viviendo con él y por él, podemos vivir en la luz.

13. Llegados, por decirlo así, al corazón de la «Cristología de la Palabra», es importante subrayar la unidad del designio divino en el Verbo encarnado. Por eso, el Nuevo Testamento, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, nos presenta el misterio pascual como su más íntimo cumplimiento. San Pablo, en la Primera carta a los Corintios, afirma que Jesucristo murió por nuestros pecados «según las Escrituras» (15,3), y que resucitó al tercer día «según las Escrituras» (1 Co 15,4). Con esto, el Apóstol pone el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor en relación con la historia de la Antigua Alianza de Dios con su pueblo. Es más, nos permite entender que esta historia recibe de ello su lógica y su verdadero sentido. En el misterio pascual se cumplen «las palabras de la Escritura, o sea, esta muerte realizada “según las Escrituras” es un acontecimiento que contiene en sí un logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se hizo “carne”, “historia” humana»[39]. También la resurrección de Jesús tiene lugar «al tercer día según las Escrituras»: ya que, según la interpretación judía, la corrupción comenzaba después del tercer día, la palabra de la Escritura se cumple en Jesús que resucita antes de que comience la corrupción. En este sentido, san Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles (cf. 1 Co 15,3), subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte tiene lugar por el poder creador de la Palabra de Dios. Esta fuerza divina da esperanza y gozo: es éste en definitiva el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo y la potencia del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte.

Teniendo presente estos elementos esenciales de nuestra fe, podemos contemplar así la profunda unidad en Cristo entre creación y nueva creación, y de toda la historia de la salvación. Por recurrir a una imagen, podemos comparar el cosmos a un «libro» —así decía Galileo Galilei— y considerarlo «como la obra de un Autor que se expresa mediante la “sinfonía” de la creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en lenguaje musical se llamaría un “solo”, un tema encomendado a un solo instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el significado de toda la ópera. Este “solo” es Jesús... El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen sin confundirse el Autor y su obra»[40].

Dimensión escatológica de la Palabra de Dios

14. De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es «el primero y el último» (Ap 1,17). Él ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; «la economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tm 6,14; Tt 2,13)»[41]. En efecto, como han recordado los Padres durante el Sínodo, la «especificidad del cristianismo se manifiesta en el acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y Dios. Él, que nos ha revelado a Dios (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva entregada a la humanidad»[42]. San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad»[43].

Por consiguiente, el Sínodo ha recomendado «ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas»[44],cuya función «no es la de... “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia»[45]. El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla. El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente. Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1 Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación[46].

La Palabra de Dios y el Espíritu Santo

15. Después de habernos extendido sobre la Palabra última y definitiva de Dios al mundo, es necesario referirse ahora a la misión del Espíritu Santo en relación con la Palabra divina. En efecto, no se comprende auténticamente la revelación cristiana sin tener en cuenta la acción del Paráclito. Esto tiene que ver con el hecho de que la comunicación que Dios hace de sí mismo implica siempre la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo, a quienes Ireneo de Lyon llama precisamente «las dos manos del Padre»[47]. Por lo demás, la Sagrada Escritura es la que nos indica la presencia del Espíritu Santo en la historia de la salvación y, en particular, en la vida de Jesús, a quien la Virgen María concibió por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1,18; Lc1,35); al comienzo de su misión pública, en la orilla del Jordán, lo ve que desciende sobre sí en forma de paloma (cf. Mt 3,16); Jesús actúa, habla y exulta en este mismo Espíritu (cf. Lc10,21); y se ofrece a sí mismo en el Espíritu (cf. Hb 9,14). Cuando estaba terminando su misión, según el relato del Evangelista Juan, Jesús mismo pone en clara relación el don de su vida con el envío del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7). Después, Jesús resucitado, llevando en su carne los signos de la pasión, infundió el Espíritu (cf. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf. Jn 20,21). El Espíritu Santo enseñará a los discípulos y les recordará todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14,26), puesto que será Él, el Espíritu de la Verdad (cf. Jn 15,26), quien llevará los discípulos a la Verdad entera (cf. Jn 16,13). Por último, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu desciende sobre los Doce, reunidos en oración con María el día de Pentecostés (cf. 2,1-4), y les anima a la misión de anunciar a todos los pueblos la Buena Nueva[48].

La Palabra de Dios, pues, se expresa con palabras humanas gracias a la obra del Espíritu Santo. La misión del Hijo y la del Espíritu Santo son inseparables y constituyen una única economía de la salvación. El mismo Espíritu que actúa en la encarnación del Verbo, en el seno de la Virgen María, es el mismo que guía a Jesús a lo largo de toda su misión y que será prometido a los discípulos. El mismo Espíritu, que habló por los profetas, sostiene e inspira a la Iglesia en la tarea de anunciar la Palabra de Dios y en la predicación de los Apóstoles; es el mismo Espíritu, finalmente, quien inspira a los autores de las Sagradas Escrituras.

16. Conscientes de este horizonte pneumatológico, los Padres sinodales han querido señalar la importancia de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y en el corazón de los creyentes en su relación con la Sagrada Escritura[49]. Sin la acción eficaz del «Espíritu de la Verdad» (Jn14,16) no se pueden comprender las palabras del Señor. Como recuerda san Ireneo: «Los que no participan del Espíritu no obtienen del pecho de su madre (la Iglesia) el nutrimento de la vida, no reciben nada de la fuente más pura que brota del cuerpo de Cristo»[50]. Puesto que la Palabra de Dios llega a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras, mediante la acción del Espíritu Santo, sólo puede ser acogida y comprendida verdaderamente gracias al mismo Espíritu.

Los grandes escritores de la tradición cristiana consideran unánimemente la función del Espíritu Santo en la relación de los creyentes con las Escrituras. San Juan Crisóstomo afirma que la Escritura «necesita de la revelación del Espíritu, para que descubriendo el verdadero sentido de las cosas que allí se encuentran encerradas, obtengamos un provecho abundante»[51]. También san Jerónimo está firmemente convencido de que «no podemos llegar a comprender la Escritura sin la ayuda del Espíritu Santo que la ha inspirado»[52]. San Gregorio Magno, por otra parte, subraya de modo sugestivo la obra del mismo Espíritu en la formación e interpretación de la Biblia: «Él mismo ha creado las palabras de los santos testamentos, él mismo las desvela»[53]. Ricardo de San Víctor recuerda que se necesitan «ojos de paloma», iluminados e ilustrados por el Espíritu, para comprender el texto sagrado[54].

Quisiera subrayar también, con respecto a la relación entre el Espíritu Santo y la Escritura, el testimonio significativo que encontramos en los textos litúrgicos, donde la Palabra de Dios es proclamada, escuchada y explicada a los fieles. Se trata de antiguas oraciones que en forma de epíclesis invocan al Espíritu antes de la proclamación de las lecturas: «Envía tu Espíritu Santo Paráclito sobre nuestras almas y haznos comprender las Escrituras inspiradas por él; y a mí concédeme interpretarlas de manera digna, para que los fieles aquí reunidos saquen provecho». Del mismo modo, encontramos oraciones al final de la homilía que invocan a Dios pidiendo el don del Espíritu sobre los fieles: «Dios salvador… te imploramos en favor de este pueblo: envía sobre él el Espíritu Santo; el Señor Jesús lo visite, hable a las mentes de todos y disponga los corazones para la fe y conduzca nuestras almas hacia ti, Dios de las Misericordias»[55]. De aquí resulta con claridad que no se puede comprender el sentido de la Palabra si no se tiene en cuenta la acción del Paráclito en la Iglesia y en los corazones de los creyentes.

Tradición y Escritura

17. Al reafirmar el vínculo profundo entre el Espíritu Santo y la Palabra de Dios, hemos sentado también las bases para comprender el sentido y el valor decisivo de la Tradición viva y de las Sagradas Escrituras en la Iglesia. En efecto, puesto que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16), la Palabra divina, pronunciada en el tiempo, fue dada y «entregada» a la Iglesia de modo definitivo, de tal manera que el anuncio de la salvación se comunique eficazmente siempre y en todas partes. Como nos recuerda la Constitución dogmática Dei Verbum, Jesucristo mismo «mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo»[56].

El Concilio Vaticano II recuerda también que esta Tradición de origen apostólico es una realidad viva y dinámica, que «va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo»; pero no en el sentido de que cambie en su verdad, que es perenne. Más bien «crece la comprensión de las palabras y las instituciones transmitidas», con la contemplación y el estudio, con la inteligencia fruto de una más profunda experiencia espiritual, así como con la «predicación de los que con la sucesión episcopal recibieron el carisma seguro de la verdad»[57].

La Tradición viva es esencial para que la Iglesia vaya creciendo con el tiempo en la comprensión de la verdad revelada en las Escrituras; en efecto, «la misma Tradición da a conocer a la Iglesia el canon de los libros sagrados y hace que los comprenda cada vez mejor y los mantenga siempre activos»[58]. En definitiva, es la Tradición viva de la Iglesia la que nos hace comprender de modo adecuado la Sagrada Escritura como Palabra de Dios. Aunque el Verbo de Dios precede y trasciende la Sagrada Escritura, en cuanto inspirada por Dios, contiene la palabra divina (cf. 2 Tm 3,16) «en modo muy singular»[59].

18. De aquí se deduce la importancia de educar y formar con claridad al Pueblo de Dios, para acercarse a las Sagradas Escrituras en relación con la Tradición viva de la Iglesia, reconociendo en ellas la misma Palabra de Dios. Es muy importante, desde el punto de vista de la vida espiritual, desarrollar esta actitud en los fieles. En este sentido, puede ser útil recordar la analogía desarrollada por los Padres de la Iglesia entre el Verbo de Dios que se hace «carne» y la Palabra que se hace «libro»[60]. Esta antigua tradición, según la cual, como dice san Ambrosio, «el cuerpo del Hijo es la Escritura que se nos ha transmitido»[61], es recogida por la Constitución dogmática Dei Verbum, que afirma: «La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres»[62]. Entendida de esta manera, la Sagrada Escritura, aún en la multiplicidad de sus formas y contenidos, se nos presenta como realidad unitaria. En efecto, «a través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3)»[63], como ya advirtió con claridad san Agustín: «Recordad que es una sola la Palabra de Dios que se desarrolla en toda la Sagrada Escritura y uno solo el Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados»[64].

En definitiva, mediante la obra del Espíritu Santo y bajo la guía del Magisterio, la Iglesia transmite a todas las generaciones cuanto ha sido revelado en Cristo. La Iglesia vive con la certeza de que su Señor, que habló en el pasado, no cesa de comunicar hoy su Palabra en la Tradición viva de la Iglesia y en la Sagrada Escritura. En efecto, la Palabra de Dios se nos da en la Sagrada Escritura como testimonio inspirado de la revelación que, junto con la Tradición viva de la Iglesia, es la regla suprema de la fe[65].

Sagrada Escritura, inspiración y verdad

19. Un concepto clave para comprender el texto sagrado como Palabra de Dios en palabras humanas es ciertamente el de inspiración. También aquí podemos sugerir una analogía: así como el Verbo de Dios se hizo carne por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, así también la Sagrada Escritura nace del seno de la Iglesia por obra del mismo Espíritu. La Sagrada Escritura es «la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo»[66]. De ese modo, se reconoce toda la importancia del autor humano, que ha escrito los textos inspirados y, al mismo tiempo, a Dios como el verdadero autor.

Como han afirmado los Padres sinodales, aparece con toda evidencia que el tema de la inspiración es decisivo para una adecuada aproximación a las Escrituras y para su correcta hermenéutica[67], que se ha de hacer, a su vez, en el mismo Espíritu en el que ha sido escrita[68]. Cuando se debilita nuestra atención a la inspiración, se corre el riesgo de leer la Escritura más como un objeto de curiosidad histórica que como obra del Espíritu Santo, en la cual podemos escuchar la voz misma del Señor y conocer su presencia en la historia.

Además, los Padres sinodales han destacado la conexión entre el tema de la inspiración y el de la verdad de las Escrituras[69]. Por eso, la profundización en el proceso de la inspiración llevará también sin duda a una mayor comprensión de la verdad contenida en los libros sagrados. Como afirma la doctrina conciliar sobre este punto, los libros inspirados enseñan la verdad: «Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra. Por tanto, “toda la Escritura, inspirada por Dios, es útil para enseñar, reprender, corregir, instruir en la justicia; para que el hombre de Dios esté en forma, equipado para toda obra buena” (2 Tm 3,16-17 gr.)»[70].

Ciertamente, la reflexión teológica ha considerado siempre la inspiración y la verdad como dos conceptos clave para una hermenéutica eclesial de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, hay que reconocer la necesidad actual de profundizar adecuadamente en esta realidad, para responder mejor a lo que exige la interpretación de los textos sagrados según su naturaleza. En esa perspectiva, expreso el deseo de que la investigación en este campo pueda progresar y dar frutos para la ciencia bíblica y la vida espiritual de los fieles.

Dios Padre, fuente y origen de la Palabra

20. La economía de la revelación tiene su comienzo y origen en Dios Padre. Su Palabra «hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33,6). Es Él quien da «a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo» (2 Co 4,6; cf. Mt 16,17; Lc9,29).

Dios, fuente de la revelación, se manifiesta como Padre en el Hijo «Logos hecho carne» (cf. Jn 1,14), que vino a cumplir la voluntad del que lo había enviado (cf. Jn 4,34), y lleva a término la educación divina del hombre, animada ya anteriormente por las palabras de los profetas y las maravillas realizadas tanto en la creación como en la historia de su pueblo y de todos los hombres. La revelación de Dios Padre culmina con la entrega por parte del Hijo del don del Paráclito (cf. Jn 14,16), Espíritu del Padre y del Hijo, que nos guía «hasta la verdad plena» (Jn16,13).

Y así, todas las promesas de Dios se han convertido en Jesucristo en un «sí» (cf. 2 Co 1,20). De este modo se abre para el hombre la posibilidad de recorrer el camino que lo lleva hasta el Padre (cf. Jn 14,6), para que al final Dios sea «todo para todos» (1 Co 15,28).

21. Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a Él: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc23,46).

Esta experiencia de Jesús es indicativa de la situación del hombre que, después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, ha de enfrentarse también con su silencio. Muchos santos y místicos han vivido esta experiencia, que también hoy se presenta en el camino de muchos creyentes. El silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su silencio. Por tanto, en la dinámica de la revelación cristiana, el silencio aparece como una expresión importante de la Palabra de Dios.

La respuesta del hombre al Dios que habla

Llamados a entrar en la Alianza con Dios

22. Al subrayar la pluriformidad de la Palabra, hemos podido contemplar que Dios habla y viene al encuentro del hombre de muy diversos modos, dándose a conocer en el diálogo. Como han afirmado los Padres sinodales, «el diálogo, cuando se refiere a la Revelación, comporta el primado de la Palabra de Dios dirigida al hombre»[71]. El misterio de la Alianza expresa esta relación entre Dios que llama con su Palabra y el hombre que responde, siendo claramente consciente de que no se trata de un encuentro entre dos que están al mismo nivel; lo que llamamos Antigua y Nueva Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino puro don de Dios. Mediante este don de su amor, supera toda distancia y nos convierte en sus «partners», llevando a cabo así el misterio nupcial de amor entre Cristo y la Iglesia. En esta visión, cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre. Dios nos ha hecho a cada uno capaces de escuchar y responder a la Palabra divina. El hombre ha sido creado en la Palabra y vive en ella; no se entiende a sí mismo si no se abre a este diálogo. La Palabra de Dios revela la naturaleza filial y relacional de nuestra vida. Estamos verdaderamente llamados por gracia a conformarnos con Cristo, el Hijo del Padre, y a ser transformados en Él.

Dios escucha al hombre y responde a sus interrogantes

23. En este diálogo con Dios nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón. La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano. En nuestra época se ha difundido lamentablemente, sobre todo en Occidente, la idea de que Dios es extraño a la vida y a los problemas del hombre y, más aún, de que su presencia puede ser incluso una amenaza para su autonomía. En realidad, toda la economía de la salvación nos muestra que Dios habla e interviene en la historia en favor del hombre y de su salvación integral. Por tanto, es decisivo desde el punto de vista pastoral mostrar la capacidad que tiene la Palabra de Dios para dialogar con los problemas que el hombre ha de afrontar en la vida cotidiana. Jesús se presenta precisamente como Aquel que ha venido para que tengamos vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Por eso, debemos hacer cualquier esfuerzo para mostrar la Palabra de Dios como una apertura a los propios problemas, una respuesta a nuestros interrogantes, un ensanchamiento de los propios valores y, a la vez, como una satisfacción de las propias aspiraciones. La pastoral de la Iglesia debe saber mostrar que Dios escucha la necesidad del hombre y su clamor. Dice san Buenaventura en el Breviloquium: «El fruto de la Sagrada Escritura no es uno cualquiera, sino la plenitud de la felicidad eterna. En efecto, la Sagrada Escritura es precisamente el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para que no sólo creamos, sino que poseamos también la vida eterna, en la que veremos, amaremos y serán colmados todos nuestros deseos»[72].

Dialogar con Dios mediante sus palabras

24. La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio con el Señor: el Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él. Pensamos espontáneamente en el Libro de los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras con que podemos dirigirnos a él, presentarle nuestra vida en coloquio ante él y transformar así la vida misma en un movimiento hacia él[73]. En los Salmos, en efecto, encontramos toda la articulada gama de sentimientos que el hombre experimenta en su propia existencia y que son presentados con sabiduría ante Dios; aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor, angustia y esperanza, temor y ansiedad. Además de los Salmos, hay también muchos otros textos de la Sagrada Escritura que hablan del hombre que se dirige a Dios mediante la oración de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del canto de júbilo por la victoria (cf. Ex 15), o de lamento en el cumplimiento de la propia misión (cf. Jr 20,7-18). Así, la palabra que el hombre dirige a Dios se hace también Palabra de Dios, confirmando el carácter dialogal de toda la revelación cristiana[74], y toda la existencia del hombre se convierte en un diálogo con Dios que habla y escucha, que llama y mueve nuestra vida. La Palabra de Dios revela aquí que toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina[75].

Palabra de Dios y fe

25. «Cuando Dios revela, el hombre tiene que “someterse con la fe” (cf. Rm 16,26; Rm 1,5; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que él ha revelado»[76]. Con estas palabras, la Constitución dogmática Dei Verbum expresa con precisión la actitud del hombre en relación con Dios. La respuesta propia del hombre al Dios que habla es la fe. En esto se pone de manifiesto que «para acoger la Revelación, el hombre debe abrir la mente y el corazón a la acción del Espíritu Santo que le hace comprender la Palabra de Dios, presente en las sagradas Escrituras»[77]. En efecto, la fe, con la que abrazamos de corazón la verdad que se nos ha revelado y nos entregamos totalmente a Cristo, surge precisamente por la predicación de la Palabra divina: «la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo» (Rm 10,17). La historia de la salvación en su totalidad nos muestra de modo progresivo este vínculo íntimo entre la Palabra de Dios y la fe, que se cumple en el encuentro con Cristo. Con él, efectivamente, la fe adquiere la forma del encuentro con una Persona a la que se confía la propia vida. Cristo Jesús está presente ahora en la historia, en su cuerpo que es la Iglesia; por eso, nuestro acto de fe es al mismo tiempo un acto personal y eclesial.

El pecado como falta de escucha a la Palabra de Dios

26. La Palabra de Dios revela también inevitablemente la posibilidad dramática por parte de la libertad del hombre de sustraerse a este diálogo de alianza con Dios, para el que hemos sido creados. La Palabra divina, en efecto, desvela también el pecado que habita en el corazón del hombre. Con mucha frecuencia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos la descripción del pecado como un no prestar oído a la Palabra, como ruptura de la Alianza y, por tanto, como la cerrazón frente a Dios que llama a la comunión con él[78]. En efecto, la Sagrada Escritura nos muestra que el pecado del hombre es esencialmente desobediencia y «no escuchar». Precisamente la obediencia radical de Jesús hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,8) desenmascara totalmente este pecado. Con su obediencia, se realiza la Nueva Alianza entre Dios y el hombre, y se nos da la posibilidad de la reconciliación. Jesús, efectivamente, fue enviado por el Padre como víctima de expiación por nuestros pecados y por los de todo el mundo (cf. 1 Jn 2,2; 4,10; Hb 7,27). Así, se nos ofrece la posibilidad misericordiosa de la redención y el comienzo de una vida nueva en Cristo. Por eso, es importante educar a los fieles para que reconozcan la raíz del pecado en la negativa a escuchar la Palabra del Señor, y a que acojan en Jesús, Verbo de Dios, el perdón que nos abre a la salvación.

María «Mater Verbi Dei» y «Mater fidei»

27. Los Padres sinodales han declarado que el objetivo fundamental de la XII Asamblea era «renovar la fe de la Iglesia en la Palabra de Dios»; por eso es necesario mirar allí donde la reciprocidad entre Palabra de Dios y fe se ha cumplido plenamente, o sea, en María Virgen, «que con su sí a la Palabra de la Alianza y a su misión, cumple perfectamente la vocación divina de la humanidad»[79]. La realidad humana, creada por medio del Verbo, encuentra su figura perfecta precisamente en la fe obediente de María. Ella, desde la Anunciación hasta Pentecostés, se nos presenta como mujer enteramente disponible a la voluntad de Dios. Es la Inmaculada Concepción, la «llena de gracia» por Dios (cf. Lc1,28), incondicionalmente dócil a la Palabra divina (cf. Lc 1,38). Su fe obediente plasma cada instante de su existencia según la iniciativa de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la Palabra divina; conserva en su corazón los acontecimientos de su Hijo, componiéndolos como en un único mosaico (cf. Lc 2,19.51)[80].

Es necesario ayudar a los fieles a descubrir de una manera más perfecta el vínculo entre María de Nazaret y la escucha creyente de la Palabra divina. Exhorto también a los estudiosos a que profundicen más la relación entre mariología y teología de la Palabra. De esto se beneficiarán tanto la vida espiritual como los estudios teológicos y bíblicos. Efectivamente, todo lo que la inteligencia de la fe ha tratado con relación a María se encuentra en el centro más íntimo de la verdad cristiana. En realidad, no se puede pensar en la encarnación del Verbo sin tener en cuenta la libertad de esta joven mujer, que con su consentimiento coopera de modo decisivo a la entrada del Eterno en el tiempo. Ella es la figura de la Iglesia a la escucha de la Palabra de Dios, que en ella se hace carne. María es también símbolo de la apertura a Dios y a los demás; escucha activa, que interioriza, asimila, y en la que la Palabra se convierte en forma de vida.

28. En esta circunstancia, deseo llamar la atención sobre la familiaridad de María con la Palabra de Dios. Esto resplandece con particular brillo en el Magnificat. En cierto sentido, aquí se ve cómo ella se identifica con la Palabra, entra en ella; en este maravilloso cántico de fe, la Virgen alaba al Señor con su misma Palabra: «El Magníficat —un retrato de su alma, por decirlo así— está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada»[81].

Además, la referencia a la Madre de Dios nos muestra que el obrar de Dios en el mundo implica siempre nuestra libertad, porque, en la fe, la Palabra divina nos transforma. También nuestra acción apostólica y pastoral será eficaz en la medida en que aprendamos de María a dejarnos plasmar por la obra de Dios en nosotros: «La atención devota y amorosa a la figura de María, como modelo y arquetipo de la fe de la Iglesia, es de importancia capital para realizar también hoy un cambio concreto de paradigma en la relación de la Iglesia con la Palabra, tanto en la actitud de escucha orante como en la generosidad del compromiso en la misión y el anuncio»[82].

Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo: si, en cuanto a la carne, sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a la fe, en cambio, Cristo es el fruto de todos[83]. Así pues, todo lo que le sucedió a María puede sucedernos ahora a cualquiera de nosotros en la escucha de la Palabra y en la celebración de los sacramentos.

La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia

La Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia

29. Otro gran tema que surgió durante el Sínodo, y sobre el que ahora deseo llamar la atención, es la interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia. Precisamente el vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que la auténtica hermenéutica de la Biblia sólo es posible en la fe eclesial, que tiene su paradigma en el sí de María. San Buenaventura afirma en este sentido que, sin la fe, falta la clave de acceso al texto sagrado: «Éste es el conocimiento de Jesucristo del que se derivan, como de una fuente, la seguridad y la inteligencia de toda la sagrada Escritura. Por eso, es imposible adentrarse en su conocimiento sin tener antes la fe infusa de Cristo, que es faro, puerta y fundamento de toda la Escritura»[84]. E insiste con fuerza santo Tomás de Aquino, mencionando a san Agustín: «También la letra del evangelio mata si falta la gracia interior de la fe que sana»[85].

Esto nos permite llamar la atención sobre un criterio fundamental de la hermenéutica bíblica: el lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia. Esta afirmación no pone la referencia eclesial como un criterio extrínseco al que los exegetas deben plegarse, sino que es requerida por la realidad misma de las Escrituras y por cómo se han ido formando con el tiempo. En efecto, «las tradiciones de fe formaban el ambiente vital en el que se insertó la actividad literaria de los autores de la sagrada Escritura. Esta inserción comprendía también la participación en la vida litúrgica y la actividad externa de las comunidades, su mundo espiritual, su cultura y las peripecias de su destino histórico. La interpretación de la sagrada Escritura exige por eso, de modo semejante, la participación de los exegetas en toda la vida y la fe de la comunidad creyente de su tiempo»[86]. Por consiguiente, ya que «la Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»[87], es necesario que los exegetas, teólogos y todo el Pueblo de Dios se acerquen a ella según lo que ella realmente es, Palabra de Dios que se nos comunica a través de palabras humanas (cf. 1 Ts 2,13). Éste es un dato constante e implícito en la Biblia misma: «Ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios» (2 P 1,20-21). Por otra parte, es precisamente la fe de la Iglesia quien reconoce en la Biblia la Palabra de Dios; como dice admirablemente san Agustín: «No creería en el Evangelio si no me moviera la autoridad de la Iglesia católica»[88]. Es el Espíritu Santo, que anima la vida de la Iglesia, quien hace posible la interpretación auténtica de las Escrituras. La Biblia es el libro de la Iglesia, y su verdadera hermenéutica brota de su inmanencia en la vida eclesial.

30. San Jerónimo recuerda que nunca podemos leer solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el «nosotros», en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos[89]. El gran estudioso, para el cual «quien no conoce las Escrituras no conoce a Cristo»[90], sostiene que la eclesialidad de la interpretación bíblica no es una exigencia impuesta desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios peregrino, y sólo en la fe de este Pueblo estamos, por decirlo así, en la tonalidad adecuada para entender la Escritura. Una auténtica interpretación de la Biblia ha de concordar siempre armónicamente con la fe de la Iglesia católica. San Jerónimo se dirigía a un sacerdote de la siguiente manera: «Permanece firmemente unido a la doctrina tradicional que se te ha enseñado, para que puedas exhortar de acuerdo con la sana doctrina y rebatir a aquellos que la contradicen»[91].

Aproximaciones al texto sagrado que prescindan de la fe pueden sugerir elementos interesantes, deteniéndose en la estructura del texto y sus formas; sin embargo, dichos intentos serían inevitablemente sólo preliminares y estructuralmente incompletos. En efecto, como ha afirmado la Pontificia Comisión Bíblica, haciéndose eco de un principio compartido en la hermenéutica moderna, el «adecuado conocimiento del texto bíblico es accesible sólo a quien tiene una afinidad viva con lo que dice el texto»[92]. Todo esto pone de relieve la relación entre vida espiritual y hermenéutica de la Escritura. Efectivamente, «con el crecimiento de la vida en el Espíritu crece también, en el lector, la comprensión de las realidades de las que habla el texto bíblico»[93]. La intensidad de una auténtica experiencia eclesial acrecienta sin duda la inteligencia de la fe verdadera respecto a la Palabra de Dios; recíprocamente, se debe decir que leer en la fe las Escrituras aumenta la vida eclesial misma. De aquí se percibe de modo nuevo la conocida frase de san Gregorio Magno: «Las palabras divinas crecen con quien las lee»[94]. De este modo, la escucha de la Palabra de Dios introduce y aumenta la comunión eclesial de los que caminan en la fe.

«Alma de la Teología»

31. «Por eso, el estudio de las sagradas Escrituras ha de ser como

el alma de la teología»[95]. Esta expresión de la Constitución dogmática Dei Verbum se ha hecho cada vez más familiar en los últimos años. Podemos decir que en la época posterior al Concilio Vaticano II, por lo que respecta a los estudios teológicos y exegéticos, se han referido con frecuencia a dicha expresión como símbolo de un interés renovado por la Sagrada Escritura. También la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos ha acudido con frecuencia a esta conocida afirmación para indicar la relación entre investigación histórica y hermenéutica de la fe, en referencia al texto sagrado. En esta perspectiva, los Padres han reconocido con alegría el crecimiento del estudio de la Palabra de Dios en la Iglesia a lo largo de los últimos decenios, y han expresado un vivo agradecimiento a los numerosos exegetas y teólogos que con su dedicación, empeño y competencia han contribuido esencialmente, y continúan haciéndolo, a la profundización del sentido de las Escrituras, afrontando los problemas complejos que en nuestros días se presentan a la investigación bíblica[96]. Y también han manifestado sincera gratitud a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica que, en estrecha relación con la Congregación para la Doctrina de la Fe, han ido dando en estos años y siguen dando su cualificada aportación para afrontar cuestiones inherentes al estudio de la Sagrada Escritura. El Sínodo, además, ha sentido la necesidad de preguntarse por el estado actual de los estudios bíblicos y su importancia en el ámbito teológico. En efecto, la eficacia pastoral de la acción de la Iglesia y de la vida espiritual de los fieles depende en gran parte de la fecunda relación entre exegesis y teología. Por eso, considero importante retomar algunas reflexiones surgidas durante la discusión sobre este tema en los trabajos del Sínodo.

Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial

32. En primer lugar, es necesario reconocer el beneficio aportado por la exegesis histórico-crítica a la vida de la Iglesia, así como otros métodos de análisis del texto desarrollados recientemente[97]. Para la visión católica de la Sagrada Escritura, la atención a estos métodos es imprescindible y va unida al realismo de la encarnación: «Esta necesidad es la consecuencia del principio cristiano formulado en el Evangelio de san Juan: “Verbum caro factum est” (Jn 1,14). El hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La historia de la salvación no es una mitología, sino una verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los métodos de la investigación histórica seria»[98]. Así pues, el estudio de la Biblia exige el conocimiento y el uso apropiado de estos métodos de investigación. Si bien es cierto que esta sensibilidad en el ámbito de los estudios se ha desarrollado más intensamente en la época moderna, aunque no de igual modo en todas partes, sin embargo, la sana tradición eclesial ha tenido siempre amor por el estudio de la «letra». Baste recordar aquí que, en la raíz de la cultura monástica, a la que debemos en último término el fundamento de la cultura europea, se encuentra el interés por la palabra. El deseo de Dios incluye el amor por la palabra en todas sus dimensiones: «Porque, en la Palabra bíblica, Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua»[99].

33. El Magisterio vivo de la Iglesia, al que le corresponde «interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita»[100], ha intervenido con sabio equilibrio en relación a la postura adecuada que se ha de adoptar ante la introducción de nuevos métodos de análisis histórico. Me refiero en particular a las encíclicas Providentissimus Deus del Papa León XIII y Divino afflante Spiritu del Papa Pío XII. Con ocasión de la celebración del centenario y cincuenta aniversario, respectivamente, de su publicación, mi venerable predecesor, Juan Pablo II, recordó la importancia de estos documentos para la exegesis y la teología[101]. La intervención del Papa León XIII tuvo el mérito de proteger la interpretación católica de la Biblia de los ataques del racionalismo, pero sin refugiarse por ello en un sentido espiritual desconectado de la historia. Sin rechazar la crítica científica, desconfiaba solamente «de las opiniones preconcebidas que pretenden fundarse en la ciencia, pero que, en realidad, hacen salir subrepticiamente a la ciencia de su campo propio»[102]. El Papa Pío XII, en cambio, se enfrentaba a los ataques de los defensores de una exegesis llamada mística, que rechazaba cualquier aproximación científica. La Encíclica Divino afflante Spiritu, ha evitado con gran sensibilidad alimentar la idea de una dicotomía entre «la exegesis científica», destinada a un uso apologético, y «la interpretación espiritual reservada a un uso interno», reivindicando en cambio tanto el «alcance teológico del sentido literal definido metódicamente», como la pertenencia de la «determinación del sentido espiritual… en el campo de la ciencia exegética»[103]. De ese modo, ambos documentos rechazaron «la ruptura entre lo humano y lo divino, entre la investigación científica y la mirada de la fe, y entre el sentido literal y el sentido espiritual»[104]. Este equilibrio se ha manifestado a continuación en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica de 1993: «En el trabajo de interpretación, los exegetas católicos no deben olvidar nunca que lo que interpretan es la Palabra de Dios. Su tarea no termina con la distinción de las fuentes, la definición de formas o la explicación de los procedimientos literarios. La meta de su trabajo se alcanza cuando aclaran el significado del texto bíblico como Palabra actual de Dios»[105].

La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha de seguir

34. Teniendo en cuenta este horizonte, se pueden apreciar mejor los grandes principios de la exegesis católica sobre la interpretación, expresados por el Concilio Vaticano II, de modo particular en la Constitución dogmática Dei Verbum: «Puesto que Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras»[106]. Por un lado, el Concilio subraya como elementos fundamentales para captar el sentido pretendido por el hagiógrafo el estudio de los géneros literarios y la contextualización. Y, por otro lado, debiéndose interpretar en el mismo Espíritu en que fue escrita, la Constitución dogmática señala tres criterios básicos para tener en cuenta la dimensión divina de la Biblia: 1) Interpretar el texto considerando la unidad de toda la Escritura; esto se llama hoy exegesis canónica; 2) tener presente la Tradición viva de toda la Iglesia; y, finalmente, 3) observar la analogía de la fe. «Sólo donde se aplican los dos niveles metodológicos, el histórico-crítico y el teológico, se puede hablar de una exegesis teológica, de una exegesis adecuada a este libro»[107].

Los Padres sinodales han afirmado con razón que el fruto positivo del uso de la investigación histórico-crítica moderna es innegable. Sin embargo, mientras la exegesis académica actual, también la católica, trabaja a un gran nivel en cuanto se refiere a la metodología histórico-crítica, también con sus más recientes integraciones, es preciso exigir un estudio análogo de la dimensión teológica de los textos bíblicos, con el fin de que progrese la profundización, de acuerdo a los tres elementos indicados por la Constitución dogmática Dei Verbum[108].

El peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada

35. A este propósito hay que señalar el grave riesgo de dualismo que hoy se produce al abordar las Sagradas Escrituras. En efecto, al distinguir los dos niveles mencionados del estudio de la Biblia, en modo alguno se pretende separarlos, ni contraponerlos, ni simplemente yuxtaponerlos. Éstos se dan sólo en reciprocidad. Lamentablemente, sucede más de una vez que una estéril separación entre ellos genera una separación entre exegesis y teología, que «se produce incluso en los niveles académicos más elevados»[109]. Quisiera recordar aquí las consecuencias más preocupantes que se han de evitar.

a) Ante todo, si la actividad exegética se reduce únicamente al primer nivel, la Escritura misma se convierte sólo en un texto del pasado: «Se pueden extraer de él consecuencias morales, se puede aprender la historia, pero el libro como tal habla sólo del pasado y la exegesis ya no es realmente teológica, sino que se convierte en pura historiografía, en historia de la literatura»[110]. Está claro que con semejante reducción no se puede de ningún modo comprender el evento de la revelación de Dios mediante su Palabra que se nos transmite en la Tradición viva y en la Escritura.

b) La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la Escritura no se configura únicamente en los términos de una ausencia; es sustituida por otra hermenéutica, una hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la historia humana. Según esta hermenéutica, cuando parece que hay un elemento divino, hay que explicarlo de otro modo y reducir todo al elemento humano. Por consiguiente, se proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los elementos divinos[111].

c) Una postura como ésta, no hace más que producir daño en la vida de la Iglesia, extendiendo la duda sobre los misterios fundamentales del cristianismo y su valor histórico como, por ejemplo, la institución de la Eucaristía y la resurrección de Cristo. Así se impone, de hecho, una hermenéutica filosófica que niega la posibilidad de la entrada y la presencia de Dios en la historia. La adopción de esta hermenéutica en los estudios teológicos introduce inevitablemente un grave dualismo entre la exegesis, que se apoya únicamente en el primer nivel, y la teología, que se deja a merced de una espiritualización del sentido de las Escrituras no respetuosa del carácter histórico de la revelación.

d) Todo esto resulta negativo también para la vida espiritual y la actividad pastoral: «La consecuencia de la ausencia del segundo nivel metodológico es la creación de una profunda brecha entre exegesis científica y lectio divina. Precisamente de aquí surge a veces cierta perplejidad también en la preparación de las homilías»[112]. Hay que señalar, además, que este dualismo produce a veces incertidumbre y poca solidez en el camino de formación intelectual de algunos candidatos a los ministerios eclesiales[113]. En definitiva, «cuando la exegesis no es teología, la Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene fundamento»[114]. Por tanto, es necesario volver decididamente a considerar con más atención las indicaciones emanadas por la Constitución dogmática Dei Verbum a este propósito.

Fe y razón en relación con la Escritura

36. Pienso que puede ayudar a comprender de manera más completa la exegesis y, por tanto, su relación con toda la teología, lo que escribió a este propósito el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Fides et ratio. Efectivamente, él decía que no se ha de minimizar «el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a la verdad de la sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exegesis más amplia que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al estudio de las sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados»[115].

Esta penetrante reflexión nos permite notar que lo que está en juego en la hermenéutica con que se aborda la Sagrada Escritura es inevitablemente la correcta relación entre fe y razón. En efecto, la hermenéutica secularizada de la Sagrada Escritura es fruto de una razón que estructuralmente se cierra a la posibilidad de que Dios entre en la vida de los hombres y les hable con palabras humanas. También en este caso, pues, es necesario invitar a ensanchar los espacios de nuestra racionalidad[116]. Por eso, en la utilización de los métodos de análisis histórico, hay que evitar asumir, allí donde se presente, criterios que por principio no admiten la revelación de Dios en la vida de los hombres. La unidad de los dos niveles del trabajo de interpretación de la Sagrada Escritura presupone, en definitiva, una armonía entre la fe y la razón. Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra parte, se necesita una razón que, investigando los elementos históricos presentes en la Biblia, se muestre abierta y no rechace a priori todo lo que exceda su propia medida. Por lo demás, la religión del Logos encarnado no dejará de mostrarse profundamente razonable al hombre que busca sinceramente la verdad y el sentido último de la propia vida y de la historia.

Sentido literal y sentido espiritual

37. Como se ha afirmado en la Asamblea sinodal, una aportación significativa para la recuperación de una adecuada hermenéutica de la Escritura proviene también de una escucha renovada de los Padres de la Iglesia y de su enfoque exegético[117]. En efecto, los Padres de la Iglesia nos muestran todavía hoy una teología de gran valor, porque en su centro está el estudio de la Sagrada Escritura en su integridad. Efectivamente, los Padres son en primer lugar y esencialmente unos «comentadores de la Sagrada Escritura»[118]. Su ejemplo puede «enseñar a los exegetas modernos un acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así como una interpretación que se ajusta constantemente al criterio de comunión con la experiencia de la Iglesia, que camina a través de la historia bajo la guía del Espíritu Santo»[119].

Aunque obviamente no conocían los recursos de carácter filológico e histórico de que dispone la exegesis moderna, la tradición patrística y medieval sabía reconocer los diversos sentidos de la Escritura, comenzando por el literal, es decir, «el significado por la palabras de la Escritura y descubierto por la exegesis que sigue las reglas de la justa interpretación»[120]. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, afirma: «Todos los sentidos de la sagrada Escritura se basan en el sentido literal»[[121]. Pero se ha de recordar que en la época patrística y medieval cualquier forma de exegesis, también la literal, se hacía basándose en la fe y no había necesariamente distinción entre sentido literal y sentido espiritual. Se tenga en cuenta a este propósito el dístico clásico que representa la relación entre los diversos sentidos de la Escritura:

«Littera gesta docet, quid credas allegoria, Moralis quid agas, quo tendas anagogia. La letra enseña los hechos, la alegoría lo que se ha de creer, el sentido moral lo que hay que hacer y la anagogía hacia dónde se tiende»[122].

Aquí observamos la unidad y la articulación entre sentido literal y sentido espiritual, el cual se subdivide a su vez en tres sentidos, que describen los contenidos de la fe, la moral y la tensión escatológica.

En definitiva, reconociendo el valor y la necesidad del método histórico-crítico aun con sus limitaciones, la exegesis patrística nos enseña que «no se es fiel a la intención de los textos bíblicos, sino cuando se procura encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de fe que expresan, y se enlaza ésta a la experiencia creyente de nuestro mundo»[123]. Sólo en esta perspectiva se puede reconocer que la Palabra de Dios está viva y se dirige a cada uno en el momento presente de nuestra vida. En este sentido, sigue siendo plenamente válido lo que afirma la Pontificia Comisión Bíblica, cuando define el sentido espiritual según la fe cristiana, como «el sentido expresado por los textos bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de él. Este contexto existe efectivamente. El Nuevo Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras. Es, pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu»[124].

Necesidad de trascender la «letra»

38. Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra: «De hecho, la Palabra de Dios nunca está presente en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla hace falta trascender y un proceso de comprensión que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital»[125]. Descubrimos así la razón por la que un proceso de interpretación auténtico no es sólo intelectual sino también vital, que reclama una total implicación en la vida eclesial, en cuanto vida «según el Espíritu» (Ga 5,16). De ese modo resultan más claros los criterios expuestos en el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum: este trascender no puede hacerse en un solo fragmento literario, sino en relación con la Escritura en su totalidad. En efecto, la Palabra hacia la que estamos llamados a trascender es única. Ese proceso tiene un aspecto íntimamente dramático, puesto que en el trascender, el paso que tiene lugar por la fuerza del Espíritu está inevitablemente relacionado con la libertad de cada uno. San Pablo vivió plenamente en su propia existencia este paso. Con la frase: «la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Co 3,6), ha expresado de modo radical lo que significa trascender la letra y su comprensión a partir de la totalidad. San Pablo descubre que «el Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: “El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino»[126]. Sabemos también que este paso fue para san Agustín dramático y al mismo tiempo liberador; él, gracias a ese trascender propio de la interpretación tipológica que aprendió de san Ambrosio, según la cual todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo, creyó en las Escrituras, que se le presentaban en un primer momento tan diferentes entre sí y, a veces, llenas de vulgaridades. Para san Agustín, el trascender la letra le ha hecho creíble la letra misma y le ha permitido encontrar finalmente la respuesta a las profundas inquietudes de su espíritu, sediento de verdad[127].

Unidad intrínseca de la Biblia

39. En la escuela de la gran tradición de la Iglesia aprendemos a captar también la unidad de toda la Escritura en el paso de la letra al espíritu, ya que la Palabra de Dios que interpela nuestra vida y la llama constantemente a la conversión es una sola[128]. Sigue siendo para nosotros una guía segura lo que decía Hugo de San Víctor: «Toda la divina Escritura es un solo libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo y se cumple en Cristo»[129]. Ciertamente, la Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya composición se extiende a lo largo de más de un milenio, y en los que no es fácil reconocer una unidad interior; hay incluso tensiones visibles entre ellos. Esto vale para la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Pero todavía más cuando los cristianos relacionamos los escritos del Nuevo Testamento, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. Generalmente, en el Nuevo Testamento no se usa el término «la Escritura» (cf. Rm 4,3; 1 P 2,6), sino «las Escrituras» (cf. Mt 21,43; Jn 5,39; Rm 1,2; 2 P 3,16), que son consideradas, en su conjunto, como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros[130]. Así, aparece claramente que quien da unidad a todas las «Escrituras» en relación a la única «Palabra» es la persona de Cristo. De ese modo, se comprende lo que afirmaba el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum, indicando la unidad interna de toda la Biblia como criterio decisivo para una correcta hermenéutica de la fe.

Relación entre Antiguo y Nuevo Testamento

40. En la perspectiva de la unidad de las Escrituras en Cristo, tanto los teólogos como los pastores han de ser conscientes de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Ante todo, está muy claro que el mismo Nuevo Testamento reconoce el Antiguo Testamento como Palabra de Dios y acepta, por tanto, la autoridad de las Sagradas Escrituras del pueblo judío[131]. Las reconoce implícitamente al aceptar el mismo lenguaje y haciendo referencia con frecuencia a pasajes de estas Escrituras. Las reconoce explícitamente, pues cita muchas partes y se sirve de ellas en sus argumentaciones. Así, la argumentación basada en textos del Antiguo Testamento constituye para el Nuevo Testamento un valor decisivo, superior al de los simples razonamientos humanos. En el cuarto Evangelio, Jesús declara en este sentido que la Escritura «no puede fallar» (Jn10,35), y san Pablo precisa concretamente que la revelación del Antiguo Testamento es válida también para nosotros, los cristianos (cf. Rm 15,4; 1 Co 10,11)[132]. Además, afirmamos que «Jesús de Nazaret fue un judío y la Tierra Santa es la tierra madre de la Iglesia»[133]; en el Antiguo y Nuevo Testamento se encuentra la raíz del cristianismo y el cristianismo se nutre siempre de ella. Por tanto, la sana doctrina cristiana ha rechazado siempre cualquier forma de marcionismo recurrente, que tiende de diversos modos a contraponer el Antiguo con el Nuevo Testamento[134].

Además, el mismo Nuevo Testamento se declara conforme al Antiguo Testamento, y proclama que en el misterio de la vida, muerte y resurrección de Cristo las Sagradas Escrituras del pueblo judío han encontrado su perfecto cumplimiento. Por otra parte, es necesario observar que el concepto de cumplimiento de las Escrituras es complejo, porque comporta una triple dimensión: un aspecto fundamental de continuidad con la revelación del Antiguo Testamento, un aspecto de ruptura y otro de cumplimiento y superación. El misterio de Cristo está en continuidad de intención con el culto sacrificial del Antiguo Testamento; sin embargo, se ha realizado de un modo diferente, de acuerdo con muchos oráculos de los profetas, alcanzando así una perfección nunca lograda antes. El Antiguo Testamento, en efecto, está lleno de tensiones entre sus aspectos institucionales y proféticos. El misterio pascual de Cristo es plenamente conforme —de un modo que no era previsible— con las profecías y el carácter prefigurativo de las Escrituras; no obstante, presenta evidentes aspectos de discontinuidad respecto a las instituciones del Antiguo Testamento.

41. Estas consideraciones muestran así la importancia insustituible del Antiguo Testamento para los cristianos y, al mismo tiempo, destacan la originalidad de la lectura cristológica. Desde los tiempos apostólicos y, después, en la Tradición viva, la Iglesia ha mostrado la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología, que no tiene un carácter arbitrario sino que pertenece intrínsecamente a los acontecimientos narrados por el texto sagrado y por tanto afecta a toda la Escritura. La tipología «reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza, prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado»[135]. Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Si bien la lectura tipológica revela el contenido inagotable del Antiguo Testamento en relación con el Nuevo, no se debe olvidar que él mismo conserva su propio valor de Revelación, que nuestro Señor mismo ha reafirmado (cf. Mc 12,29-31). Por tanto, «el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurría constantemente a él (cf. 1 Co 5,6-8; 1 Co 10,1-11)»[136]. Por este motivo, los Padres sinodales han afirmado que «la comprensión judía de la Biblia puede ayudar al conocimiento y al estudio de las Escrituras por los cristianos»[137].

«El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo es manifiesto en el Nuevo»[138]. Así, con aguda sabiduría, se expresaba san Agustín sobre este tema. Es importante, pues, que tanto en la pastoral como en el ámbito académico se ponga bien de manifiesto la relación íntima entre los dos Testamentos, recordando con san Gregorio Magno que todo lo que «el Antiguo Testamento ha prometido, el Nuevo Testamento lo ha cumplido; lo que aquél anunciaba de manera oculta, éste lo proclama abiertamente como presente. Por eso, el Antiguo Testamento es profecía del Nuevo Testamento; y el mejor comentario al Antiguo Testamento es el Nuevo Testamento»[139].

Las páginas «oscuras» de la Biblia

42. En el contexto de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, el Sínodo ha afrontado también el tema de las páginas de la Biblia que resultan oscuras y difíciles, por la violencia y las inmoralidades que a veces contienen. A este respecto, se ha de tener presente ante todo que la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. El plan de Dios se manifiesta progresivamente en ella y se realiza lentamente por etapas sucesivas, no obstante la resistencia de los hombres. Dios elige un pueblo y lo va educando pacientemente. La revelación se acomoda al nivel cultural y moral de épocas lejanas y, por tanto, narra hechos y costumbres como, por ejemplo, artimañas fraudulentas, actos de violencia, exterminio de poblaciones, sin denunciar explícitamente su inmoralidad; esto se explica por el contexto histórico, aunque pueda sorprender al lector moderno, sobre todo cuando se olvidan tantos comportamientos «oscuros» que los hombres han tenido siempre a lo largo de los siglos, y también en nuestros días. En el Antiguo Testamento, la predicación de los profetas se alza vigorosamente contra todo tipo de injusticia y violencia, colectiva o individual y, de este modo, es el instrumento de la educación que Dios da a su pueblo como preparación al Evangelio. Por tanto, sería equivocado no considerar aquellos pasajes de la Escritura que nos parecen problemáticos. Más bien, hay que ser conscientes de que la lectura de estas páginas exige tener una adecuada competencia, adquirida a través de una formación que enseñe a leer los textos en su contexto histórico-literario y en la perspectiva cristiana, que tiene como clave hermenéutica completa «el Evangelio y el mandamiento nuevo de Jesucristo, cumplido en el misterio pascual»[140]. Por eso, exhorto a los estudiosos y a los pastores, a que ayuden a todos los fieles a acercarse también a estas páginas mediante una lectura que les haga descubrir su significado a la luz del misterio de Cristo.

Cristianos y judíos en relación con la Sagrada Escritura

43. Teniendo en cuenta los estrechos vínculos que unen el Nuevo y el Antiguo Testamento, resulta espontáneo dirigir ahora la atención a los lazos especiales que ello comporta para la relación entre cristianos y judíos, unos lazos que nunca deben olvidarse. El Papa Juan Pablo II dijo a los judíos: sois «“nuestros hermanos predilectos” en la fe de Abrahán, nuestro patriarca»[141].Ciertamente, estas declaraciones no ignoran las rupturas que aparecen en el Nuevo Testamento respecto a las instituciones del Antiguo Testamento y, menos aún, la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, reconocido como Mesías e Hijo de Dios, se cumplen las Escrituras. Pero esta diferencia profunda y radical, en modo alguno implica hostilidad recíproca. Por el contrario, el ejemplo de san Pablo (cf. Rm 9-11) demuestra «que una actitud de respeto, de estima y de amor hacia el pueblo judío es la sola actitud verdaderamente cristiana en esta situación que forma misteriosamente parte del designio totalmente positivo de Dios»[142]. En efecto, san Pablo dice que los judíos, «considerando la elección, Dios los ama en atención a los patriarcas, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11,28-29).

Además, san Pablo usa también la bella imagen del árbol de olivo para describir las relaciones tan estrechas entre cristianos y judíos: la Iglesia de los gentiles es como un brote de olivo silvestre, injertado en el olivo bueno, que es el pueblo de la Alianza (cf. Rm 11,17-24). Así pues, tomamos nuestro alimento de las mismas raíces espirituales. Nos encontramos como hermanos, hermanos que en ciertos momentos de su historia han tenido una relación tensa, pero que ahora están firmemente comprometidos en construir puentes de amistad duradera[143]. El Papa Juan Pablo II dijo en una ocasión: «Es mucho lo que tenemos en común. Y es mucho lo que podemos hacer juntos por la paz, por la justicia y por un mundo más fraterno y humano»[144].

Deseo reiterar una vez más lo importante que es para la Iglesia el diálogo con los judíos. Conviene que, donde haya oportunidad, se creen posibilidades, incluso públicas, de encuentro y de debate que favorezcan el conocimiento mutuo, la estima recíproca y la colaboración, aun en el ámbito del estudio de las Sagradas Escrituras.

La interpretación fundamentalista de las Escrituras

44. La atención que hemos querido prestar hasta ahora al tema de la hermenéutica bíblica en sus diferentes aspectos nos permite abordar la cuestión, surgida más de una vez en los debates del Sínodo, de la interpretación fundamentalista de la Sagrada Escritura[145]. Sobre este argumento, la Pontificia Comisión Bíblica, en el documento La interpretación de la Biblia en la Iglesia, ha formulado directrices importantes. En este contexto, quisiera llamar la atención particularmente sobre aquellas lecturas que no respetan el texto sagrado en su verdadera naturaleza, promoviendo interpretaciones subjetivas y arbitrarias. En efecto, el «literalismo» propugnado por la lectura fundamentalista, representa en realidad una traición, tanto del sentido literal como espiritual, abriendo el camino a instrumentalizaciones de diversa índole, como, por ejemplo, la difusión de interpretaciones antieclesiales de las mismas Escrituras. El aspecto problemático de esta lectura es que, «rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la estrecha relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios... Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y en una fraseología condicionadas por una u otra época determinada»[146]. El cristianismo, por el contrario, percibe en las palabras, la Palabra, el Logos mismo, que extiende su misterio a través de dicha multiplicidad y de la realidad de una historia humana[147]. La verdadera respuesta a una lectura fundamentalista es la «lectura creyente de la Sagrada Escritura». Esta lectura, «practicada desde la antigüedad en la Tradición de la Iglesia, busca la verdad que salva para la vida de todo fiel y para la Iglesia. Esta lectura reconoce el valor histórico de la tradición bíblica. Y es justamente por este valor de testimonio histórico por lo que quiere redescubrir el significado vivo de las Sagradas Escrituras destinadas también a la vida del creyente de hoy»[148], sin ignorar por tanto, la mediación humana del texto inspirado y sus géneros literarios.

Diálogo entre pastores, teólogos y exegetas

45. La auténtica hermenéutica de la fe comporta ciertas consecuencias importantes en la actividad pastoral de la Iglesia. Precisamente en este sentido, los Padres sinodales han recomendado, por ejemplo, un contacto más asiduo entre pastores, teólogos y exegetas. Conviene que las Conferencias Episcopales favorezcan estas reuniones para «promover un mayor servicio de comunión en la Palabra de Dios»[149]. Esta cooperación ayudará a todos a hacer mejor su trabajo en beneficio de toda la Iglesia. En efecto, situarse en el horizonte de la acción pastoral, quiere decir, incluso para los eruditos, considerar el texto sagrado en su naturaleza propia de comunicación que el Señor ofrece a los hombres para la salvación. Por tanto, como dice la Constitución dogmática Dei Verbum, se recomienda que «los exegetas católicos y demás teólogos trabajen en común esfuerzo y bajo la vigilancia del Magisterio para investigar con medios oportunos la Escritura y para explicarla, de modo que se multipliquen los ministros de la palabra capaces de ofrecer al Pueblo de Dios el alimento de la Escritura, que alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el corazón en amor de Dios»[150].

Biblia y ecumenismo

46. Consciente de que la Iglesia tiene su fundamento en Cristo, Verbo de Dios hecho carne, el Sínodo ha querido subrayar el puesto central de los estudios bíblicos en el diálogo ecuménico, con vistas a la plena expresión de la unidad de todos los creyentes en Cristo[151]. En efecto, en la misma Escritura encontramos la petición vibrante de Jesús al Padre de que sus discípulos sean una sola cosa, para que el mundo crea (cf. Jn 17,21). Todo esto nos refuerza en la convicción de que escuchar y meditar juntos las Escrituras nos hace vivir una comunión real, aunque todavía no plena[152]; «la escucha común de las Escrituras impulsa por tanto el diálogo de la caridad y hace crecer el de la verdad»[153]. En efecto, escuchar juntos la Palabra de Dios, practicar la lectio divina de la Biblia; dejarse sorprender por la novedad de la Palabra de Dios, que nunca envejece ni se agota; superar nuestra sordera ante las palabras que no concuerdan con nuestras opiniones o prejuicios; escuchar y estudiar en la comunión de los creyentes de todos los tiempos; todo esto es un camino que se ha de recorrer para alcanzar la unidad de la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra[154]. Las palabras del Concilio Vaticano II eran verdaderamente iluminadoras: «En el diálogo mismo ecuménico, las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador muestra a todos los hombres»[155]. Por tanto, conviene incrementar el estudio, la confrontación y las celebraciones ecuménicas de la Palabra de Dios, respetando las normas vigentes y las diferentes tradiciones[156]. Éstas celebraciones favorecen la causa ecuménica y, cuando se viven en su verdadero sentido, constituyen momentos intensos de auténtica oración para pedir a Dios que venga pronto el día suspirado en el que todos podamos estar juntos en torno a una misma mesa y beber del mismo cáliz. No obstante, en la loable y justa promoción de dichos momentos, se ha de evitar que éstos sean propuestos a los fieles como una sustitución de la participación en la santa Misa los días de precepto.

En este trabajo de estudio y oración, también se han de reconocer con serenidad aquellos aspectos que requieren ser profundizados, y que nos mantienen todavía distantes, como por ejemplo la comprensión del sujeto autorizado de la interpretación en la Iglesia y el papel decisivo del Magisterio[157].

Quisiera subrayar, además, lo dicho por los Padres sinodales sobre la importancia en este trabajo ecuménico de las traducciones de la Biblia en las diversas lenguas. En efecto, sabemos que traducir un texto no es mero trabajo mecánico, sino que, en cierto sentido, forma parte de la tarea interpretativa. A este propósito, el Venerable Juan Pablo II ha dicho: «Quien recuerda todo lo que influyeron las disputas en torno a la Escritura en las divisiones, especialmente en Occidente, puede comprender el notable paso que representan estas traducciones comunes»[158]. Por eso, la promoción de las traducciones comunes de la Biblia es parte del trabajo ecuménico. Deseo agradecer aquí a todos los que están comprometidos en esta importante tarea y animarlos a continuar en su obra.

Consecuencias en el planteamiento de los estudios teológicos

47. Otra consecuencia que se desprende de una adecuada hermenéutica de la fe se refiere a la necesidad de tener en cuenta sus implicaciones en la formación exegética y teológica, particularmente de los candidatos al sacerdocio. Se ha de encontrar la manera de que el estudio de la Sagrada Escritura sea verdaderamente el alma de la teología, por cuanto en ella se reconoce la Palabra de Dios, que se dirige hoy al mundo, a la Iglesia y a cada uno personalmente. Es importante que los criterios indicados en el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum se tomen efectivamente en consideración, y que se profundice en ellos. Evítese fomentar un concepto de investigación científica que se considere neutral respecto a la Escritura. Por eso, junto al estudio de las lenguas en que ha sido escrita la Biblia y de los métodos interpretativos adecuados, es necesario que los estudiantes tengan una profunda vida espiritual, de manera que comprendan que sólo se puede entender la Escritura viviéndola.

En esta perspectiva, recomiendo que el estudio de la Palabra de Dios, escrita y transmitida, se haga siempre con un profundo espíritu eclesial, teniendo debidamente en cuenta en la formación académica las intervenciones del Magisterio sobre estos temas, «que no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente»[159]. Por tanto, se ponga cuidado en que los estudios se desarrollen reconociendo que «la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros»[160]. Deseo, pues, que, según la enseñanza del Concilio Vaticano II, el estudio de la Sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia universal, sea realmente el alma del estudio teológico[161].

Los santos y la interpretación de la Escritura

48. La interpretación de la Sagrada Escritura quedaría incompleta si no se estuviera también a la escucha de quienes han vivido realmente la Palabra de Dios, es decir, los santos[162]. En efecto, «viva lectio est vita bonorum»[163]. Así, la interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua.

Ciertamente, no es una casualidad que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura. Pienso, por ejemplo, en san Antonio, Abad, movido por la escucha de aquellas palabras de Cristo: «Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego vente conmigo» (Mt 19,21)[164]. No es menos sugestivo san Basilio Magno, que se pregunta en su obra Moralia: «¿Qué es propiamente la fe? Plena e indudable certeza de la verdad de las palabras inspiradas por Dios... ¿Qué es lo propio del fiel? Conformarse con esa plena certeza al significado de las palabras de la Escritura, sin osar quitar o añadir lo más mínimo»[165]. San Benito se remite en su Regla a la Escritura, como «norma rectísima para la vida del hombre»[166]. San Francisco de Asís —escribe Tomás de Celano—, «al oír que los discípulos de Cristo no han de poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar alforja, ni pan, ni bastón en el camino; ni tener calzado ni dos túnicas, exclamó inmediatamente, lleno de Espíritu Santo: ¡Esto quiero, esto pido, esto ansío hacer de todo corazón!»[167]. Santa Clara de Asís reproduce plenamente la experiencia de san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres... es ésta: observar el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo»[168]. Además, santo Domingo de Guzmán «se manifestaba por doquier como un hombre evangélico, tanto en las palabras como en las obras»[169], y así quiso que fueran también sus frailes predicadores, «hombres evangélicos»[170]. Santa Teresa de Jesús, carmelita, que recurre continuamente en sus escritos a imágenes bíblicas para explicar su experiencia mística, recuerda que Jesús mismo le revela que «todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura»[171]. Santa Teresa del Niño Jesús encuentra el Amor como su vocación personal al escudriñar las Escrituras, en particular en los capítulos 12 y 13 de la Primera carta a los Corintios[172]; esta misma santa describe el atractivo de las Escrituras: «En cuanto pongo la mirada en el Evangelio, respiro de inmediato los perfumes de la vida de Jesús y sé de qué parte correr»[173]. Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así, pensemos también en san Ignacio de Loyola y su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; en san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes; en san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del sacerdocio como don y tarea; en san Pío de Pietrelcina y su ser instrumento de la misericordia divina; en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad; en la beata Teresa de Calcuta, misionera de la caridad de Dios para con los últimos; y también en los mártires del nazismo y el comunismo, representados, por una parte por santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), monja carmelita, y, por otra, por el beato Luís Stepinac, cardenal arzobispo de Zagreb.

49. En relación con la Palabra de Dios, la santidad se inscribe así, en cierto modo, en la tradición profética, en la que la Palabra de Dios toma a su servicio la vida misma del profeta. En este sentido, la santidad en la Iglesia representa una hermenéutica de la Escritura de la que nadie puede prescindir. El Espíritu Santo, que ha inspirado a los autores sagrados, es el mismo que anima a los santos a dar la vida por el Evangelio. Acudir a su escuela es una vía segura para emprender una hermenéutica viva y eficaz de la Palabra de Dios.

De esta unión entre Palabra de Dios y santidad tuvimos un testimonio directo durante la XII Asamblea del Sínodo cuando, el 12 de octubre, tuvo lugar en la Plaza de San Pedro la canonización de cuatro nuevos santos: el sacerdote Gaetano Errico, fundador de la Congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y María; Madre María Bernarda Bütler, nacida en Suiza y misionera en Ecuador y en Colombia; sor Alfonsa de la Inmaculada Concepción, primera santa canonizada nacida en la India; la joven seglar ecuatoriana Narcisa de Jesús Martillo Morán. Con sus vidas, han dado testimonio al mundo y a la Iglesia de la perenne fecundidad del Evangelio de Cristo. Pidamos al Señor que, por intercesión de estos santos, canonizados precisamente en los días de la Asamblea sinodal sobre la Palabra de Dios, nuestra vida sea esa «buena tierra» en la que el divino sembrador siembre la Palabra, para que produzca en nosotros frutos de santidad, «del treinta o del sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).

SEGUNDA PARTE

VERBUM IN ECCLESIA

«A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12)

La palabra de Dios y la Iglesia

La Iglesia acoge la Palabra

50. El Señor pronuncia su Palabra para que la reciban aquellos que han sido creados precisamente «por medio» del Verbo mismo. «Vino a su casa» (Jn1,11): la Palabra no nos es originariamente ajena, y la creación ha sido querida en una relación de familiaridad con la vida divina. El Prólogo del cuarto Evangelio nos sitúa también ante el rechazo de la Palabra divina por parte de los «suyos» que «no la recibieron» (Jn1,11). No recibirla quiere decir no escuchar su voz, no configurarse con el Logos. En cambio, cuando el hombre, aunque sea frágil y pecador, sale sinceramente al encuentro de Cristo, comienza una transformación radical: «A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn1,12). Recibir al Verbo quiere decir dejarse plasmar por Él hasta el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu Santo, configurados con Cristo, con el «Hijo único del Padre» (Jn1,14). Es el principio de una nueva creación, nace la criatura nueva, un pueblo nuevo. Los que creen, los que viven la obediencia de la fe, «han nacido de Dios» (cf. Jn 1,13), son partícipes de la vida divina: «hijos en el Hijo» (cf. Ga 4,5-6; Rm 8,14-17). San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de Juan, dice sugestivamente: «Por el Verbo existes tú. Pero necesitas igualmente ser restaurado por Él»[174]. Vemos aquí perfilarse el rostro de la Iglesia, como realidad definida por la acogida del Verbo de Dios que, haciéndose carne, ha venido a poner su morada entre nosotros (cf. Jn 1,14). Esta morada de Dios entre los hombres, esta Šekina (cf. Ex 26,1), prefigurada en el Antiguo Testamento, se cumple ahora en la presencia definitiva de Dios entre los hombres en Cristo.

Contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia

51. La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y la Iglesia no puede ser comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar personalmente. En efecto, hablamos de la presencia de la Palabra de Dios entre nosotros hoy: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Como afirma el Papa Juan Pablo II: «La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto Dios prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les “recordaría” y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14,26) y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3,5-8; Rm 8,1-13)»[175]. La Constitución dogmática Dei Verbum expresa este misterio en los términos bíblicos de un diálogo nupcial: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado; y el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,16)»[176].

La Esposa de Cristo, maestra también hoy en la escucha, repite con fe: «Habla, Señor, que tu Iglesia te escucha»[177]. Por eso, la Constitución dogmática Dei Verbum comienza diciendo: «La Palabra de Dios la escucha con devoción y la proclama con valentía el santo Concilio»[178]. En efecto, se trata de una definición dinámica de la vida de la Iglesia: «Son palabras con las que el Concilio indica un aspecto que distingue a la Iglesia. La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio, y en el Evangelio encuentra siempre de nuevo orientación para su camino. Es una consideración que todo cristiano debe hacer y aplicarse a sí mismo: sólo quien se pone primero a la escucha de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo»[179]. En la Palabra de Dios proclamada y escuchada, y en los sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y ahora, a cada uno: «Yo soy tuyo, me entrego a ti», para que el hombre pueda recibir y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo»[180]. La Iglesia aparece así en ese ámbito en que, por gracia, podemos experimentar lo que dice el Prólogo de Juan: «Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12).

La liturgia, lugar privilegiado de la palabra de Dios

La Palabra de Dios en la sagrada liturgia

52. Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra»[181], se ha de prestar atención ante todo a la sagrada liturgia. En efecto, este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium, «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos»[182]. Más aún, hay que decir que Cristo mismo «está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura»[183]. Por tanto, «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres»[184]. En efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en el acto litúrgico, la Palabra de Dios va acompañada por la íntima acción del Espíritu Santo, que la hace operante en el corazón de los fieles. En realidad, gracias precisamente al Paráclito, «la Palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica, norma y ayuda de toda la vida. Por consiguiente, la acción del Espíritu... va recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la Palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y, consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y proporciona la multiplicidad de actuaciones»[185].

Así pues, es necesario entender y vivir el valor esencial de la acción litúrgica para comprender la Palabra de Dios. En cierto sentido, la hermenéutica de la fe respecto a la Sagrada Escritura debe tener siempre como punto de referencia la liturgia, en la que se celebra la Palabra de Dios como palabra actual y viva: «En la liturgia, la Iglesia sigue fielmente el mismo sistema que usó Cristo con la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras, puesto que Él exhorta a profundizar el conjunto de las Escrituras partiendo del “hoy” de su acontecimiento personal»[186].

Aquí se muestra también la sabia pedagogía de la Iglesia, que proclama y escucha la Sagrada Escritura siguiendo el ritmo del año litúrgico. Este despliegue de la Palabra de Dios en el tiempo se produce particularmente en la celebración eucarística y en la Liturgia de las Horas. En el centro de todo resplandece el misterio pascual, al que se refieren todos los misterios de Cristo y de la historia de la salvación, que se actualizan sacramentalmente: «La santa Madre Iglesia..., al conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo a los fieles durante todo tiempo para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación»[187]. Exhorto, pues, a los Pastores de la Iglesia y a los agentes de pastoral a esforzarse en educar a todos los fieles a gustar el sentido profundo de la Palabra de Dios que se despliega en la liturgia a lo largo del año, mostrando los misterios fundamentales de nuestra fe. El acercamiento apropiado a la Sagrada Escritura depende también de esto.

Sagrada Escritura y sacramentos

53. El Sínodo de los Obispos, afrontando el tema del valor de la liturgia para la comprensión de la Palabra de Dios, ha querido también subrayar la relación entre la Sagrada Escritura y la acción sacramental. Es más conveniente que nunca profundizar en la relación entre Palabra y Sacramento, tanto en la acción pastoral de la Iglesia como en la investigación teológica[188]. Ciertamente «la liturgia de la Palabra es un elemento decisivo en la celebración de cada sacramento de la Iglesia»[189]; sin embargo, en la práctica pastoral, los fieles no siempre son conscientes de esta unión, ni captan la unidad entre el gesto y la palabra. «Corresponde a los sacerdotes y a los diáconos, sobre todo cuando administran los sacramentos, poner de relieve la unidad que forman Palabra y sacramento en el ministerio de la Iglesia»[190]. En la relación entre Palabra y gesto sacramental se muestra en forma litúrgica el actuar propio de Dios en la historia a través del carácter performativo de la Palabra misma. En efecto, en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb 4,12), como indica, por lo demás, el sentido mismo de la expresión hebrea dabar. Igualmente, en la acción litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo que dice. Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le ayuda también a percibir el actuar de Dios en la historia de la salvación y en la vida personal de cada miembro.

Palabra de Dios y Eucaristía

54. Lo que se afirma genéricamente de la relación entre Palabra y sacramentos, se ahonda cuando nos referimos a la celebración eucarística. Además, la íntima unidad entre Palabra y Eucaristía está arraigada en el testimonio bíblico (cf. Jn 6; Lc24), confirmada por los Padres de la Iglesia y reafirmada por el Concilio Vaticano II[191]. A este respecto, podemos pensar en el gran discurso de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6,22-69), en cuyo trasfondo se percibe la comparación entre Moisés y Jesús, entre quien habló cara a cara con Dios (cf. Ex 33,11) y quien revela a Dios (cf. Jn 1,18). En efecto, el discurso sobre el pan se refiere al don de Dios que Moisés obtuvo para su pueblo con el maná en el desierto y que, en realidad, es la Torá, la Palabra de Dios que da vida (cf. Sal 119; Pr 9,5). Jesús lleva a cumplimiento en sí mismo la antigua figura: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo... Yo soy el pan de vida» (Jn 6,33-35). Aquí, «la Ley se ha hecho Persona. En el encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el “pan del cielo”»[192]. El Prólogo de Juan se profundiza en el discurso de Cafarnaúm: si en el primero el Logos de Dios se hace carne, en el segundo es «pan» para la vida del mundo (cf. Jn 6,51), haciendo alusión de este modo a la entrega que Jesús hará de sí mismo en el misterio de la cruz, confirmada por la afirmación sobre su sangre que se da a «beber» (cf. Jn 6,53). De este modo, en el misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el verdadero maná, el auténtico pan del cielo: es el Logos de Dios que se ha hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por nosotros en el misterio pascual.

El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús nos permite una reflexión ulterior sobre la unión entre la escucha de la Palabra y el partir el pan (cf. Lc24,13-35). Jesús salió a su encuentro el día siguiente al sábado, escuchó las manifestaciones de su esperanza decepcionada y, haciéndose su compañero de camino, «les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura» (24,27). Junto con este caminante que se muestra tan inesperadamente familiar a sus vidas, los dos discípulos comienzan a mirar de un modo nuevo las Escrituras. Lo que había ocurrido en aquellos días ya no aparece como un fracaso, sino como cumplimiento y nuevo comienzo. Sin embargo, tampoco estas palabras les parecen aún suficientes a los dos discípulos. El Evangelio de Lucas nos dice que sólo cuando Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (24,31), mientras que antes «sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (24,16). La presencia de Jesús, primero con las palabras y después con el gesto de partir el pan, hizo posible que los discípulos lo reconocieran, y que pudieran revivir de un modo nuevo lo que antes habían experimentado con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (24,32).

55. Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. «Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio»[193]. Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico. En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta. Por eso, «la Iglesia honra con una misma veneración, aunque no con el mismo culto, la Palabra de Dios y el misterio eucarístico y quiere y sanciona que siempre y en todas partes se imite este proceder, ya que, movida por el ejemplo de su Fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de Cristo, reuniéndose para leer “lo que se refiere a él en toda la Escritura” (Lc24,27) y ejerciendo la obra de salvación por medio del memorial del Señor y de los sacramentos»[194].

Sacramentalidad de la Palabra

56. Con la referencia al carácter performativo de la Palabra de Dios en la acción sacramental y la profundización de la relación entre Palabra y Eucaristía, nos hemos adentrado en un tema significativo, que ha surgido durante la Asamblea del Sínodo, acerca de la sacramentalidad de la Palabra[195]. A este respecto, es útil recordar que el Papa Juan Pablo II ha hablado del «horizonte sacramental de la Revelación y, en particular..., el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio»[196]. De aquí comprendemos que, en el origen de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, está precisamente el misterio de la encarnación: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn1,14), la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la «carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en la fe.

De este modo, la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados[197]. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros[198] para ser recibido. Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio eucarístico, sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio eucarístico, si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?»[199]. Cristo, realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar en el sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas»[200], favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la Iglesia.

La Sagrada Escritura y el Leccionario

57. Al subrayar el nexo entre Palabra y Eucaristía, el Sínodo ha querido también volver a llamar justamente la atención sobre algunos aspectos de la celebración inherentes al servicio de la Palabra. Quisiera hacer referencia ante todo a la importancia del Leccionario. La reforma promovida por el Concilio Vaticano II[201] ha mostrado sus frutos enriqueciendo el acceso a la Sagrada Escritura, que se ofrece abundantemente, sobre todo en la liturgia de los domingos. La estructura actual, además de presentar frecuentemente los textos más importantes de la Escritura, favorece la comprensión de la unidad del plan divino, mediante la correlación entre las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, «centrada en Cristo y en su misterio pascual»[202]. Algunas dificultades que sigue habiendo para captar la relación entre las lecturas de los dos Testamentos, han de ser consideradas a la luz de la lectura canónica, es decir, de la unidad intrínseca de toda la Biblia. Donde sea necesario, los organismos competentes pueden disponer que se publiquen subsidios que ayuden a comprender el nexo entre las lecturas propuestas por el Leccionario, las cuales han de proclamarse en la asamblea litúrgica en su totalidad, como está previsto en la liturgia del día. Otros eventuales problemas y dificultades deberán comunicarse a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Además, no hemos de olvidar que el actual Leccionario del rito latino tiene también un significado ecuménico, en cuanto es utilizado y apreciado también por confesiones que aún no están en plena comunión con la Iglesia Católica. De manera diferente se plantea la cuestión del Leccionario en la liturgia de las Iglesias Católicas Orientales, que el Sínodo pide que «se examine autorizadamente»[203], según la tradición propia y las competencias de las Iglesias sui iuris y teniendo en cuenta también en este caso el contexto ecuménico.

Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado

58. Ya en la Asamblea sinodal sobre la Eucaristía se pidió un mayor cuidado en la proclamación de la Palabra de Dios[204]. Como es sabido, mientras que en la tradición latina el Evangelio lo proclama el sacerdote o el diácono, la primera y la segunda lectura las proclama el lector encargado, hombre o mujer. Quisiera hacerme eco de los Padres sinodales, que también en esta circunstancia han subrayado la necesidad de cuidar, con una formación apropiada[205], el ejercicio del munus de lector en la celebración litúrgica[206], y particularmente el ministerio del lectorado que, en cuanto tal, es un ministerio laical en el rito latino. Es necesario que los lectores encargados de este servicio, aunque no hayan sido instituidos, sean realmente idóneos y estén seriamente preparados. Dicha preparación ha de ser tanto bíblica y litúrgica, como técnica: «La instrucción bíblica debe apuntar a que los lectores estén capacitados para percibir el sentido de las lecturas en su propio contexto y para entender a la luz de la fe el núcleo central del mensaje revelado. La instrucción litúrgica debe facilitar a los lectores una cierta percepción del sentido y de la estructura de la liturgia de la Palabra y las razones de la conexión entre la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. La preparación técnica debe hacer que los lectores sean cada día más aptos para el arte de leer ante el pueblo, ya sea de viva voz, ya sea con ayuda de los instrumentos modernos de amplificación de la voz»[207].

Importancia de la homilía

59. Hay también diferentes oficios y funciones «que corresponden a cada uno, en lo que atañe a la Palabra de Dios; según esto, los fieles escuchan y meditan la palabra, y la explican únicamente aquellos a quienes se encomienda este ministerio»[208], es decir, obispos, presbíteros y diáconos. Por ello, se entiende la atención que se ha dado en el Sínodo al tema de la homilía. Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción litúrgica”; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles»[209]. La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado[210]; que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión. La Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?»[211]. El predicador tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia»[212], porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior»[213]. Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada.

Oportunidad de un Directorio homilético

60. Predicar de modo apropiado ateniéndose al Leccionario es realmente un arte en el que hay que ejercitarse. Por tanto, en continuidad con lo requerido en el Sínodo anterior[214], pido a las autoridades competentes que, en relación al Compendio eucarístico[215], se piense también en instrumentos y subsidios adecuados para ayudar a los ministros a desempeñar del mejor modo su tarea, como, por ejemplo, con un Directorio sobre la homilía, de manera que los predicadores puedan encontrar en él una ayuda útil para prepararse en el ejercicio del ministerio. Como nos recuerda san Jerónimo, la predicación se ha de acompañar con el testimonio de la propia vida: «Que tus actos no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando tú predicas en la iglesia, alguien comente en sus adentros: “¿Por qué, entonces, precisamente tú no te comportas así?”... En el sacerdote de Cristo la mente y la palabra han de ser concordes»[216].

Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos

61. Si bien la Eucaristía está sin duda en el centro de la relación entre Palabra de Dios y sacramentos, conviene subrayar, sin embargo, la importancia de la Sagrada Escritura también en los demás sacramentos, especialmente en los de curación, esto es, el sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia, y el sacramento de la Unción de los enfermos. Con frecuencia, se descuida la referencia a la Sagrada Escritura en estos sacramentos. Por el contrario, es necesario que se le dé el espacio que le corresponde. En efecto, nunca se ha de olvidar que «la Palabra de Dios es palabra de reconciliación porque en ella Dios reconcilia consigo todas las cosas (cf. 2 Co 5,18-20; Ef 1,10). El perdón misericordioso de Dios, encarnado en Jesús, levanta al pecador»[217]. «Por la Palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a la confianza en la misericordia de Dios»[218]. Para que se ahonde en la fuerza reconciliadora de la Palabra de Dios, se recomienda que cada penitente se prepare a la confesión meditando un pasaje adecuado de la Sagrada Escritura y comience la confesión mediante la lectura o la escucha de una monición bíblica, según lo previsto en el propio ritual. Además, al manifestar después su contrición, conviene que el penitente use una expresión prevista en el ritual, «compuesta con palabras de la Sagrada Escritura»[219]. Cuando sea posible, es conveniente también que, en momentos particulares del año, o cuando se presente la oportunidad, la confesión de varios penitentes tenga lugar dentro de celebraciones penitenciales, como prevé el ritual, respetando las diversas tradiciones litúrgicas y dando una mayor amplitud a la celebración de la Palabra con lecturas apropiadas.

Tampoco se ha de olvidar, por lo que se refiere al sacramento de la Unción de los enfermos, que «la fuerza sanadora de la Palabra de Dios es una llamada apremiante a una constante conversión personal del oyente mismo»[220]. La Sagrada Escritura contiene numerosos textos de consuelo, ayuda y curaciones debidas a la intervención de Dios. Se recuerde especialmente la cercanía de Jesús a los que sufren, y que Él mismo, el Verbo de Dios encarnado, ha cargado con nuestros dolores y ha padecido por amor al hombre, dando así sentido a la enfermedad y a la muerte. Es bueno que en las parroquias y sobre todo en los hospitales se celebre, según las circunstancias, el sacramento de la Unción de enfermos de forma comunitaria. Que en estas ocasiones se dé amplio espacio a la celebración de la Palabra y se ayude a los fieles enfermos a vivir con fe su propio estado de padecimiento unidos al sacrificio redentor de Cristo que nos libra del mal.

Palabra de Dios y Liturgia de las Horas

62. Entre las formas de oración que exaltan la Sagrada Escritura se encuentra sin duda la Liturgia de las Horas. Los Padres sinodales han afirmado que constituye una «forma privilegiada de escucha de la Palabra de Dios, porque pone en contacto a los fieles con la Sagrada Escritura y con la Tradición viva de la Iglesia»[221]. Se ha de recordar ante todo la profunda dignidad teológica y eclesial de esta oración. En efecto, «en la Liturgia de las Horas, la Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su cabeza, ofrece a Dios sin interrupción (cf. 1 Ts 5,17) el sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre (cf. Hb 13,15). Esta oración es “la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún: es la oración de Cristo, con su cuerpo, al Padre”»[222]. A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma: «Por eso, todos los que ejercen esta función, no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia»[223]. En la Liturgia de las Horas, como oración pública de la Iglesia, se manifiesta el ideal cristiano de santificar todo el día, al compás de la escucha de la Palabra de Dios y de la recitación de los salmos, de manera que toda actividad tenga su punto de referencia en la alabanza ofrecida a Dios.

Quienes por su estado de vida tienen el deber de recitar la Liturgia de las Horas, vivan con fidelidad este compromiso en favor de toda la Iglesia. Los obispos, los sacerdotes y los diáconos aspirantes al sacerdocio, que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrarla, tienen la obligación de recitar cada día todas las Horas[224]. Por lo que se refiere a la obligatoriedad de esta liturgia en las Iglesias Orientales Católicas sui iuris se ha de seguir lo indicado en el derecho propio[225]. Además, aliento a las comunidades de vida consagrada a que sean ejemplares en la celebración de la Liturgia de las Horas, de manera que puedan ser un punto de referencia e inspiración para la vida espiritual y pastoral de toda la Iglesia.

El Sínodo ha manifestado el deseo de que se difunda más en el Pueblo de Dios este tipo de oración, especialmente la recitación de Laudes y Vísperas. Esto hará aumentar en los fieles la familiaridad con la Palabra de Dios. Se ha de destacar también el valor de la Liturgia de las Horas prevista en las primeras Vísperas del domingo y de las solemnidades, especialmente para las Iglesias Orientales católicas. Para ello, recomiendo que, donde sea posible, las parroquias y las comunidades de vida religiosa fomenten esta oración con la participación de los fieles.

Palabra de Dios y Bendicional

63. En el uso del Bendicional, se preste también atención al espacio previsto para la proclamación, la escucha y la explicación de la Palabra de Dios mediante breves moniciones. En efecto, el gesto de la bendición, en los casos previstos por la Iglesia y cuando los fieles lo solicitan, no ha de quedar aislado, sino relacionado en su justa medida con la vida litúrgica del Pueblo de Dios. En este sentido, la bendición, como auténtico signo sagrado, «toma su pleno sentido y eficacia de la proclamación de la Palabra de Dios»[226]. Así pues, es importante aprovechar también estas circunstancias para reavivar en los fieles el hambre y la sed de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4).

Sugerencias y propuestas concretas para la animación litúrgica

64. Después de haber recordado algunos elementos fundamentales de la relación entre liturgia y Palabra de Dios, deseo ahora resumir y valorar algunas propuestas y sugerencias recomendadas por los Padres sinodales, con el fin de favorecer cada vez más en el Pueblo de Dios una mayor familiaridad con la Palabra de Dios en el ámbito de los actos litúrgicos o, en todo caso, referidos a ellos.

a) Celebraciones de la Palabra de Dios

65. Los Padres sinodales han exhortado a todos los pastores a promover momentos de celebración de la Palabra en las comunidades a ellos confiadas[227]: son ocasiones privilegiadas de encuentro con el Señor. Por eso, dicha práctica comportará grandes beneficios para los fieles, y se ha de considerar un elemento relevante de la pastoral litúrgica. Estas celebraciones adquieren una relevancia especial en la preparación de la Eucaristía dominical, de modo que los creyentes tengan la posibilidad de adentrarse más en la riqueza del Leccionario para orar y meditar la Sagrada Escritura, sobre todo en los tiempos litúrgicos más destacados, Adviento y Navidad, Cuaresma y Pascua. Además, se recomienda encarecidamente la celebración de la Palabra de Dios en aquellas comunidades en las que, por la escasez de sacerdotes, no es posible celebrar el sacrificio eucarístico en los días festivos de precepto. Teniendo en cuenta las indicaciones ya expuestas en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis sobre las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote[228], recomiendo que las autoridades competentes confeccionen directorios rituales, valorizando la experiencia de las Iglesias particulares. De este modo, se favorecerá en estos casos la celebración de la Palabra que alimente la fe de los creyentes, evitando, sin embargo, que ésta se confunda con las celebraciones eucarísticas; es más, «deberían ser ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande sacerdotes santos según su corazón»[229].

Además, los Padres sinodales han invitado a celebrar también la Palabra de Dios con ocasión de peregrinaciones, fiestas particulares, misiones populares, retiros espirituales y días especiales de penitencia, reparación y perdón. Por lo que se refiere a las muchas formas de piedad popular, aunque no son actos litúrgicos y no deben confundirse con las celebraciones litúrgicas, conviene que se inspiren en ellas y, sobre todo, ofrezcan un adecuado espacio a la proclamación y a la escucha de la Palabra de Dios; en efecto, «en las palabras de la Biblia, la piedad popular encontrará una fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de oración y fecundas propuestas de diversos temas»[230].

b) La Palabra y el silencio

66. Bastantes intervenciones de los Padres sinodales han insistido en el valor del silencio en relación con la Palabra de Dios y con su recepción en la vida de los fieles[231]. En efecto, la palabra sólo puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un momento. Por eso se ha de educar al Pueblo de Dios en el valor del silencio. Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio[232], y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente. Nuestras liturgias han de facilitar esta escucha auténtica: Verbo crescente, verba deficiunt[233].

Este valor ha de resplandecer particularmente en la Liturgia de la Palabra, que «se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación»[234]. Cuando el silencio está previsto, debe considerarse «como parte de la celebración»[235]. Por tanto, exhorto a los pastores a fomentar los momentos de recogimiento, por medio de los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, la Palabra de Dios se acoge en el corazón.

c) Proclamación solemne de la Palabra de Dios

67. Otra sugerencia manifestada en el Sínodo ha sido la de resaltar, sobre todo en las solemnidades litúrgicas relevantes, la proclamación de la Palabra, especialmente el Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado procesionalmente durante los ritos iniciales y después trasladado al ambón por el diácono o por un sacerdote para la proclamación. De este modo, se ayuda al Pueblo de Dios a reconocer que «la lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia de la palabra»[236]. Siguiendo las indicaciones contenidas en la Ordenación de las lecturas de la Misa, conviene dar realce a la proclamación de la Palabra de Dios con el canto, especialmente el Evangelio, sobre todo en solemnidades determinadas. El saludo, el anuncio inicial: «Lectura del santo evangelio...», y el final, «Palabra del Señor», es bueno cantarlos para subrayar la importancia de lo que se ha leído[237].

d) La Palabra de Dios en el templo cristiano

68. Para favorecer la escucha de la Palabra de Dios no se han de descuidar aquellos medios que pueden ayudar a los fieles a una mayor atención. En este sentido, es necesario que en los edificios sagrados se tenga siempre en cuenta la acústica, respetando las normas litúrgicas y arquitectónicas. «Los obispos, con la ayuda debida, han de procurar que, en la construcción de las iglesias, éstas sean lugares adecuados para la proclamación de la Palabra, la meditación y la celebración eucarística. Y que los espacios sagrados, también fuera de la acción litúrgica, sean elocuentes, presentando el misterio cristiano en relación con la Palabra de Dios»[238].

Se debe prestar una atención especial al ambón como lugar litúrgico desde el que se proclama la Palabra de Dios. Ha de colocarse en un sitio bien visible, y al que se dirija espontáneamente la atención de los fieles durante la liturgia de la Palabra. Conviene que sea fijo, como elemento escultórico en armonía estética con el altar, de manera que represente visualmente el sentido teológico de la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden hacerse también desde él la homilía y las intenciones de la oración universal[239].

Además, los Padres sinodales sugieren que en las iglesias se destine un lugar de relieve donde se coloque la Sagrada Escritura también fuera de la celebración[240]. En efecto, conviene que el libro que contiene la Palabra de Dios tenga un sitio visible y de honor en el templo cristiano, pero sin ocupar el centro, que corresponde al sagrario con el Santísimo Sacramento[241].

e) Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia

69. El Sínodo ha reiterado además con vigor lo que, por otra parte, está establecido ya por las normas litúrgicas de la Iglesia[242], a saber, que las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura nunca sean sustituidas por otros textos, por más significativos que parezcan desde el punto de vista pastoral o espiritual: «Ningún texto de espiritualidad o de literatura puede alcanzar el valor y la riqueza contenida en la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios»[243]. Se trata de una antigua disposición de la Iglesia que se ha de mantener[244]. Ya el Papa Juan Pablo II, ante algunos abusos, recordó la importancia de no sustituir nunca la Sagrada Escritura con otras lecturas[245]. Recordemos que también el Salmo responsorial es Palabra de Dios, con el cual respondemos a la voz del Señor y, por tanto, no debe ser sustituido por otros textos; es muy conveniente, incluso, que sea cantado.

f) El canto litúrgico bíblicamente inspirado

70. Para ensalzar la Palabra de Dios durante la celebración litúrgica, se tenga también en cuenta el canto en los momentos previstos por el rito mismo, favoreciendo aquel que tenga una clara inspiración bíblica y que sepa expresar, mediante una concordancia armónica entre las palabras y la música, la belleza de la palabra divina. En este sentido, conviene valorar los cantos que nos ha legado la tradición de la Iglesia y que respetan este criterio. Pienso, en particular, en la importancia del canto gregoriano[246].

g) Especial atención a los discapacitados de la vista y el oído

71. En este contexto, quisiera también recordar que el Sínodo ha recomendado prestar una atención especial a los que, por su condición particular, tienen problemas para participar activamente en la liturgia, como, por ejemplo, los discapacitados en la vista y el oído. Animo a las comunidades cristianas a que, en la medida de lo posible, ayuden con instrumentos adecuados a los hermanos y hermanas que tienen esta dificultad, para que también ellos puedan tener un contacto vivo con la Palabra de Dios[247].

La palabra de Dios en la vida eclesial

Encontrar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura

72. Si bien es verdad que la liturgia es el lugar privilegiado para la proclamación, la escucha y la celebración de la Palabra de Dios, es cierto también que este encuentro ha de ser preparado en los corazones de los fieles y, sobre todo, profundizado y asimilado por ellos. En efecto, la vida cristiana se caracteriza esencialmente por el encuentro con Jesucristo que nos llama a seguirlo. Por eso, el Sínodo de los Obispos ha reiterado más de una vez la importancia de la pastoral en las comunidades cristianas, como ámbito propio en el que recorrer un itinerario personal y comunitario con respecto a la Palabra de Dios, de modo que ésta sea realmente el fundamento de la vida espiritual. Junto a los Padres sinodales, expreso el vivo deseo de que florezca «una nueva etapa de mayor amor a la Sagrada Escritura por parte de todos los miembros del Pueblo de Dios, de manera que, mediante su lectura orante y fiel a lo largo del tiempo, se profundice la relación con la persona misma de Jesús»[248].

No faltan en la historia de la Iglesia recomendaciones por parte de los santos sobre la necesidad de conocer la Escritura para crecer en el amor de Cristo. Este es un dato particularmente claro en los Padres de la Iglesia. San Jerónimo, gran enamorado de la Palabra de Dios, se preguntaba: «¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?»[249]. Era muy consciente de que la Biblia es el instrumento «con el que Dios habla cada día a los creyentes»[250]. Así, san Jerónimo da este consejo a la matrona romana Leta para la educación de su hija: «Asegúrate de que estudie cada día algún paso de la Escritura... Que la oración siga a la lectura, y la lectura a la oración... Que, en lugar de las joyas y los vestidos de seda, ame los Libros divinos»[251]. Vale también para nosotros lo que san Jerónimo escribió al sacerdote Nepoziano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar»[252]. A ejemplo del gran santo, que dedicó su vida al estudio de la Biblia y que dejó a la Iglesia su traducción latina, llamada Vulgata, y de todos los santos, que han puesto en el centro de su vida espiritual el encuentro con Cristo, renovemos nuestro compromiso de profundizar en la palabra que Dios ha dado a la Iglesia: podremos aspirar así a ese «alto grado de la vida cristiana ordinaria»[253], que el Papa Juan Pablo II deseaba al principio del tercer milenio cristiano, y que se alimenta constantemente de la escucha de la Palabra de Dios.

La animación bíblica de la pastoral

73. En este sentido, el Sínodo ha invitado a un particular esfuerzo pastoral para resaltar el puesto central de la Palabra de Dios en la vida eclesial, recomendando «incrementar la “pastoral bíblica”, no en yuxtaposición con otras formas de pastoral, sino como animación bíblica de toda la pastoral»[254]. No se trata, pues, de añadir algún encuentro en la parroquia o la diócesis, sino de lograr que las actividades habituales de las comunidades cristianas, las parroquias, las asociaciones y los movimientos, se interesen realmente por el encuentro personal con Cristo que se comunica en su Palabra. Así, puesto que «la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo»[255], la animación bíblica de toda la pastoral ordinaria y extraordinaria llevará a un mayor conocimiento de la persona de Cristo, revelador del Padre y plenitud de la revelación divina.

Por tanto, exhorto a los pastores y fieles a tener en cuenta la importancia de esta animación: será también el mejor modo para afrontar algunos problemas pastorales puestos de relieve durante la Asamblea sinodal, y vinculados, por ejemplo, a la proliferación de sectas que difunden una lectura distorsionada e instrumental de la Sagrada Escritura. Allí donde no se forma a los fieles en un conocimiento de la Biblia según la fe de la Iglesia, en el marco de su Tradición viva, se deja de hecho un vacío pastoral, en el que realidades como las sectas pueden encontrar terreno donde echar raíces. Por eso, es también necesario dotar de una preparación adecuada a los sacerdotes y laicos para que puedan instruir al Pueblo de Dios en el conocimiento auténtico de las Escrituras.

Además, como se ha subrayado durante los trabajos sinodales, conviene que en la actividad pastoral se favorezca también la difusión de pequeñas comunidades, «formadas por familias o radicadas en las parroquias o vinculadas a diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades»[256], en las cuales se promueva la formación, la oración y el conocimiento de la Biblia según la fe de la Iglesia.

Dimensión bíblica de la catequesis

74. Un momento importante de la animación pastoral de la Iglesia en el que se puede redescubrir adecuadamente el puesto central de la Palabra de Dios es la catequesis, que, en sus diversas formas y fases, ha de acompañar siempre al Pueblo de Dios. El encuentro de los discípulos de Emaús con Jesús, descrito por el evangelista Lucas (cf. Lc 24,13-35), representa en cierto sentido el modelo de una catequesis en cuyo centro está la «explicación de las Escrituras», que sólo Cristo es capaz de dar (cf. Lc 24,27-28), mostrando en sí mismo su cumplimiento[257]. De este modo, renace la esperanza más fuerte que cualquier fracaso, y hace de aquellos discípulos testigos convencidos y creíbles del Resucitado.

En el Directorio general para la catequesis encontramos indicaciones válidas para animar bíblicamente la catequesis, y a ellas me remito[258]. En esta circunstancia, deseo sobre todo subrayar que la catequesis «ha de estar totalmente impregnada por el pensamiento, el espíritu y las actitudes bíblicas y evangélicas, a través de un contacto asiduo con los mismos textos; y recordar también que la catequesis será tanto más rica y eficaz cuanto más lea los textos con la inteligencia y el corazón de la Iglesia»[259], y cuanto más se inspire en la reflexión y en la vida bimilenaria de la Iglesia. Se ha de fomentar, pues, el conocimiento de las figuras, de los hechos y las expresiones fundamentales del texto sagrado; para ello, puede ayudar también una inteligente memorización de algunos pasajes bíblicos particularmente elocuentes de los misterios cristianos. La actividad catequética comporta un acercamiento a las Escrituras en la fe y en la Tradición de la Iglesia, de modo que se perciban esas palabras como vivas, al igual que Cristo está vivo hoy donde dos o tres se reúnen en su nombre (cf. Mt 18,20). Además, debe comunicar de manera vital la historia de la salvación y los contenidos de la fe de la Iglesia, para que todo fiel reconozca que también su existencia personal pertenece a esta misma historia.

En esta perspectiva, es importante subrayar la relación entre la Sagrada Escritura y el Catecismo de la Iglesia Católica, como dice el Directorio general para la catequesis: «La Sagrada Escritura, como “Palabra de Dios escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo” y el Catecismo de la Iglesia Católica, como expresión relevante actual de la Tradición viva de la Iglesia y norma segura para la enseñanza de la fe, están llamados, cada uno a su modo y según su específica autoridad, a fecundar la catequesis en la Iglesia contemporánea»[260].

Formación bíblica de los cristianos

75. Para alcanzar el objetivo deseado por el Sínodo de que toda la pastoral tenga un mayor carácter bíblico, es necesario que los cristianos, y en particular los catequistas, tengan una adecuada formación. A este respecto, se ha de prestar atención al apostolado bíblico, un método muy válido para esta finalidad, como demuestra la experiencia eclesial. Los Padres sinodales, además, han recomendado que, potenciando en lo posible las estructuras académicas ya existentes, se establezcan centros de formación para laicos y misioneros, en los que se aprenda a comprender, vivir y anunciar la Palabra de Dios y, donde sea necesario, «se creen institutos especializados con el fin de que los exegetas tengan una sólida comprensión teológica y una adecuada sensibilidad para los contextos de su misión»[261].

La Sagrada Escritura en los grandes encuentros eclesiales

76. Entre las muchas iniciativas que se pueden tomar, el Sínodo sugiere que en los encuentros, tanto diocesanos como nacionales o internacionales, se subraye más la importancia de la Palabra de Dios, de la escucha y lectura creyente y orante de la Biblia. Así pues, es de alabar que en los congresos eucarísticos, nacionales e internacionales, en las jornadas mundiales de la juventud y en otros encuentros, se dé mayor espacio para las celebraciones de la Palabra y momentos de formación de carácter bíblico[262].

Palabra de Dios y vocaciones

77. El Sínodo, al destacar la exigencia intrínseca de la fe de profundizar la relación con Cristo, Palabra de Dios entre nosotros, ha querido también poner de relieve el hecho de que esta Palabra llama a cada uno personalmente, manifestando así que la vida misma es vocación en relación con Dios. Esto quiere decir que, cuanto más ahondemos en nuestra relación personal con el Señor Jesús, tanto más nos daremos cuenta de que Él nos llama a la santidad mediante opciones definitivas, con las cuales nuestra vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la Iglesia. En esta perspectiva, se entiende la invitación del Sínodo a todos los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios en cuanto bautizados, pero también en cuanto llamados a vivir según los diversos estados de vida. Aquí tocamos uno de los puntos clave de la doctrina del Concilio Vaticano II, que ha subrayado la vocación a la santidad de todo fiel, cada uno en el propio estado de vida[263]. En la Sagrada Escritura es donde encontramos revelada nuestra vocación a la santidad: «Sed santos, pues yo soy santo» (Lv 11,44; 19,2; 20,7). Y san Pablo muestra la raíz cristológica: el Padre «nos eligió en la persona de Cristo —antes de crear el mundo— para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). De esta manera, podemos sentir como dirigido a cada uno de nosotros su saludo a los hermanos y hermanas de la comunidad de Roma: «A quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).

a) Palabra de Dios y ministros ordenados

78. Dirigiéndome ahora en primer lugar a los ministros ordenados de la Iglesia, les recuerdo lo que el Sínodo ha afirmado: «La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra»[264]. Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares.

79. A los que han sido llamados al episcopado, y son los primeros y más autorizados anunciadores de la Palabra, deseo reiterarles lo que decía el Papa Juan Pablo II en la Exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis. Para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual, el Obispo ha de poner siempre «en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado “a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados” (Hch 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno»[265]. A imitación de María, Virgo audiens y Reina de los Apóstoles, recomiendo a todos los hermanos en el episcopado la lectura personal frecuente y el estudio asiduo de la Sagrada Escritura.

80. Respecto a los sacerdotes, quisiera también remitirme a las palabras del Papa Juan Pablo II, el cual, en la Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, ha recordado que «el sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo». Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: «no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co 2,16)»[266]. Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; «solamente “permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre»[267].

En definitiva, la llamada al sacerdocio requiere ser consagrados «en la verdad». Jesús mismo formula esta exigencia respecto a sus discípulos: «Santifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo» (Jn 17,17-18). Los discípulos son en cierto sentido «sumergidos en lo íntimo de Dios mediante su inmersión en la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios»[268]. Y, puesto que Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha carne (Jn1,14), es «la Verdad» (Jn14,6), la plegaria de Jesús al Padre, «santifícalos en la verdad», quiere decir en el sentido más profundo: «Hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo mismo»[269]. Es necesario, por tanto, que los sacerdotes renueven cada vez más profundamente la conciencia de esta realidad.

81. Quisiera referirme también al puesto de la Palabra de Dios en la vida de los que están llamados al diaconado, no sólo como grado previo del orden del presbiterado, sino como servicio permanente. El Directorio para el diaconado permanente dice que, «de la identidad teológica del diácono brotan con claridad los rasgos de su espiritualidad específica, que se presenta esencialmente como espiritualidad de servicio. El modelo por excelencia es Cristo siervo, que vivió totalmente dedicado al servicio de Dios, por el bien de los hombres»[270]. En esta perspectiva, se entiende cómo, en las diversas dimensiones del ministerio diaconal, un «elemento que distingue la espiritualidad diaconal es la Palabra de Dios, de la que el diácono está llamado a ser mensajero cualificado, creyendo lo que proclama, enseñando lo que cree, viviendo lo que enseña»[271]. Recomiendo por tanto que los diáconos cultiven en su propia vida una lectura creyente de la Sagrada Escritura con el estudio y la oración. Que sean introducidos a la Sagrada Escritura y su correcta interpretación; a la teología del Antiguo y del Nuevo Testamento; a la interrelación entre Escritura y Tradición; al uso de la Escritura en la predicación, en la catequesis y, en general, en la actividad pastoral[272].

b) Palabra de Dios y candidatos al Orden sagrado

82. El Sínodo ha dado particular importancia al papel decisivo de la Palabra de Dios en la vida espiritual de los candidatos al sacerdocio ministerial: «Los candidatos al sacerdocio deben aprender a amar la Palabra de Dios. Por tanto, la Escritura ha de ser el alma de su formación teológica, subrayando la indispensable circularidad entre exegesis, teología, espiritualidad y misión»[273]. Los aspirantes al sacerdocio ministerial están llamados a una profunda relación personal con la Palabra de Dios, especialmente en la lectio divina, porque de dicha relación se alimenta la propia vocación: con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación puede descubrirse, entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir la propia misión, guardando en el corazón el designio de Dios, de modo que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y apreciación de los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los problemas[274].

Esta atención a la lectura orante de la Escritura en modo alguno debe significar una dicotomía respecto al estudio exegético requerido en el tiempo de la formación. El Sínodo ha encomendado que se ayude concretamente a los seminaristas a ver la relación entre el estudio bíblico y el orar con la Escritura. El estudio de las Escrituras les ha de hacer más conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará también crecer necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha revelado en su Palabra como amor infinito. Por tanto, se deberá poner el máximo cuidado para que en la vida de los seminaristas se cultive esta reciprocidad entre estudio y oración. Para esto, hace falta que se oriente a los candidatos a un estudio de la Sagrada Escritura mediante métodos que favorezcan este enfoque integral.

c) Palabra de Dios y vida consagrada

83. Por lo que se refiere a la vida consagrada, el Sínodo ha recordado ante todo que «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida»[275]. En este sentido, el vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte «en “exegesis” viva de la Palabra de Dios»[276]. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que «ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla»[277], dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica.

Quisiera recordar que la gran tradición monástica ha tenido siempre como elemento constitutivo de su propia espiritualidad la meditación de la Sagrada Escritura, particularmente en la modalidad de la lectio divina. También hoy, las formas antiguas y nuevas de especial consagración están llamadas a ser verdaderas escuelas de vida espiritual, en las que se leen las Escrituras según el Espíritu Santo en la Iglesia, de manera que todo el Pueblo de Dios pueda beneficiarse. El Sínodo, por tanto, recomienda que nunca falte en las comunidades de vida consagrada una formación sólida para la lectura creyente de la Biblia[278].

Deseo hacerme eco una vez más de la gratitud y el interés que el Sínodo ha manifestado por las formas de vida contemplativa, que por su carisma específico dedican mucho tiempo de la jornada a imitar a la Madre de Dios, que meditaba asiduamente las palabras y los hechos de su Hijo (cf. Lc 2,19.51), así como a María de Betania que, a los pies del Señor, escuchaba su palabra (cf. Lc 10,38). Pienso particularmente en las monjas y los monjes de clausura, que con su separación del mundo se encuentran más íntimamente unidos a Cristo, corazón del mundo. La Iglesia tiene necesidad más que nunca del testimonio de quien se compromete a «no anteponer nada al amor de Cristo»[279]. El mundo de hoy está con frecuencia demasiado preocupado por las actividades exteriores, en las que corre el riesgo de perderse. Los contemplativos y las contemplativas, con su vida de oración, escucha y meditación de la Palabra de Dios, nos recuerdan que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4). Por tanto, todos los fieles han de tener muy presente que una forma de vida como ésta «indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable»[280].

d) Palabra de Dios y fieles laicos

84. El Sínodo ha dirigido muchas veces su atención a los fieles laicos, dándoles las gracias por su generoso compromiso en la difusión del Evangelio en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana, del trabajo, la escuela, la familia y la educación[281]. Esta tarea, que proviene del bautismo, ha de desarrollarse mediante una vida cristiana cada vez más consciente, capaz de dar «razón de la esperanza que tenemos» (cf. 1 P 3,15). Jesús, en el Evangelio de Mateo, dice que «el campo es el mundo. La buena semilla son los ciudadanos del Reino» (13,38). Estas palabras valen particularmente para los laicos cristianos, que viven su propia vocación a la santidad con una existencia según el Espíritu, y que se expresa particularmente «en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas»[282]. Se ha de formar a los laicos a discernir la voluntad de Dios mediante una familiaridad con la Palabra de Dios, leída y estudiada en la Iglesia, bajo la guía de sus legítimos Pastores. Pueden adquirir esta formación en la escuela de las grandes espiritualidades eclesiales, en cuya raíz está siempre la Sagrada Escritura. Y, según sus posibilidades, las diócesis mismas brinden oportunidades formativas en este sentido para los laicos con particulares responsabilidades eclesiales[283].

e) Palabra de Dios, matrimonio y familia

85. El Sínodo ha sentido también la necesidad de subrayar la relación entre Palabra de Dios, matrimonio y familia cristiana. En efecto, «con el anuncio de la Palabra de Dios, la Iglesia revela a la familia cristiana su verdadera identidad, lo que es y debe ser según el plan del Señor»[284]. Por tanto, nunca se pierda de vista que la Palabra de Dios está en el origen del matrimonio (cf. Gn 2,24) y que Jesús mismo ha querido incluir el matrimonio entre las instituciones de su Reino (cf. Mt 19,4-8), elevando a sacramento lo que originariamente está inscrito en la naturaleza humana. «En la celebración sacramental, el hombre y la mujer pronuncian una palabra profética de recíproca entrega, el ser “una carne”, signo del misterio de la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,32)»[285]. La fidelidad a la Palabra de Dios lleva a percibir cómo esta institución está amenazada también hoy en muchos aspectos por la mentalidad común. Frente al difundido desorden de los afectos y al surgir de modos de pensar que banalizan el cuerpo humano y la diferencia sexual, la Palabra de Dios reafirma la bondad originaria del hombre, creado como varón y mujer, y llamado al amor fiel, recíproco y fecundo.

Del gran misterio nupcial, se desprende una imprescindible responsabilidad de los padres respecto a sus hijos. En efecto, a la auténtica paternidad y maternidad corresponde la comunicación y el testimonio del sentido de la vida en Cristo; mediante la fidelidad y la unidad de la vida de familia, los esposos son los primeros anunciadores de la Palabra de Dios ante sus propios hijos. La comunidad eclesial ha de sostenerles y ayudarles a fomentar la oración en familia, la escucha de la Palabra y el conocimiento de la Biblia. Por eso, el Sínodo desea que cada casa tenga su Biblia y la custodie de modo decoroso, de manera que se la pueda leer y utilizar para la oración. Los sacerdotes, diáconos o laicos bien preparados pueden proporcionar la ayuda necesaria para ello. El Sínodo ha encomendado también la formación de pequeñas comunidades de familias, en las que se cultive la oración y la meditación en común de pasajes adecuados de la Escritura[286]. Los esposos han de recordar, además, que «la Palabra de Dios es una ayuda valiosa también en las dificultades de la vida conyugal y familiar»[287].

En este contexto, deseo subrayar lo que el Sínodo ha recomendado sobre el cometido de las mujeres respecto a la Palabra de Dios. La contribución del «genio femenino», como decía el Papa Juan Pablo II[288], al conocimiento de la Escritura, como también a toda la vida de la Iglesia, es hoy más amplia que en el pasado, y abarca también el campo de los estudios bíblicos. El Sínodo se ha detenido especialmente en el papel indispensable de las mujeres en la familia, la educación, la catequesis y la transmisión de los valores. En efecto, «ellas saben suscitar la escucha de la Palabra, la relación personal con Dios y comunicar el sentido del perdón y del compartir evangélico»[289], así como ser portadoras de amor, maestras de misericordia y constructoras de paz, comunicadoras de calor y humanidad, en un mundo que valora a las personas con demasiada frecuencia según los criterios fríos de explotación y ganancia.

Lectura orante de la Sagrada Escritura y «lectio divina»

86. El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente, en los diferentes ministerios y estados de vida, con particular referencia a la lectio divina[290]. En efecto, la Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente cristiana. Con ello, los Padres sinodales han seguido la línea de lo que afirma la Constitución dogmática Dei Verbum: «Todos los fieles... acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones u otros medios, que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración»[291]. La reflexión conciliar pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: «Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios»[292]. Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está convencido de que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él. En la Carta a Gregorio, el gran teólogo alejandrino recomienda: «Dedícate a la lectio de las divinas Escrituras; aplícate a esto con perseverancia. Esfuérzate en la lectio con la intención de creer y de agradar a Dios. Si durante la lectio te encuentras ante una puerta cerrada, llama y te abrirá el guardián, del que Jesús ha dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote así a la lectio divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras, que se encierra en ellas con abundancia. Pero no has de contentarte con llamar y buscar. Para comprender las cosas de Dios te es absolutamente necesaria la oratio. Precisamente para exhortarnos a ella, el Salvador no solamente nos ha dicho: “Buscad y hallaréis”, “llamad y se os abrirá”, sino que ha añadido: “Pedid y recibiréis”»[293].

A este propósito, no obstante, se ha de evitar el riesgo de un acercamiento individualista, teniendo presente que la Palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro camino hacia Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno, pero también es una Palabra que construye comunidad, que construye la Iglesia. Por tanto, hemos de acercarnos al texto sagrado en la comunión eclesial. En efecto, «es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la Sagrada Escritura es el Pueblo de Dios, es la Iglesia... La Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el Pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la Sagrada Escritura y escuchar la Sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy»[294].

Por eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística[295], así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación lectio y liturgia, se pueden entender mejor los criterios que han de orientar esta lectura en el contexto de la pastoral y la vida espiritual del Pueblo de Dios.

87. En los documentos que han preparado y acompañado el Sínodo, se ha hablado de muchos métodos para acercarse a las Sagradas Escrituras con fruto y en la fe. Sin embargo, se ha prestado una mayor atención a la lectio divina, que es verdaderamente «capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente»[296]. Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los pasos fundamentales: se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los Romanos, dice: «No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). En efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros «la mente de Cristo» (1 Co 2,16). La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, «es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12). Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad.

Encontramos sintetizadas y resumidas estas fases de manera sublime en la figura de la Madre de Dios. Modelo para todos los fieles de acogida dócil de la divina Palabra, Ella «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Sabía encontrar el lazo profundo que une en el gran designio de Dios acontecimientos, acciones y detalles aparentemente desunidos[297].

Quisiera mencionar también lo recomendado durante el Sínodo sobre la importancia de la lectura personal de la Escritura como práctica que contempla la posibilidad, según las disposiciones habituales de la Iglesia, de obtener indulgencias, tanto para sí como para los difuntos[298]. La práctica de la indulgencia[299] implica la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, que la Iglesia como ministra de la redención dispensa y aplica, pero implica también la doctrina de la comunión de los santos, y nos dice «lo íntimamente unidos que estamos en Cristo unos con otros y lo mucho que la vida sobrenatural de uno puede ayudar a los demás»[300]. En esta perspectiva, la lectura de la Palabra de Dios nos ayuda en el camino de penitencia y conversión, nos permite profundizar en el sentido de la pertenencia eclesial y nos sustenta en una familiaridad más grande con Dios. Como dice San Ambrosio, cuando tomamos con fe las Sagradas Escrituras en nuestras manos, y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a pasear con Dios en el paraíso[301].

Palabra de Dios y oración mariana

88. Al recordar la relación inseparable entre la Palabra de Dios y María de Nazaret, junto con los Padres sinodales, invito a promover entre los fieles, sobre todo en la vida familiar, las plegarias marianas, como una ayuda para meditar los santos misterios narrados por la Escritura. Un medio de gran utilidad, por ejemplo, es el rezo personal y comunitario del santo Rosario[302], que recorre junto a María los misterios de la vida de Cristo[303], y que el Papa Juan Pablo II ha querido enriquecer con los misterios de la luz[304]. Es conveniente que se acompañe el anuncio de cada misterio con breves pasajes de la Biblia relacionados con el misterio enunciado, para favorecer así la memorización de algunas expresiones significativas de la Escritura relacionadas con los misterios de la vida de Cristo.

El Sínodo, además, ha recomendado promover entre los fieles el rezo del Angelus Domini. Es una oración sencilla y profunda que nos permite «rememorar cotidianamente el misterio del Verbo Encarnado»[305]. Es conveniente, además, que el Pueblo de Dios, las familias y las comunidades de personas consagradas, sean fieles a esta plegaria mariana, que la tradición nos invita a recitar por la mañana, a mediodía y en el ocaso. En el rezo del Angelus Domini pedimos a Dios que, por intercesión de María, nos sea dado también a nosotros el cumplir como Ella la voluntad de Dios y acoger en nosotros su Palabra. Esta práctica puede ayudarnos a reforzar un auténtico amor al misterio de la Encarnación.

Merecen también ser conocidas, estimadas y difundidas algunas antiguas plegarias del oriente cristiano que, refiriéndose a la Theotokos, a la Madre de Dios, recorren toda la historia de la salvación. Nos referimos especialmente al Akathistos y a la Paraklesis. Son himnos de alabanza cantados en forma de letanía, impregnados de fe eclesial y de referencias bíblicas, que ayudan a los fieles a meditar con María los misterios de Cristo. En particular, el venerable himno a la Madre de Dios, llamado Akathistos —es decir, cantado permaneciendo en pie—, representa una de las más altas expresiones de piedad mariana de la tradición bizantina[306]. Orar con estas palabras ensancha el alma y la dispone para la paz que viene de lo alto, de Dios, esa paz que es Cristo mismo, nacido de María para nuestra salvación.

Palabra de Dios y Tierra Santa

89. Al considerar que el Verbo de Dios se hizo carne en el seno de María de Nazaret, nuestro corazón se vuelve ahora a aquella Tierra en la que se ha cumplido el misterio de nuestra redención, y desde la que se ha difundido la Palabra de Dios hasta los confines del mundo. En efecto, el Verbo se ha encarnado por obra del Espíritu Santo en un momento preciso y en un lugar concreto, en una franja de tierra fronteriza del imperio romano. Por tanto, cuanto más vemos la universalidad y la unicidad de la persona de Cristo, tanto más miramos con gratitud aquella Tierra, en la que Jesús ha nacido, ha vivido y se ha entregado a sí mismo por todos nosotros. Las piedras sobre las que ha caminado nuestro Redentor están cargadas de memoria para nosotros y siguen “gritando” la Buena Nueva. Por eso, los Padres sinodales han recordado la feliz expresión en la que se llama a Tierra Santa «el quinto Evangelio»[307]. Es muy importante que, no obstante las dificultades, haya en aquellos lugares comunidades cristianas. El Sínodo de los Obispos expresa su profunda cercanía a todos los cristianos que viven en la Tierra de Jesús, testimoniando la fe en el Resucitado. En ella, los cristianos están llamados no sólo a servir como «un faro de fe para la Iglesia universal, sino también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa»[308].

La Tierra Santa sigue siendo todavía hoy meta de peregrinación del pueblo cristiano, como gesto de oración y penitencia, como atestiguan ya en la antigüedad autores como san Jerónimo[309]. Cuanto más dirigimos la mirada y el corazón a la Jerusalén terrenal, más se inflama en nosotros tanto el deseo de la Jerusalén celestial, verdadera meta de toda peregrinación, como la pasión de que el nombre de Jesús, el único que puede salvar, sea reconocido por todos (cf. Hch 4,12).

TERCERA PARTE

VERBUM MUNDO

«A Dios nadie le ha visto jamás:

El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18)

La misión de la Iglesia: anunciar la palabra de Dios al mundo

La Palabra del Padre y hacia el Padre

90. San Juan destaca con fuerza la paradoja fundamental de la fe

cristiana: por un lado afirma que «a Dios, nadie lo ha visto jamás» (Jn1,18; cf. 1 Jn 4,12). Nuestras imágenes, conceptos o palabras, en modo alguno pueden definir o medir la realidad infinita del Altísimo. Él permanece siendo el Deus semper maior. Por otro lado, afirma que realmente el Verbo «se hizo carne» (Jn1,14). El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, ha revelado al Dios que «nadie ha visto jamás» (cf. Jn 1,18). Jesucristo acampa entre nosotros «lleno de gracia y de verdad» (Jn1,14), que recibimos por medio de Él (cf. Jn 1,17); en efecto, «de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia» (Jn1,16). De este modo, el evangelista Juan, en el Prólogo, contempla al Verbo desde su estar junto a Dios hasta su hacerse carne y su vuelta al seno del Padre, llevando consigo nuestra misma humanidad, que Él ha asumido para siempre. En este salir del Padre y volver a Él (cf. Jn 13,3; 16,28; 17,8.10), el Verbo se presenta ante nosotros como «Narrador» de Dios (cf. Jn 1,18). En efecto, dice san Ireneo de Lyon, el Hijo es el «Revelador del Padre»[310]. Jesús de Nazaret, por decirlo así, es el «exegeta» de Dios que «nadie ha visto jamás». «Él es imagen del Dios invisible» (Col 1,15). Se cumple aquí la profecía de Isaías sobre la eficacia de la Palabra del Dios: como la lluvia y la nieve bajan desde el cielo para empapar la tierra y hacerla germinar, así la Palabra de Dios «no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10s). Jesucristo es esta Palabra definitiva y eficaz que ha salido del Padre y ha vuelto a Él, cumpliendo perfectamente en el mundo su voluntad.

Anunciar al mundo el «Logos» de la esperanza

91. El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado capacita así nuestra vida para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo. Ésta es la experiencia de la primera comunidad cristiana, que vio cómo iba creciendo la Palabra mediante la predicación y el testimonio (cf. Hch 6,7). Quisiera referirme aquí, en particular, a la vida del apóstol Pablo, un hombre poseído enteramente por el Señor (cf. Flp 3,12) —«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20)— y por su misión: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16), consciente de que en Cristo se ha revelado realmente la salvación de todos los pueblos, la liberación de la esclavitud del pecado para entrar en la libertad de los hijos de Dios.

En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos de la esperanza (cf. 1 P 3,15); el hombre necesita la «gran esperanza» para poder vivir el propio presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn13,1)»[311]. Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos, para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, necesita este anuncio. El Señor mismo, como en los tiempos del profeta Amós, suscita entre los hombres nueva hambre y nueva sed de las palabras del Señor (cf. Am 8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia.

De la Palabra de Dios surge la misión de la Iglesia

92. El Sínodo de los Obispos ha reiterado con insistencia la necesidad de fortalecer en la Iglesia la conciencia misionera que el Pueblo de Dios ha tenido desde su origen. Los primeros cristianos han considerado el anuncio misionero como una necesidad proveniente de la naturaleza misma de la fe: el Dios en que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había manifestado en la historia de Israel y, de manera definitiva, en su Hijo, dando así la respuesta que todos los hombres esperan en lo más íntimo de su corazón. Las primeras comunidades cristianas sentían que su fe no pertenecía a una costumbre cultural particular, que es diferente en cada pueblo, sino al ámbito de la verdad que concierne por igual a todos los hombres.

Es de nuevo san Pablo quien, con su vida, nos aclara el sentido de la misión cristiana y su genuina universalidad. Pensemos en el episodio del Areópago de Atenas narrado por los Hechos de los Apóstoles (cf. 17,16-34). En efecto, el Apóstol de las gentes entra en diálogo con hombres de culturas diferentes, consciente de que el misterio de Dios, conocido o desconocido, que todo hombre percibe aunque sea de manera confusa, se ha revelado realmente en la historia: «Eso que adoráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (Hch 17,23). En efecto, la novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir a todos los pueblos: «Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha revelado»[312].

Palabra y Reino de Dios

93. Por lo tanto, la misión de la Iglesia no puede ser considerada como algo facultativo o adicional de la vida eclesial. Se trata de dejar que el Espíritu Santo nos asimile a Cristo mismo, participando así en su misma misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn20,21), para comunicar la Palabra con toda la vida. Es la Palabra misma la que nos lleva hacia los hermanos; es la Palabra que ilumina, purifica, convierte. Nosotros no somos más que servidores.

Es necesario, pues, redescubrir cada vez más la urgencia y la belleza de anunciar la Palabra para que llegue el Reino de Dios, predicado por Cristo mismo. Renovamos en este sentido la conciencia, tan familiar a los Padres de la Iglesia, de que el anuncio de la Palabra tiene como contenido el Reino de Dios (cf. Mc 1,14-15), que es la persona misma de Jesús (la Autobasileia), como recuerda sugestivamente Orígenes[313]. El Señor ofrece la salvación a los hombres de toda época. Todos nos damos cuenta de la necesidad de que la luz de Cristo ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los otros sectores de la vida social[314]. No se trata de anunciar una palabra sólo de consuelo, sino que interpela, que llama a la conversión, que hace accesible el encuentro con Él, por el cual florece una humanidad nueva.

Todos los bautizados responsables del anuncio

94. Puesto que todo el Pueblo de Dios es un pueblo «enviado», el Sínodo ha reiterado que «la misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo»[315]. Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo. Se debe despertar esta conciencia en cada familia, parroquia, comunidad, asociación y movimiento eclesial. La Iglesia, como misterio de comunión, es toda ella misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar una contribución incisiva al anuncio cristiano.

Los Obispos y sacerdotes, por su propia misión, son los primeros llamados a una vida dedicada al servicio de la Palabra, a anunciar el Evangelio, a celebrar los sacramentos y a formar a los fieles en el conocimiento auténtico de las Escrituras. También los diáconos han de sentirse llamados a colaborar, según su misión, en este compromiso de evangelización.

La vida consagrada brilla en toda la historia de la Iglesia por su capacidad de asumir explícitamente la tarea del anuncio y la predicación de la Palabra de Dios, tanto en la missio ad gentes como en las más difíciles situaciones, con disponibilidad también para las nuevas condiciones de evangelización, emprendiendo con ánimo y audacia nuevos itinerarios y nuevos desafíos para anunciar eficazmente la Palabra de Dios[316].

Los laicos están llamados a ejercer su tarea profética, que se deriva directamente del bautismo, y a testimoniar el Evangelio en la vida cotidiana dondequiera que se encuentren. A este propósito, los Padres sinodales han expresado «la más viva estima y gratitud, junto con su aliento, por el servicio a la evangelización que muchos laicos, y en particular las mujeres, ofrecen con generosidad y tesón en las comunidades diseminadas por el mundo, a ejemplo de María Magdalena, primer testigo de la alegría pascual»[317]. El Sínodo reconoce con gratitud, además, que los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son en la Iglesia una gran fuerza para la obra evangelizadora en este tiempo, impulsando a desarrollar nuevas formas de anunciar el Evangelio[318].

Necesidad de la «missio ad gentes»

95. Al exhortar a todos los fieles al anuncio de la Palabra divina, los Padres sinodales han reiterado también la necesidad en nuestro tiempo de un compromiso decidido en la missio ad gentes. La Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de «mantenimiento» para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial. Además, los Padres han manifestado su firme convicción de que la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo hombre necesita en cualquier época. Por eso, el anuncio debe ser explícito. La Iglesia ha de ir hacia todos con la fuerza del Espíritu (cf. 1 Co 2,5), y seguir defendiendo proféticamente el derecho y la libertad de las personas de escuchar la Palabra de Dios, buscando los medios más eficaces para proclamarla, incluso con riesgo de sufrir persecución[319]. La Iglesia se siente obligada con todos a anunciar la Palabra que salva (cf. Rm 1,14).

Anuncio y nueva evangelización

96. El Papa Juan Pablo II, en la línea de lo que el Papa Pablo VI dijo en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, llamó de muchas maneras la atención de los fieles sobre la necesidad de un nuevo tiempo misionero para todo el Pueblo de Dios[320]. Al alba del tercer milenio, no sólo hay todavía muchos pueblos que no han conocido la Buena Nueva, sino también muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio. Tantos hermanos están «bautizados, pero no suficientemente evangelizados»[321]. Con frecuencia, naciones un tiempo ricas en fe y vocaciones van perdiendo su propia identidad, bajo la influencia de una cultura secularizada[322]. La exigencia de una nueva evangelización, tan fuertemente sentida por mi venerado Predecesor, ha de ser confirmada sin temor, con la certeza de la eficacia de la Palabra divina. La Iglesia, segura de la fidelidad de su Señor, no se cansa de anunciar la Buena Nueva del Evangelio e invita a todos los cristianos a redescubrir el atractivo del seguimiento de Cristo.

Palabra de Dios y testimonio cristiano

97. El inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, protagonista de toda evangelización, nunca dejará de guiar a la Iglesia de Cristo en este cometido. Sin embargo, es importante que toda modalidad de anuncio tenga presente, ante todo, la intrínseca relación entre comunicación de la Palabra de Dios y testimonio cristiano. De esto depende la credibilidad misma del anuncio. Por una parte, se necesita la Palabra que comunique todo lo que el Señor mismo nos ha dicho. Por otra, es indispensable que, con el testimonio, se dé credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca como una bella filosofía o utopía, sino más bien como algo que se puede vivir y que hace vivir. Esta reciprocidad entre Palabra y testimonio vuelve a reflejar el modo con el que Dios mismo se ha comunicado a través de la encarnación de su Verbo. La Palabra de Dios llega a los hombres «por el encuentro con testigos que la hacen presente y viva»[323]. De modo particular, las nuevas generaciones necesitan ser introducidas a la Palabra de Dios «a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial»[324].

Hay una estrecha relación entre el testimonio de la Escritura, como afirmación de la Palabra que Dios pronuncia por sí mismo, y el testimonio de vida de los creyentes. Uno implica y lleva al otro. El testimonio cristiano comunica la Palabra confirmada por la Escritura. La Escritura, a su vez, explica el testimonio que los cristianos están llamados a dar con la propia vida. De este modo, quienes encuentran testigos creíbles del Evangelio se ven movidos así a constatar la eficacia de la Palabra de Dios en quienes la acogen.

98. En esta circularidad entre testimonio y Palabra comprendemos las afirmaciones del Papa Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi. Nuestra responsabilidad no se limita a sugerir al mundo valores compartidos; hace falta que se llegue al anuncio explícito de la Palabra de Dios. Sólo así seremos fieles al mandato de Cristo: «La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios»[325].

Que el anuncio de la Palabra de Dios requiere el testimonio de la propia vida es algo que la conciencia cristiana ha tenido bien presente desde sus orígenes. Cristo mismo es testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14), testigo de la Verdad (cf. Jn 18,37). A este respecto, quisiera hacerme eco de los innumerables testimonios que hemos tenido la gracia de escuchar durante la Asamblea sinodal. Nos hemos sentido muy conmovidos ante las intervenciones de los que han sabido vivir la fe y dar también testimonio espléndido del Evangelio, incluso bajo regímenes adversos al cristianismo o en situaciones de persecución.

Todo esto no nos debe dar miedo. Jesús mismo dijo a sus discípulos: «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn15,20). Por tanto, deseo elevar a Dios con toda la Iglesia un himno de alabanza por el testimonio de muchos hermanos y hermanas que también en nuestro tiempo han dado la vida para comunicar la verdad del amor de Dios, que se nos ha revelado en Cristo crucificado y resucitado. Además, manifiesto la gratitud de toda la Iglesia por los cristianos que no se rinden ante los obstáculos y las persecuciones a causa del Evangelio. Y nos unimos estrechamente, con afecto profundo y solidario, a los fieles de todas aquellas comunidades cristianas, que en estos tiempos, especialmente en Asia y en África, arriesgan la vida o son marginados de la sociedad a causa de la fe. Vemos realizarse aquí el espíritu de las bienaventuranzas del Evangelio, para los que son perseguidos a causa del Señor Jesús (cf. Mt 5,11). Al mismo tiempo, no dejamos de levantar nuestra voz para que los gobiernos de las naciones garanticen a todos la libertad de conciencia y religión, así como el poder testimoniar también públicamente su propia fe[326].

Palabra de Dios y compromiso en el mundo

Servir a Jesús en sus «humildes hermanos» (Mt 25,40)

99. La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de Dios: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones» (Mt 25,31-32). En nuestro tiempo, con frecuencia nos detenemos superficialmente ante el valor del instante que pasa, como si fuera irrelevante para el futuro. Por el contrario, el Evangelio nos recuerda que cada momento de nuestra existencia es importante y debe ser vivido intensamente, sabiendo que todos han de rendir cuentas de su propia vida. En el capítulo veinticinco del Evangelio de Mateo, el Hijo del hombre considera que todo lo que hacemos o dejamos de hacer a uno sólo de sus «humildes hermanos» (25,41.45), se lo hacemos o dejamos de hacérselo a Él: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36). Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia. Al anunciar el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer el bien y comprometernos por la justicia, la reconciliación y la paz.

Palabra de Dios y compromiso por la justicia en la sociedad

100. La Palabra de Dios impulsa al hombre a entablar relaciones animadas por la rectitud y la justicia; da fe del valor precioso ante Dios de todos los esfuerzos del hombre por construir un mundo más justo y más habitable[327]. La misma Palabra de Dios denuncia sin ambigüedades las injusticias y promueve la solidaridad y la igualdad[328]. Por eso, a la luz de las palabras del Señor, reconocemos los «signos de los tiempos» que hay en la historia y no rehuimos el compromiso en favor de los que sufren y son víctimas del egoísmo. El Sínodo ha recordado que el compromiso por la justicia y la transformación del mundo forma parte de la evangelización. Como dijo el Papa Pablo VI, se trata «de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación»[329].

A este respecto, los Padres sinodales han pensado particularmente en los que están comprometidos en la vida política y social. La evangelización y la difusión de la Palabra de Dios han de inspirar su acción en el mundo en busca del verdadero bien de todos, en el respeto y la promoción de la dignidad de cada persona. Ciertamente, no es una tarea directa de la Iglesia el crear una sociedad más justa, aunque le corresponde el derecho y el deber de intervenir sobre las cuestiones éticas y morales que conciernen al bien de las personas y los pueblos. Es sobre todo a los fieles laicos, educados en la escuela del Evangelio, a quienes corresponde la tarea de intervenir directamente en la acción social y política. Por eso, el Sínodo recomienda promover una adecuada formación según los principios de la Doctrina social de la Iglesia[330].

101. Además, deseo llamar la atención de todos sobre la importancia de defender y promover los derechos humanos de cada persona, fundados en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y que, como tales, son «universales, inviolables, inalienables»[331]. La Iglesia espera que, mediante la afirmación de estos derechos, se reconozca más eficazmente y se promueva universalmente la dignidad humana[332], como característica impresa por Dios Creador en su criatura, asumida y redimida por Jesucristo por su encarnación, muerte y resurrección. Por eso, la difusión de la Palabra de Dios refuerza la afirmación y el respeto de estos derechos[333].

Anuncio de la Palabra de Dios, reconciliación y paz entre los pueblos

102. Entre los múltiples ámbitos de compromiso, el Sínodo ha recomendado ardientemente la promoción de la reconciliación y la paz. En el contexto actual, es necesario más que nunca redescubrir la Palabra de Dios como fuente de reconciliación y paz, porque en ella Dios reconcilia en sí todas las cosas (cf. 2 Co 5,18-20; Ef 1,10): Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), que derriba los muros de división. En el Sínodo, muchos testimonios han documentado los graves y sangrientos conflictos, así como las tensiones que hay en nuestro planeta. A veces, dichas hostilidades parecen tener un aspecto de conflicto interreligioso. Una vez más, deseo reiterar que la religión nunca puede justificar intolerancia o guerras. No se puede utilizar la violencia en nombre de Dios[334]. Toda religión debería impulsar un uso correcto de la razón y promover valores éticos que edifican la convivencia civil.

Fieles a la obra de reconciliación consumada por Dios en Jesucristo, crucificado y resucitado, los católicos y todos los hombres de buena voluntad han de comprometerse a dar ejemplo de reconciliación para construir una sociedad justa y pacífica[335]. Nunca olvidemos que «donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalece el trágico estrépito de la violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios actúa y nos repite que la paz es posible y que debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz»[336].

La Palabra de Dios y la caridad efectiva

103. El compromiso por la justicia, la reconciliación y la paz tiene su última raíz y su cumplimiento en el amor que Cristo nos ha revelado. Al escuchar los testimonios aportados en el Sínodo, hemos prestado más atención a la relación que hay entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio desinteresado a los hermanos; todos los creyentes han de comprender «la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas»[337]. Jesús pasó por este mundo haciendo el bien (cf. Hch 10,38). Escuchando con disponibilidad la Palabra de Dios en la Iglesia, se despierta «la caridad y la justicia para todos, sobre todo para los pobres»[338]. Nunca se ha de olvidar que «el amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa... Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre»[339]. Exhorto, por tanto, a todos los fieles a meditar con frecuencia el himno a la caridad escrito por el Apóstol Pablo, y a dejarse inspirar por él: «el amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado, ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca» (1 Co 13,4-8).

Por tanto, el amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios, nos debe tener constantemente comprometidos, personalmente y como comunidad eclesial, local y universal. Dice san Agustín: «La plenitud de la Ley y de todas las divinas Escrituras es el amor... El que cree, pues, haber entendido las Escrituras, o alguna parte de ellas, y con esta comprensión no edifica este doble amor de Dios y del prójimo, aún no las entendió»[340].

Anuncio de la Palabra de Dios y los jóvenes

104. El Sínodo ha prestado una atención particular al anuncio de la Palabra divina a las nuevas generaciones. Los jóvenes son ya desde ahora miembros activos de la Iglesia y representan su futuro. En ellos encontramos a menudo una apertura espontánea a la escucha de la Palabra de Dios y un deseo sincero de conocer a Jesús. En efecto, en la edad de la juventud, surgen de modo incontenible y sincero preguntas sobre el sentido de la propia vida y sobre qué dirección dar a la propia existencia. A estos interrogantes, sólo Dios sabe dar una respuesta verdadera. Esta atención al mundo juvenil implica la valentía de un anuncio claro; hemos de ayudar a los jóvenes a que adquieran confianza y familiaridad con la Sagrada Escritura, para que sea como una brújula que indica la vía a seguir[341]. Para ello, necesitan testigos y maestros, que caminen con ellos y los lleven a amar y a comunicar a su vez el Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose ellos mismos en auténticos y creíbles anunciadores[342].

Es preciso que se presente la divina Palabra también con sus implicaciones vocacionales, para ayudar y orientar así a los jóvenes en sus opciones de vida, incluida la de una consagración total[343]. Auténticas vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio encuentran terreno propicio en el contacto fiel con la Palabra de Dios. Repito también hoy la invitación que hice al comienzo de mi pontificado de abrir las puertas a Cristo: «Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana... Queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[344].

Anuncio de la Palabra de Dios y los emigrantes

105. La Palabra de Dios nos hace estar atentos a la historia y a todo lo nuevo que brota en ella. Por eso, el Sínodo, en relación con la misión evangelizadora de la Iglesia, ha querido prestar atención también al complejo fenómeno de la emigración, que en estos años ha adquirido proporciones inéditas. En este punto se plantean cuestiones sumamente delicadas sobre la seguridad de las naciones y la acogida que se ha de ofrecer a los que buscan refugio, mejores condiciones de vida, salud y trabajo. Gran número de personas, que no conocen a Cristo o tienen una imagen suya inadecuada, se establecen en países de tradición cristiana. Al mismo tiempo, otras procedentes de pueblos profundamente marcados por la fe cristiana emigran a países donde se necesita llevar el anuncio de Cristo y de una nueva evangelización. Estas situaciones ofrecen nuevas posibilidades para la difusión de la Palabra de Dios. A este propósito, los Padres sinodales han afirmado que los emigrantes tienen el derecho de escuchar el kerigma, que se les ha de proponer, pero nunca imponer. Si son cristianos, necesitan una asistencia pastoral adecuada para reforzar su fe y para que ellos mismos sean portadores del anuncio evangélico. Conscientes de la complejidad del fenómeno, es preciso que las diócesis interesadas se movilicen, con el fin de que los movimientos migratorios sean considerados también una ocasión para descubrir nuevas modalidades de presencia y anuncio, y se proporcione, según las propias posibilidades, una adecuada acogida y animación de estos hermanos nuestros para que, tocados por la Buena Nueva, se hagan ellos mismos anunciadores de la Palabra de Dios y testigos de Jesús Resucitado, esperanza del mundo[345].

Anuncio de la Palabra de Dios y los que sufren

106. Durante los trabajos sinodales, los Padres han puesto su atención también en la necesidad de anunciar la Palabra de Dios a todos los que padecen sufrimiento físico, psíquico o espiritual. En efecto, en el momento del dolor es cuando surgen de manera más aguda en el corazón del hombre las preguntas últimas sobre el sentido de la propia vida. Mientras la palabra del hombre parece enmudecer ante el misterio del mal y del dolor, y nuestra sociedad parece valorar la existencia sólo cuando ésta tiene un cierto grado de eficiencia y bienestar, la Palabra de Dios nos revela que también las circunstancias adversas son misteriosamente «abrazadas» por la ternura de Dios. La fe que nace del encuentro con la divina Palabra nos ayuda a considerar la vida humana como digna de ser vivida en plenitud también cuando está aquejada por el mal. Dios ha creado al hombre para la felicidad y para la vida, mientras que la enfermedad y la muerte han entrado en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2,23-24). Pero el Padre de la vida es el médico del hombre por excelencia y no deja de inclinarse amorosamente sobre la humanidad afligida. El culmen de la cercanía de Dios al sufrimiento del hombre lo contemplamos en Jesús mismo, que es «Palabra encarnada. Sufrió con nosotros y murió. Con su pasión y muerte asumió y transformó hasta el fondo nuestra debilidad»[346].

La cercanía de Jesús a los que sufren no se ha interrumpido, se prolonga en el tiempo por la acción del Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, en la Palabra y en los sacramentos, en los hombres de buena voluntad, en las actividades de asistencia que las comunidades promueven con caridad fraterna, enseñando así el verdadero rostro de Dios y su amor. El Sínodo da gracias a Dios por estos testimonios espléndidos, a menudo escondidos, de tantos cristianos —sacerdotes, religiosos y laicos— que han prestado y siguen prestando sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo, verdadero médico de los cuerpos y las almas. El Sínodo exhorta a continuar prestando ayuda a las personas enfermas, llevándoles la presencia vivificante del Señor Jesús en la Palabra y en la Eucaristía. Que se les ayude a leer la Escritura y a descubrir que, precisamente en su condición, pueden participar de manera particular en el sufrimiento redentor de Cristo para la salvación del mundo (cf. 2 Co 4,8-11.14)[347].

Anuncio de la Palabra de Dios y los pobres

107. La Sagrada Escritura manifiesta la predilección de Dios por los pobres y necesitados (cf. Mt 25,31-46). Frecuentemente, los Padres sinodales han vuelto a recordar la necesidad de que el anuncio evangélico y el esfuerzo de los pastores y las comunidades se dirija a estos hermanos nuestros. En efecto, «los primeros que tienen derecho al anuncio del Evangelio son precisamente los pobres, no sólo necesitados de pan, sino también de palabras de vida»[348]. La diaconía de la caridad, que nunca ha de faltar en nuestras Iglesias, ha de estar siempre unida al anuncio de la Palabra y a la celebración de los sagrados misterios[349]. Al mismo tiempo, se ha de reconocer y valorar el hecho de que los mismos pobres son también agentes de evangelización. En la Biblia, el verdadero pobre es el que se confía totalmente a Dios, y Jesús mismo llama en el Evangelio bienaventurados a los pobres, «porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3; cf. Lc 6,20). El Señor ensalza la sencillez de corazón de quien reconoce a Dios como la verdadera riqueza, pone en Él la propia esperanza, y no en los bienes de este mundo. La Iglesia no puede decepcionar a los pobres: «Los pastores están llamados a escucharlos, a aprender de ellos, a guiarlos en su fe y a motivarlos para que sean artífices de su propia historia»[350].

La Iglesia es también consciente de que existe una pobreza como virtud, que se ha de ejercitar y elegir libremente, como lo han hecho muchos santos; y de que existe una miseria, que con frecuencia es el resultado de injusticias y provocada por el egoísmo, que comporta indigencia y hambre, y favorece los conflictos. Cuando la Iglesia anuncia la Palabra de Dios, sabe que se ha de favorecer un «círculo virtuoso» entre la pobreza «que conviene elegir» y la pobreza «que es preciso combatir», redescubriendo «la sobriedad y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales… Esto implica opciones de justicia y de sobriedad»[351].

Palabra de Dios y salvaguardia de la Creación

108. El compromiso en el mundo requerido por la divina Palabra nos impulsa a mirar con ojos nuevos el cosmos que, creado por Dios, lleva en sí la huella del Verbo, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,2). En efecto, como creyentes y anunciadores del Evangelio tenemos también una responsabilidad con respecto a la creación. La revelación, a la vez que nos da a conocer el plan de Dios sobre el cosmos, nos lleva también a denunciar las actitudes equivocadas del hombre cuando no reconoce todas las cosas como reflejo del Creador, sino como mera materia para manipularla sin escrúpulos. De este modo, el hombre carece de esa humildad esencial que le permite reconocer la creación como don de Dios, que se ha de acoger y usar según sus designios. Por el contrario, la arrogancia del hombre que vive «como si Dios no existiera», lleva a explotar y deteriorar la naturaleza, sin reconocer en ella la obra de la Palabra creadora. En esta perspectiva teológica, deseo retomar las afirmaciones de los Padres sinodales, que han recordado que «acoger la Palabra de Dios atestiguada en la sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia da lugar a un nuevo modo de ver las cosas, promoviendo una ecología auténtica, que tiene su raíz más profunda en la obediencia de la fe..., desarrollando una renovada sensibilidad teológica sobre la bondad de todas las cosas creadas en Cristo»[352]. El hombre necesita ser educado de nuevo en el asombro y el reconocimiento de la belleza auténtica que se manifiesta en las cosas creadas[353].

Palabra de Dios y culturas

El valor de la cultura para la vida del hombre

109. El anuncio joánico referente a la encarnación del Verbo, revela la unión indisoluble entre la Palabra divina y las palabras humanas, por las cuales se nos comunica. En el marco de esta consideración, el Sínodo de los Obispos se ha fijado en la relación entre Palabra de Dios y cultura. En efecto, Dios no se revela al hombre en abstracto, sino asumiendo lenguajes, imágenes y expresiones vinculadas a las diferentes culturas. Es una relación fecunda, atestiguada ampliamente en la historia de la Iglesia. Hoy, esta relación entra también en una nueva fase, debido a que la evangelización se extiende y arraiga en el seno de las diferentes culturas, así como a los más recientes avances de la cultura occidental. Esto exige, ante todo, que se reconozca la importancia de la cultura para la vida de todo hombre. En efecto, el fenómeno de la cultura, en sus múltiples aspectos, se presenta como un dato constitutivo de la experiencia humana: «El hombre vive siempre según una cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana»[354].

La Palabra de Dios ha inspirado a lo largo de los siglos las diferentes culturas, generando valores morales fundamentales, expresiones artísticas excelentes y estilos de vida ejemplares[355]. Por tanto, en la perspectiva de un renovado encuentro entre Biblia y culturas, quisiera reiterar a todos los exponentes de la cultura que no han de temer abrirse a la Palabra de Dios; ésta nunca destruye la verdadera cultura, sino que representa un estímulo constante en la búsqueda de expresiones humanas cada vez más apropiadas y significativas. Toda auténtica cultura, si quiere ser realmente para el hombre, ha de estar abierta a la transcendencia, en último término, a Dios.

La Biblia como un gran códice para las culturas

110. Los Padres sinodales han subrayado la importancia de favorecer entre los agentes culturales un conocimiento adecuado de la Biblia, incluso en los ambientes secularizados y entre los no creyentes[356]; la Sagrada Escritura contiene valores antropológicos y filosóficos que han influido positivamente en toda la humanidad[357]. Se ha de recobrar plenamente el sentido de la Biblia como un gran códice para las culturas.

El conocimiento de la Biblia en la escuela y la universidad

111. Un ámbito particular del encuentro entre Palabra de Dios y culturas es el de la escuela y la universidad. Los Pastores han de prestar una atención especial a estos ámbitos, promoviendo un conocimiento profundo de la Biblia que permita captar sus fecundas implicaciones culturales también para nuestro tiempo. Los centros de estudio promovidos por entidades católicas dan una contribución singular —que ha de ser reconocida— a la promoción de la cultura y la instrucción. Además, no se debe descuidar la enseñanza de la religión, formando esmeradamente a los docentes. Ésta representa en muchos casos para los estudiantes una ocasión única de contacto con el mensaje de la fe. Conviene que en esta enseñanza se promueva el conocimiento de la Sagrada Escritura, superando antiguos y nuevos prejuicios, y tratando de dar a conocer su verdad[358].

La Sagrada Escritura en las diversas manifestaciones artísticas

112. La relación entre Palabra de Dios y cultura se ha expresado en obras de diversos ámbitos, en particular en el mundo del arte. Por eso, la gran tradición de Oriente y Occidente ha apreciado siempre las manifestaciones artísticas inspiradas en la Sagrada Escritura como, por ejemplo, las artes figurativas y la arquitectura, la literatura y la música. Pienso también en el antiguo lenguaje de los iconos, que desde la tradición oriental se está difundiendo por el mundo entero. Con los Padres sinodales, toda la Iglesia manifiesta su consideración, estima y admiración por los artistas «enamorados de la belleza», que se han dejado inspirar por los textos sagrados; ellos han contribuido a la decoración de nuestras iglesias, a la celebración de nuestra fe, al enriquecimiento de nuestra liturgia y, al mismo tiempo, muchos de ellos han ayudado a reflejar de modo perceptible en el tiempo y en el espacio las realidades invisibles y eternas[359]. Exhorto a los organismos competentes a que se promueva en la Iglesia una sólida formación de los artistas sobre la Sagrada Escritura a la luz de la Tradición viva de la Iglesia y el Magisterio.

Palabra de Dios y medios de comunicación social

113. A la relación entre Palabra de Dios y culturas se corresponde la importancia de emplear con atención e inteligencia los medios de comunicación social, antiguos y nuevos. Los Padres sinodales han recomendado un conocimiento apropiado de estos instrumentos, poniendo atención a su rápido desarrollo y alto grado de interacción, así como a invertir más energías en adquirir competencia en los diversos sectores, particularmente en los llamados new media como, por ejemplo, internet. Existe ya una presencia significativa por parte de la Iglesia en el mundo de la comunicación de masas, y también el Magisterio eclesial se ha expresado más de una vez sobre este tema a partir del Concilio Vaticano II[360]. La adquisición de nuevos métodos para transmitir el mensaje evangélico forma parte del constante impulso evangelizadora de los creyentes, y la comunicación se extiende hoy como una red que abarca todo el globo, de modo que el requerimiento de Cristo adquiere un nuevo sentido: «Lo que yo os digo de noche, decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea» (Mt 10,27). La Palabra divina debe llegar no sólo a través del lenguaje escrito, sino también mediante las otras formas de comunicación[361]. Por eso, junto a los Padres sinodales, deseo agradecer a los católicos que, con competencia, están comprometidos en una presencia significativa en el mundo de los medios de comunicación, animándolos a la vez a un esfuerzo más amplio y cualificado[362].

Entre las nuevas formas de comunicación de masas, hoy se reconoce un papel creciente a internet, que representa un nuevo foro para hacer resonar el Evangelio, pero conscientes de que el mundo virtual nunca podrá reemplazar al mundo real, y que la evangelización podrá aprovechar la realidad virtual que ofrecen los new media para establecer relaciones significativas sólo si llega al contacto personal, que sigue siendo insustituible. En el mundo de internet, que permite que millones y millones de imágenes aparezcan en un número incontable de pantallas de todo el mundo, deberá aparecer el rostro de Cristo y oírse su voz, porque «si no hay lugar para Cristo, tampoco hay lugar para el hombre»[363].

Biblia e inculturación

114. El misterio de la Encarnación nos manifiesta, por una parte, que Dios se comunica siempre en una historia concreta, asumiendo las claves culturales inscritas en ella, pero, por otra, la misma Palabra puede y tiene que transmitirse en culturas diferentes, transfigurándolas desde dentro, mediante lo que el Papa Pablo VI llamó la evangelización de las culturas[364]. La Palabra de Dios, como también la fe cristiana, manifiesta así un carácter intensamente intercultural, capaz de encontrar y de que se encuentren culturas diferentes[365].

En este contexto, se entiende también el valor de la inculturación del Evangelio[366]. La Iglesia está firmemente convencida de la capacidad de la Palabra de Dios para llegar a todas las personas humanas en el contexto cultural en que viven: «Esta convicción emana de la Biblia misma, que desde el libro del Génesis toma una orientación universal (cf. Gn 1,27-28), la mantiene luego en la bendición prometida a todos los pueblos gracias a Abrahán y su descendencia (cf. Gn 12,3; 18,18) y la confirma definitivamente extendiendo a “todas las naciones” la evangelización»[367]. Por eso, la inculturación no ha de consistir en procesos de adaptación superficial, ni en la confusión sincretista, que diluye la originalidad del Evangelio para hacerlo más fácilmente aceptable[368]. El auténtico paradigma de la inculturación es la encarnación misma del Verbo: «La “culturización” o “inculturación” que promovéis con razón será verdaderamente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, genere de su propia tradición viva expresiones originales de vida, celebración y pensamiento cristianos»[369], haciendo fermentar desde dentro la cultura local, valorizando los semina Verbi y todo lo que hay en ella de positivo, abriéndola a los valores evangélicos[370].

Traducciones y difusión de la Biblia

115. Si la inculturación de la Palabra de Dios es parte imprescindible de la misión de la Iglesia en el mundo, un momento decisivo de este proceso es la difusión de la Biblia a través del valioso trabajo de su traducción en las diferentes lenguas. A este propósito, se ha de tener siempre en cuenta que la traducción de las Escrituras comenzó «ya en los tiempos del Antiguo Testamento, cuando se tradujo oralmente el texto hebreo de la Biblia en arameo (Ne 8,8.12) y más tarde, por escrito, en griego. Una traducción, en efecto, es siempre más que una simple trascripción del texto original. El paso de una lengua a otra comporta necesariamente un cambio de contexto cultural: los conceptos no son idénticos y el alcance de los símbolos es diferente, ya que ellos ponen en relación con otras tradiciones de pensamiento y otras maneras de vivir»[371].

Durante los trabajos sinodales se ha debido constatar que varias Iglesias locales no disponen de una traducción integral de la Biblia en sus propias lenguas. Cuántos pueblos tienen hoy hambre y sed de la Palabra de Dios, pero, desafortunadamente, no tienen aún un «fácil acceso a la sagrada Escritura»[372], como deseaba el Concilio Vaticano II. Por eso, el Sínodo considera importante, ante todo, la formación de especialistas que se dediquen a traducir la Biblia a las diferentes lenguas[373]. Animo a invertir recursos en este campo. En particular, quisiera recomendar que se apoye el compromiso de la Federación Bíblica Católica, para que se incremente más aún el número de traducciones de la Sagrada Escritura y su difusión capilar[374]. Conviene que, dada la naturaleza de un trabajo como éste, se lleve a cabo en lo posible en colaboración con las diversas Sociedades Bíblicas.

La Palabra de Dios supera los límites de las culturas

116. La Asamblea sinodal, en el debate sobre la relación entre Palabra de Dios y culturas, ha sentido la exigencia de reafirmar aquello que los primeros cristianos pudieron experimentar desde el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-13). La Palabra divina es capaz de penetrar y de expresarse en culturas y lenguas diferentes, pero la misma Palabra transfigura los límites de cada cultura, creando comunión entre pueblos diferentes. La Palabra del Señor nos invita a una comunión más amplia. «Salimos de la limitación de nuestras experiencias y entramos en la realidad que es verdaderamente universal. Al entrar en la comunión con la Palabra de Dios, entramos en la comunión de la Iglesia que vive la Palabra de Dios... Es salir de los límites de cada cultura para entrar en la universalidad que nos relaciona a todos, que une a todos, que nos hace a todos hermanos»[375]. Por tanto, anunciar la Palabra de Dios exige siempre que nosotros mismos seamos los primeros en emprender un renovado éxodo, en dejar nuestros criterios y nuestra imaginación limitada para dejar espacio en nosotros a la presencia de Cristo.

Palabra de Dios y diálogo interreligioso

El valor del diálogo interreligioso

117. La Iglesia reconoce como parte esencial del anuncio de la Palabra el encuentro y la colaboración con todos los hombres de buena voluntad, en particular con las personas pertenecientes a las diferentes tradiciones religiosas, evitando formas de sincretismo y relativismo, y siguiendo los criterios indicados por la Declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II, desarrollados por el Magisterio sucesivo de los sumos pontífices[376]. El rápido proceso de globalización, característico de nuestra época, hace que se viva en un contacto más estrecho con personas de culturas y religiones diferentes. Se trata de una oportunidad providencial para manifestar cómo el auténtico sentido religioso puede promover entre los hombres relaciones de hermandad universal. Es de gran importancia que las religiones favorezcan en nuestras sociedades, con frecuencia secularizadas, una mentalidad que vea en Dios Todopoderoso el fundamento de todo bien, la fuente inagotable de la vida moral, sustento de un sentido profundo de hermandad universal.

Por ejemplo, en la tradición judeocristiana se encuentra el sugestivo testimonio del amor de Dios por todos los pueblos que, en la alianza establecida con Noé, reúne en un único gran abrazo, simbolizado por el «arco en el cielo» (Gn 9,13.14.16), y que, según las palabras de los profetas, quiere recoger en una única familia universal (cf. Is 2,2ss; 42,6; 66,18-21; Jr 4,2; Sal 47). De hecho, en muchas grandes tradiciones religiosas se encuentran testimonios de la íntima unión entre la relación con Dios y la ética del amor por todos los hombres.

Diálogo entre cristianos y musulmanes

118. Entre las diversas religiones, la Iglesia «mira también con aprecio a los musulmanes, que reconocen la existencia de un Dios único»[377]; hacen referencia y dan culto a Dios, sobre todo con la plegaria, la limosna y el ayuno. Reconocemos que en la tradición del Islam hay muchas figuras, símbolos y temas bíblicos. En continuidad con la importante obra del Venerable Juan Pablo II, confío en que las relaciones inspiradas en la confianza, que se han establecido desde hace años entre cristianos y musulmanes, prosigan y se desarrollen en un espíritu de diálogo sincero y respetuoso[378]. En este diálogo, el Sínodo ha expresado el deseo de que se profundice en el respeto de la vida como valor fundamental, en los derechos inalienables del hombre y la mujer y su igual dignidad. Teniendo en cuenta la distinción entre el orden sociopolítico y el orden religioso, las religiones han de ofrecer su aportación al bien común. El Sínodo pide a las Conferencias Episcopales, donde sea oportuno y provechoso, que favorezcan encuentros de conocimiento recíproco entre cristianos y musulmanes, para promover los valores que necesita la sociedad para una convivencia pacífica y positiva[379].

Diálogo con las demás religiones

119. Además, deseo manifestar en esta circunstancia el respeto de la Iglesia por las antiguas religiones y tradiciones espirituales de los diversos Continentes; éstas contienen valores de respeto y colaboración que pueden favorecer mucho la comprensión entre las personas y los pueblos[380]. Constatamos frecuentemente sintonías con valores expresados también en sus libros religiosos como, por ejemplo, el respeto de la vida, la contemplación, el silencio y la sencillez en el Budismo; el sentido de lo sagrado, del sacrificio y del ayuno en el Hinduismo, como también los valores familiares y sociales en el Confucianismo. Vemos además en otras experiencias religiosas una atención sincera por la transcendencia de Dios, reconocido como el Creador, así como también por el respeto de la vida, del matrimonio y la familia, y un fuerte sentido de la solidaridad.

Diálogo y libertad religiosa

120. Sin embargo, el diálogo no sería fecundo si éste no incluyera también un auténtico respeto por cada persona, para que pueda profesar libremente la propia religión. Por eso, el Sínodo, a la vez que promueve la colaboración entre los exponentes de las diversas religiones, recuerda también «la necesidad de que se asegure de manera efectiva a todos los creyentes la libertad de profesar su propia religión en privado y en público, además de la libertad de conciencia»[381]. En efecto «el respeto y el diálogo requieren, consiguientemente, la reciprocidad en todos los terrenos, sobre todo en lo que concierne a las libertades fundamentales, y en particular, a la libertad religiosa. Favorecen la paz y el entendimiento entre los pueblos»[382].

CONCLUSIÓN

La palabra definitiva de Dios

121. Al término de estas reflexiones con las que he querido recoger y profundizar la riqueza de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, deseo exhortar una vez más a todo el Pueblo de Dios, a los Pastores, a las personas consagradas y a los laicos a esforzarse para tener cada vez más familiaridad con la Sagrada Escritura. Nunca hemos de olvidar que el fundamento de toda espiritualidad cristiana auténtica y viva es la Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia. Esta relación con la divina Palabra será tanto más intensa cuanto más seamos conscientes de encontrarnos ante la Palabra definitiva de Dios sobre el cosmos y sobre la historia, tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición viva de la Iglesia.

Como nos hace contemplar el Prólogo del Evangelio de Juan, todo el ser está bajo el signo de la Palabra. El Verbo sale del Padre y viene a vivir entre los suyos, y retorna al seno del Padre para llevar consigo a toda la creación que ha sido creada en Él y para Él. La Iglesia vive ahora su misión en expectante espera de la manifestación escatológica del Esposo: «el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (Ap 22,17). Esta espera nunca es pasiva, sino impulso misionero para anunciar la Palabra de Dios que cura y redime a cada hombre: también hoy, Jesús resucitado nos dice: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

Nueva evangelización y nueva escucha

122. Por eso, nuestro tiempo ha de ser cada día más el de una nueva escucha de la Palabra de Dios y de una nueva evangelización. Redescubrir el puesto central de la Palabra divina en la vida cristiana nos hace reencontrar de nuevo así el sentido más profundo de lo que el Papa Juan Pablo II ha pedido con vigor: continuar la missio ad gentes y emprender con todas las fuerzas la nueva evangelización, sobre todo en aquellas naciones donde el Evangelio se ha olvidado o padece la indiferencia de cierta mayoría a causa de una difundida secularización. Que el Espíritu Santo despierte en los hombres hambre y sed de la Palabra de Dios y suscite entusiastas anunciadores y testigos del Evangelio.

A imitación del gran Apóstol de los Gentiles, que fue transformado después de haber oído la voz del Señor (cf. Hch 9,1-30), escuchemos también nosotros la divina Palabra, que siempre nos interpela personalmente aquí y ahora. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que el Espíritu Santo «apartó» a Pablo y Bernabé para que predicaran y difundieran la Buena Nueva (cf. 13,2). Así, también hoy el Espíritu Santo llama incesantemente a oyentes y anunciadores convencidos y persuasivos de la Palabra del Señor.

La Palabra y la alegría

123. Cuanto más sepamos ponernos a disposición de la Palabra divina, tanto más podremos constatar que el misterio de Pentecostés está vivo también hoy en la Iglesia de Dios. El Espíritu del Señor sigue derramando sus dones sobre la Iglesia para que seamos guiados a la verdad plena, desvelándonos el sentido de las Escrituras y haciéndonos anunciadores creíbles de la Palabra de salvación en el mundo. Volvemos así a la Primera carta de san Juan. En la Palabra de Dios, también nosotros hemos oído, visto y tocado el Verbo de la Vida. Por gracia, hemos recibido el anuncio de que la vida eterna se ha manifestado, de modo que ahora reconocemos estar en comunión unos con otros, con quienes nos han precedido en el signo de la fe y con todos los que, diseminados por el mundo, escuchan la Palabra, celebran la Eucaristía y dan testimonio de la caridad. La comunicación de este anuncio —nos recuerda el apóstol Juan— se nos ha dado «para que nuestra alegría sea completa» (1 Jn 1,4).

La Asamblea sinodal nos ha permitido experimentar también lo que dice el mensaje joánico: el anuncio de la Palabra crea comunión y es fuente de alegría. Una alegría profunda que brota del corazón mismo de la vida trinitaria y que se nos comunica en el Hijo. Una alegría que es un don inefable que el mundo no puede dar. Se pueden organizar fiestas, pero no la alegría. Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), que nos permite entrar en la Palabra y hacer que la Palabra divina entre en nosotros trayendo frutos de vida eterna. Al anunciar con la fuerza del Espíritu Santo la Palabra de Dios, queremos también comunicar la fuente de la verdadera alegría, no de una alegría superficial y efímera, sino de aquella que brota del ser conscientes de que sólo el Señor Jesús tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).

Mater Verbi et Mater laetitiae

124. Esta íntima relación entre la Palabra de Dios y la alegría se manifiesta claramente en la Madre de Dios. Recordemos las palabras de santa Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo. La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios. El Evangelio de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de escucha y de gozo. Jesús dice: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (8,21). Y, ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica. Por eso, recuerdo a todos los cristianos que nuestra relación personal y comunitaria con Dios depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina. Finalmente, me dirijo a todos los hombres, también a los que se han alejado de la Iglesia, que han abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de salvación. A cada uno de ellos, el Señor les dice: «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,20).

Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el encuentro renovado con Cristo, Verbo del Padre hecho carne. Él está en el principio y en el fin, y «todo se mantiene en él» (Col 1,17). Hagamos silencio para escuchar la Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la acción eficaz del Espíritu Santo, siga morando, viviendo y hablándonos a lo largo de todos los días de nuestra vida. De este modo, la Iglesia se renueva y rejuvenece siempre gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente (cf. 1 P 1,25; Is 40,8). Y también nosotros podemos entrar así en el gran diálogo nupcial con que se cierra la Sagrada Escritura: «El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”. Y el que oiga, diga: “¡Ven!”... Dice el que da testimonio de todo esto: “Sí, vengo pronto”. ¡Amen! “Ven, Señor Jesús”» (Ap 22,17.20).

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2010, sexto de mi Pontificado.

[1] Cf. Propositio 1.

[2] Cf. XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, 27.

[3] Cf. León XIII, Carta enc. Providentissimus Deus (18 noviembre 1893): ASS 26 (1893-94, 269-292; Benedicto XV, Carta enc. Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920): AAS 12 (1920), 385-422; Pío XII, Carta enc. Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943): AAS 35 (1943), 297-325.

[4] Propositio 2.

[5] Ibíd.

[6] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.

[7] Ibíd., 4.

[8] Cf. Entre otros documentos de distinta naturaleza, véase: Pablo VI, Carta ap. Summi Dei Verbum (4 noviembre 1963): AAS 55 (1963), 979-995; Id, Motu proprio Sedula cura (27 junio 1971): AAS 63 (1971), 665-669; Juan Pablo II, Audiencia General (1 mayo 1985): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 1985), 3; Id., Discurso sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia (23 abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243; Benedicto XVI, Discurso al Congreso Internacional por el 40 aniversario de la Dei Verbum (16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 957; Id., Ángelus (6 noviembre 2005): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (11 noviembre 2005), 6. Se tengan en cuenta también los documentos de la Pontificia Comisión Bíblica, De sacra Scriptura et Christologia (1984); Unidad y diversidad en la Iglesia (11 abril 1988); La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993); El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001); Biblia y moral. Raíces bíblicas del obrar cristiano (11 mayo 2008).

[9] Cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 49.

[10] Cf. Propositio 37.

[11] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001).

[12] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 5.

[13] Cf. Ángelus (4 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 enero 2009), 1.11.

[14] Cf. Relatio ante disceptationem, I.

[15] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina revelación, 2.

[16] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217-218.

[17] Instrumentum laboris, 9.

[18] Credo Niceno-Constantinopolitano: DS 150.

[19] San Bernardo, Homilia super missus est, 4, 11: PL 183, 86 B.

[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina revelación, 10.

[21] Cf. Propositio 3.

[22] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-756.

[23] Cf. In Hexaemeron, 20, 5: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 425-426; Breviloquium, 1, 8: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 216-217.

[24] Itinerarium mentis in Deum, 2, 12: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 302-303; Commentarius in librum Ecclesiastes, Cap. 1, vers. 11, Quaestiones, 2, 3: Opera Omnia, VI, Quaracchi 1891, p. 16.

[25] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 3; cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. 2, De revelatione: DS 3004.

[26] Cf. Propositio 13.

[27] Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural (2009), 39.

[28] Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2.

[29] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces bíblicas del obrar cristiano (11 mayo 2008), nn. 13. 32. 109.

[30] Cf. Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, 102.

[31] Cf. Homilía durante la Hora Tercia de la primera Congregación general del Sínodo de los Obispos (6 octubre 2008): AAS 100 (2008), 758-761.

[32] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 14.

[33] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217-218.

[34] «Ho Logos pachynetai (o brachynetai)»: cf. Orígenes, Peri archon, 1, 2, 8: SC 252, 127-129.

[35] Homilía durante la misa de Nochebuena (24 diciembre 2006): AAS 99 (2007), 12.

[36] Cf. Mensaje final.

[37] Máximo el Confesor, Vida de María, 89: CSCO, 479, 77.

[38] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 9-10: AAS 99 (2007), 111-112.

[39] Audiencia General (15 abril 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (17 abril 2009), 15.

[40] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 4.

[41] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 4.

[42] Propositio 4.

[43] Subida del Monte Carmelo, II, 22.

[44] Propositio 47.

[45] Catecismo de la Iglesia Católica, 67.

[46] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima (26 junio 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 junio 2000), 10.

[47] Adversus haereses, IV, 7, 4: PG 7, 992-993; V, 1, 3: PG 7, 1123; V, 6, 1: PG 7, 1137; V, 28, 4: PG 7, 1200.

[48] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 12: AAS 99 (2007), 113-114.

[49] Cf. Propositio 5.

[50] Adversus haereses, III 24,1: PG 7, 966.

[51] Homiliae in Genesim, 22: PG 53, 175.

[52] Epistula 120, 10: CSEL 55, 500-5006.

[53] Homilae in Ezechielem, 1, 7, 17: CC 142, p. 94.

[54] «Oculi ergo devotae animae sunt columbarum quia sensus eius per Spiritum sanctum sunt illuminati et edocti, spiritualia sapientes… Nunc quidem aperitur animae talis sensus, ut intellegat Scripturas»: Ricardo de San Víctor, Explicatio in Cantica canticorum, 15: PL 196, 450 B. D.

[55] Sacramentarium Serapionis II (XX): Didascalia et Constitutiones apostolorum, ed. F.X. Funk, II, Paderborn 1906, p. 161.

[56] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 7.

[57] Ibíd., 8.

[58] Ibíd.

[59] Cf. Propositio 3.

[60] Cf. Mensaje final, II, 5.

[61] Expositio Evangelii secundum Lucam 6, 33: PL 15, 1677.

[62] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 13.

[63] Catecismo de la Iglesia Católica, 102. Cf. Ruperto de Deutz, De operibus Spiritus Sancti, I, 6: SC 131, 72-74.

[64] Enarrationes in Psalmos, 103, IV, 1: PL37, 1378. Afirmaciones semejantes en Orígenes, Iohannem V, 5-6: SC 120, p. 380-384.

[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21

[66] Ibíd., 9.

[67] Cf. Propositiones 5. 12.

[68] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12.

[69] Cf. Propositio 12.

[70] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 11

[71] Propositio 4.

[72] Prol.: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 5, 201-202.

[73] Cf. Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 721-730.

[74] Cf. Propositio 4.

[75] Cf. Relatio post disceptationem, 12.

[76] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.

[77] Propositio 4

[78] Por ejemplo Dt 28,1-2.15.45; 32,1; de los profetas cf. Jr 7,22-28; Ez 2,8; 3,10; 6,3; 13,2; hasta los últimos: cf. Za 3,8. Para san Pablo, cf. Rm 10,14-18; 1 Ts 2,13.

[79] Propositio 4

[80] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 33: AAS 99 (2007), 132-133.

[81] Carta. enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 41: AAS 98 (2006), 251.

[82] Propositio 55.

[83] Cf. Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 19: PL 15, 1559-1560.

[84] Breviloquium, Prol., Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 201-202.

[85] Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 2.

[86] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), III, A, 3.

[87] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12.

[88] Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, 5, 6: PL 42, 176.

[89] Cf. Audiencia General (14 noviembre 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2007), 16.

[90] Commentariorum in Isaiam libri, Prol.: PL 24, 17.

[91] Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.

[92] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), II, A, 1.

[93] Ibíd., II, A, 2.

[94] Homiliae in Ezechielem 1, 7, 8: PL 76, 843 D.

[95] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 24; cf. León XIII, Carta enc. Providentissimus Deus (18 noviembre 1893), Pars II, sub fine: ASS 26 (1893-94), 269-292; Benedicto XV, Carta enc. Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920), Pars III: AAS 12 (1920), 385-422.

[96] Cf. Propositio 26.

[97] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), A-B.

[98] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio 25.

[99] Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008): AAS 100 (2008), 722-723.

[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 10.

[101] Cf. Juan Pablo II, Discurso con motivo del 100 aniversario de la Providentissimus Deus y del 50 aniversario de la Divino afflante Spiritu (23 abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243.

[102] Ibíd., n. 4: AAS 86 (1994), 235.

[103] Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 235.

[104] Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 236.

[105] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), III, C, 1.

[106] N. 12.

[107] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio 25.

[108] Cf. Propositio 26.

[109] Propositio 27.

[110] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio 26.

[111] Cf. ibíd.

[112] Ibíd.

[113] Cf. Propositio 27.

[114] Ibíd.

[115] Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 55: AAS 91 (1999), 49-50.

[116] Cf. Discurso a la IV Asamblea nacional eclesial en Italia (19 octubre 2006): AAS 98 (2006), 804-815.

[117] Cf. Propositio 6.

[118] Cf. S. Agustín, De libero arbitrio, 3, 21, 59: PL 32, 1300; De Trinitate, 2, 1, 2: PL 42, 845.

[119] Congregación para la Educación Católica, Instr. Inspectis dierum (10 noviembre 1989), 26: AAS 82 (1990), 618.

[120] Catecismo de la Iglesia Católica, 116.

[121] Summa Theologiae, I, q. 1, a. 10, ad 1.

[122] Catecismo de la Iglesia Católica, 118.

[123] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), II, A, 2.

[124] Ibíd., II, B, 2.

[125] Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.

[126] Ibíd.

[127] Cf. Audiencia General (9 enero 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (11 enero 2008), 12.

[128] Cf. Propositio 29.

[129] De arca Noe, 2, 8: PL 176 C-D.

[130] Cf. Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 725.

[131] Cf. Propositio 10; Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001), 3-5.

[132] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 121-122.

[133] Propositio 52.

[134] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001), 19; Orígenes, Homilía sobre Números 9,4: SC 415, 238-242.

[135] Catecismo de la Iglesia Católica, 128.

[136] Ibíd., 129.

[137] Propositio 52.

[138] Quaestiones in Heptateuchum, 2, 73: PL 34,623.

[139] Homiliae in Ezechielem, I, VI, 15: PL 76, 836 B

[140] Propositio 29.

[141] Juan Pablo II, Mensaje al rabino jefe de Roma (22 mayo 2004): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (28 mayo 2004), 1.

[142] Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras sagradas en la Biblia cristiana (24 mayo 2001), 87.

[143] Cf. Discurso de despedida en el Aeropuerto de Tel Aviv (15 mayo 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2009), 11.

[144] Juan Pablo II, A los rabinos jefes de Israel: (23 marzo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (31 marzo 2000), 4.

[145] Propositiones 46 y 47.

[146] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), I, F.

[147] Cf. Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.

[148] Propositio 46.

[149] Propositio 28.

[150] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 23.

[151] En todo caso, se recuerda que, por lo que se refiere a los llamados Libros Deuterocanónicos del Antiguo Testamento y su inspiración, los católicos y ortodoxos no tienen exactamente el mismo canon bíblico que los anglicanos y protestantes.

[152] Cf. Relatio post disceptationem, 36.

[153] Propositio 36.

[154] Cf. Discurso al XI Consejo Ordinario de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos (25 enero 2007): AAS 99 (2007), 85-86.

[155] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 21.

[156] Cf. Propositio 36.

[157] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 10.

[158] Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 44: AAS 87 (1995), 947.

[159] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 10.

[160] Ibíd.

[161] Cf. ibíd., 24.

[162] Cf. Propositio, 22

[163] S. Gregorio Magno, Moralia in Job 24, 8, 16: PL 76, 295.

[164] Cf. S. Atanasio, Vita Antonii, 2: PG 26, 842.

[165] Moralia, Regula, 80, 22: PG 31, 867.

[166] Regla, 73, 3: SC 182, 672.

[167] Tomás de Celano, La vita prima di S. Francesco, X, 22: FF 356.

[168] Regla, I, 1-2: FF 2750.

[169] B. Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum, 104: Monumenta Fratrum Praedicatorum Historica, Roma 1935, 16, p. 75.

[170] Orden de Hermanos Predicadores, Prime Costituzioni o Consuetudines, II, XXXI.

[171] Libro de la Vida, 40,1.

[172] Cf. Historia de un alma, Ms B 3rº.

[173] Ibíd., Ms C, 35vº.

[174] In Iohannis Evangelium Tractatus, 1, 12: PL 35, 1385.

[175] Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 25: AAS 85 (1993), 1153.

[176] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 8.

[177] Relatio post disceptationem, 11.

[178] N. 1.

[179] Discurso al Congreso «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia» (16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 956.

[180] Cf. Relatio post disceptationem, 10.

[181] Mensaje final, III, 6

[182] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 24.

[183] Ibíd., 7.

[184] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 4.

[185] Ibíd., 9.

[186] Ibíd., 3; cf. Lc4, 16-21; 24, 25-35.44-49.

[187] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 102.

[188] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007) 44-45: AAS 99 (2007), 139-141.

[189] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, C, 1.

[190] Ibíd., III, B, 3.

[191] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 48.51.56; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21.26; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.15; Decr. Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros 18; Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 6. En la gran tradición de la Iglesia encontramos expresiones significativas, como: «Corpus Christi intelligitur etiam[...] Scriptura Dei» (también la Escritura de Dios se considera Cuerpo de Cristo): Waltramus, De unitate Ecclesiae conservanda: 13, ed. W. Schwenkenbecher, Hannoverae 1883, p. 33; «La carne del Señor es verdadera comida y su sangre verdadera bebida; éste es el verdadero bien que se nos da en la vida presente, alimentarse de su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía, sino también en la lectura de la Sagrada Escritura. En efecto, lo que se obtiene del conocimiento de las Escrituras es verdadera comida y verdadera bebida»: S. Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten, 3: PL 23, 1092 A.

[192] Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, Madrid 2007, 316.

[193] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 10.

[194] Ibíd.

[195] Cf. Propositio 7.

[196] Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999), 16.

[197] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1373-1374.

[198] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.

[199] In Psalmum 147: CCL 78, 337-338.

[200] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.

[201] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 107-108.

[202] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 66.

[203] Propositio 16

[204] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007) 45: AAS 99 (2007), 140-141.

[205] Cf. Propositio 14.

[206] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 230 § 2; 204 §1.

[207] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 55.

[208] Ibíd., 8.

[209] N. 46: AAS 99 (2007), 141.

[210] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.

[211] Propositio 15.

[212] Ibíd.

[213] Sermo 179,1: PL 38, 966.

[214] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 93: AAS 99 (2007), 177.

[215] Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, Compendium Eucharisticum (25 marzo 2009), Ciudad del Vaticano, 2009.

[216] Epistula 52,7: CSEL 54, 426-427.

[217] Propositio 8.

[218] Rito de la Penitencia. Prænotanda, 17.

[219] Ibíd., 19.

[220] Propositio 8.

[221] Propositio 19.

[222] Ordenación general de la Liturgia de las Horas, III, 15.

[223] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 85.

[224] Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 276 §3; 1174 §1.

[225] Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cann. 377; 473, § 1 e 2, 1º; 538 §1; 881 § 1.

[226] Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, Bendicional. Orientaciones generales (17 diciembre 2001), 21.

[227] Cf. Propositio 18; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 35.

[228] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 75; AAS 99 (207), 162-163.

[229] Ibíd.

[230] Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular. Principios y orientaciones (17 diciembre 2001), 87.

[231] Cf. Propositio 14.

[232] Cf. S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, 15, 2: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, Tubingae 1901, 224.

[233] Cf. S. Agustín, Sermo 288, 5: PL 38,1307; Sermo 120, 2: PL 38,677.

[234] Ordenación general del Misal Romano, 56.

[235] Ibíd., 45; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 30.

[236] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 13.

[237] Cf. ibíd., 17.

[238] Propositio 40.

[239] Cf. Ordenación general del Misal Romano, 309.

[240] Cf. Propositio 14.

[241] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 69; AAS 99 (2007), 157.

[242] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 57.

[243] Propositio 14.

[244] Cf. El canon 36 del Sínodo de Hipona del año 393: DS, 186.

[245] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Vicesimus quintus annus (4 diciembre 1988), 13: AAS 81 (1989), 910; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía (25 marzo 2004), 62.

[246] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 116; Ordenación General del Misal Romano, 41.

[247] Cf. Propositio 14.

[248] Propositio 9.

[249] Epistula 30, 7: CSEL 54, 246.

[250] Id., Epistula 133, 13: CSEL 56, 260.

[251] Id., Epistula 107, 9.12: CSEL 55, 300.302.

[252] Id., Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.

[253] Juan Pablo II, Carta Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 31: AAS 83 (2001), 287-288.

[254] Propositio 30; Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 24.

[255] S. Jerónimo, Commentariorum in Isaiam libri, Prol.: PL 24, 17 B.

[256] Propositio 21.

[257] Cf. Propositio 23.

[258] Cf. Congregación para el Clero, Directorio general para la catequesis (15 agosto 1997), 94-96; Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 octubre 1979), 27: AAS 71 (1979), 1298-1299.

[259] Ibíd., 127; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 octubre 1979), 27: AAS 71 (1979), 1299.

[260] Ibíd., 128.

[261] Cf. Propositio 33.

[262] Cf. Propositio 45.

[263] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 39-42.

[264] Propositio 31.

[265] N. 15: AAS 96 (2004), 846-847.

[266] N. 26: AAS 84 (1992), 698.

[267] Ibíd.

[268] Homilía en la Misa Crismal (9 abril 2009): AAS 101 (2009), 355

[269] Ibíd., 356.

[270] Congregación para la Educación Católica, Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes (22 febrero 1998), 11

[271] Ibíd., 74.

[272] Cf. ibíd., 81.

[273] Propositio 32.

[274] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 47: AAS 84 (1992), 740-742.

[275] Propositio 24.

[276] Homilía en la Jornada Mundial de la Vida Consagrada (2 febrero 2008): AAS 100 (2008), 133; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 82; AAS 88 (1996), 458-460.

[277] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la Vida consagrada en el tercer milenio (19 mayo 2002), 24.

[278] Cf. Propositio 24.

[279] S. Benito, Regla, IV, 21: SC 181, 456-458.

[280] Discurso a los monjes de la Abadía de «Heiligenkreuz» (9 septiembre 2007): AAS 99 (2007), 856.

[281] Cf. Propositio 30.

[282] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 17: AAS 81 (1989), 418.

[283] Cf. Propositio 33

[284] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 49; AAS 74 (1982), 140-141.

[285] Propositio 20.

[286] Cf. Propositio 21.

[287] Propositio 20.

[288] Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 31: AAS 80 (1988), 1728- 1729.

[289] Propositio 17.

[290] Cf. Propositiones 9. 22.

[291] N. 25.

[292] Enarrationes in Psalmos, 85, 7: PL 37, 1086.

[293] Orígenes, Epistola ad Gregorium, 3: PG 11, 92.

[294] Discurso a los alumnos del Seminario Romano Mayor (19 febrero 2007): AAS 99 (2007), 253-254.

[295] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 66: AAS 99 (2007), 155-156.

[296] Mensaje final, III, 9.

[297] Ibíd.

[298] «Plenaria indulgentia conceditur christifideli qui Sacram Scripturam, iuxta textum a competenti auctoritate adprobatum, cum veneratione divino eloquio debita et ad modum lectionis spiritalis, per dimidiam saltem horam legerit; si per minus tempus id egerit indulgentia erit partialis»: Paenitentiaria Apostolica, Enchiridion indulgentiarum, Normae et concessiones (16 julio 1999), 30 § 1.

[299] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1471-1479.

[300] Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 enero 1967): AAS 59 (1967), 18-19.

[301] Cf. Epistula 49, 3: PL 16, 1204 A.

[302] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular. Principios y orientaciones (17 diciembre 2002), 197-202.

[303] Cf. Propositio 55.

[304] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002); AAS 95 (2003), 5-36.

[305] Propositio 55.

[306] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular. Principios y orientaciones (17 diciembre 2002), 207.

[307] Cf. Propositio 51.

[308] Cf. Homilía en el Valle de Josafat, Jerusalén (12 mayo 2009): AAS 101 (2009), 473.

[309] Cf. Epistula 108, 14: CSEL 55, 324-325.

[310] Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 1037.

[311] Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 31: AAS 99 (2007), 1010.

[312] Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 730.

[313] Cf. In Evangelium secundum Matthaeum 17, 7: PG 13, 1197 B; S. Jerónimo, Translatio homiliarum Origenis in Lucam, 36: PL 26, 324-325.

[314] Cf. Homilía en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2008): AAS 100 (2008), 757.

[315] Propositio 38.

[316] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la Vida consagrada en el tercer milenio (19 mayo 2002), 36.

[317] Propositio 30.

[318] Cf. Propositio 38.

[319] Cf. Propositio 49.

[320] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990): AAS 83 (1991), 294-340; Id., Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.

[321] Propositio 38.

[322] Cf. Homilía en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2008): AAS 100 (2008), 753-757.

[323] Propositio 38.

[324] Mensaje final, IV,12.

[325] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 22: AAS 68 (1976), 20.

[326] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2.7.

[327] Cf. Propositio 39.

[328] Cf. Mensaje para Jornada Mundial de la Paz 2009: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 diciembre 2008), 8-9.

[329] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 19: AAS 68 (1976), 18.

[330] Cf. Propositio 39.

[331] Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), I: AAS 55 (1963), 259.

[332] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 47: AAS 83 (1991), 851-852; Id., Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas (2 octubre 1979), 13: AAS 71 (1979), 1152-1153.

[333] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 152-159

[334] Cf. Mensaje para Jornada Mundial de la Paz 2007 (8 diciembre 2006), 10: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), 5-6.

[335] Cf. Propositio 8.

[336] Homilía al final de la Semana de oración por la unidad de los cristianos (25 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 enero 2009), 6.

[337] Homilía en la conclusión de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (26 octubre 2008): AAS 100 (2008), 779.

[338] Propositio 11.

[339] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 240.

[340] De doctrina christiana, I, 35,39-36,40: PL 34, 34.

[341] Cf. Mensaje para la XXI Jornada Mundial de la Juventud de 2006: AAS 98 (2006), 282-286.

[342] Cf. Propositio 34.

[343] Cf. ibíd.

[344] Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 712.

[345] Cf. Propositio 38.

[346] Homilía en ocasión de la XVII Jornada mundial del Enfermo (11 febrero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (120 febrero 2009), 7.

[347] Cf. Propositio 35.

[348] Propositio11.

[349] Cf. Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 25: AAS 98 (2006), 236-237.

[350] Propositio11.

[351] Homilía en la XLII Jornada Mundial de la Paz 2009 (1 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 enero 2009), 6.

[352] Propositio54.

[353] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 92: AAS 99 (2007), 176-177.

[354] Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 junio 1980), 6: AAS 72 (1980), 738

[355] Cf. Propositio 41.

[356] Cf. ibíd.

[357] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 80: AAS 91 (1999), 67-68.

[358] Cf. Lineamenta 23.

[359] Cf. Propositio 40.

[360] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social; Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, Instr. past. Communio et progressio, sobre los medios de comunicación social, preparada por mandato especial del Concilio Ecuménico Vaticano II (23 mayo 1971): AAS 63 (1971), 593-656; Juan Pablo II, Carta ap. El rápido desarrollo (24 enero 2005): AAS 97 (2005), 265-274; Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, Instr. past. Aetatis novae, sobre las comunicaciones sociales en el vigésimo aniversario de la Communio et progressio (22 febrero 1992): AAS 84 (1992), 447-468; Id., La Iglesia e internet (22 septiembre 2002).

[361] Cf. Mensaje final, IV,11; Benedicto XVI, Mensaje para la XLIII Jornada mundial de las comunicaciones sociales 2009 (24 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 enero 2009), 3.

[362] Cf. Propositio 44.

[363] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXVI Jornada mundial de las comunicaciones sociales 2002 (24 enero 2002), 6: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 enero 2002), p. 5.

[364] Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 20: AAS 68 (1976), 18-19.

[365] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 78: AAS 99 (2007), 165.

[366] Cf. Propositio 48.

[367] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, B.

[368] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22; Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, B.

[369] Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de Kenya (7 mayo 1980), 6: AAS 72 (1980), 497.

[370] Cf. Instrumentum laboris, 56.

[371] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, B.

[372] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 22.

[373] Cf. Propositio 42.

[374] Cf. Propositio 43.

[375] Benedicto XVI, Homilía durante la Hora Tercia de la primera Congregación general del Sínodo de los Obispos (6 octubre 2008): AAS (2008), 760.

[376] Entre las numerosas intervenciones de diverso tipo, recuérdese: Juan Pablo II, Carta enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986): AAS 78 (1986), 809-900; Id., Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990): AAS 83 (1991), 249-340; Id., Discursos y Homilías en Asís con ocasión de la Jornada de oración por la paz, el 27 de octubre de 1986: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (2 noviembre 1986), 1-2. 11-12; Jornada de oración por la paz el mundo (24 enero 2002): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (1 febrero 2002), 5-8; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000): AAS 92 (2000), 742-765.

[377] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 3.

[378] Cf. Discurso a los Embajadores de los Países de mayoría musulmana acreditados ante la Santa Sede (25 septiembre 2006): AAS 98 (2006), 704-706.

[379] Cf. Propositio 53.

[380] Cf. Propositio 50.

[381] Ibíd.

[382] Juan Pablo II, Discurso en el encuentro con los jóvenes musulmanes en Casablanca, Marruecos (19 agosto 1985), 5: AAS

Romana, n. 51, julio-diciembre 2010, p. 238-328.

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